Owen se sentó en el escabel que había junto a la ventana de su habitación y se quitó el parche para masajear el tejido cicatrizado alrededor del ojo. Frotó con fuerza. Sentía la piel tensa por el viaje bajo el frío norteño y pinchazos de dolor le atravesaban el ojo de vez en cuando. Había viajado durante cinco días, entre la lluvia y la nieve. Sólo los tontos viajaban al norte en mitad de febrero. Buscó en su mochila el emplasto que aliviaba la tensión y advirtió que sólo le quedaba para un día. Una buena excusa para visitar al boticario.
Decidió tomarse las cosas con calma y extendió la camisa y las calzas para que se airearan; también se quitó las botas para descansar los pies. Olían mal. Todo él olía mal. Preguntaría dónde se encontraban los baños públicos.
Al no ver a nadie en ninguna ventana, ni tampoco abajo, se inclinó para observar el jardín del boticario. Era pequeño y estaba dispuesto de un modo poco habitual, con más variedad que la mayoría. Parecía un jardín de monasterio. Tras un seto de acebo, distinguió lo que debía de ser un cobertizo de macetas. Alcanzaba a ver también la parte trasera de la casa. Una puerta llevaba al jardín y había una ventana abajo y dos arriba. Una casa modesta pero cómoda.
En la planta baja de la posada, Bess Merchet gritaba una orden. Owen sonrió y se dijo que la mujer podía serle útil. Y además le gustaba. Era inteligente y audaz, la típica madre de hijos crecidos, con su cabello rojo brillante y su cuerpo redondo pero compacto, y un buen sentido del humor. Poco podría escapársele. Sin duda sabría todos los rumores que valiera la pena escuchar.
Se puso las botas y el parche y bajó con su tarro de emplasto y su talego.
—Tendrás hambre —fue el saludo de Bess. Con un gesto, le indicó que se sentara a una mesa rústica—. ¡Kit! Carne y un trinchante. Y algo de la cerveza nueva.
Entró un hombre por la puerta trasera, trayendo un cubo. Saludó con la cabeza a Owen y se presentó:
—Tom Merchet. —Era un poco más joven que Bess, corpulento y de expresión afable—. El maestro Archer, supongo.
—Sí. Llámame Owen, si quieres. Confío en que estaré con vosotros un buen tiempo.
Tom dejó el cubo en el suelo y fue a llenar un jarro de cerveza. Lo puso frente a Owen y se quedó mirándolo con los brazos cruzados.
—Adelante. Prueba la cerveza. Y dime si no es mejor que cualquiera de las que sirven en Londres.
Owen tomó un largo trago y depositó el jarro con un golpe. Asintió y sonrió.
—Había oído hablar de la cerveza de la taberna de York, pero se han quedado cortos.
Lo decía sinceramente.
Tom hizo un gesto de satisfacción y salió.
Una joven sirvió la comida, seguida de cerca por Bess.
—Vete ahora, Kit, y come tu comida detrás.
La chica se escapó.
Owen comió la carne asada con ganas. Mientras tanto Bess se atareaba alrededor, moviendo bancos y arrancando telarañas. Él terminó, vació el jarro de cerveza y apartó el banco de la mesa.
—Has hecho un amigo con el elogio de la cerveza —le dijo Bess.
—Me gusta elogiar lo que lo merece. Nunca comí ni bebí mejor en una taberna. El asado era digno de la mesa de un señor. Ni los arqueros, ni siquiera los capitanes de arqueros, suelen disponer de vituallas tan buenas.
—Los condimentos, y algunas de las hortalizas, son del jardín de Wilton. Nicholas siempre ha sido generoso conmigo.
—¿Es el boticario?
—Sí. La botica está en San David, al volver la esquina.
—¿Es un buen boticario?
Bess soltó un resoplido.
—El mejor del norte.
Owen tomó nota de la prudencia de sus palabras. No afirmaba que era el mejor del reino, sino del país del norte. La mujer no exageraba. No decía que no hubiera alguno mejor en Londres.
—Necesito un emplasto para el ojo.
Una sonrisa maliciosa iluminó la cara de Bess.
—Te lo darán.
—¿Por qué sonríes?
—Por nada —respondió ella encogiéndose de hombros—. Pienso una docena de cosas al mismo tiempo.
El brillo astuto de sus ojos incomodó a Owen. Tenía que andar con cuidado.
—Te pagaré la quincena antes de salir a conocer la ciudad.
* * * * *
Bess metió el dinero en el bolsillo de su delantal y sonrió para sí. A Lucie no le vendría mal conocer a un golfo encantador. Y tener una aventura mientras su marido viejo y enfermo seguía en la cama. Eso calentaría la sangre de Lucie, la fortificaría para los tiempos que venían. Bess sabía que Lucie Wilton atraería a Owen Archer. Era bonita, alta, delgada, con ojos azul celeste y una sonrisa cautivadora, una sonrisa que ya se veía poco en los días que corrían.
Owen le recordaba a Bess su primer marido, Will, un jornalero de Scarborough muy aficionado a las mujeres. Bess lo había hecho caer en el lazo con sus rizos de cobre y su lengua suelta. Fue Will quien le enseñó a leer y escribir. El brillante Will. El apuesto Will.
Bess sabía lo que era cuidar a un esposo moribundo y temer por el futuro. Había enterrado a dos maridos, los dos amados. Los padres de sus hijos. La pobre Lucie no tenía ni siquiera el consuelo de tener hijos.
Owen Archer podía ser el hombre apropiado para levantar el ánimo de Lucie.
Pero el momento de su llegada era lo que molestaba a Bess Merchet. Caía demasiado a propósito para las necesidades de los Wilton.
Owen no se proponía charlar con el boticario: sólo conocerlo y evaluarlo. La puerta de la botica estaba entornada.
Había una mujer detrás del mostrador pesando polvo para un cliente que se paseaba por la tienda quejándose del clima. El cliente estaba bien vestido, aunque su habla tenía el tosco acento del país del norte. Debía de ser un mercader, y no parecía en absoluto preocupado por el hecho de que lo atendiera una joven, a quien Owen supuso la hija del boticario.
La mujer alzó la vista hacia Owen. Volvió a mirar, con cierto aire de incomodidad. Él lo lamentó, pues era una joven agradable, de rasgos finos y ojos claros. Pero podía imaginarse sus sentimientos: estaba viendo a un extraño con cicatrices y ropa de cuero cubierta de polvo del camino. En otras palabras, problemas. Y quizás estuviera en lo cierto. Esperó a que el mercader partiera y se acercó al mostrador. Lo miraba sin bajar la vista y sus ojos se detuvieron en la cicatriz que se extendía desde debajo del parche hasta la mandíbula.
—¿Está el maestro?
Ella se erizó.
—No por el momento. ¿Qué puedo hacer por vos?
Se había comportado como un estúpido. Sabía que el boticario estaba en cama y la pregunta había sido un mal comienzo.
—¿Tendríais un emplasto de eupatorio y consuelda? Mi cicatriz se pone tirante con el viento del invierno.
Ella se inclinó sobre el mostrador y le tocó la mejilla. Él sonrió, deleitado.
—Tenéis manos suaves.
Ella retiró la mano como si se la hubieran quemado.
—Sé que os resultará difícil, pero debéis pensar en mí como en un boticario.
Los ojos quemaban pero la voz era helada.
Qué descaro el de la joven, hacerse llamar boticaria.
—Perdonadme. Encontré desconcertante el contacto.
—Finas palabras…
—Ya os pedí disculpas.
—Miel y caléndula —dijo ella—. Son los mejores suavizantes. Preguntadle a cualquier dama de la corte.
—Suavizante. Sí. Es lo que necesito. Pero también algo que apague el ardor que vuelve de vez en cuando. A la cicatriz, quiero decir —añadió con una sonrisa.
Ella no se la devolvió. Sus ojos claros tenían una dureza de piedra. Él borró su sonrisa y tosió.
—Perdón otra vez.
—Puedo añadir algo para refrescar la piel —dijo la mujer, inclinando la cabeza hacia un lado, siempre con la mirada fija en él—. Vuestras palabras tienen una música rara. No sois del país del norte.
—Gales es mi madre patria. Y la herida la recibí al servicio del rey.
—¿Soldado?
Pudo sentir que eso no le gustaba. No lo estaba haciendo muy bien.
—Ya no. He visto el error de mi camino —repuso, dedicándole su sonrisa más encantadora.
—Sois afortunado.
Sus palabras no indicaban que se sintiera encantada en absoluto.
—Es mi excusa por ser torpe con las mujeres.
«Con las mujeres de York en particular», añadió para sí.
Ella sonrió cortésmente, y fue a preparar el emplasto. Owen la observó y notó la naturalidad de sus movimientos, graciosos y seguros. Tenía el cabello sujeto con un pañuelo blanco muy limpio, dejando ver un cuello largo y delgado. Lamentó no tener dos ojos para complacerse más en ella.
Al volverse, parecía irritada.
—¿Es que me han crecido cuernos?
Owen se ruborizó al comprender que la había estado mirando con fijeza. Pero ella debía de apreciar la adoración. Se negó a disculparse, con la seguridad de que no había hecho nada para ofenderla, y cambió de tema.
—Veo la puerta del jardín —dijo, haciendo un gesto en su dirección—. ¿Tenéis abejas?
—¿Abejas?
—Para la miel del emplasto.
—No, no tenemos colmenas. Me gustaría pero, con mi esposo enfermo, no tengo tiempo para atenderlas. Usamos miel de la abadía de Santa María. ¿Sois jardinero?
¿El marido? Esta mujer no podía ser la señora Wilton.
—Fui jardinero en otra época. —Ella lo miraba intrigada. Qué ojos azules tan claros tenía, unos ojos que se le metían en el alma—. Cuando era pequeño, en Gales.
—Ah, estáis muy lejos de casa.
—Muy lejos, es cierto.
Adoraba aquellos ojos. Ella se aclaró la garganta y señaló el frasco que él tenía en la mano.
—Oh, sí —dijo él, tendiéndoselo.
Con una cuchara achatada ella midió el emplasto: exactamente una medida.
—Tenéis el ojo práctico —comentó Owen.
—Llevo cinco años de aprendiza con mi marido —respondió con tranquilo orgullo.
Otra vez lo mismo, se dijo Owen, y decidió arriesgarse.
—Entonces debéis de ser la señora Wilton. —Ella asintió con un gesto. Qué decepcionante. Casada, y con el hombre que esperaba que le diera empleo. Le tendió la mano—. Owen Archer. Me alojo en la posada de York así que seremos vecinos durante un tiempo.
Ella le estrechó la mano tras una breve vacilación. Una mano firme y cálida.
—Nos complace serviros, maestro Archer. Los Merchet se ocuparán bien de vos.
—¿Decíais que vuestro esposo está enfermo?
El rostro de la mujer adquirió otra vez una expresión impenetrable.
—Usadlo con cautela —le advirtió, alcanzándole el emplasto—. Es un medicamento fuerte.
Owen lamentaba haber hecho la pregunta.
—Tendré cuidado —aseguró.
Sonó la campanilla de la puerta. Cuando la bella señora Wilton vio quién entraba, el color se desvaneció de su cara.
Owen se volvió para ver qué podía turbarla tanto. Era el emplazador, Potter Digby, quien al parecer se había convertido en su segunda sombra.
La señora Wilton continuaba inmóvil.
—Estaba usando la que tenía dos veces al día —dijo Owen, alzando el pote de ungüento—. ¿Esta nueva mezcla puedo usarla con esa frecuencia?
Los ojos azul celeste volvieron a fijarse en él. El color retornaba a sus mejillas.
—¿Dos veces por día? Debe de molestaros mucho. ¿Cuánto hace que recibisteis la herida?
—Tres años.
El emplazador se acercó al mostrador por la izquierda de Owen: su lado ciego. «Maldito miserable», pensó Owen, pero se esforzó por controlarse. Con aire lento y casual apoyó el codo derecho sobre el mostrador y se volvió para mirar a Digby.
El emplazador saludó con la cabeza a Owen y después dijo a la señora Wilton:
—Vengo a preguntar por la salud del maestro Wilton. ¿Está mejor, con la ayuda de Dios?
—Mejora día a día, maestro emplazador. Gracias por los buenos deseos.
Owen notó que, a pesar de lo que él la había irritado, no se había dirigido a él en un tono tan frío como ése, y rogó porque nunca llegara a hacerlo. Digby no parecía haberlo advertido.
—Recuerdo al maestro Wilton en mis plegarias.
—Os estamos muy agradecidos —repuso la mujer.
No, no lo estaban. Al menos ella no, eso era obvio.
—Que Dios sea con vosotros —dijo el emplazador inclinándose ligeramente, y se escurrió por la puerta.
Allí había un enigma, se dijo Owen. Una visita del emplazador no podía complacer a nadie, pero la reacción de la señora Wilton iba más allá del mero disgusto. Parecía como si entre ella y el emplazador hubiera algún viejo rencor. Owen registró el incidente para analizarlo más tarde.
La señora Wilton se aferraba al borde del mostrador, con los nudillos blancos. Cerró los ojos y, cuando volvió a abrirlos, pareció sorprendida de ver a Owen todavía allí. Owen se odió a sí mismo por haber traído consigo a la tienda aquella sombra.
—Un personaje desagradable —comentó.
—Dicen que es bueno en su trabajo —repuso ella.
—¿Por qué un emplazador huele a pescado?
—Es por su madre. Vive al lado del río.
—Ah, sí. La comadrona, ¿no?
La señora Wilton se puso tensa.
—¿Cómo es que un forastero la conoce?
Owen maldijo su propia lengua.
—Me encontré antes al emplazador, y alguien me dijo que era hijo de la Mujer del Río. —La señora Wilton asintió—. Con todo, me extraña ese olor a pescado. Seguramente él no vive con ella, ¿no? Como emplazador, debería vivir cerca de la catedral.
—Sí, vive en la ciudad. Pero, como es soltero, su madre es la que se ocupa de su ropa. —La señora Wilton lanzó una mirada hacia la cortina de cuentas que cerraba el vano de la puerta a su espalda—. Debo ir a ver al maestro Wilton —anunció.
—Sí, por supuesto. Gracias por el emplasto, señora Wilton. —Owen puso un chelín sobre el mostrador—. ¿Con esto queda pagado?
—Con eso pagaríais seis frascos, maestro Archer. Dos peniques bastan.
Owen puso las monedas correspondientes.
—Espero que vuestro marido mejore realmente día a día —deseó.
La sonrisa de ella fue desvaída. Parecía envuelta en una tristeza que intrigaba sobremanera a Owen.
Una vez fuera, se detuvo en la puerta que llevaba al jardín. Si todo salía bien, pasaría sus días con la bella señora Wilton. Pondría en acción todo su poder de convicción con el maestre del gremio para que así fuera.
Volvió a la posada para pedir la dirección de los baños públicos. Calculaba que necesitaría imperiosamente un baño después de su visita a Magda Digby.
* * * * *
Cuando volvió a quedarse sola en la tienda, Lucie combatió el temblor de manos y las lágrimas que amenazaban con distraerla de su trabajo. Tenía una vida en sus manos. La poción somnífera para Alice Baker no debía ser demasiado fuerte. Debía mantener la cabeza despejada. Pero ¿por qué había venido el emplazador? ¿Acaso sabía algo? El emplazador podía destruirlos. ¿Permitiría tal cosa el arcediano Anselmo? Estaba segura de que quería demasiado a Nicholas para eso. Y Potter Digby era demasiado adulador para enfrentarse al arcediano. Al menos, rogaba para que fuera así. Qué lamentable tener que estar agradecida por el amor contra natura del arcediano por su marido.
Basta de pensar en eso. El hermano Wulfstan no tenía nada que ganar diciéndoselo a nadie. Era imposible que el emplazador lo supiera, o que lo supiera el arcediano. Se obligó a no pensar más en sus problemas, terminó de preparar la poción y la rotuló. Al ponerla a un lado, rozó con la mano el pote de miel, que seguía sobre el mostrador donde lo había dejado cuando preparó el ungüento para el forastero. Al devolverlo a su estante, Lucie recordó el hormigueo que le había recorrido el cuerpo al sentir el ojo oscuro del hombre clavado en ella. Había percibido el calor de su mirada aun a través del pesado vestido de lana. Nunca se había sentido tan consciente de su propia carne. Gracias a Dios que el hombre tenía un solo ojo.
Se ruborizó de sus propios pensamientos. ¡Santa María y todos los santos, era una mujer casada! Y este Owen Archer la había insultado, tratándola como si fuera una niña tonta. Como si su sitio no estuviera de este lado del mostrador. Nicholas nunca la había tratado así.
* * * * *
Jehannes no había mentido sobre el barro. Mientras Owen reflexionaba en el mejor modo de descender sin perder pie, vio a varias personas perder el equilibrio y resbalar pendiente abajo a la altura de la torre del agua de Santa María. Hasta que fue recompensado por su paciencia. Una mujer con un bebé en brazos logró descender sin inconvenientes utilizando un sendero que no era visible a primera vista. El camino zigzagueaba entre rocas y arbustos, a cierta distancia de la torre, y era más largo que el otro sendero, el resbaladizo, pero Owen ya no tenía el pie tan seguro como antes y no le gustaba la perspectiva de revolcarse en la orilla. Así que registró el trayecto seguido por la mujer y lo siguió con toda la fidelidad de que fue capaz, aunque tuvo que avanzar con lentitud debido a la limitación de su único ojo, ya que debía mover la cabeza a uno y otro lado para examinar con cuidado el terreno donde pisaba. Pero al fin llegó a la margen del río. Allí el barro se había congelado en algunas zonas, mientras que en otras seguía líquido. Owen comprendió por qué la gente andaba con la cabeza gacha y la vista fija en sus pies. Ya hacía frío suficiente sin necesidad de acabar zambullido en el lodo. La humedad del río iba penetrando a través de su ropa de cuero y sus botas nuevas; Owen se dijo que era increíble que alguien quisiera vivir allí.
Buscó con la vista la casa, en una elevación del terreno. Lo que vio fueron unas construcciones miserables de madera, barro y ramas. Las chozas se acumulaban junto a los muros de la abadía y se iban espaciando río arriba. Al fin la vio; era una estructura extraña: el techo era un bote puesto al revés, de modo que la serpiente marina tallada en la proa quedaba en un ángulo imposible. Junto a la puerta había una mujer sentada, envuelta en harapos de diversos colores, manchados de barro, tallando lo que parecía una raíz de mandrágora. Debía de ser la Mujer del Río.
Owen había ido hasta allí con la idea de hablarle, pero, al verla con el cuchillo en la mano, tuvo sus dudas. Por un momento pensó en volver atrás y regresar otro día, cuando hubiera preparado mejor una excusa. Pero era demasiado tarde: ella había levantado la vista y ahora fijaba en él una mirada penetrante.
—¿La comadre Digby? —preguntó Owen quitándose el sombrero.
—Comadre —repitió ella y soltó la risa, que semejó un extraño ladrido. Probablemente tenía los pulmones afectados por la humedad del río—. Sólo me llaman así los que quieren favores. ¿Tienes un favor que pedir, Ojo de Pájaro?
Owen quedó momentáneamente desconcertado por la referencia tan directa a su afección. Pero ¿por qué iba a esperar cortesía en un lugar así?
—Sí, yo también vengo a pedir un favor.
—Perdiste tu ojo en la guerra, ¿eh?
La mujer le estaba haciendo fáciles las cosas.
—No lo perdí —contestó Owen—. Sigue habiendo un ojo bajo el parche.
—Y querrías saber si Magda puede hacer que vea otra vez. Él asintió en silencio.
La comadrona se puso en pie, resopló y murmuró algo por lo bajo, metió el cuchillo en una funda que llevaba en la cintura, y, sin soltar la raíz, lo invitó a pasar con un gesto de la mano. Dentro lo recibió un fuego, no por humoso menos apreciado, y tuvo que inclinarse para no tocar con la cabeza las raíces y plantas que colgaban del techo.
—¿Puedes secarlas aquí, pese al río?
—El fuego las seca. Es bueno para las raíces y bueno para los huesos. Te costará que Magda te mire el ojo, aun cuando no pueda hacer nada.
Él puso una moneda de plata sobre la mesa.
—Eso es por mirar. Te pagaré en oro por curar.
Ella lo escrutó de arriba abajo.
—Estás bien forrado, ¿eh? Buena ropa, muchas monedas. ¿Por qué vienes a alguien como Magda?
—Una dama te recomendó. Tú la ayudaste.
Magda se encogió de hombros.
—Un trabajo de comadrona. No tiene nada que ver con los ojos.
—Entonces te he estado haciendo perder el tiempo.
—No —contestó la mujer y con un gesto le indicó que se acercara al fuego—. Deja ver a Magda.
Owen se sentó de modo que su cabeza quedara al nivel de la de ella, levantó el parche y se echó hacia atrás.
Se inclinó sobre él, inundándolo de olores del río y la tierra. Tenía las manos sucias de barro, pero su tacto era suave. Le examinó el ojo y después se retiró con un suspiro.
—La luz se ha ido de él, aunque faltó poco para que se salvara. Has hecho bien en impedir que la cicatriz se cerrara demasiado. Has hecho todo lo que puede hacerse.
Sus palabras fueron tan acertadas que Owen comprendió que había empezado a creer su propia historia, vale decir, que había ido con la esperanza de que ella pudiera ayudarle a recuperar la vista. Se reprochó su estupidez. ¿Cómo iba a saber aquella bruja maloliente más que el maestro Roglio?
—Estás enfadado —dijo la mujer—. Siempre es así. Y ahora pensarás que Magda tiene algo de culpa por tu ceguera. Sí, siempre es igual —añadió, apresurándose a coger la moneda de plata.
—No me preguntaste mi nombre. O el nombre de la mujer que me habló de ti.
—Es mejor no saber los nombres.
—Ella supo de ti a través de un amigo mío.
La bruja le escudriñó el rostro.
—Es información lo que él busca, no curación —afirmó la mujer—. Magda oye la verdad en la voz. Una voz suave, agradable. Un bribón galés encantador. Sin duda te crees descendiente de Arturo —agregó con una risita—. Vete, Ojo de Pájaro. Magda no necesita a los que son como tú.
—Vine por el ojo. Perdí mi puesto de capitán por él.
Ella lo miró otra vez de arriba abajo y le tocó los hombros.
—Un galés fuerte. Eres arquero, ¿no?
—Lo fui.
—Capitán de arqueros. Llegaste muy alto. Vuelve a disparar con el arco, capitán arquero. Es sólo tu orgullo el que te impide hacerlo. No tan rápido y seguro como pudiste serlo antes. Ahora vete. Magda tiene que tallar amuletos para gente que los necesita.
* * * * *
Mientras Bess esperaba frente al horno del panadero a que saliera el pan de la noche, pensaba en Owen Archer. Era un hombre con una misión, de eso no cabía ninguna duda. Tenía ese aire tranquilo y reconcentrado de un gato en la linde de un jardín extraño, oliendo el peligro, recorriendo el terreno con la mirada, cauteloso y lento, para no espantar a la presa. Podía tener un solo ojo, pero dudaba de que se le escapara nada.
¿Qué habría venido a buscar a York? Era evidente que se proponía quedarse una temporada, puesto que necesitaba el disfraz de un empleo. Había sido soldado, arquero, y ella apostaba que un galán, con ese pendiente y esa apostura. Era galés, sabía algo de jardinería y plantas medicinales, y podía leer. Esto último era lo más extraño; eso y las ropas: ropas nuevas, más caras de lo que podía permitirse un ex soldado. Pero la cicatriz no era nueva. Debía de hacer dos años, quizá tres, que la tenía. ¿Qué había hecho después de dejar el ejército? ¿Aprender a leer? ¿Ayudar a un cirujano? ¿Y qué podía haberlo llevado allí?
Tenía alguna relación con el arzobispo.
Soldado… Catedral… Bess dejó que esas dos piezas dieran vueltas en su cabeza, mientras se ocupaba de las hogazas. A Kit no podía confiarle más que una canasta liviana, pues era demasiado boba para no tropezar si iba cargada, así que Bess tuvo que llevar dos canastas bien llenas. Entre el peso de las canastas y la torpeza de Kit, oscureció antes de que estuvieran de vuelta en la posada. Encontraron a Tom atareado, preparándolo todo para la noche.
—¿Quién ha estado durante mi ausencia? —preguntó Bess mientras se reponía con una jarra de cerveza.
Era la costumbre que tenían a esa hora, para fortificarse antes de que empezara el trabajo nocturno.
—El emplazador Digby, haciendo preguntas sobre Owen Archer. Le dije que debía hablar él mismo con el caballero y que podía estar seguro de que el maestro Archer bajaría a tomar una cerveza en algún momento.
Bess habría preferido estar presente.
—¿Qué dijo Digby?
—Sólo quería saber si habíamos dado alojamiento a un forastero de un solo ojo. Le pregunté por qué quería saberlo. Si era asunto del emplazador. Contestó que quizá, que no podía decirlo. ¡Bah! —añadió con desprecio, escupiendo al fuego—. Dándose aires, él, que hiede a pescado. Dónde duerme, me pregunto.
Bess cerró los ojos, gozando del calor de la cerveza y del fuego del hogar después de una tarde pasada al frío del exterior. De modo que Owen podía tener asuntos con el arcediano Anselmo. La mayor parte del tiempo el arcediano se dedicaba a recolectar dinero para completar la catedral.
—¿Y eso es todo? —inquirió la mujer.
—Sí, se fue enseguida.
—¿Vino alguien más?
—El mismo Owen Archer vino y volvió a irse. Preguntó por los baños. Dice que está sucio del viaje. Le dije que le daría fiebre, que es peligroso tomar baños innecesarios. Al que le vendrían bien es a Digby.
—Entonces ¿se fue a los baños? —preguntó Bess, impaciente por saberlo todo.
—Le indiqué dónde estaban y salió. —Tom dejó el jarro en la mesa y se inclinó hacia Bess para hablarle en voz más baja—. Dime, esposa: ¿qué estás pensando sobre este Owen Archer?
Bess se aseguró de que estaban solos antes de responder.
—Creo que está buscando algo, o a alguien. Algo que tiene que ver con la catedral, sospecho. Quizás algún dinero del ejército que no llegó a los cofres de la catedral… —Se interrumpió y se encogió de hombros—. No sé.
Tom sonrió.
—Conozco a mi Bess. Pronto lo sabrás todo.