El arcediano Anselmo sonrió a Jehannes para disimular su disgusto. Pero Jehannes no sabía ocupar su lugar. Olvidaba que no era más que el secretario del arzobispo, mientras que él era el arcediano de York. Tenía un modo de hacerlo sentir (oh, muy finamente: Anselmo no podría haber citado una sola palabra descortés) como alguien sin importancia, casi un intruso en la jornada de un hombre ocupado e importante.
—Recibisteis la visita de un forastero tuerto… —empezó Anselmo.
Jehannes apartó la carta que estaba leyendo, se cruzó de brazos y prestó a Anselmo toda su atención.
—Veo que vuestro emplazador lo detectó al pasar.
«Muchacho arrogante», pensó el arcediano, percibiendo el matiz de sarcasmo en la voz del clérigo y el esbozo de una mueca en sus gruesos labios.
—La ropa del forastero era la de un cortesano menor. ¿Es un emisario de mi señor Thoresby? ¿Acaso piensa visitar York pronto?
Jehannes no movió un músculo. Sus ojos seguían fijos en Anselmo con una calma insolente y poco amistosa.
—¿Tenéis asuntos urgentes que resolver con Su Ilustrísima? —inquirió a su vez.
¿Cómo se atrevía a interrogar al arcediano? Anselmo se controló con esfuerzo.
—Está el tema de la ventana de Hatfield. Su Ilustrísima se proponía discutir los detalles con el rey.
Anselmo trabajaba en el tributo de York al rey, en condolencia por la muerte de su hijo menor, William de Hatfield. Y el rey debía elegir el motivo decorativo de la vidriera.
Jehannes cogió una hoja de pergamino y su pluma.
Con gusto escribiré una carta…
Anselmo aspiró con fuerza.
—Soy muy capaz de escribir yo mismo una carta —dijo con las mandíbulas contraídas por la ira.
Jehannes asintió.
—Es cierto —repuso, dejando la pluma—. Pues bien, en respuesta a vuestra pregunta, sólo puedo deciros que no tengo noticias de una visita inminente de Su Ilustrísima.
Maldito sujeto. Quería obligarlo a preguntar por la identidad del extraño, pero él no se rebajaría a tanto. Tenía sus propios medios de averiguarlo.
* * * * *
Limpio y bien alimentado, Owen debería haberse sentido satisfecho, sentado en un rincón, frente a una jarra de la cerveza de Tom, escuchando las charlas ociosas a su alrededor. Pero la camaradería le hacía recordar tiempos mejores, veladas pasadas con sus hombres, compartiendo insultos amistosos, bromeando con los nuevos reclutas, jactándose de proezas con las armas y en la cama. Entonces los hombros, las manos y los antebrazos estaban entumecidos por el arco y temblaban de fatiga cuando levantaba el jarro, pero su alma se sentía en paz tras una jornada de trabajo duro. Agotado, tranquilo, a gusto con sus compañeros: eso era satisfacción.
No esto. Ahora estaba tenso, esperando que saltara un problema por su lado ciego, nervioso por la energía no gastada, irritado por las esporádicas punzadas de dolor en el ojo izquierdo. Aquí nadie lo conocía. Ya no era capitán de arqueros, admirado por muchos y temido por todos. A nadie le importaba que le fuera fácil levantar a un hombre en vilo, casi tan fácil como levantar al gato que dormía en el rincón. A nadie le importaba que se emborrachara y se quedara dormido bajo la mesa.
Odiaba esta vida. No sabía cómo vivirla. Se había portado como un idiota con aquella vieja, ese día, y ahora ella sabía que él estaba en York en busca de información. Había estado a punto de empeorarlo: había estado en un tris de mencionar a Fitzwilliam. Y, si no lo había hecho, se lo debía a ella. No podía permitirse esos errores.
Se abrió la puerta y las voces bajaron; los hombres se removieron inquietos en los bancos de madera cuando el emplazador Digby entró en la taberna. Santo cielo, ¿qué efecto le haría al alma de un hombre que lo recibieran así? Owen casi sintió compasión por Digby, y aquello le hizo olvidar la que experimentaba por sí mismo. Se sentó más erguido. No podía emborracharse esa noche: tenía trabajo que hacer.
Advirtió que el emplazador lo había visto y lo saludó con un gesto de la cabeza, sin sonreír. Sabía que el emplazador había estado preguntándole por él a Tom y juzgó improbable que Digby no hubiera hablado con su madre todavía. De modo que ya sabría que había ido a verla. Digby le pidió de beber a Merchet y después se encaminó al rincón de Owen. En su paso por entre las mesas, nadie lo saludó ni lo invitó a sentarse.
—Nuestro camino se cruza por tercera vez hoy —dijo el emplazador.
—Por cuarta vez. Aunque quizá no me visteis en la catedral. Estabais en las sombras.
La expresión del emplazador no cambió.
—Potter Digby —se presentó, tendiéndole la mano.
Owen continuó recostado contra la pared, con los brazos cruzados.
—Sí, lo sé. El emplazador de Anselmo —contestó, sin estrechar la mano extendida—. Soy Owen Archer.
Digby se sentó frente a Owen Archer. No parecía sentirse ofendido.
—No me gustan los extraños que se me acercan por mi lado ciego —añadió Owen.
Digby se encogió de hombros.
—En mi oficio se desarrollan hábitos desagradables. Es mejor poner nervioso al pecador, inducirlo a confesar.
Esbozó una sonrisa que nada tenía de sincera.
—Por lo visto, lo hacéis bien.
Esta vez el comentario hizo brillar los ojos de Digby.
—Claro que sí. Todo sea por las finanzas de la catedral.
La sinceridad del emplazador despertó el interés de Owen. Digby no era el reptil abyecto que había esperado.
En aquel momento llegó Tom con la cerveza de Digby.
—¿Lo ves? Te dije que lo encontrarías aquí. —Luego se dirigió a Owen—. Tendrás que tener cuidado con éste, maestro Archer. Es un mal viento en el camino de cualquiera.
Aunque lo dijo sonriendo y se marchó con un guiño, Owen supo que hablaba seriamente.
El ex capitán estudió a su acompañante y advirtió que la mano que levantaba el jarro era firme. La mala voluntad del prójimo no significaba nada para el emplazador.
—¿No extrañáis los tiempos en que teníais amigos en la ciudad? —inquirió Owen.
Digby apoyó el jarro en la mesa, medio vacío, y se secó la boca con la manga.
—¿Amigos? —repitió, con un resoplido de desprecio—. Tengo el amigo que necesito en el arcediano. Si no fuera por él, estaría viviendo en las chozas que hay junto a los muros de la abadía. En la «ciudad lombriz», como le llaman. ¿Cuántos logran salir de allí y entrar en la ciudad?
No muchos, convino Owen para sí, sintiéndose impresionado.
—¿Cómo os hicisteis notar por el arcediano?
Una sonrisa astuta asomó al rostro de Digby.
—Le di una información que le produjo una bonita suma para la nueva capilla de la catedral.
—¿Qué clase de información?
—Eso no importa —contestó el emplazador, que vació el jarro de cerveza y se puso en pie—. El arcediano Anselmo quiere hablaros. ¿Puedo decirle que iréis a su casa mañana?
Bess, que llenaba un jarro de cerveza en la mesa vecina, contuvo el aliento.
—¿El arcediano Anselmo? —De modo que era el arcediano el que había lanzado a Digby tras él—. Será un honor —aseguró Owen.
Cuando la puerta se cerró tras el emplazador, las voces subieron de volumen y se acaloraron.
Bess volvió con más cerveza. Owen puso la mano sobre su jarro, pero no antes de que Bess Merchet viera que no lo había vaciado.
—Con uno me basta por hoy —dijo él y, señalando hacia la puerta, preguntó—: ¿Has oído?
—Algo. Yo diría que has encendido la imaginación de Digby, y que él llenó de ideas al arcediano. Espero que te asegures de decepcionarlo.
Más tarde, cuando Tom le iluminaba el camino a su cuarto del desván, Owen le preguntó por el arcediano.
—Algunos dicen que es un santo —repuso Tom—. Quizá lo sea. La gente piensa que los santos son tipos sin sangre en las venas. Lo lamento por ellos. —Sacudió la cabeza—. Pero es un hombre justo. No tienes nada que temer de él, si no tienes nada que ocultar.
Dicho esto, entró en la habitación, encendió una vela en la ventana y se marchó.
Owen se dejó caer en el jergón y se quitó el parche del ojo. Al mirar la llama trémula de la vela, advirtió que la imagen se veía ligeramente borrosa y su pulso se aceleró. ¿Acaso era el ojo izquierdo tratando de ver? Se lo tapó con una mano y ahogó una maldición cuando comprobó que era sólo la cerveza que le enturbiaba la visión de su ojo bueno. Aquel día era la segunda vez que había esperado un milagro. Se estaba comportando como un tonto. Buscó el pote de ungüento y lo olió: caléndula y miel… y algo más. La miel ocultaba lo otro. Cogió un poco con el dedo y se lo aplicó. Sintió calor, un hormigueo y después entumecimiento. Matalobos. Debía tener cuidado. El acónito podía matar.