Owen pasó la velada en un rincón de la taberna de York, esperando al emplazador Digby. Estaba seguro de que irrumpiría para preguntar qué quería sonsacarle Owen a su madre. Pero no apareció.
A última hora Bess se acercó a su mesa para compartir una cerveza. Se sentó frente a él y lo saludó blandiendo una jarra.
—Creo que me la merezco —dijo y bebió, para sonreír después con satisfacción—. Mi Tom le da el toque adecuado. Suelen ser mujeres las que preparan la mejor cerveza, pero mi Tom es la excepción a la regla. —Tomó otro largo trago—. Y bien, ¿cómo marchan tus relaciones con la gente de York?
—No he conocido a casi nadie. El arcediano parece haberse ofendido por mi relación con el arzobispo. Al parecer ése era el único punto que quería discutir conmigo. Quería descubrir qué tengo que ver con la catedral.
—Anselmo es un tipo desagradable. Aunque un buen hombre, a su modo. Ha reunido mucho dinero para la capilla Hatfield de la catedral, cosa que será beneficiosa para toda la ciudad. Eso hay que reconocérselo. Cuando venga el rey para la consagración, traerá un gran cortejo. Y eso es bueno para el negocio.
Owen estuvo tentado de mencionar la alusión del arcediano a la historia de la señora Wilton, pero no quería que Bess supiera todavía que él tenía por objetivo conseguir un empleo con los Wilton. No estaba seguro de la reacción de la mujer.
—En cuanto al resto del pueblo de York conocí a algunos monjes de Santa María. Parecen gente agradable.
—Monjes. —Bess sacudió la cabeza, haciendo temblar las cintas del gorro—. Apartados del mundo. Niños mimados, me parece a mí. No es de extrañar que sean agradables. —Se interrumpió para beber un trago de cerveza y luego preguntó—: ¿Entonces fuiste a la abadía?
—Tenía una carta de presentación para el hermano Wulfstan, el enfermero. Pensé que él podía saber de alguien necesitado de un jardinero o un asistente de cirujano. O un ayudante de boticario. Esa clase de trabajo.
Ella lo estudiaba por encima del borde de su jarra de cerveza.
—¿Y él sabía de algo? —inquirió bajando la voz.
Owen se había metido en el tema y ya no podía retroceder.
—Mencionó a los Wilton.
—Por supuesto.
—El pobre ha tenido un mal invierno.
—¿Wilton?
—No. El hermano Wulfstan —contestó Owen; al ver que Bess fruncía el entrecejo, sin entender, añadió—: Por los dos peregrinos que murieron en su enfermería.
—¡Ah! Supongo que puede considerarse mala suerte para el hermano Wulfstan. Por cierto que se habló de eso un tiempo. La gente temía que pudiera ser la peste, que volviera a presentarse así, inesperadamente. Un día la vida de siempre, y al siguiente todo el barrio enfermo. Es mejor no pensar en ello —concluyó con un suspiro.
—¿Conocías a esos dos hombres?
—El segundo era el famoso Fitzwilliam. Sí. Se alojó aquí una o dos veces. Yo tenía que vigilarlo con las criadas. Un poco demasiado ansioso por plantar su semilla, el jovencito.
—Más al sur tenía la misma reputación —coincidió Owen.
—Eso dicen. ¿Tú también lo conocías?
—Oí hablar de él, pero nunca nos vimos.
—Un hombre de su rango, desperdiciando sus oportunidades —comentó Bess, sacudiendo la cabeza. De pronto pareció estremecerse—. Pero ¿qué estoy haciendo? Hablando mal de un muerto, de un hombre al que apenas conocí —se reprochó, y añadió—: Pues bien, ¿cuál será tu próximo paso?
Owen habría deseado continuar con el tema de Fitzwilliam, pero no halló el modo de hacerlo, así que respondió:
—Espero hablar con algunos maestres. Y ver lo que me sugieren. El secretario del arzobispo envió unas cuantas cartas.
—Pronto encontrarás algo, pues eres emprendedor —aseguró Bess. Vació la jarra y se puso en pie, sacudiéndose el delantal—. Gracias por la compañía. Debo volver al trabajo.
Owen sonrió al verla alejarse: Bess cogía jarras vacías y limpiaba mesas a su paso, con la misma eficacia con que le había sonsacado información. Se había enterado de todo lo que quería bajo la apariencia de una charla casual. Era una interrogadora profesional y él haría bien en estudiar su técnica.
* * * * *
Cuando bajó a la mañana siguiente, Bess tenía algo para él.
—Un mensajero de la catedral lo trajo a primera hora, —replicó al tiempo que se lo tendía con un guiño de complicidad—. Al arcediano no le gustará esto, ¿eh?
Owen lo leyó mientras Kit le ponía enfrente pan, queso y la cerveza de la mañana. Jehannes quería verlo de inmediato. Owen comió deprisa y salió rumbo a la catedral.
Jehannes lo saludó disculpándose por la perentoriedad expresada en la nota.
—Tenía que asegurarme de que vinierais antes de hacer cualquier otra cosa. Debo pediros, Archer, que seáis cuidadoso con vuestros interrogatorios.
—¿Alguien se quejó?
—El abad Campian. Quería saber si Su Ilustrísima os había enviado a investigar la muerte de Fitzwilliam.
Un dolor agudo cruzó por el ojo izquierdo de Owen.
—No nací para hacer esta clase de trabajo —se lamentó.
—¿Acaso alguien ha nacido para hacer el trabajo que hace?
—No querría decepcionar al arzobispo.
—Le dije al abad que hacíais unas preguntas a cambio de la ayuda del arzobispo para conseguiros un medio de sustento.
—Muy inteligente —aprobó Owen—. Os lo agradezco.
Jehannes respondió con una inclinación de cabeza.
—¿Estaba muy enfadado? —quiso saber Owen.
Jehannes reflexionó antes de responder.
—Creo que se trata más bien de susceptibilidad. Debimos haber confiado en él. Dice que tenéis libertad para volver y hablar del tema con él.
—Lo haré.
—Y me adelantó una información que tiene para vos sobre Fitzwilliam. Algún asunto que este hombre tuvo, o pudo haber tenido, con Magda Digby.
Owen se sobresaltó.
—Iré inmediatamente —dijo, poniéndose en pie.
—¿Ya conocisteis a la madre del emplazador?
—Sí. Una mujer astuta, Magda Digby. Salí de su casa sintiéndome un idiota.
Jehannes sonrió.
—Buena suerte con ella. Y una cosa más: el maestre Thorpe os verá hoy a mediodía. Quiere hablaros sobre el puesto de aprendiz con los Wilton.
Owen se dijo que tenía por delante una mañana colmada de trabajo. Si la pista del abad parecía interesante, se proponía visitar a Magda Digby esa misma mañana. Quería dejar ese asunto liquidado antes de volver a ver a la señora Wilton.
* * * * *
El abad Campian le ofreció una copa de cerveza.
—Para fortificaros —explicó—. Porque supongo que de aquí iréis a visitar a Magda Digby —quitó una invisible mota de polvo de la mesa, entrelazó los dedos y, mirando a Owen, añadió—: Deberíais haber confiado en mí.
—Os pido disculpas —repuso Owen—. Soy torpe en esta clase de cosas.
—Estáis embarcado en una tarea ingrata. Pero supongo que el interés de John Thoresby hace que valga la pena.
Los dedos se movieron ligeramente. Eran las manos más limpias que Owen hubiera visto nunca.
—Empiezo de nuevo, entonces —dijo Owen—. Pero necesito la ayuda del arzobispo. ¿Le diréis pues a alguien que soy su hombre?
—Sólo si es necesario. —Los ojos del abad Campian eran pozos oscuros de agua tranquila y Owen le creyó—. Por supuesto que todo esto es una pérdida de tiempo —negó—. Sir Oswald Fitzwilliam estaba enfermo. Murió, pese a los mejores esfuerzos de mi enfermero y a nuestras plegarias. Era su hora.
Sus modales volvían difícil, casi grosero, manifestar desacuerdo. Pero Owen debía hacer su trabajo.
—El arzobispo quiere estar seguro —repuso.
Los dedos volvieron a moverse.
—Uno nunca puede estar seguro —observó el abad.
—No.
Quedaron en silencio un momento. Owen se bebió la cerveza y dejó que la calma del abad hiciera efecto sobre él. Al fin, Campian habló:
—Fitzwilliam pasó sus últimos días en la enfermería, bajo los ojos vigilantes del hermano Wulfstan y el novicio Henry. No veo cómo nadie pudo llegar a él.
—Pero fue a la enfermería porque ya estaba enfermo.
Las cejas se arquearon.
—¡Ah! Pensáis en un veneno de acción retardada…
—No estoy pensando nada, sólo reuniendo hechos.
—¿Habéis venido a informaron sobre Fitzwilliam y Magda Digby? —preguntó de improviso el abad.
—Sí.
—Probablemente no tenga importancia.
—Debo saberlo. Por favor —rogó Owen.
—Os lo diré en confidencia. Ningún otro ser vivo sabe nada sobre esta conexión con la Mujer del Río, salvo los mismos Digby.
—Pero… ¿y si debo decírselo al arzobispo?
Los dedos se alzaron y luego cayeron.
—Eso sería lamentable. Pero mi deseo es cooperar.
—Se lo diré al arzobispo sólo si es necesario —prometió Owen.
—Os creo —dijo el abad asintiendo. Miró al techo, concentrándose y después a Owen—. Por lo general me guardo para mí los motivos por los que un peregrino se ha impuesto la pena. A veces ellos mismos deciden confesarse con otros, pero en general yo soy el único que lo sabe. No es una confesión, por supuesto. De modo que no rompo ningún deber sagrado al decirlo.
—Entiendo.
—El demonio inspira en los hombres muchas formas del mal. ¿Habéis oído hablar alguna vez del tráfico de cadáveres para reliquias?
—He oído rumores de esas cosas.
—La segunda visita de Oswald Fitzwilliam fue precedida por su intento de vender un brazo, por una gran suma de dinero, a quien no debía. No necesito deciros que si hubiera sido otro…
—Pero entonces el arzobispo lo sabe —observó Owen.
—No sabe de dónde provenía el brazo.
—¿Y vos sí?
—Fitzwilliam me lo dijo, en su última visita. Me dijo que la gente se equivoca respecto de Magda Digby. Que ella cura, y que es una buena mujer. Acababa de solucionarle un grave problema.
—¿Por qué os contaba esto?
—Quería saber cómo podía expiar un pecado que había inducido a cometer a esta mujer.
—¿La indujo a venderle el brazo?
El abad inclinó la cabeza y cerró los ojos. Owen se limitó a esperar.
—No sé cómo puede estar relacionado el incidente con su muerte —dijo al fin Campian—. No sé cómo pudieron conocerse. Pero quizás ella es la persona que estaba interesada en silenciarlo para siempre.
—Ella… o el emplazador mismo.
—Sí, su hijo.
—¿Me decís esto para causar la perdición de los Digby?
Los ojos del abad se dilataron con alarma.
—No. Deus juva me. Confío en que no necesitéis decírselo al arzobispo. Pero, si encontráis una conexión con la muerte de Fitzwilliam… —Se miró las manos inmaculadas y añadió con suavidad—: Espero que le digáis al arzobispo que yo cooperé.
—¿Por qué?
—No soy hombre suyo. Me nombraron abad en tiempos de su predecesor, y él no me conoce. No tiene una lealtad especial conmigo.
—¿Cuánto tiempo hace del incidente del brazo?
—Seis años.
—La mujer podría no recordarlo siquiera —opinó Owen—. Podría no haber sabido que se trataba de Fitzwilliam.
—Pero su hijo sí. Fue por esa época cuando se convirtió en emplazador. Estoy seguro de que se preocupó porque no se supiera, o su carrera habría acabado.
—¿Qué le dijisteis a Fitzwilliam?
—¿Decirle? —se extrañó el abad.
—Sobre cómo enmendarse ante la Mujer del Río.
—Le dije que rezara por su alma.
Los ojos miraban a Owen con calma. Sobre ese punto el abad no tenía dudas: la plegaria era la respuesta a los males del mundo. Suficientes plegarias.
Cuando Owen dejaba la paz de la presencia del abad, sentía gratitud por su cooperación. Era evidente que le había resultado embarazoso hablar.
* * * * *
La serpiente marina tallada fue la única en dar la bienvenida a Owen. La Mujer del Río no se encontraba esta vez frente a su choza. Owen golpeó a la puerta y, oyendo un gruñido, lo interpretó como un permiso para entrar. Cuando se vio en el interior, cálido y grumoso, y su pupila se ajustó al nivel de luz, creyó haberse metido en alguna clase de ceremonia satánica. Había un gato atado a una mesa junto al fuego, inmóvil y con la respiración agitada, y Magda estaba inclinada sobre él empuñando un pequeño cuchillo. No alzó la vista hacia el intruso; simplemente se limitó a susurrar:
—Silencio.
Hizo un corte superficial en el borde de una herida abierta, dejó el cuchillo y cogió aguja e hilo. Mientras Owen observaba, en incómodo silencio, la mujer cosió la herida y después se volvió hacia él, secándose las manos ensangrentadas en las faldas.
—Ojo de Pájaro ha vuelto, ¿eh?
—¿Limpiabas la herida de un gato?
—Es la Bessy de la pequeña Kate. La gata lo es todo para ella. El corte se habría ulcerado y se habría formado un absceso.
Magda podía ayudar. —Se inclinó para escuchar el corazón del animal y luego se irguió—. ¿Y cuál es tu asunto esta vez?
Owen había resuelto ir directo al grano.
—Hace seis años le vendiste un brazo a sir Oswald Fitzwilliam, el pupilo del arzobispo.
Magda entornó los ojos.
—¿Dónde oíste eso?
—Fitzwilliam se lo dijo al abad antes de morir.
—¿Y el abad creyó a ese embustero? Sí. El cachorro del arzobispo.
Escupió al fuego.
—¿Sabes que Fitzwilliam ha muerto?
—Sí.
—Y que pueden haberlo envenenado.
Magda soltó una risa que se asemejó a un ladrido y se sentó en un banco junto al fuego.
—¿Magda Digby envenenó al cachorro para recuperar el brazo? ¿Es eso lo que piensas? —Se secó los ojos con la falda—. Si crees estar investigando un crimen, te diré que lo estás haciendo bastante mal.
—Habíame del brazo —dijo él.
La mujer se quedó mirándolo.
—¿Por qué tendría que contarte nada?
—Un escándalo significaría el fin de la ascendencia de tu hijo sobre el arcediano.
—¿Lo diría el abad?
—Sólo si fuera necesario.
La mujer se frotó la barbilla, reflexionando.
—Tú eres hombre del arzobispo —concluyó.
—Estoy interesado por la muerte de Fitzwilliam.
—El niño era una plaga —dijo ella, con un encogimiento de hombros—. La peste. Pero no tanto como para que hubiera que matarlo.
Invitó a Owen a sentarse con un gesto y éste se sentó con cautela en el borde de un banco.
—¿No crees posible que sus enemigos quisieran matarlo?
—El cachorro era insoportable. Pero nadie lo tomaba muy en serio.
—Háblame sobre el brazo —volvió a decir Owen.
—Vino con una de sus damiselas que se había quedado embarazada. Encontró a Magda en plena cirugía, amputando un brazo podrido. Un brazo que habría matado a su dueño. El cachorro preguntó si podía quedárselo. Magda no le hizo caso y tiró el brazo al pozo. Le dio a la señora del cachorro una poción para librarse de la simiente de él. A la mañana siguiente, el brazo no estaba en el pozo. —Se encogió de hombros—. ¿Magda iba a correr tras el cachorro? El brazo estaba podrido. Hedía. Magda se hizo preguntas. Fue Potter quien le dijo que los hombres de Iglesia pagan por semejante porquería. Y lo ponen en un relicario de oro. Y la gente le reza. —Soltó una carcajada—. Le rezan al brazo podrido de un calderero. A Magda le hizo gracia. Y dejó que fuera así.
—Si el arcediano se hubiera enterado de esto, y lo hubiera malinterpretado, el puesto de tu hijo habría estado en peligro.
—Potter aprende muchas cosas de su madre. Cosas que lo llevan a las puertas de la gente a pedir pago por sus pecados. Lo cual es un arreglo al que el arcediano Anselmo no está dispuesto a renunciar, ¿eh?
—¿De modo que tu hijo no se siente amenazado?
—No. Y el cachorro no ladró. —La mujer sacudió la cabeza y añadió—: Esto de los emplazamientos es peligroso y estúpido. Potter es un bobo.
La pequeña paciente que yacía sobre la mesa gimió y Magda fue a verla.
—Bessy, niña, ya estás bien. Descansa.
Acarició la cabeza de la gata entre las orejas, consolándola, y al cabo de pocos minutos la gata se adormeció.
Magda se sirvió algo de una jarra, y volvió a su asiento.
—Magda no te ofrece de beber. No lo aceptarías, ¿eh?
Owen sonrió. La mujer lo sorprendía. Había esperado una figura del submundo, una apóstata, una asesina, una mentirosa. Pero era una hábil curandera en paz consigo misma y contenta con su suerte, según parecía.
—¿Por qué es emplazador Potter? —quiso saber.
—Por codicia. Piensa comprarse una cómoda percha en el Paraíso —repuso ella—. Pero es buen chico. Descarriado.
—¿Fitzwilliam te trajo una mujer antes de Navidad?
—Sí. Otra codiciosa.
—¿Estaba encinta?
—Sí, era un chico del cachorro. Lord March no es lo que debería ser.
Al recordar las calzas reveladoras, Owen encontró que era una información interesante.
—¿Cómo lo sabes?
Magda sacudió la cabeza.
—Eres un extraño en York. Y no sabes con quién estás hablando. Magda Digby, la Mujer del Río, es conocida en muchas partes. La madre de lord March vino a Magda por un hechizo. Y volvió antes de la boda de su hijo. No sirvió de nada. No es un problema que tenga arreglo. Él podría engendrar un monstruo.
—¿Podrías decirme algo sobre Fitzwilliam que me ayude a entender por qué murió?
Magda se puso en pie y se secó las manos en las faldas.
—Magda te contó sobre el brazo podrido. Eso basta para dejar contento a mi Potter —declaró, y abrió la puerta para que se marchara.