El maestro Roglio dobló con el mayor cuidado sus cartas astrológicas y guardó los instrumentos que había usado para examinar el ojo. Owen advirtió el temblor en las manos del médico, sus hombros tensos como si estuviera conteniendo el aliento y los ojos que rehuían su mirada. El maestro Roglio trasudaba miedo por todos sus poros. Owen echó una mirada al duque de Lancaster, que observaba ceñudo desde un rincón. Era un anciano, pero el poder de Lancaster sólo era superado por el del rey Eduardo. Irritarlo era un asunto peligroso.
Habría sido más cristiano demorar la pregunta, pero Owen había esperado tres meses este momento y ya no podía contener la impaciencia.
—La carne se cura, pero el ojo sigue a oscuras. ¿No ves ningún cambio, médico?
Los ojos de Roglio lanzaron una fugaz mirada al duque, que se inclinaba hacia adelante, interesado. Alzó los hombros en un gesto elocuente.
—Dios todavía puede hacer un milagro.
—Pero vos no —dijo el duque con desdén.
Roglio se atrevió a mirar a los ojos de acero del duque.
—No, mi señor —contestó, consiguiendo con esfuerzo no bajar la vista.
* * * * *
La carne se curaba, pero el ojo seguía a oscuras. Un ojo. Dios había tenido sin duda algún motivo para crear al hombre con dos ojos. Y había cegado uno de los de Owen. También aquello debía de tener un motivo.
Owen había hecho buen uso de los dos. Había sido el mejor arquero de los Lancaster, había enseñado a otros arqueros, los había adiestrado, había ascendido a capitán. Todo un logro para un galés. No había animal que escapara de sus flechas. Ni hombre. Pero nunca había matado más que por comida u obediencia a su señor. Y todo ello por el honor y la gloria de Dios.
La caridad cristiana lo había despojado de todo aquello. Un juglar y su compañera. Bretones. Más independientes que los galeses, había pensado Owen. No tenían motivos para ser espías de los franceses. La mujer conocía su oficio, coqueteaba con los hombres y los soldados sabían qué hacer con ella. Pero el juglar estaba condenado, pues los hombres no lo encontraban divertido. Sólo Owen comprendía las canciones bretonas, y aun así con esfuerzo. El idioma era una mezcla de francés y dialecto de Cornualles. Los hombres se impacientaron. La única diversión que se les ocurría era matar al juglar, pero Owen insistió en que lo liberaran. Y lo consiguió.
Dos noches después, el juglar se introdujo en el campamento y degolló a los prisioneros más ilustres, los que más elevados rescates habrían costado a los nobles franceses. Owen lo sorprendió y se enfureció: «¡Maldito bastardo! Después de haber tenido piedad contigo…». Oyó a la mujer, que se deslizaba por detrás, y sé giró. Un golpe dirigido a su nuca le abrió el ojo izquierdo. Rugiendo, hundió la espada en el vientre de la mujer y la sacó; se volvió, pero no vio al juglar hasta que éste lo hirió en el hombro. Owen recurrió a su fuerza muscular de arquero, que le daba vigor para blandir la pesada espada con una sola mano, la descargó sobre el juglar y le rebanó el cuello. Cuando los bretones yacieron en un charco de sangre, Owen se sumergió en un infierno de dolor. Fue su última hazaña de soldado.
¿Y ahora qué?
Tendría que aprenderlo todo de nuevo. Hasta ahora no se había molestado, pensando que el estado de semiceguera era temporal. Una molestia pasajera, como lo habían sido todas sus heridas. Cuando un obstáculo no visto lo hacía tropezar, se encogía de hombros, considerándolo un pequeño castigo por sus muchos pecados, o una lección de humildad. Aunque no una lección fácil de aprender. Los objetos más conocidos parecían extraños. El mundo parecía inclinado. Cuando parpadeaba, desaparecía.
Owen aprendió el valor de tener dos ojos. Con dos, una carbonilla en uno no le impedía ver. Era una mera molestia, pero ahora lo volvía tan impotente como un niño.
La oscuridad completa. Lo creía posible. La muerte también era posible.
Todo había cambiado.
* * * * *
El viejo duque afirmaba que la pérdida de visión de Owen no lo volvía inútil; después de todo, un arquero apuntaba con un ojo cerrado. Y con el ejercicio el vigor le volvería al hombro. Pero Owen veía su ceguera como resultado de su propio error de juicio, y la herida en el hombro como resultado inevitable de su ceguera. Un hombre con un solo ojo era vulnerable. Pondría en peligro a quienes combatieran a su lado.
Lancaster lo dejó en paz un tiempo y después lo sorprendió.
—Eres un imitador nato, Owen Archer. A mi servicio has adquirido modales de caballero. Tu acento es rudo, pero todos los señores tienen el acento de su comarca. Y sobre los señores tienes la ventaja de ser un hombre libre. Nadie es tu dueño, no tienes honor familiar que defender, no buscas poder mediante alianzas secretas. Puedo confiar en ti. Con un poco de educación, podrías llegar a ser mis ojos y mis oídos. ¿Qué dices?
Owen volvió la cabeza como un pájaro para observar a su señor con el ojo bueno. Lancaster tenía un curioso sentido del humor, y tenía por costumbre hablar en un tono neutro, desprovisto de emoción. Pero en aquel momento, en la mirada del viejo duque no había atisbo alguno de broma.
—¿Queréis decir que sería vuestro espía?
El viejo duque sonrió.
—Otra virtud. Ir directo al corazón del asunto.
—Un espía tuerto sería casi tan inútil como un arquero tuerto, mi señor.
Era mejor decirlo. Si no, lo diría otro.
—Por no hablar de lo llamativo que eres con tu parche de cuero y tu cicatriz. —El viejo duque se rio, disfrutando del momento—. Tu singularidad se vuelve un disfraz.
—Interesante línea de razonamiento —comentó Owen.
El viejo duque echó atrás la cabeza y soltó una carcajada.
—Lo has dicho con una delicadeza señorial. Excelente. —Se puso serio de pronto y se inclinó hacia delante—. Mi yerno dice que soy un maestro de la táctica. Y lo soy, Owen Archer. El poder no se conserva atendiendo al rey y ganando batallas. Necesito espías fiables. Fuiste de gran utilidad como capitán de arqueros. Serás más útil todavía como mis ojos y oídos. Pero debes conocer a los jugadores y las tramas. Debes aprender a leer bien tanto en los hombres como en sus cartas. ¿Harás el esfuerzo de aprender?
Un espía trabajaba solo. La imperfección de Owen no dañaría a nadie más que a sí mismo. Le gustaba.
—Sí, mi señor. Con gusto.
Dios era misericordioso en Sus planes. Owen pasó la noche en la capilla dando gracias. Todavía podía resultar útil.
* * * * *
Dos años después, Owen estaba en la parte trasera de la Abadía de Westminster, formando parte del cortejo fúnebre del viejo duque. Dios lo había enaltecido para volver a golpearlo. No tenía esperanzas de que el viejo duque hubiera hecho planes para su futuro. Si el ducado hubiera pasado a manos de un hijo de Lancaster, quizás habría habido alguna posibilidad. Pero el viejo duque no tenía más que hijas. El nuevo duque de Lancaster, Juan de Gante, era un yerno, marido de la hija mayor, Blanca, y era el hijo del rey Eduardo, lo que hacía de él un señor poderoso por derecho propio. No había posibilidades de que diera empleo a un espía galés tuerto. Owen había pensado mucho en su futuro durante los últimos días. Había ganado algún dinero al servicio del duque. Su mejor plan hasta el momento era trasladarse al continente y viajar a Italia. Allí había muchos príncipes y muchas intrigas. Alguien lo encontraría de utilidad.
Había trabajado en su puntería hasta que el ojo bueno se le nublaba de fatiga y le temblaban los hombros y brazos. Seguía siendo un arquero temible, casi tan fuerte como antes. Pero vulnerable por la izquierda. Se ejercitó en rotaciones desde una posición agazapada, y trabajó el cuello para hacerlo más rápido en los giros.
Y entonces Juan Thoresby, lord canciller de Inglaterra y arzobispo de York mandó a buscarlo a Kenilworth. Thoresby estaba en Londres, atendiendo asuntos de la corte. Owen debía reunirse con él allí.
* * * * *
Owen aceptó la copa que le ofrecían y probó el vino. No lo había probado mejor, ni siquiera a la mesa del duque. El lord canciller y arzobispo de York lo trataba con nobleza. Owen no se imaginaba qué podía querer.
Juan Thoresby se echó atrás en su silla y bebió un sorbo de vino con tranquilo placer. Un fuego crepitaba junto a ellos en la chimenea que calentaba la antesala privada. Los tapices reflejaban la luz del fuego y añadían calidez al cuarto con sus colores vividos.
Con su único ojo, Owen no podía mirar los tapices sin que se notara. Debía volver la cabeza hacia un lado y otro, especialmente hacia los que estaban a la izquierda. Había una única solución: que se notara. Elogiar al hombre elogiando sus posesiones. Volvió la cabeza y recorrió la habitación con el ojo sano. Una cacería de oso comenzaba a la izquierda de la puerta y continuaba por toda la habitación, para terminar con un festín en un salón palaciego, donde la cabeza de la bestia era presentada al vencedor. Los tapices separados formaban una serie completa, diseñada sin duda para esta sala, pues se ajustaban a la perfección.
—Los tapices son exquisitos. Un trabajo normando, si no me equivoco. Ese tejido compacto, ese verde oscuro… Sí, sin duda son normandos.
Juan Thoresby sonrió.
—Veo que no pasaste toda tu estancia en Normandía combatiendo.
—Ni vos la vuestra en negociaciones.
Owen sonrió. No debía mostrarse amedrentado por el honor de compartir el vino con el lord canciller en sus aposentos.
—Eres un galés atrevido, Owen Archer. Y adaptable. Cuando el viejo duque me pidió que te tomara a mi servicio, pensé que su mente ya estaba nublada por el dolor. Su muerte no fue plácida, como sabrás.
Owen asintió. La agonía de Lancaster había sido terrible. El maestro Roglio dijo que la propia carne del viejo duque se devoraba a sí misma desde dentro, por lo que al final no podía ingerir nada más que agua, que salía luego de su cuerpo como un flujo sanguíneo. A Owen le conmovió saber que en medio del dolor su señor lo hubiera recordado.
—Te enseñó a escuchar, observar y retener. —Thoresby miró a Owen por encima de su copa—. ¿Es así?
—Sí, mi señor.
—Tanta confianza pudo haber abrumado a un arquero corriente.
Thoresby lo seguía mirando con fijeza. Owen pensó que su mejor estrategia era la verdad.
—Perdí la visión de un ojo, cosa que pensé que sería mi fin. La confianza de mi señor me salvó de la desesperación. Me dio un objetivo cuando yo ya creía no tenerlo. Le debo la vida.
—Se la debías —puntualizó Juan Thoresby. Y a mí no me debes nada. Yo no hago más que honrar el deseo de un viejo amigo.
—Podríais haber hecho caso omiso de él, y sólo Dios lo habría sabido.
Thoresby arqueó una ceja. Una sonrisa le bailaba en los labios.
—¿El arzobispo de York habría engañado a un hombre en su lecho de muerte?
—Si consideraba que era lo mejor para su alma, sí.
Thoresby dejó la copa sobre la mesa y se inclinó hacia delante, con las manos en las rodillas. El artilo arzobispal brillaba en un dedo. La cadena de canciller relucía a la luz del fuego.
—Me haces sonreír, Owen Archer. Me haces pensar que puedo confiar en ti.
—¿Cómo arzobispo o cómo lord canciller?
—Como ambos. El asunto concierne a York. Y a dos caballeros del reino, muertos antes de su hora, en la Abadía de Santa María. ¿Conoces la abadía?
Owen negó con la cabeza.
—Bien. Quiero alguien que pueda ser objetivo. Hacer preguntas, anotar los hechos e informarme. —El arzobispo se sirvió más vino y con un gesto invitó a Owen a hacer lo propio—. He dispuesto que nos sirviéramos nosotros mismos porque esta noche no quería tener testigos.
Owen se sirvió un poco más de vino y se dispuso a escuchar la historia.
—Debo decirte ante todo que el nuevo duque de Lancaster está interesado en ti. Podrías prosperar con Gante. Sería un futuro seguro, quizá más que conmigo. Mis cargos dependen de una elección, mientras que él es hijo del rey, y duque de Lancaster durante el resto de su vida. Te digo esto porque tal vez te veas en la necesidad de hablar con él, ya que el segundo caballero de este caso era un hombre de Gante.
Owen pensó en aquel detalle. Gante era peligroso, notorio por su doblez. Podía imaginarse perfectamente qué clase de trabajo le encomendaría. Servirlo sería un honor, pero no sería honorable. Al menos, no para Owen. Y seguramente Dios no lo había sacado de su miseria para semejante trabajo.
—Me siento halagado de que dos hombres tan poderosos me ofrezcan empleo, y os doy las gracias por darme la oportunidad de elegir. Pero prefiero servir al arzobispo y lord canciller. Estoy mejor preparado para serviros a vos.
Thoresby inclinó la cabeza.
—No eres ambicioso —observó—, lo cual constituye una rareza en los círculos en los que bailas ahora. Cuídate.
Su mirada era seria, casi preocupada.
Una ola de dolor recorrió el ojo ciego de Owen, como si cientos de agujas lo atravesaran. Había decidido aceptar estos ataques como advertencias: alguien caminaba sobre su tumba, como rezaba el dicho.
—Soy un hombre cauto que conoce su lugar, mi señor.
—Eso pienso que eres, Owen Archer. De verdad.
Thoresby se levantó, removió el fuego con un atizador y volvió a su asiento. Como quería tener la cabeza despejada, Owen dejó la copa de vino. Thoresby lo intentó antes de hablar.
—El misterio empieza así. Sir Geoffrey Montaigne, ex miembro de la guardia del Príncipe Negro, hace una peregrinación a York para pedir perdón por algún pecado de su pasado. No sabemos qué pecado, pues mientras estuvo al servicio del príncipe la conducta de Montaigne no mereció ningún reproche. Algo en su pasado, quizá. Antes de unirse al ejército del príncipe había combatido bajo las órdenes de sir Robert D’Arby de Freythorpe Hadden, a poca distancia de York. La elección de Santa María en York para la peregrinación sugiere que su pecado estaba relacionado con su período al servicio de D’Arby. Pues bien. Llega a York poco antes de Navidad y al cabo de unas semanas contrae fiebre de campamento; el viaje hacia el norte le había reabierto una vieja herida, cosa que lo debilitó y provocó una reaparición de la fiebre que lo había aquejado en Francia; todo esto según el enfermero de la abadía, el hermano Wulfstan. Y tres días después Montaigne está muerto.
Thoresby hizo una pausa. Owen no veía nada de extraño en la historia.
—La fiebre de campamento suele ser mortal —comentó.
—Así es. Tengo entendido que, después de tu herida, ayudaste al médico del campamento. ¿Trataste muchos casos de fiebre?
—Muchos.
—El maestro Worthington elogia tu sentido de la caridad.
—Yo mismo había tenido la fiebre un año antes. Sabía lo que se sufre.
El arzobispo asintió.
—La muerte de Montaigne habría pasado inadvertida si no hubiera habido otra muerte en la abadía en menos de un mes. Sir Oswald Fitzwilliam de Lincoln, un visitante habitual de la abadía, pues hacía retiros por pecados cuya naturaleza habría adivinado con facilidad cualquiera que lo conociera. Poco después de Epifanía cae enfermo con una fiebre invernal y pronto empeora. Suda profusamente, se queja de dolores en las extremidades, tiene desmayos, alucinaciones, y al cabo de pocos días muere. Una muerte similar a la de Montaigne.
—¿Similar? —repitió Owen, extrañado—. Pero no parece fiebre de campamento.
—Hacia el final, los síntomas de Montaigne eran muy parecidos.
—¿Acaso el enfermero envenenó a los dos hombres?
—No lo creo. Sería demasiado evidente.
Thoresby cogió la copa y bebió.
—Perdonadme la pregunta, Ilustrísima, pero ¿a qué se debe vuestra intervención?
El arzobispo suspiró.
—Fitzwilliam fue mi pupilo hasta su mayoría de edad. Para mí fue un fracaso muy desagradable. Llegó a ser un hombre codicioso y mendaz. Usé todo el peso de mis cargos para hacerlo entrar al servicio de Gante, y por cierto no gané ningún amigo con ello. Supongo que mi pupilo fue envenenado. Y, aunque no siento muchos deseos de llorarlo, debería saber quién lo mató.
—¿Y a Montaigne?
—Por lo que he averiguado, Montaigne fue un hombre piadoso, sin enemigos. Quizá su muerte no tenga ninguna relación. —El arzobispo se echó hacia atrás y cerró los ojos—. Pero no lo creo: las muertes fueron demasiado parecidas. —Miró a Owen—. ¿Envenenado por error? ¿O simplemente fue más hábil que Fitzwilliam para ocultar sus fechorías? —Sonrió—. Y aquí hay un hecho interesante: Montaigne no dio su nombre en la abadía. Se decía un simple peregrino, humilde y pobre. ¿O astuto?
Interesante enigma. A Owen le gustaba la perspectiva.
—¿Qué habéis averiguado hasta ahora? —inquirió.
—Hicimos unas pocas preguntas, las suficientes para descubrir que el abad Campian piensa que ambos murieron por causas naturales. Lo más probable es que quiera que haya sido así, por temor de que acusemos a su enfermero, el hermano Wulfstan. Y el arcediano de York me asegura que, si hubiera habido un asomo de incorrección, su emplazador lo sabría. Te paso el problema, Owen Archer. Olvida todo lo que han dicho y empieza desde el principio.
—¿Con qué disfraz deberé presentarme en York?
—Pienso que lo más cercano a la verdad será lo más adecuado a la situación. Preséntate como un soldado que ha perdido el gusto de matar y quiere empezar de nuevo. Estás buscando un trabajo honrado en la ciudad, con un pequeño emolumento que te dejó tu difunto señor para mantenerte mientras tanto. Mi secretario, Jehannes, seguramente encontrará algo antes de que llegues a York. Por supuesto, tendrás todos los fondos que necesites. Irás a ver a Jehannes cuando llegues y cada vez que necesites algo. El arcediano de York debería ser quien hiciera estos arreglos, pero preferiría que no supiera nada.
—¿Sospecháis de él?
—Por el momento sospecho de todos —repuso Thoresby sonriendo.
—De todos salvo de Jehannes.
Thoresby asintió.
—Y una vez que haya completado mi misión, ¿qué?
—Ya veremos.
Owen se marchó con sentimientos encontrados. No necesitaba embarcarse para Italia y tenía un interesante misterio que resolver. Pero era un desafío mental, no físico. Buscar pistas, descubrir mentiras… No era lo que sabía hacer mejor y le producía una ligera inquietud. Lo que más le molestaba era presentarse como alguien que había perdido el gusto por combatir. ¿Acaso el arzobispo pensaba que era cierto? No lo era. Dada una causa justa, volvería a matar. No había perdido la garra. ¿O es que el arzobispo lo creía un cobarde? Sintió que el calor le subía al rostro.
Pero no. El arzobispo no habría empleado a un cobarde. Debía quitárselo de la cabeza. Las dudas le impedirían rendir todo lo que podía. Y debía triunfar. El éxito aseguraría su futuro en Inglaterra. Dios seguía velando por él.