A la mañana siguiente, Owen emprendió el viaje de regreso a Kenilworth. Gante se había presentado en el castillo para la Navidad y permanecería allí con su comitiva mientras los caminos estuvieran demasiado enlodados para las carretas. Owen esperaba que, entre sus viejos camaradas de armas que habían seguido al servicio de Gante, alguno hubiera conocido a Fitzwilliam. No estaba seguro de poder conseguir información de ellos, pues se había distanciado de sus amigos al hacerse espía, no quería nada que le recordara su época de soldado.
Llegó a última hora del día, a tiempo para encontrar a sus amigos descansando de un día de entrenamiento de los jóvenes reclutas. Bertold, que le había sucedido como capitán de arqueros, lo saludó cordialmente. Con él estaban Lief, Gaspare y Ned. Los cinco habían combatido juntos en Francia. Habían sido Bertold y Lief quienes habían encontrado a Owen ensangrentado y delirando de dolor, junto a los cadáveres del juglar y su compañera.
Los cuatro arqueros estaban sentados alrededor de un brasero en el dormitorio de Bertold, un cuarto pequeño pero privado, que era una de sus recompensas por alcanzar el grado de capitán en la compañía de Lancaster; otro de sus lujos, del que estaban disfrutando en aquel momento, era un pequeño barril de cerveza.
—Ser capitán no te ha cambiado un ápice —comentó jocosamente Owen, dando un tirón a la larga coleta de Bertold, cuya cara estaba cubierta de cicatrices.
—No es necesario darse muchos aires para entrenar arqueros —replicó Bertold—. No es lugar para señoritos.
—Muy cierto —dijo Owen.
Ned alzó su jarro para saludar a Owen.
—Nunca parecerás un señorito con ese parche.
—Tal vez. Pero a las mujeres les gusta.
Gaspare se rio y le hizo sitio en el banco. Conocía la debilidad que tenían las mujeres por ciertas cicatrices. Alto, apuesto, de hombros anchos, había seducido a muchas jovencitas pidiéndoles que besaran la cicatriz que corría desde su oreja hasta los labios, donde el acero había dejado una arruga permanente, y después les preguntaba si querían ver dónde seguía la herida en el pecho.
—No creo que consigas mucho con las señoras que se sientan a las mesas de los castillos. Ésas andan detrás de títulos.
—Para casarse —replicó Owen—. Pero yo no estaba hablando de matrimonio.
Todos se rieron.
—¿Así que no sientes nostalgia de la vida de soldado? —inquirió Gaspare.
La pregunta fue como un golpe, pero Owen prefirió pasarla por alto.
—¿Qué tal son los nuevos reclutas?
—Blandos como siempre —gruñó Bertold.
Lief, un hombrón enorme del norte, estaba concentrado ahuecando una caña. Owen miró los largos y gruesos dedos de Lief y volvió a maravillarse de la delicadeza con que los manejaba.
—Van algo más lentos que cuando tú los entrenabas. No hay cuentos galeses para inspirarlos.
Lief hablaba sin alzar la vista de su trabajo, pero Owen pudo ver la sonrisa bajo la barba rojiza.
Bertold alcanzó un jarro a Owen.
—Pareces necesitar un poco de esto.
Owen, sediento, lo aceptó con gratitud y lo vació de un trago. Sus amigos vitorearon y lo palmearon.
—Así me gusta. Puedes hablar con elegancia, pero sigues bebiendo como nosotros. ¿Nos traes buenas noticias? —preguntó Bertold en un tono más serio—. Te agradecería que me relevaras de esta carga. Nunca pedí ser capitán de arqueros.
—Lo siento, amigo. Tengo que partir en una misión al norte y pensé en ver a mis viejos camaradas antes de iniciar la marcha.
Lief sopló por la caña, limpió el polvillo, apuntó hacia el fuego, miró por ella guiñando un ojo y después se inclinó hacia Owen y habló bajando la voz:
—¿Qué intereses tiene Gante en el norte? ¿Escoceses?
—No es por cuenta de él —repuso Owen—. Me manda el lord canciller y arzobispo de York.
—¿Thoresby? —se extrañó Gaspare.
—Sí.
—La gente de Iglesia es difícil de entender —dijo Bertold sacudiendo la cabeza—. ¿Cómo es que estás trabajando para él?
—El viejo duque me recomendó a Su Ilustrísima.
Ned lo miraba pensativo.
—¿El ojo no ha mejorado?
Owen negó con la cabeza.
—No es probable que mejore.
—Todavía podrías ser capitán de arqueros —apuntó Bertold.
—No he cambiado de opinión al respecto. Ni cambiaré.
Por toda respuesta, Bertold se encogió de hombros.
—También traigo noticias sobre sir Oswald Fitzwilliam para cualquiera de sus viejos camaradas —añadió Owen—. ¿Sabéis a quiénes podrían interesarles?
—¿Noticias sobre Fitzwilliam? —preguntó Bertold.
—Sí.
—¿En qué lío se ha metido ahora ese bastardo? —gruñó Lief.
—Está muerto.
—¿Ah, sí? —se interesó Ned, inclinándose hacia delante—. ¿Y a quién tenemos que agradecérselo?
—No sé. Supongo que a la fiebre de campamento. Se apoderó de él en la abadía de Santa María de York.
—Bah. —Lief escupió al suelo, entre sus pies—. ¿Y cuándo estuvo cerca de un campamento, si puede saberse?
—¿Nunca ha entrado en acción?
—Depende de la clase de acción a la que te refieras —repuso Ned riéndose—. Se mostraba bastante activo en lo de meter la nariz donde nadie lo llamaba.
—¿Un espía?
Todos callaron.
—No os preocupéis: no me ofendo. A mi tampoco me gustaban los espías cuando era uno de vosotros.
—Siempre serás uno de nosotros —afirmó Bertold dándole una palmada en la rodilla.
—Entonces sírveme otro trago —repuso Owen, alcanzándole su jarro.
Siguieron bebiendo, y sus miradas se ponían más turbias a medida que hablaban.
—Así que Fitzwilliam está muerto, ¿eh? —dijo Ned, volviendo a la noticia de Owen.
—Es lo que oí.
Lief volvió a escupir.
—De buena alimaña nos libramos.
—¿Tuviste problemas con él?
—¿Problemas? Bah. Todo lo que él tocaba se volvía un problema.
Ned golpeó con el pie la bota de Lief.
—¿Todavía resentido por la preciosa Alice?
—¡Esa puta! —dijo Lief con un resoplido—. Estoy mejor sin ella. Me habría apuñalado cualquier noche, la muy zorra.
—Quería casarse con ella, ¿sabes? —explicó Gaspare, inclinándose hacia Owen—. Hasta que olió a ese hijo de perra en la cama de Alice.
Lief se puso en pie con un rugido e hizo un gesto como si fuera a aplastar la cabeza de Gaspare de un puñetazo. Bertold lo empujó para que volviera a sentarse.
—Fue una estúpida —dijo—. Habría estado mejor con Lief.
—¿Se casó con Fitzwilliam?
—¿Casarse? —Bertold sonrió—. Era el pupilo de tu nuevo amo, y tú ya sabes cómo son estas cosas. ¿Por qué iba a querer casarse con una chica como Alice, una ayudante de cocinera?
—Ah.
—Me he cruzado con tipos peores que él —declaró Gaspare con una mueca de desprecio—. Pero… ¿cómo lo conociste, capitán? Él vino después de que tú te fueras.
—Oí hablar de él en casa de Thoresby. Como dices, era pupilo de Su Ilustrísima.
—¿Qué estaba haciendo en una abadía? —quiso saber Lief.
—Dicen que había ido en peregrinación a York.
—Sí —confirmó Gaspare—. Salió antes de Navidad, antes de que dejáramos la Saboya.
—¿Hace tanto? Llegó a York mucho después.
Ned sacudió la cabeza.
—Sólo un tonto como ése viajaría al norte en invierno.
—Así es —coincidió Bertold—. La propia duquesa llamó loco a lord March por recorrer todo aquel camino para ir a recoger a su dama.
—Ésa podría ser una razón —dijo Ned—. Fitzwilliam conocía bien a la señora de lord March. Sale rumbo al norte para verla y su marido lo sigue. ¿Seguro que fue la fiebre de campamento la que lo mató?
—Es la historia que oí. Pero no sé nada de esta dama. ¿Él se proponía verla en el camino?
—¿Quién podría decirlo? —contestó Ned—. Lord March tiene una propiedad al sur de York. Antes de Navidad la duquesa nombró a esta dama, Jocelyn, parte de su comitiva. Así que el marido partió al norte para traerla inmediatamente, aunque la duquesa dijo que era una crueldad hacerla viajar con los caminos helados y llenos de lodo, y que podía venir en Pascuas. Pero él no lo aceptó, el codicioso bastardo. El estipendio no empieza a pagarse hasta que la dama está en el palacio, ¿sabes? No quería perder sueldos mientras ella se divertía en el norte hasta Pascua.
Gaspare soltó una risa desdeñosa.
—«Divertirse» es la palabra exacta, si lo que he oído de ella es cierto.
Owen sintió esperanzas. Si todo resultaba tan fácil como parecía, si este Fitzwilliam había ido al norte, se había detenido a ver a la tal Jocelyn y había sido seriamente herido por su celoso marido, podría concluir su investigación sin necesidad de pasar el mes de febrero viajando al norte.
—¿Y Jocelyn es conocida en Kenilworth?
—Sí —repuso Gaspare—. Esta noche la verás sentada con las otras damas de la corte. Y verás a lord March vigilándola de cerca.
* * * * *
Lady Jocelyn miraba al vacío con expresión aburrida mientras su vecina parloteaba sobre el clima. Owen habría preferido la vecina, de rostro apacible, a la amante de Fitzwilliam. Lady Jocelyn tenía un rostro encantador, infantil, redondo y con hoyuelos, y una boquita de capullo de rosa; pero los ojos eran de acero. Lo miraba acercarse, calculando cuánto valor podía tener para ella, pensó Owen. La diminuta boca sonrió.
—Mi señora Jocelyn —saludó Owen.
Ella se llevó una mano al pecho, generosamente descubierto por un escote bajo, como dictaba la moda, y apartó la vista momentáneamente, sólo para volver a clavar los ojos en él con la atención de un ave de presa.
—¿Sois un invitado del duque?
—Fui oficial del viejo duque, y he venido a recoger mis cosas. Ahora estoy al servicio del lord canciller.
La información encendió una chispa de interés en los ojos de la mujer. Un miembro de una casa poderosa.
—¿Vuestro nombre, señor?
—Owen Archer, mi señora.
—¿Queríais hablarme?
—Tengo un mensaje para vos de… —Owen miró a la vecina de mesa y después otra vez a Jocelyn—. De un viejo conocido.
Las mejillas de la dama se tiñeron de un ligero rubor.
—Me temo que mis deberes consumen mis días, desde ocuparme del guardarropa de mi señora a sacar a pasear a su faldero a media mañana más allá de la rosaleda. Sólo eso ya me ocupa la mayor parte de la mañana, hasta el almuerzo.
—Entonces es esa actividad la que debo encomiar por poneros esas encantadoras rosas en las mejillas, aun cuando os mantenga tan ocupada. Quizá tenga la buena fortuna de veros en alguno de vuestros paseos. Yo suelo pasearme solo con mis pensamientos. —Le hizo una reverencia y después otra a su acompañante—. Mis señoras —dijo, y se retiró.
Bertold lo llamó cuando salía.
—Bebe un jarro con nosotros.
Owen negó con la cabeza, sabiendo que se pondrían nostálgicos y beberían hasta tener que arrastrarse a sus jergones. Y por la mañana se despertaría con los martillos del diablo sonando dentro de su cabeza y la boca seca como las arenas del infierno. Y no quería encontrarse con lady Jocelyn en ese estado.
—No puedo quedarme, amigo. Debo pensar en el viaje y descansar bien esta noche.
—Entonces escucha un consejo: cuídate de lady Jocelyn. Lord March es ambicioso y mirará para otro lado si su dama juega con el poderoso, pero no con el siervo, por bien que hables.
Bertold había lanzado el cebo correcto. Cuando se sentaba con su amigo, Owen elevó una muda plegaria para poder sacarle a Bertold la información que necesitaba antes de que el pasado los inundara en una gran ola de cerveza.
—Habría jurado que la dama es un poco regordeta y de poco ingenio para tu gusto —dijo Bertold.
—¿Y dónde está ese lord March del que debo cuidarme?
Bertold señaló con el mentón hacia la mesa que había a la izquierda de la del duque.
—El calvo que está hablando.
Lord March era el centro de atención de la mesa, sobre la que se inclinaba gritando. Era un hombre alto y flaco, vestido a la última moda, con mangas tan anchas que los extremos se perdían a sus pies y calzas tan ajustadas que podía verse que la discusión no sólo lo absorbía sino que también lo excitaba.
—Parece todo un personaje —opinó Owen.
—En este momento se ve favorecido por los que más poder tienen, así que yo no me pondría en su camino.
—¿Gante lo favorece?
—Es un hombre con una mente muy rápida para los negocios.
—Tendré cuidado —aseguró Owen.
* * * * *
El tibio sol de la mañana calentaba la cara de Owen, aunque el aire era fresco y le helaba las partes del cuerpo donde no llegaba el sol. La cicatriz de la cara le ardía y latía en el aire frío y seco. Sintió ganas de volver a la habitación de Bertold y echarse en el jergón que éste le había preparado, pero tenía algo que hacer y no podía postergarlo. Al pasar junto a la huerta de la cocina, sintió unos ojos clavados en él, pero la única persona a la vista era un viejo criado que rastrillaba el sendero. Se detuvo varias veces a quebrar algún tallo y oler las hierbas familiares. Prefería las hierbas fuertes y picantes. Su madre había cultivado romero y salvia en invierno, para mantener caliente la sangre de la familia; las machacaba en un cuenco de madera que conservaba el olor todo el año.
Hacía mucho tiempo que no pensaba en ello. Era extraño que el aroma de una planta le hiciera sentir como si pudiera extender la mano y tocar el rostro de su madre. Su piel suave y lisa. Su cabello rizado, que él había heredado, sólo que el de ella era de color plata y bronce. Habían pasado diez años o más desde la última vez que la había visto. Ahora tendría todo el cabello plateado, o blanco, y las mejillas y los ojos hundidos. Se la vería vieja y agotada. Pero estaba casi seguro de que todavía vivía. Si el poderoso espíritu de su madre se hubiera ido de este mundo, él lo habría sabido. ¿O no? Mejor no pensarlo.
Los senderos de la rosaleda eran más anchos que los de la huerta de la cocina y estaban flanqueados por piedras del río. Por allí solía pasearse la duquesa con sus doncellas y sentarse en los días soleados de primavera. Los senderos se cruzaban y desembocaban en una urna que no contenía más que unas pocas hojas secas pegadas en círculos en el interior. En los arriates, los tallos pardos que se llenarían de hojas y florecerían en verano estaban cubiertos de paja. En el aire flotaba un olor a podrido que resultaba deprimente. Apresuró el paso.
Para orientarse, decidió seguir el seto de acebo que rodeaba la rosaleda, con sus hojas verde oscuro brillantes y crujientes como soldados esperando la batalla. Pero los pequeños frutos rojos parecían manchas de sangre. En ese caso, los soldados estaban formados al final de la batalla, esperando que su señor viera qué heridas habían recibido y les diera licencia para volver a casa. Owen apartó la idea. Aquel jardín invernal lo llenaba de pensamientos sombríos. ¿O sería la cerveza de la noche anterior?
Al pasar bajo un arco de acebo, volvió a sentir unos ojos clavados en su espalda. Y una vez más, al volverse, no vio a nadie.
Un largo trecho delante de él, en un sendero entre frutales podados, lady Jocelyn conducía a un perro tan bien alimentado que su vientre iba dejando una marca en la tierra. Era obvio que el animal quería mantener un paso mucho más lento de lo que le permitía la dama, pues ésta se veía forzada a recoger con fuerza la correa cada pocos pasos. Viendo que lady Jocelyn iba rumbo al laberinto, Owen aceleró la marcha para no perderla. Ya había estado en el laberinto en una ocasión y la visita lo había convencido de que sólo se podía recorrer en compañía de alguien que lo conociera bien. Su cercanía alertó al perro, que irguió las orejas y empezó a ladrar, a la vez que clavaba las patas en la tierra del sendero. Lady Jocelyn miró por encima del hombro e hizo un pequeño gesto de saludo al ver a Owen, tras lo cual, inexplicablemente, cogió al perro en brazos y se apresuró a meterse en el laberinto.
Owen se detuvo, perplejo. ¿Habría cambiado de intención sobre la entrevista, por algún motivo? ¿O él la habría entendido mal? ¿O ella lo habría entendido mal? La cicatriz le dolía, y el frío hacía más desagradable todavía la situación. Dormir hasta que pasaran los efectos de la cerveza seguía pareciendo una idea mejor. Pero ¿acaso podía rendirse tan fácilmente? Quizá debiera introducirse en el laberinto y llamarla en voz alta. Si no contestaba, daría media vuelta y cedería a su deseo de dormir una siesta.
Al acercarse, le llegaron los ladridos del perro, cada vez más lejanos. Comprendió que lady Jocelyn no lo estaba esperando en la entrada y se sintió tentado de volverse. ¿De qué podía servir llamarla? Difícilmente podría oírlo con los ladridos del animal. Pero tenía que hacerle unas preguntas.
Pasó entre los tejos que flanqueaban la entrada y se vio cara a cara con los furiosos ojos de lord March. Envuelto en una capa forrada en piel y tocado con un sombrero también de piel, parecía mucho más corpulento de lo que recordaba.
—¿Estáis siguiendo a lady March? —preguntó en un tono casi amenazante.
—¿Siguiéndola? No era mi intención, lord March. Pero, al ver que tenía dificultades con el perro, pensé que podría ayudarla.
Ahora la cara estaba mucho más cerca; a Owen no le gustó su color: demasiado subido para esperar una conducta razonable.
—¿Os atreveríais a seguir a una dama joven sin compañía dentro del laberinto?
Owen sintió ganas de reírse. El perro no habría permitido muchas expansiones. Pero buscó en su mente un comentario neutro. Era en momentos como éste cuando se maldecía por no haber seguido su plan original de ponerse al servicio de algún noble italiano, como mercenario. Esa vida no habría necesitado de duelos verbales. Quizá lo que lord March deseaba era humildad. Owen hizo una pequeña reverencia.
—Perdonadme. Entiendo que os pueda parecer inconveniente. No me proponía ofender la virtud de lady Jocelyn de ninguna manera.
Lord March se puso más rojo todavía. Sus ojillos encendidos estaban tan cerca de la cara de Owen que éste podía ver las venillas rojas debidas al brandy de la noche anterior.
—Hablasteis con ella anoche.
Santo cielo, conque ésas tenía. Sólo la verdad podía sacarlo de este aprieto, pero el amante muerto de lady Jocelyn le impedía decirla. Owen pensó velozmente.
—Anoche, sí. Para ser sincero, era por eso por lo que quería disculparme. Lo que pasó fue que mis compañeros me desafiaron a intercambiar una palabra con ella, con la más hermosa de las nuevas damas de honor. Me hicieron beber y me hicieron acercarme con la mentira de que era soltera. Ella no tardó en sacarme de mi error. Esta mañana al despertarme me sentí un idiota.
—¿Así que pensasteis en divertiros con mi dama, eh?
Un puño chocó contra la cara de Owen. No podía creerlo. ¿Lord March lo había seguido hasta allí para iniciar una gresca? El puño apenas si había rozado el mentón de Owen y ahora parecía estar apuntando al parche. Owen aferró el brazo levantado del hombre y con la otra mano golpeó a lord March en la boca. Eso le dio tiempo para tocarse la mandíbula y asegurarse de que no le quedaría marca bajo la barba. Le disgustaba la idea de viajar con señales de una pelea. No se conseguía buen servicio en las posadas si uno se presentaba con cardenales y un parche en un ojo. Lord March se lanzó de nuevo a la carga. Owen lo cogió por los brazos y se sintió algo avergonzado de lo fácil que era inmovilizarlo.
—No quiero continuar esto, mi señor. Os aseguro que no tenéis motivo para pelear conmigo. No he injuriado vuestro nombre de ningún modo.
Los ojillos del otro echaban chispas de rencor. Qué mala suerte. Owen había tenido la esperanza de obtener suficientes datos sobre Fitzwilliam para satisfacer a Thoresby y no verse en la necesidad de viajar al norte. Ahora tendría que marcharse con las manos vacías, y el insulto infligido a lord March con su vigor físico superior bastaba para que el hombre se decidiera a hacerlo asesinar. O al menos a herirlo gravemente.
—Me han dicho que sois hombre de Thoresby —dijo lord March—. Volved a Londres, lejos de mi señora, u os haré descuartizar miembro por miembro.
Owen le soltó los brazos y retrocedió unos pasos; hizo una reverencia y trató de explicarse una vez más. Pero sólo obtuvo un rugido de furia de lord March, que obviamente seguía sin poder razonar.
¿Y ahora qué? Si se volvía y se marchaba, aquel ridículo sujeto podía atacarlo con un arma. Lord March no parecía lo bastante lúcido para preocuparse por atacar por la espalda o no. Pero seguir allí no servía de nada. Y caminar de espaldas hasta la rosaleda parecía imprudente.
Podría haberse ahorrado tantas reflexiones, pues lord March decidió el paso siguiente lanzándole una cuchillada. Y bien apuntada, a un sitio vulnerable: el hombro izquierdo de Owen.
—¡Maldito seas! —gritó Owen, arrancando el puñal de la mano de March de un puntapié y golpeándolo bajo el cinturón con toda la furia que sentía contra aquel loco, que venía a reabrir la herida que tanto le había costado curar.
Cuando lord March se doblaba en dos por el dolor, Owen le descargó otro puñetazo en la mandíbula. Lord March cayó de espaldas y quedó tendido en el suelo, sangrando por la boca. Casi con seguridad se había mordido la lengua.
Owen arrojó el puñal al seto y se marchó a grandes zancadas, apretando con fuerza el hombro herido para impedir que sangrara.