El viaje de Kenilworth a York era tan incómodo como un cruce del canal. Owen pensó en los peregrinos muertos en la abadía y se sintió tentado de achacar sus muertes al simple hecho de haber atravesado en invierno aquellas tierras dejadas de la mano de Dios. De día, el húmedo viento del norte bramaba en sus oídos, le azotaba la cara, lo helaba a través de su ropa de más abrigo. De noche, los lobos añadían sus aullidos de hambre a la voz de demonio del viento. El viaje habría tenido algún alivio de haber formado parte de una compañía de soldados. O de haber contado al menos con la compañía de Bertold, Lief, Ned y Gaspare. Cada vez que se le cruzaba este pensamiento, Owen lo combatía. Sus días de soldado habían quedado atrás. Debía olvidar aquella vida.
Llegó a York agotado, helado y predispuesto a odiar la ciudad. Entró por el sur, por la puerta de la Calle Grande, cruzó el puente del Ouse, con su hedor a pescado y letrina pública, atravesó la plaza del Rey y subió por el callejón de San Pedro, en dirección a la catedral, donde debía presentarse al secretario de Thoresby. La ciudad era un laberinto de calles estrechas oscurecidas por los primeros pisos, que sobresalían, y hedía a basura y deposiciones nocturnas, lo cual no la diferenciaba mucho de Londres o Calais. No alcanzaba a comprender cómo podía haber tantos necios capaces de vivir atestados y congelados por el viento del norte que llegaba de los páramos.
Pero la catedral le impresionó. Sería una gran catedral cuando estuviera terminada. Retrocedió y miró hacia arriba, imaginándose las agujas que coronarían las dos torres cuadradas de la fachada. Al menos los nativos de York sabían cómo dar gracias al Señor por permitirles sobrevivir al largo invierno.
Un clérigo de cara hosca condujo a Owen hasta los aposentos del arzobispo, una vez que fallaron los intentos de indicarle el camino. Ninguno de los dos comprendía el acento del otro. Cuando Owen se disponía a entrar, vio salir a un extraño personaje. Bajo, delgado, con piel olivácea y cabello lacio, mirada furtiva y gruesos párpados. Un olor a pescado quedó flotando en el aire cuando el hombrecito se hubo marchado. No era la clase de gente que cabe esperar encontrarse en los aposentos de un arzobispo.
Fue un alivio encontrar a Jehannes, el secretario del arzobispo, un joven de cara agradable y aire tranquilo y observador.
—Su Ilustrísima estará muy complacido de que hayáis llegado sano y salvo. Los bandoleros escoceses son una plaga para el viajero que sube hacia aquí en invierno.
—Encontré algunos pordioseros en el camino, pero procuré que los ladrones del bosque no me vieran.
El joven sonrió.
—Vuestro acento preocupará a la gente de pueblo, que piensa que todo el que habla raro es un bandolero escocés. Ahora entiendo por qué el canónigo Guthrum os venía vigilando con tanta atención.
—Su Ilustrísima olvidó advertirme sobre ese punto. Trataré de suavizar mi acento.
Jehannes puso dos documentos sobre la mesa. Uno llevaba el sello del arzobispo; el otro, un sello que Owen no reconocía. El clérigo empujó este último hacia Owen.
—Es una carta de presentación del maestro Roglio para el abad de Santa María. El enfermero de la abadía admira a Roglio. Esto podría desatar su lengua.
—¿Entonces conocéis mi objetivo?
Jehannes hizo un gesto de asentimiento.
—No os envidio la tarea. No os será fácil arrancar información a los de York. Ni a los del campo ni a los de la ciudad.
—¿Y el otro documento?
—Una carta de presentación para el maestre del gremio de mercaderes, Camden Thorpe. La enviaré mañana. Podría haber un puesto para vos en la botica de Wilton, frente a la plaza de Santa Helena. Cerca de la catedral y de la abadía.
—¿Un puesto? —se asombró Owen.
—Vuestro disfraz. El boticario cayó enfermo hacia Navidad. Quedó confinado en la cama con una parálisis. Su Ilustrísima pensó que podríais asistir a la señora Wilton. Vuestra experiencia con el médico del campamento os haría creíble en ese puesto.
A Owen le gustó la idea.
—¿Cómo sabré la respuesta del maestre del gremio?
—Os enviaré un mensaje a vuestro alojamiento.
—Alojamiento —dijo Owen pensativo—. He ahí un tema que me preocupa. He venido pensando en una comida caliente y una cama tibia. ¿Dónde podría encontrarlos?
Jehannes se mostró apesadumbrado.
—No estoy seguro. Su Ilustrísima considera imprudente alojaros aquí, aun la primera noche. No deberíais quedar asociado con ninguna autoridad. Sugiero que veáis a Bess Merchet, en la taberna de York. Está junto a la botica de Wilton. Si ella no tiene una habitación, seguramente os indicará una casa donde podréis dormir sin un arma en la mano.
—Una ciudad amistosa, ¿eh?
—No para extraños. Y ciertamente no para alguien que tenga un acento raro.
—No me estimuláis a conocer al pueblo de York —comentó Owen con una mueca.
—No es conveniente que os confiéis demasiado.
—Vi salir de aquí a un personaje curioso.
El clérigo rememoró quién había sido su último visitante.
—Potter Digby —dijo al fin—. El emplazador del arcediano Anselmo.
Lo apropiado del hecho divirtió a Owen. El trabajo de emplazador era propio de una comadreja, y si a algo se parecía el tal Potter Digby era a esa criatura escurridiza.
—Parece haber nacido para el puesto.
Jehannes disimuló una risa con una tos.
—Parece ser que debo proporcionaros fondos adicionales.
Owen aceptó la sugerencia y dio por terminados sus asuntos. Ya se disponía a partir, cuando de pronto se detuvo. Aquel nombre, Digby, ¿sería una coincidencia?
—¿Cómo puedo encontrar a la comadrona conocida como la Mujer del Río?
Por el momento mantendría en reserva el nombre.
Jehannes pareció sorprendido.
—¿Para qué la necesitáis? ¿Tenéis una mujer en estado? Owen negó con la cabeza.
—Fitzwilliam tuvo asuntos con ella poco antes de venir a Santa María.
—Ah —dijo Jehannes asintiendo—. Al otro lado de la abadía encontraréis un sendero que baja hacia el río. Yo iría de día.
—¿Sí?
—Todo es resbaladizo abajo, en la orilla del río.
—¿El suelo, o la gente?
—Ambos —contestó Jehannes permitiéndose una sonrisa.
—Y, mientras camino con la mayor prudencia, ¿cómo encuentro a esa mujer?
—Su choza está sobre una roca. Cuando la marea sube, queda aislada.
—¿Tiene nombre?
—Magda Digby. Es la madre del emplazador.
—Interesante.
—Sí, son una familia interesante.
Cuando Owen salía a la calle, un sonido a su izquierda lo hizo detenerse, conteniendo el aliento. Se volvió, listo para evitar un ataque. Con su ojo sano alcanzó a percibir a un hombre que desaparecía doblando una esquina del edificio. Tras él había dejado un fuerte olor a pescado. Owen sonrió. Al parecer había despertado la curiosidad de la comadreja.
* * * * *
La taberna de York les daba buenos ingresos a Bess Merchet y a su marido Tom. La clientela había mejorado desde que Bess se había hecho cargo de la administración del establecimiento, ocho años atrás, cuando se casó. Se deshizo de la mugre, humana o no, limpió y reparó, hasta que la posada se volvió un sitio respetable. Casi de inmediato Tom vio cuánto valía su mujer y le entregó las riendas; la taberna y su modesta hilera de cuartos habían florecido desde entonces.
El forastero llegó cuando Bess ponía el último toque de condimento al cocido que hacía para sus vecinos.
«Vaya —pensó al verlo en el umbral decidiendo si entrar o no—, el hombre tiene una historia, y una buena historia, apostaría.» Alto, de hombros anchos, todo un soldado. Calzas y chaleco de cuero, buenas botas, una capa pesada echada sobre un hombro. No venía a pedir, aunque el parche de cuero sobre el ojo izquierdo y la cicatriz que le corría por la mejilla debían de hacerle duro el oficio de soldado ahora. Le gustaron sus rizos oscuros y su pendiente de oro en la oreja. Tenía algo de salvaje.
—Y bien, forastero, ¿entrarás o dejarás que todo el calor se vaya a la plaza?
Owen se rio y cerró la puerta a sus espaldas.
—¿Eres la comadre Merchet?
Acento del oeste. Un punto en contra, pero una voluntad fuerte y un ingenio rápido podían superarlo.
—Soy Bess Merchet, propietaria. ¿Qué puedo hacer por ti?
Se secó las manos regordetas en el delantal y se ajustó las cintas del gorro.
—Necesito una habitación. En la catedral me dijeron que probara aquí primero. Y que no encontraría nada mejor en York.
Bess lo miró con suspicacia.
—¿Trabajas para la catedral?
—Mi única ocupación es buscar trabajo antes de que se agote mi dinero. Pero no temas: tengo una buena suma ahorrada, lo suficiente para pagar tu mejor cuarto. El arzobispo en persona me avala. Fue él quien distribuyó los legados de mi difunto señor.
Ella sopesaba sus palabras: el hombre hablaba como si la capacidad de pagar fuera todo lo que pudiera interesar a la «buena mujer» que según él era la posadera. Pero estaba de por medio el arzobispo. En fin.
—¿Qué clase de trabajo? No pareces de los que saben manejar un azadón.
—Aciertas. Fui soldado hasta que perdí el uso de este ojo. —Se tocó el parche—. Y bien, ¿tienes ese cuarto?
—No tan rápido. Bess Merchet necesita tiempo para tomar sus decisiones. —Él pareció sorprendido. Por lo visto estaba habituado a mujeres obedientes, se dijo la posadera. Pero así eran los soldados. Aunque debía admitir que éste parecía bastante decente—. ¿Quién era tu señor?
—El difunto duque de Lancaster.
—¡Ah! De modo que fue Gante quien te dejó sin trabajo, ¿eh? —Una fuente de anécdotas sabrosas. Le gustaba: era bueno para la taberna—. Dime, la duquesa Blanca ¿es tan hermosa como dicen las baladas?
—Oh, sí. Y te resultaría difícil encontrar una dama más dulce y gentil en todos los dominios del rey Eduardo.
—¿Por qué no te consigue trabajo el arzobispo?
Él le dirigió su sonrisa más deslumbrante.
—Te aseguro que puedo pagar mi cuarto.
¿Conque pensaba que podía manejarla con una sonrisa? La sonrisa le gustaba, pero no era tonta.
—¿No quieres responder a mi pregunta?
Él dejó que la sonrisa se desvaneciera.
—Ya he sido demasiado tiempo juguete de grandes señores —repuso—. Envidio a la gente como tú, gente que puede planear su vida y saber qué es lo que vendrá.
Bess resopló. Como si la gente del pueblo tuviera el control de sus propias vidas.
—Al menos en la medida de lo posible —añadió Owen.
De modo que era más sensible de lo que ella había sospechado. Buena señal.
—¿Qué clase de trabajo puedes hacer?
—Soy fuerte y bueno con las plantas. Me convendría un trabajo de jardinero. Y sé algo de medicina. Después de mi herida ayudé al médico del campamento.
Bess se puso rígida. No era una mujer que creyera en las coincidencias. No era la casualidad la que llevaba a aquel galés a su puerta, precisamente el hombre que necesitaban sus vecinos. ¿Quién lo había puesto en la pista de los problemas de Lucie?
—Suenas como la clase de ayudante que le vendría bien a un boticario.
—Pensé en hablar con algunos de los maestres gremiales.
—¿No has hablado con alguno ya?
—Juzgué mejor ocuparme del alojamiento antes.
Un hombre cauto.
—¿Cómo te llamas, galés?
Su ojo se abrió sorprendido. Una sonrisa apareció lentamente en su cara, una sonrisa sincera.
—Tienes buen oído.
—Tu acento no es difícil de localizar.
—Me advirtieron que la gente de aquí podría tomarme por un escocés.
—No Bess Merchet.
Owen se quitó el guante de la mano derecha y extendió ésta en señal de saludo.
—Mi nombre es Owen Archer.
Bess le estrechó la mano. Cálida, seca, sin miedo. Y fuerte. En fin, un arquero. Cabía esperar que fuera fuerte.
—¿Y qué hay de esa habitación? —insistió él.
Bess suspiró. El sentido común le indicaba que este hombre traería problemas, pero el apretón de manos la había ganado. Y parecía cansado del viaje. Asintió, decidida.
—Tengo una habitación —respondió, y lo condujo escaleras arriba.
Dos jergones, una ventana y espacio para caminar: un cuarto cómodo. Hasta un arcón donde meter su atado y algunos ganchos en la pared para colgar ropa húmeda. Bess retrocedió un paso para dejarlo entrar.
El ojo oscuro recorrió la habitación y se detuvo en el umbral.
—El cuarto de enfrente, ¿es individual?
Esa tonta de Kit debía de haber dejado la puerta abierta al acabar de limpiar.
—Lo es. Pero no está disponible —contestó la posadera.
—Mejoraré el precio habitual.
Otra vez sacaba a relucir su dinero. Bess negó con la cabeza.
—No me compensaría la pérdida. Lo reservo para un cliente habitual. Sólo hago excepciones cuando se trata de estancias breves. ¿Qué haría contigo cuando él vuelva el próximo lunes?
—Pagaré doble por este cuarto para estar solo.
Bess frunció el entrecejo. No le gustaba la gente que desperdiciaba dinero. Además, no era correcto dejar vacía una cama.
—Un cuarto individual es una comodidad para pocos, Owen Archer. ¿Por qué te importa tanto?
Él no dijo nada.
La mujer leyó cierta incomodidad en su cara que la intrigó.
—¿No estarás buscando un escondrijo?
—No.
Bess esperó, con las manos en las caderas. Pasó un carro por la calle. Un gato se deslizó por el pasillo. Owen sonrió.
—Eres buena con los interrogatorios.
Bess siguió esperando.
—Es muy simple. Es por causa del ojo y mis años de trabajo de soldado. Es como si alguien me estuviera acechando por la izquierda.
Giró velozmente y Bess se apretó contra la pared. Él desenvainó una espada imaginaria.
—Santa Madre de Dios —dijo Bess persignándose.
Él retrocedió y envainó la espada invisible.
—No respondo de mí mismo si me despiertan de repente.
—No quiero problemas aquí —advirtió ella.
—No causaré ningún problema por mi voluntad —aseguró Owen con voz tranquila, clavando en la mujer su ojo bueno.
Bess se alisó el delantal, se tocó el gorro y contuvo una sonrisa. Oh, que lástima no tener diez años menos y ser de una clase ligeramente superior.
—Hay un cuarto pequeño, arriba, al fondo. Lo guardo para visitas de la familia. Es sencillo. Pero tiene una ventana que da al jardín de los Wilton.
El jardín del boticario. Perfecto.
—No querría dejar a tu familia sin sitio.
Bess oyó cortesía más que sinceridad en la voz de Owen. Quería el cuarto y al diablo con su familia. Pero por lo demás sonaba sincero. La idea de un ingreso extra le gustó. Su marido, Tom, necesitaba un par de botas nuevas y había que comprar un burro para el carro: Flick ya estaba viejo.
—No te preocupes por mis hijos. Me visitan poco y muy de tarde en tarde. Y crecieron en una granja; mi segundo marido, Peter, que Dios lo tenga en su gloria, cultivaba la tierra cerca de Scarborough. Así que están habituados a acomodarse en cualquier parte. Te enseñaré el cuarto.
Se disculpó por los crujidos del tramo de escalera que subía al segundo piso. A ella y a Tom no les molestaba, pero tal vez el arquero estuviera acostumbrado a algo mejor.
—Crecí compartiendo el cuarto con las cabras —dijo Owen.
—Bueno, aquí no tendrás esa compañía.
Empujó la puerta baja. Él se inclinó para entrar, se enderezó una vez dentro y estiró los brazos. Casi tocaba el techo con la punta de los dedos. Fue a la ventana, la abrió, se inclinó y se volvió con una sonrisa.
—Esto me conviene, mi buena comadre Merchet.
A ella le agradó el modo en que pronunció su nombre. Mencionó una cifra ligeramente superior a la que cobraba por el cuarto doble de abajo.
—Más que justo. Te pagaré una quincena anticipada, hoy mismo.
Bess le enumeró las reglas de la casa y lo dejó instalarse. Debía preparar el cocido para Lucie. Resolvió no hablarle a Lucie de Owen todavía. Esperaría a ver si podía confiar en su apretón de manos.
* * * * *
Exhausta, Lucie Wilton se adormeció sentada en el rincón del dormitorio con la cabeza apoyada sobre las cuentas de la tienda. El pequeño cuarto se hallaba en silencio y ella no había dormido bien desde que su marido había caído enfermo. Aun en esta ocasión, su siesta fue interrumpida por los murmullos de Nicholas. Pero agradeció que la despertara, porque no era su intención dormir. Había cerrado la tienda a mediodía y quería aprovechar la pausa para revisar las cuentas. El negocio iba bien. No había perdido clientes por la enfermedad de Nicholas. De hecho, los libros mostraban el nivel de actividad usual.
Y lo mismo el inventario. Nicholas siempre mantenía registros meticulosos de las drogas que dispensaba, a fin de poder mejorar la eficacia del jardín. Tenían que comprar ciertas raíces y cortezas, así como algunos de los minerales y gemas (la perla molida y la esmeralda estaban muy solicitadas por los clientes ricos), pero el grueso de las hierbas que empleaban provenía de su propio jardín.
Lucie se había tomado el trabajo de dispersar la dosis fatal de acónito en los registros, una pizca en esta receta, una pizca en aquélla, a lo largo de una semana. Los libros no despertarían sospecha alguna.
Pero le preocupaba pensar cuánto tiempo podría mantener el ritmo de trabajo. Se frotó la nuca, se enderezó y sintió cómo le dolía cada músculo del cuerpo. Era demasiado: la tienda, la casa, el jardín… Le había pedido un aprendiz al maestre del gremio. Como ella misma era aprendiza, sabía que era improbable que el hombre accediera. Había sido demasiado cortés para decírselo a la cara, pero Lucie sabía cómo funcionaban las cosas. Lo sincero había sido el elogio que le hizo por su trabajo. No había habido una sola queja de clientes desde que Nicholas guardaba cama.
Pero Lucie pagaba esta eficiencia con un agotamiento del que ya no podía seguir haciendo caso omiso. Bess, la bendita Bess, era tan buena como una madre con ella. Ya se hacía cargo de la mayoría de las comidas. Y aquella mañana se había llevado una brazada de ropa para remendar. Si la hubiera dejado, hasta le habría limpiado la casa. Lucie se había resignado a perder en la guerra contra el polvo y una fina capa cubría toda la casa de arriba abajo. Pero no la tienda, que mantenía su apariencia de antaño. Respecto del negocio no descuidaba nada. Nicholas estaba orgulloso de ella, y ella estaba orgullosa de sí misma. Una cosa era ser una aprendiza y otra estar al mando. Lo disfrutaba, la entusiasmaba, pero también la asustaba. Cada minuto de cada jornada, con cada grano que media, era consciente de la confianza que el pueblo de York depositaba en ella. En sus manos tenía el poder de la vida y la muerte. Un desliz, una medida mal tomada, podían matar. Controlaba cada cosa dos y tres veces, concentrando toda su atención en la tarea que tenía entre manos.
Pero no podría mantener tal diligencia si no se procuraba más horas de sueño. Debía dormir. Debía tener alguien que la ayudara. Si no un aprendiz, al menos una sirvienta.
—Lucie, ¿duermes en la mesa?
Se irguió, alerta, y no pudo evitar una mueca ante el dolor que le recorrió de la cabeza al cuello y a los brazos. Pero era bueno tener otra vez a Nicholas despierto, hablando y reconociéndola. Su habla era vacilante, como si la boca todavía no pudiera moverse bien, pero se hacía entender. Y, cuando sus ojos claros se posaban en ella, veían a Lucie, no a un fantasma, como había ocurrido durante aquellas primeras noches tan terribles.
Había preguntado si el peregrino se había repuesto, y ella le había dicho que su medicina no había logrado salvarlo. Nicholas Wilton se había persignado y había inclinado la cabeza. Lucie rezaba porque nunca tuviera que decirle toda la verdad.