Al día siguiente, con la carta de Roglio en la mano, Owen partió rumbo a la abadía. Una nevada liviana volvía resbaladizo el empedrado, de modo que no se quejó cuando las pulidas piedras dieron paso al barro, a la entrada de la abadía. El barro podía ensuciar, pero al menos en él era menos probable que perdiera pie. Le disgustó tener que pensar en eso. La pérdida de su ojo lo volvía un viejo temeroso.
La carta de Roglio le permitió tener acceso al abad, quien le aseguró que el hermano Wulfstan se sentiría muy feliz de saber que el médico del arzobispo lo recordaba.
* * * * *
Pese a lo que pensaba el abad, Wulfstan no se sintió nada feliz al oír que tenía un visitante. No deseaba ver a nadie. Quería que lo dejaran combatir en paz con el demonio que amenazaba con arrebatarle su salvación.
Todo había empezado con el peregrino. Desde la noche del día en que el peregrino había caído enfermo, Wulfstan no había conocido la paz.
No era porque el peregrino hubiera caído enfermo: eran muchos los que acudían a él en tal estado. La percepción de su propia mortalidad volvía hacia Dios incluso al más endurecido de los bandidos. Quizá si Wulfstan no hubiera tratado de salvarlo… Tal vez aquel era el error que había desequilibrado su vida. Debería haber dejado que su amigo muriera en paz, sin conmociones. En lugar de eso, por puro orgullo, se había propuesto salvarlo. El hombre le había tocado el corazón y él no podía creer que el Señor se propusiera llevarse a su amigo ya que, de ser así, ¿por qué guiarlo hasta allí, hasta un enfermero con tanta habilidad y experiencia?
Qué arrogante imbécil había sido. Ahora le apenaba pensarlo. Se había lanzado bajo la nieve, reconfortado por la alegría de salvar a una criatura de Dios… y en el proceso ganar gloria personal.
Había prestado poca atención al estado alterado de Nicholas, aunque más tarde recordó y reconoció los signos. ¿Cómo podía imaginar que el boticario estuviera enfermo y que aquella misma noche sufriría un ataque que lo dejaría sin habla durante varios días y confinado en la cama hasta el día de hoy? Nicholas parecía sano y fuerte. Pero las preguntas que había hecho, su repentino cambio de humor, todo indicaba un cerebro febril.
Y los síntomas del peregrino después de recibir la medicina… ¡Virgen santísima! Ahora le resultaban muy evidentes, pero en su momento lo habían intrigado. Había supuesto que se había equivocado al juzgar algún síntoma y que todo el tiempo su amigo debía de haber sufrido de algo muy distinto de la fiebre de campamento. Y que Nicholas había reconocido el mal en cuanto llegó y eso lo había hecho mostrarse tan pesimista. Quizás hubiera preparado el medicamento que no convenía.
Ah, pero la verdad era peor. Mucho peor.
Como un tonto, Wulfstan había observado toda la agonía, había estado allí masajeando los miembros para aliviar el dolor, ayudándolo a sentarse para que respirara. Había rezado por él, entristecido porque un caballero tan gentil tuviera que abandonar la vida en medio del dolor.
Después había guardado el medicamento sobrante y más tarde se lo había administrado a Fitzwilliam, el pupilo del arzobispo. Y había visto cómo sobrevenía la muerte con sofocación y dolor de miembros, exactamente igual que al peregrino.
Sólo entonces se le había ocurrido examinar la pócima. Sólo entonces. Viejo idiota. Y lo que descubrió le había destrozado el corazón. Era una dosis mortal de acónito y él la había administrado: había matado a los dos hombres tratando de salvarlos.
Acónito, napelo, matalobos. En pequeñas dosis aliviaba el dolor, inducía a sudar, reducía la inflamación. En dosis mayores producía un terrible dolor en los miembros, desvanecimiento, sofoco y, al fin, la muerte. No era raro que los medicamentos contuvieran acónito… pero hasta cierto punto. Era inexplicable que Nicholas cometiera un error tan grave. Wulfstan nunca había encontrado nada que pudiera ser causa de desconfianza en los preparados de Nicholas Wilton ni en los de su padre. Ni se le había ocurrido probar la poción. Sin embargo, había sido sencillísimo. Aplicado sobre la piel, el acónito produce una sensación de calor y latido, seguido de entumecimiento. Cuando había probado al fin la poción, la mano le había quedado entumecida toda la noche.
Aquél había sido el momento más negro de toda la vida de Wulfstan. Nunca hasta entonces había pensado en el poder que tenía sobre las vidas de los hombres: podía matar. Había matado por negligencia.
Viejo necio. El cerebro del boticario ya debía de estar dañado cuando preparaba la mezcla. Después de todo, Nicholas se había derrumbado al salir de la enfermería, apenas unos instantes después de entregar la poción.
Sólo momentos después de que el peregrino le hubiera llamado asesino. Esto era lo que turbaba a Wulfstan, pues el medicamento que contenía una dosis fatal de acónito se había preparado especialmente para el peregrino. Él nunca había tenido conocimiento de que Nicholas se equivocara en la preparación de una medicina. Podía diagnosticar mal, y ninguna medición era perfecta, pero aquél era un error tan grande, tan fácil de detectar por cualquiera que lo tocara…
Ése era el motivo de que temiera que no se hubiera tratado de un error. Que Nicholas hubiera preparado deliberadamente un veneno. Que se hubiera propuesto matar al peregrino, al hombre que lo había llamado asesino, el hombre que afirmaba que Nicholas estaba muerto porque él lo había matado diez años atrás.
Las sospechas ponían enfermo a Wulfstan. Pues sin duda era su propia culpa lo que trataba de borrar culpando a otro. Nicholas Wilton no podía proponerse matar al peregrino. No conocía siquiera su nombre.
Pero Nicholas le había hecho demasiadas preguntas sobre el hombre que no tenían nada que ver con un diagnóstico. Y Wulfstan le había dicho todo lo que sabía. Quizás eso había bastado.
No. Nicholas era un buen hombre. Era impensable. Además, ¿qué motivo podía tener? Tenía todo lo que un lego podía querer. Era maestro boticario, su tienda tenía por clientela a todos los ciudadanos pudientes de York estaba casado con una hermosa mujer que trabajaba a su lado… Su única pena era la falta de hijos.
A Wulfstan le habían enseñado que su bondad e inocencia eran la fuente de su habilidad con los medicamentos. Dios le había dado esa maravillosa ocupación porque él había sido digno de ella.
Pero ya no era inocente. Su negligencia había matado a dos hombres. Y había decidido no decírselo a nadie. Nadie debía saber que los dos hombres no habían muerto de muerte natural. Los rumores podían arruinar a los Wilton y, Dios lo perdonara, destruirían la fe del abad Campian en él. No podía hacerlo. No podía hacerle eso a Lucie Wilton. Ni a sí mismo. No destrozaría la vida de la mujer después de que ella le hubiera dado otra oportunidad. Y, en cuanto a sí mismo, sabía que sería más diligente que nunca a partir de ahora.
Así que había resuelto no comunicar sus sospechas a nadie, salvo a Lucie Wilton. Ella tendría que vigilar a Nicholas. Se lo había dicho con temor. Pero ella lo había tomado con calma.
Wulfstan confiaba en Lucie. Lo que lo atormentaba era su propia responsabilidad en las muertes, su propio descuido.
Y en ese estado no le agradaba la compañía, aunque sabía que no podía escabullirse ante un hombre que llevaba un mensaje del médico del arzobispo.
Cuando Owen entró en la enfermería, Wulfstan alzó la vista de su mesa de trabajo, pero sus ojos no buscaron los del visitante.
Owen le tendió la carta, y no pudo dejar de notar que las manos del monje temblaban al romper el sello y leer. Tenía un rostro bondadoso, de mejillas redondas y rojas, pero sus ojos traslucían preocupación. Sin embargo, parecía tranquilo cuando levantó los ojos del papel.
—El maestro Roglio. Dios lo bendiga por recordarme. Hice muy poco por él: una medicina que preparé para el arzobispo. —Frunció el entrecejo, haciendo memoria—. No recuerdo qué era, exactamente. Lo tenía todo, salvo mandrágora. No la cultivo aquí porque es la hierba del diablo.
Se frotó los pelos blancos de la barbilla, perdido en sus recuerdos.
—¿El arzobispo necesitaba un calmante? —preguntó Owen.
El monje lo miró; en sus ojos claros volvía a haber signos de preocupación.
—Sabéis algo del oficio, por lo que veo. Sí, la mandrágora es para el dolor.
Owen no encontraba sorprendente el nerviosismo del monje: al fin y al cabo, habían muerto dos hombres a su cuidado. Pero había esperado que estuviera dispuesto a hablar tranquilamente de lo que sabía.
—Me sorprendió que mencionarais la mandrágora. Seguramente cultiváis acónito…
El monje se puso blanco.
—Por supuesto —contestó sin mirarlo—. Pero el maestro Roglio dijo que los humores del arzobispo eran demasiado sanguíneos. El acónito lo habría acalorado en exceso. Así que le pedí a Wilton, que tiene un excelente jardín, muy completo, la raíz en polvo y la mezclé yo mismo. Sí, así fue. Y por tan poco el maestro Roglio me recuerda.
—El maestro Wilton —dijo Owen, y asintió—. He conocido a su esposa. Me preparó un ungüento para el ojo.
—Nicholas Wilton tiene suerte con Lucie. Es muy competente.
—No lo dudo. Su preparado era mejor que el que me habían dado en Warwick.
—Estáis en buenas manos.
—Mi cuarto de la posada da al jardín de Wilton —comentó Owen—. ¿Hacéis tareas con él?
El monje se puso visiblemente tenso.
—De vez en cuando —repuso y se inclinó sobre su trabajo.
Owen echó una mirada a la enfermería. Era una habitación luminosa y cálida, perfumada por las hierbas que mezclaba el monje en la mesa. Las esteras de junco del suelo estaban secas y en ese momento no había pacientes en los catres.
—Los hermanos de Santa María gozan de buena salud, por lo que veo —dijo.
—Lo usual —repuso Wulfstan—. Pronto vendrán las sangrías de primavera. Antes de eso siempre hay calma.
—Nadie quiere vérselas con las sanguijuelas con demasiada frecuencia, ¿no es así?
Wulfstan le dedicó una ligera sonrisa.
—Veo que sois un estudioso de la naturaleza humana.
—Como capitán de arqueros tuve que serlo. —Owen decidió arriesgarse—. Me alegra ver que ha pasado el brote de fiebres de este invierno.
Las mejillas, ya de por sí rojas, se encendieron. Un gesto nervioso de la mano desmoronó el montón de polvo de raíz de lirio de Florencia y una nube subió hacia el rostro de Wulfstan. El monje estornudó en la manga y se secó los ojos. Luego se levantó y, rodeando lentamente la mesa, se sentó junto a Owen.
—¿Cómo sabéis de esas enfermedades?
—Escuché anoche los rumores de la taberna —contestó Owen—. Es el modo de enterarse de lo que pasa en una ciudad. La gente toma nota cuando se producen dos muertes con síntomas parecidos en un mes. Una muerte significa poco: había llegado su hora. Pero dos pueden significar tres, cuatro, una docena.
Wulfstan se frotó el puente de la nariz con los ojos cerrados; parecía un hombre cansado y con problemas.
—Ya ha pasado tiempo suficiente como para que sepan que no deben preocuparse —dijo al cabo—. De todos modos, dos muertes sólo significan que había llegado la hora de los dos. Dios en Su bondad los llamó a ambos como peregrinos, en estado de gracia. Dos actos así revelan Su ilimitada benevolencia.
Owen hizo un gesto de despreocupación.
—Supongo que sus muertes fueron consecuencia de haber viajado al norte en invierno. A mí me resultó una marcha difícil, aunque disfruto de buena salud.
La luz que entraba por la ventana que daba al jardín hacía brillar el sudor en la cara del monje.
—Por supuesto, eso es cierto, también. El primer peregrino no estaba en condiciones de viajar. Pienso que sabía que la muerte podía venir a buscarlo aquí.
Owen notó la emoción en la voz del viejo monje.
—¿Lo conocíais bien? —inquirió.
Wulfstan inclinó la cabeza y cerró los ojos un momento antes de responder:
—Nos hicimos amigos mientras lo trataba.
—Eso fue lo más difícil para mí en el campamento —coincidió Owen—: perder a un amigo que estaba bajo mi cuidado.
Wulfstan miró en silencio hacia la pared, con los ojos húmedos.
—¿Os tocó a vos informar a sus parientes? —preguntó Owen con voz amable.
—Eso le habría correspondido al abad Campian. Pero, por lo que sé, el hombre vino como un peregrino anónimo.
—¿No habló con vos de su hogar?
—Había sido soldado tanto tiempo que no creo que recordara su hogar.
Owen asintió.
—Es un estado que puedo entender bien.
—Sois muy reflexivo para ser soldado —comentó el monje.
—Tengo una herida que cambió mi vida —repuso Owen, y Wulfstan miró con conmiseración el parche—. ¿Y el otro peregrino que murió? Fitzwilliam. ¿También él llegó enfermo?
Wulfstan negó con la cabeza.
—Una vida disoluta terminó con él… —Se interrumpió y miró con atención a Owen—. ¿Cómo sabéis su nombre?
—Alguien lo mencionó anoche y me llamó la atención. Él también estaba al servicio de Lancaster. Yo estaba en Kenilworth cuando llegó la noticia de su muerte.
El monje se puso tenso.
—¿Qué comentarios se hicieron allí?
—Se dijo que sus enemigos habían perdido la ocasión de matarlo. Perdonad. Veo que he sacado un tema que os molesta.
Wulfstan aspiró con fuerza.
—La muerte de dos peregrinos no es buena para la abadía.
—Nos enteramos sólo de la de Fitzwilliam. Y presumimos que había sido dado por muerto en el camino por alguno de sus enemigos.
Wulfstan inclinó la cabeza.
—Era un bribón —siguió Owen—. Siempre se estaba hablando de él.
—Tenía un alma extraviada —repuso el monje—. Había nacido bajo una estrella sombría. Es lo que se decía de él por aquí.
—¿Lo conocíais bien?
—No a él, sólo su fama. Pasaba mucho tiempo aquí. Pero hasta esta vez se las había arreglado para no tener que entrar nunca en mi enfermería.
—No lo queríais —observó Owen.
—No lo conocía.
La voz de Wulfstan tenía un matiz que indicaba que su paciencia se estaba agotando.
—Perdonad —se apresuró a decir Owen—. No vine aquí con intención de entrometerme.
—No importa.
Owen se volvió hacia la ventana para observar el jardín medicinal. Lavanda y santolina bordeaban los arriates, cuya superficie nevada sería tierra oscura cubierta de brotes verdes en un mes. Sintió los ojos del enfermero clavados en él y explicó:
—El maestro Roglio me dijo que debía estudiar los dos grandes jardines medicinales de York: el vuestro y el del maestro Wilton. Yo encontraba magnífico el jardín medicinal de Kenilworth, pero Roglio dijo que ofrecía mucha menos variedad que éstos.
—Tenemos una larga tradición en Santa María. Pero el jardín de Wilton es obra de un solo hombre, de Nicholas Wilton. Es su orgullo y goce, su obra maestra. El maestre del gremio me hizo llamar como juez para ascender a Nicholas a maestro boticario. Yo no tenía idea de que un lego pudiera tener acceso a los libros que él ha consultado, aunque ahora creo que ya lo estaba planeando cuando fue estudiante aquí.
—¿Fue a la escuela de la abadía?
La guardia volvió a levantarse y Owen se preguntó extrañado qué sería lo que temía Wulfstan.
—Tendréis que disculparme —dijo el monje, poniéndose en pie—. Tengo mucho trabajo que hacer.
Owen lo imitó.
—Lamento haberos hecho perder tiempo —declaró—. Espero con impaciencia ver vuestro jardín en primavera.
Wulfstan frunció el entrecejo.
—¿Os proponéis quedaros tanto?
—He venido a buscar trabajo. —Owen se tocó el parche—. Los tuertos no somos buenos soldados, a mi modo de ver.
Los ojos del monje reflejaron simpatía.
—¿El maestro Roglio no pudo hacer nada? —preguntó.
Owen negó con la cabeza.
—Qué pena —se lamentó Wulfstan—. Si alguien podía hacerlo, era él. ¿Qué clase de empleo buscáis?
Owen paseó la mirada por la enfermería.
—Sé que no es habitual en alguien de mi edad, pero espero poder entrar como aprendiz de un boticario o cirujano.
—Del ejército a la medicina hay un gran salto —opinó el monje—. Pero, si es la llamada de Dios, Él os enseñará el camino.
Owen notó la insistencia con que el monje miraba su mesa de trabajo y decidió que era hora de marcharse.
—Ya os he hecho perder demasiado tiempo —dijo y se despidió con un gesto.
Al salir, se dijo que era poco lo que había logrado esclarecer. ¿Qué había averiguado? Que el hermano Wulfstan estaba turbado por las muertes de la abadía y nervioso por algo más. No le gustaban las preguntas sobre las muertes ni sobre Nicholas Wilton. Quizás eso no significara nada, pero tendría que reflexionar sobre ello. Y el enfermero se mantenía en la historia de que Fitzwilliam había muerto de una enfermedad. Claro que si al hombre lo habían asesinado en la enfermería de Wulfstan, lo más probable era que éste tratara de ocultarlo, por el descrédito que significaría para él.
En términos generales, había sido una entrevista poco fructífera. Decidió aprovechar la ocasión para preguntar a los otros monjes lo que sabían sobre Fitzwilliam y detuvo con un gesto a un joven clérigo que pasaba por su lado.
—Esperaba hablar con alguien que pudiera recordar a un primo mío, sir Oswald Fitzwilliam.
El monje, de cara sonrosada, miró a Owen de arriba abajo, y sonrió.
—Sois un tipo de hombre muy diferente de vuestro primo, señor…
—Archer. Owen Archer —dijo él, extendiendo la mano.
El joven monje hizo una ligera inclinación de cabeza, pero sin sacar la mano de la manga.
—Soy el hermano Jonás. Recuerdo a vuestro primo. Era un… —Jonás apartó la mirada un instante, pensando—. Era un personaje. Su muerte debe de haber sido inesperada.
—Me sorprendió cómo encontró la muerte. Con su tendencia a ganarse enemigos, esperaba que fuera una muerte violenta.
Las cejas del monje se arquearon.
—Había oído que andaba detrás de las mujeres. Con sus calzas ceñidas y sus túnicas cortas, sus intenciones eran obvias. Pero eso es lo peor que he oído de él.
—¿Lo apreciaban aquí?
—Nadie lo odiaba —fue la cautelosa respuesta del monje, que miró alrededor y sepultó las manos en las mangas de su hábito—. Ahora debo seguir con mi trabajo. ¿Os muestro la salida?
—No es necesario. —Owen se apartó, echó a andar por el corredor y luego por una galería abovedada. Allí encontró a otro monje, de más edad—. Dios sea con vos —lo saludó.
—Y con vos, hijo mío —susurró el viejo monje.
—Perdonad si interrumpo vuestra meditación, pero me preguntaba si no habríais sido uno de los hermanos que ayudaron a mi primo, Oswald Fitzwilliam. Hablaba con afecto y gratitud de la paz que encontró aquí.
El delgado rostro del viejo monje registró una moderada sorpresa. Negó con la cabeza.
—No puedo atribuirme ningún mérito por la gratitud de vuestro primo. No tengo trato con los peregrinos de la abadía.
Le hizo la señal de la cruz a modo de bendición y siguió su marcha.
—Yo conocí a Fitzwilliam —dijo una voz detrás de Owen. Éste se volvió y se encontró frente a un monje regordete con ojos brillantes y una alegre sonrisa, que se balanceaba adelante y atrás, con las manos metidas en las mangas—. Soy el hermano Celadine, el bodeguero.
—Por supuesto. Debí haberlo pensado.
—¿Tenéis permiso para hablar con nosotros sobre vuestro primo? —inquirió el monje.
La pregunta sorprendió a Owen, dado que el hermano Celadine se había dirigido a él de un modo amistoso.
—No tengo un permiso formal. Vine simplemente con una carta de presentación para el hermano Wulfstan, pero pensé que ya que estaba aquí…
—¿Erais amigo de vuestro primo?
—Recuerdo haber pasado buenos momentos con él.
Celadine asintió.
—La mayoría de los hermanos toleraban a Fitzwilliam porque era pupilo del arzobispo, pero yo lo quería —explicó el monje—. No es fácil ser pupilo de un hombre poderoso como Su Ilustrísima. Siempre estaba bajo vigilancia y se registraba cada una de sus transgresiones. Fitzwilliam tenía un carácter rebelde, pero no creo que fuera un hombre de mal corazón. No es que yo me hiciera ilusiones de que fuera a reformarse y no pecar más —reconoció—, pero él trataba de ser mejor.
—¿Cómo llegasteis a conocerlo tan bien? —quiso saber Owen.
—Una vez lo sorprendí en la bodega —respondió Celadine con una risita—. Administrándose una porción extra.
—¿Y se arrepintió?
—No repitió la ofensa.
—¿Cómo lo encontrasteis en su última visita?
El monje miró hacia el jardín del claustro, pensando.
—Más tranquilo de lo usual. Pálido. Creo que estaba enfermo cuando llegó.
—¿Tenía algún problema?
—Nunca vino aquí por decisión propia —contestó el monje.
Entonces se abrió una puerta en el extremo del claustro y el bodeguero miró en esa dirección con gesto preocupado.
—Debo seguir con mis cosas —declaró súbitamente—. Dios sea con vos.
Owen se volvió para ver al abad Campian que se acercaba con paso decidido. El ceño del abad le indicó que su juego había terminado.
—Os di permiso para hablar con el hermano Wulfstan —dijo el abad, visiblemente irritado—. Ahora me entero de que estáis interrumpiendo las meditaciones de los hermanos haciendo preguntas sobre sir Oswald Fitzwilliam. Os aprovecháis de mi hospitalidad, capitán Archer.
—Perdonad. Pensé que como estaba aquí…
—Santa María es un lugar de meditación y oración —le recordó el abad.
—Os pido disculpas por mi transgresión.
—El hermano Sebastian os enseñará la salida.
Hizo un gesto hacia un joven monje que aguardaba en las sombras.
Owen siguió al clérigo hasta la puerta de salida.
—¿Tu abad está muy enfadado conmigo?
El hermano Sebastian sonrió.
—No está enfadado. Simplemente exige orden y espera que se obedezcan las reglas.
—Tiene suerte de tener un mundo ordenado.
—Nosotros tenemos suerte de tenerlo a él como abad —replicó el monje.
Owen se despidió con un sentimiento de frustración. No se había enterado de nada que explicara la muerte de Fitzwilliam. De hecho, los hermanos de Santa María parecían encontrar razonable que el hombre hubiera muerto de un catarro invernal. Owen se preguntó por primera vez si Thoresby no lo habría mandado a realizar una tarea sin objeto.
Quizá su visita al arcediano resultara más fructífera.
* * * * *
Un asceta, pensó Owen mientras tomaba asiento, obedeciendo al gesto de invitación de Anselmo. El hombre era alto, delgado y todo él de color pardo grisáceo, con una frialdad en la voz que hacía guardar distancias.
—Tengo entendido que visitasteis al secretario del arzobispo ayer.
De modo que se trataba de una cuestión territorial, comprendió Owen. Aquello lo tranquilizó, ya que Thoresby le había dado instrucciones para el caso.
—Su Ilustrísima el arzobispo le hace un gran favor al difunto Enrique, duque de Lancaster, dándome una carta de presentación y los fondos que mi difunto señor dejó para mí —explicó—. Me encomendó dirigirme a Jehannes porque es en su condición de lord canciller como me hace este favor en nombre del difunto duque.
—¿Una carta de presentación? ¿Qué buscáis en York?
—Empleo.
Los ojos fríos no se apartaban de él.
—¿Qué trabajo hacíais para el difunto duque?
—Era capitán de arqueros.
—¿El actual duque no desea manteneros en esa función?
—He terminado mi vida de soldado —contestó Owen—. Quiero aprender un oficio.
—¿Un capitán de arqueros contento con volverse un humilde aprendiz?
—Es el deseo de Dios que vuelva a empezar. Tengo fe en que la pérdida de mi ojo fue una señal de Dios para que dejara de matar. Una señal de que debo empezar a servirlo de otro modo.
—¿Qué habéis pensado?
—Me gustaría ser aprendiz de boticario.
—¿De matar a curar?
La voz parecía divertida, pero los ojos seguían fríos.
—Ayudé al médico del campamento, y sé medir medicamentos y cosas así.
—Me temo que son pocos los puestos de aprendiz disponibles en York —dijo el arcediano—. Además, un arquero no suele saber leer ni escribir.
—Yo sé ambas cosas. El difunto duque se ocupó de que aprendiera para poder obtener mejor empleo.
—Notable —comentó Anselmo, empleando un tono que convirtió la palabra en un insulto.
—Y Dios me ha revelado Su propósito este mismo día —prosiguió Owen, fingiendo no haber percibido el sarcasmo—. He oído comentar la situación del maestro Nicholas Wilton.
El arcediano se puso alerta al oír el nombre.
—Tengo espaldas fuertes para la jardinería y experiencia en dispensar medicinas —añadió Owen.
—¿Aprendiz de Nicholas Wilton? —repitió Anselmo, poniéndose en pie.
—Es la colocación perfecta.
El arcediano negó con la cabeza.
—Estáis equivocado. Tendría que enseñaros su esposa, y es preferible no recibir enseñanzas de una mujer. Sobre todo si es una mujer de pasado dudoso.
—No he oído nada malo de la señora Wilton —repuso Owen.
El arcediano resopló.
—Ya lo oiréis. Además, habría rumores. Sois un hombre soltero en edad de casaros, la señora Wilton es joven y bella y su marido está en cama. Sin duda advertiréis el problema.
—Me alojaré en otra parte.
—Veo que estáis ansioso por trabajar —dijo Anselmo—, y admiro vuestra disposición. Pero os aconsejo que os mantengáis lejos de ese empleo. Haré lo que pueda… y os aseguro que mi influencia es considerable… para conseguiros un puesto. Quizá no en York pero supongo que cualquier sitio será lo mismo para vos, ¿no es así?
—Muy amable de vuestra parte.
El arcediano inclinó ligeramente la cabeza.
—Os aseguro que no es para mí molestia alguna, capitán Archer.
* * * * *
Anselmo había conocido hombres como Owen Archer, hombres de lengua melosa, rizos oscuros y grandes ojos brillantes de largas pestañas. Esos hombres llevaban parte de la costilla destinada a Eva. Eran malos, astutos; atractivos para las mujeres porque las brujas se reconocían en ellos. No le cabía duda de que Lucie Wilton había llamado a aquel hombre. Lucie era un cabal producto de su madre, y Bess Merchet la ayudaba. ¿Qué poder no habría de nacer de aquella unión? Ninguna de las dos bajaba la mirada con modestia cuando él se acercaba. Eran mujeres audaces, contrarias a la naturaleza. Malas.
Y Owen Archer estaba confabulado con ellas. Habría que vigilarlo.
* * * * *
Bess estaba sentada en un taburete detrás del mostrador, charlando con Lucie entre un cliente y otro. Se apiadaba de su amiga, atada hasta tal punto a la tienda, a Nicholas y a la casa que nunca salía a la calle a enterarse de las novedades.
—¿Qué te pareció Owen Archer? —preguntó Bess.
Él le había contado que había pasado por la tienda y había conocido a la señora Wilton. La posadera notó con interés el rubor que cubría la bonita cara de su amiga.
—No tengo la costumbre de dar opiniones sobre mis clientes —repuso Lucie evitando la mirada de Bess.
—Exactamente lo que pensaba —dijo Bess con un resoplido de satisfacción.
—¿Qué se supone que quieres decir?
Ahora Lucie sí la miró a los ojos, desafiante.
—Te hechizó.
Las mejillas de Lucie estaban ardiendo.
—No lo hizo. Si quieres saberlo, fue rudo. Me confundió con una sirvienta. Aunque después trató de embaucarme con lindas palabras.
Bess entornó los ojos. No había tomado en cuenta la obstinación de Lucie cuando había imaginado un romance inocente. Qué pena. En fin, quizás fuera mejor así.
—Tal vez sea un delincuente —comentó—. El arcediano Anselmo lo citó. Ahora ha ido a verlo.
—¿Cómo lo sabes?
Bess advirtió, disgustada, la tensión en la voz de Lucie. Todo rastro de rubor se había borrado.
—Oí a Owen Archer y a Potter Digby hablando en la taberna anoche —contestó—. ¿Te preocupa?
—¿Por qué habría de preocuparme eso? Apenas lo conozco —replicó Lucie con presteza; se volvió con un movimiento brusco y volcó un jarro de arcilla, que cayó del mostrador y se rompió en dos contra el suelo.
Los ojos de Lucie se habían llenado de lágrimas, que corrían por sus mejillas.
—Lucie, querida, ¿qué pasa? —se asustó Bess.
—Nada —repuso Lucie, negando con la cabeza—. Estoy cansada. Por favor, déjame sola, Bess —pidió.
—Necesitas ayuda en la tienda.
—Díselo al maestre Thorpe.
—¿Por qué no cierras más temprano hoy? —sugirió la posadera.
—Déjame sola, Bess. Por favor.
* * * * *
Lucie se derrumbó sobre la silla que había dejado vacía Bess y se abrazó a sí misma. No creía en las coincidencias. Desde la misma noche en que Digby había llevado a casa a Nicholas, el emplazador y el arcediano los habían estado vigilando. Digby nunca había sido cliente suyo, pues su madre era comadrona y se ocupaba de atenderlo cuando caía enfermo. Pero de pronto era un cliente asiduo. Y ayer había encontrado a Owen Archer en su tienda y por la noche el arcediano mandaba llamarlo. ¿Acaso estaría interrogando a todos sus clientes? La sola idea la asustaba. Y asustaba a Nicholas, pese a que él lo negara. «Viene como amigo, Lucie. No debes preocuparte por sus visitas», la tranquilizaba. Pero ella conocía los humores de su marido, enfermo o no, y sabía que las visitas del arcediano lo agitaban. Él tampoco quería a Anselmo.