El hermano Wulfstan examinó el color de los ojos de su paciente y probó con la lengua el sabor de su sudor. La medicina no había hecho más que debilitarlo. El hermano enfermero temía que pudiera perder a aquel peregrino. Agobiado por el desaliento, Wulfstan se sentó frente a su mesa de trabajo para reflexionar sobre el problema.
El peregrino había llegado pálido y con las mejillas hundidas a la abadía de Santa María. Eximido de servir al Príncipe Negro a causa de las heridas y la fiebre de campamento, había resuelto peregrinar a York: sus heridas lo habían convencido de su mortalidad más que ningún sermón. Cruzar el canal había sido una dura prueba y un largo viaje al norte que le había abierto las heridas. Wulfstan había contenido la hemorragia con pervinca, pero la reaparición de la fiebre le cogió desprevenido. El hermano enfermero tenía poca experiencia en males de soldados, ya que había vivido en la enclaustrada paz de Santa María desde la infancia. En sus salidas de la abadía rara vez se aventuraba más allá de la catedral o la botica de Nicholas Wilton, ambas a poca distancia.
Durante dos días y una noche Wulfstan mezcló medicamentos, aplicó emplastos y rezó. Al fin, exhausto y desalentado, pensó en Nicholas Wilton. Era una señal de su desconcierto que no hubiera pensado antes en el boticario: Nicholas había logrado una cura milagrosa con un huésped del arzobispo que había estado al borde de la muerte por culpa de la fiebre de campamento. Él sabría qué hacer. Wulfstan susurró tres avemarias de agradecimiento por esta inspiración. Dios le había enseñado el camino.
Dio instrucciones a su novicio Henry de que mantuviera humedecidos los labios del peregrino y le preparara una infusión de menta que debía beber si se despertaba, tras lo cual corrió por los claustros a pedir permiso al abad para salir a la ciudad. Se sacudió el polvo y los restos de hierbas secas que habían caído sobre su hábito, pues el abad Campian era un hombre quisquilloso: creía que un atuendo limpio indicaba una mente limpia. Wulfstan sabía que el abad no le negaría el permiso, pero le reconfortaba cumplir las reglas, como reconfortaba al abad la pulcritud. El hermano creía que, si obedecía y ponía lo mejor de su parte, no dejaría de ganarse un lugar, así fuera humilde, en el coro celestial. Y descansaría en paz en los brazos del Señor para toda la eternidad. No podía imaginarse destino mejor. Y las reglas le enseñaban el camino de esa satisfacción eterna.
Con permiso del abad, Wulfstan salió a la tarde de diciembre y advirtió, molesto, que había empezado a nevar. A lo largo de todo noviembre, y ya entrado diciembre, había estado esperando la primera nevada; y llegaba ahora, cuando tenía algo urgente que hacer. Si hubiera sido un campesino supersticioso, habría sospechado que los hados estaban contra él aquel día. Pero se fortificó con la convicción de que, si Dios le había hecho superar todos los pequeños problemas de su vida, no era probable que se propusiera abandonarlo a estas alturas.
El monje se alzó la cogulla y, apresurando al máximo el paso, se lanzó contra el viento; parpadeando y resoplando, traspuso las puertas de la abadía y salió a la calle empedrada, hacia el ajetreo de York. El bullicio de la ciudad sacó a Wulfstan de su ensimismamiento. Notó un pinchazo en el costado y advirtió que el corazón le latía con demasiada fuerza. Asustado por tales señales de fragilidad física, se dijo que se estaba comportando como un tonto. Ya no tenía edad para correr, especialmente sobre adoquines a los que la primera nieve volvía resbaladizos. Apretándose el costado con una mano, se detuvo en la esquina a esperar que pasara un carro. La nieve ya caía más espesa, con grandes copos que ardían al licuarse en sus arrebatadas mejillas. «Exceso de calor y después el frío de la nieve. Eres un idiota, Wulfstan.» Dobló por la calle de San David, tratando de moderar la velocidad. La tienda de Wilton estaba nada más cruzar la calle. Se hallaba tan cerca de la meta que no pudo por menos de volver a acelerar la marcha, impulsado por el temor de perder a su paciente.
Wulfstan se había encariñado con él en poco tiempo. Era un caballero de hablar dulce que se identificaba como un simple peregrino con intención de rezar, meditar y hacer las paces con Dios. Llevaba consigo una vieja pena, el amor de una mujer que pertenecía a otro hombre. Hablaba de ella como de la mujer más bella y dulce, cuyo purgatorio en la tierra había consistido en estar unida a un hombre mayor que no le daba ninguna alegría. «¿Qué diría de mí si me viera ahora, eh, amigo mío?», preguntaba. Sus ojos se velaban. «Pero ella ya no está.» El peregrino acudía diariamente a la enfermería para que Wulfstan le cambiara los vendajes. Durante estas visitas había descubierto el jardín de hierbas y cómo su belleza reconfortaba el corazón, aun en invierno. «Ella se solazaba en un jardín muy parecido a éste.» Muchos días el peregrino esperaba allí mientras Wulfstan se atareaba en sus parterres. Decía poco, observando la regla monástica de hablar sólo cuando era necesario, y siempre estaba dispuesto a ayudar a llevar o traer cosas pesadas, apiadado de los viejos huesos de Wulfstan. Éste disfrutaba de la callada compañía del hombre y agradecía su ayuda, aunque sabía que aceptarla era contrario a los preceptos.
De modo que se había preocupado cuando el peregrino se desmayó en la capilla, tras pasar la noche en vela en memoria de su amor. A la hora de laudes, el hermano Sebastian lo encontró desvanecido en el frío suelo de piedra. Había que dar gracias a Dios por el oficio nocturno, o el peregrino se habría quedado allí hasta el alba y habría muerto de frío.
Pero estaba muy enfermo. El viejo monje apresuró la marcha. Cuando empujó la puerta de la tienda de Wilton, jadeaba y se aferraba el costado, doblado sobre sí. La penumbra de la tienda y su propia debilidad lo cegaron momentáneamente, impidiéndole ver si había alguien en el interior.
—La paz de Dios sea con vosotros —dijo jadeando. No hubo respuesta—. ¿Nicholas? ¿Lucie?
La cortinilla de cuentas de la puerta de la cocina se agitó y alguien entró en la tienda.
—¡Hermano Wulfstan! —Lucie Wilton levantó el mostrador con bisagras y, acercándose al monje, le cogió la mano. La mujer olía a aire libre—. Tenéis mal aspecto. Y las manos heladas.
Él se enderezó con lentitud.
—Veo que vienes del jardín.
Su voz temblorosa lo sorprendió incluso a él. Se había excedido más de lo que creía.
—Queríamos cubrir los rosales con paja antes de la nieve. —Lucie Wilton alzó una lámpara de alcohol y el monje parpadeó—. Venid a la cocina, junto al fuego. Tenéis las mejillas encendidas. Os estallará el corazón si seguís corriendo tanto.
Wulfstan pasó el mostrador y la siguió hasta la cocina, donde aceptó con humilde gratitud un banco junto al fuego. La vejez y la falta de aliento le hicieron imposible el hábito cortés de protestar contra las amabilidades. En la cálida cocina sonrió a la señora Wilton, que iluminaba su corazón con belleza, cortesía y dulzura. Estaba seguro de que aquella mujer habría sido motivo de orgullo para su padre si la hubiera mandado a la corte. Sir Robert era un viejo tonto.
Lucie le tendió una copa de vino tibio.
—¿Qué os trae aquí bajo la nieve y con tanta prisa? —inquirió.
El hermano le comunicó el motivo de su visita.
—Fiebre de campamento… —dijo ella—. ¿Estáis atendiendo a un soldado?
—Ya no lo es. Con su barba gris y sus ojos tristes, creo que lo ha dejado atrás. —Wulfstan apartó la vista del rostro de la mujer, que reflejaba una amable preocupación, y miró la puerta que se abría al jardín—. No quisiera apartar a Nicholas de sus rosas. ¿Sabrás tú cuál es la receta adecuada?
—Nicholas todavía no me la ha enseñado.
—Lamento molestaros —se disculpó el monje—, pero está muy enfermo.
Lucie lo palmeó en el hombro.
—Descansad aquí mientras voy a buscar a mi marido.
Lucie era aprendiza de su marido, situación bastante habitual. Las esposas solían aprender el oficio de sus maridos trabajando con ellos. Pero el aprendizaje de Lucie había sido formalmente dispuesto por Nicholas para asegurarle un futuro. Como era dieciséis años mayor, y de salud delicada, el boticario se preocupaba por lo que sería de su mujer después de que él muriera.
Otro hombre podría haber mirado la linda cara de Lucie y haber pensado que no tendría problemas para volver a casarse. Y en el caso de Lucie, quizá para casarse mejor, con alguien más cercano a la posición social que por nacimiento le correspondía. Pues Lucie era hija de sir Robert D’Arby de Freythorpe Hadden, de modo que podría haberse casado con un lord. Y así habría sido seguramente, si su madre no hubiera muerto cuando Lucie aún era demasiado joven. Pero, con la muerte de la bella Amelie, sir Robert había perdido todo interés por el destino de su única hija y la había enviado a un convento, donde Nicholas la había descubierto y la había convencido de que abandonara el claustro para llevar una vida más adecuada a su carácter. Wulfstan apreciaba a Nicholas Wilton por lo que había hecho por Lucie. A largo plazo, la botica sería una herencia más sustanciosa que lo que pudiera recibir como viuda de un lord; además le daría independencia.
Nicholas entró en la cocina secándose las manos.
—La nieve ha tardado en venir este año, pero ahora está cayendo con fuerza —comentó.
Su delgado rostro estaba enrojecido por el frío y los ojos claros le brillaban. El jardín era la pasión del boticario.
—¿Has terminado con las rosas? —preguntó Wulfstan, que compartía con él el interés por la jardinería, así como el estudio de las plantas curativas.
—Casi. —Nicholas se sentó, con el suspiro de un hombre cansado y satisfecho—. Lucie me dice que tenéis un peregrino con fiebre de campamento.
—Así es. Está mal, Nicholas. Débil y con temblores.
—¿Cuánto hace del último ataque?
—Cinco meses.
Hubo más preguntas, cuyas respuestas el boticario escuchaba asintiendo ceñudo.
—¿Estaba lúcido cuando llegó?
—Muy lúcido. Mientras le curaba las heridas me hizo preguntas sobre la gente de York. En una época combatió junto a sir Robert en una campaña francesa.
Lucie alzó la cabeza con una expresión fría. Tenía poco afecto por su padre.
—Ahora que lo recuerdo —siguió Wulfstan—, hubo una cosa curiosa. Pareció alterarse cuando le dije que eras maestro boticario, como había sido tu padre, Nicholas. Insistía en que habías muerto.
—¿Muerto? —susurró Nicholas.
Lucie se persignó.
Más adelante, Wulfstan recordaría que fue en aquel momento cuando la conducta de Nicholas cambió. Empezó a hacer preguntas que, a juicio del hermano, tenían poco que ver con un diagnóstico: el nombre del soldado, su aspecto, su edad, su objetivo al acudir a la abadía de Santa María, y si había recibido visitas.
Wulfstan tenía pocas respuestas. El peregrino había preferido no revelar su nombre y no había mencionado su lugar de origen ni a su familia; era de cabello gris, alto, con apostura de soldado aun en su enfermedad. No había recibido visitas, aunque conocía a los moradores de Freythorpe Hadden. Y, al parecer, sabía de la existencia de Nicholas.
—Pero eso no tiene importancia, ¿no? —concluyó, ansioso porque el boticario estaba desperdiciando un tiempo que podía ser precioso.
Lucie Wilton tocó el brazo de su marido. Éste saltó como si el contacto lo hubiera quemado.
—El hermano Wulfstan debe volver pronto junto a su paciente —dijo, mirando a su marido.
Nicholas se levantó y se paseó por la habitación. Después de un incómodo silencio en el que Wulfstan empezó a temer que Nicholas no diera con una medicina adecuada, el boticario se volvió con un extraño suspiro.
—Mi receta habitual no bastará. Volved con vuestro paciente, hermano Wulfstan. Yo acudiré con el medicamento antes de que termine el día.
Parecía preocupado y no miraba a Wulfstan a los ojos.
El monje quedó desalentado. Más espera.
—¿No es un caso sencillo, entonces? ¿Es la herida la que lo complica?
—Nunca es sencillo cuando se trata de fiebre de campamento.
Wulfstan se persignó. Lucie le puso una mano en el hombro, con gesto de consuelo.
—¿Es muy grave, Nicholas?
—No puedo decirlo aún —respondió su marido con brusquedad. Pero pareció pensarlo mejor y se inclinó para besarla con dulzura en la frente—. No es necesario que te quedes, Lucie —dijo con voz acariciadora—. Y no debes preocuparte. Si te apresuras, puedes terminar el último arriate de rosas.
—Pensé que podía aprender algo más viéndote preparar la mezcla.
Nicholas le cogió la mano.
—Después la revisaré contigo, mi amor. Pero la nieve no esperará.
Sus ojos mostraban afecto y dulzura, y un atisbo de melancolía.
Sin discutir, Lucie se echó un chal sobre los hombros y salió al jardín.
—Es un tesoro —comentó Nicholas.
Wulfstan asintió.
—Ambos habéis sido bendecidos con vuestra unión.
Nicholas miraba al suelo y no respondió. A Wulfstan le pareció que su amigo evitaba mirarlo a los ojos. Quizá, pensó, las cosas no fueran tan bien entre ellos.
—Entonces, ¿me prepararás una poción especial?
Nicholas se frotó las manos, como disponiéndose al trabajo.
—Volved rápido con el paciente, y dadle una menta caliente para producirle abundante sudor.
—Dejé a Henry con instrucciones en ese sentido —protestó Wulfstan; pero, viendo el humor extraño de Nicholas, se despidió.
La caminata de regreso lo dejó helado. Nicholas tenía razón: la primera nevada compensaría su tardanza.
Al anochecer, cuando Wulfstan dormitaba sentado a la cabecera del enfermo, lo despertó una mano posada en su hombro. Era Nicholas Wilton, al fin. Pero algo raro le pasaba al boticario. El monje se frotó los ojos y lo miró intrigado. Los ojos de Nicholas parecían demasiado grandes en su pálido rostro, como si acabaran de darle un susto.
—No tienes buen aspecto, Nicholas. Deberías haber mandado a alguien con el medicamento.
En aquel momento el paciente gimió y entreabrió los ojos; Nicholas llevó a Wulfstan hacia un lado.
—Parece estar peor de lo que imaginaba —susurró. El monje se dijo que eso explicaba la expresión del boticario—. Debéis preparar la medicina de inmediato —siguió Nicholas—. Deprisa. Un dracma en agua hirviendo. Yo me quedaré a su lado.
Wulfstan se dirigió precipitadamente a la lumbre.
Al parecer, el peregrino se había despertado, pues Wulfstan le oyó soltar un grito; después oyó la voz de Nicholas murmurando algo reconfortante. No se sorprendió al oírlo gritar nuevamente. El amable caballero ardía de fiebre y era de esperar que delirara.
Probó la temperatura del agua, impaciente porque hirviera. El peregrino sollozaba. Cuando al fin hirvió el agua, Wulfstan midió la dosis con cuidado, rezó una rápida plegaria mientras revolvía bien y volvió al lecho.
Para su sorpresa, Nicholas se había ido. Había dejado solo al peregrino.
—Qué extraño que se haya marchado sin una palabra —murmuró.
El peregrino habló con esfuerzo.
—Asesino… —susurró—. Envenenador…
Tenía el rostro rojo de sudor.
—Calmaos, amigo —intentó tranquilizarlo el monje—. La emoción no os hará bien.
La respiración del peregrino se volvió dificultosa; sacudía violentamente la cabeza a un lado y otro, con ojos despavoridos. Wulfstan trató de calmarlo murmurando palabras tranquilizadoras:
—Visiones de la fiebre, amigo mío. Visitas de Lucifer para quebraros la voluntad. No prestéis atención.
Al fin los ojos del hombre se aclararon.
—¿Era una pesadilla?
—Sí, sí. Aquí no hay asesinos. —Lo cual era casi cierto. Wulfstan llevó la copa a los exangües labios del hombre—. Ahora bebed esto. Todo lo que necesitáis es algo de descanso. Un sueño reparador.
La temerosa mirada del peregrino se clavó en la copa y se alzó hacia Wulfstan.
—¿La habéis preparado vos?
—Con mis propias manos, amigo mío. Ahora bebed.
El enfermo obedeció.
—Entonces está muerto. Lo maté —susurró.
El terrible pensamiento pareció calmarlo. Pronto, calenturiento y amodorrado, se hundió en el sueño. Pero poco después del oficio de completas empezó a gemir y al poco se despertó, cubierto de sudor, quejándose de dolores en los brazos y las piernas. Quizá Wulfstan se hubiera equivocado al creer que era fiebre de campamento, pero lo cierto era que su amigo no había mostrado aquellos síntomas antes. El enfermero trató de calmar el dolor de las extremidades con paños embebidos en hamamelis, pero las quejas persistieron.
Llamó entonces a Henry y juntos prepararon emplastos y envolvieron con ellos los miembros del peregrino. Todo fue inútil. Wulfstan había agotado todos sus recursos. Había hecho todo lo que estaba en sus manos y nadie podría culparlo por no esforzarse. El Señor sabía cuánto le dolían los sufrimientos del peregrino. Pensó en mandar a buscar al maestro Saurian, el médico que atendía a los monjes cuando caían enfermos, aunque de poco había servido cuando el peregrino había hecho lo propio, pero ya era tarde, y Wulfstan temía que Saurian se limitara a decir que se hiciera la voluntad de Dios. Por supuesto que se haría la voluntad de Dios. Wulfstan no necesitaba sacar a Saurian de la cama en medio de la noche para que se lo dijera. Pero la voluntad de Dios no siempre era clara para el hombre.
La respiración del peregrino se volvió fatigada. Jadeaba intentando llevar aire a sus pulmones. Henry llevó almohadones para sentar al enfermo y facilitar su respiración.
Fue una noche muy larga. El viento entraba por todas las rendijas de la enfermería y gemía en la puerta. La chimenea desprendía humo y hacía arder los ojos ya llorosos del enfermero. En una ocasión, cuando Wulfstan se inclinaba sobre el peregrino para secarle la frente, el hombre le aferró el hábito y lo atrajo hacia sí.
—Él me ha envenenado —susurró—. Yo no lo maté. No la vengué.
Tras lo cual volvió a caer sobre el jergón, desmayado.
—Es la fiebre que os quema por dentro, amigo mío —dijo Wulfstan en voz alta, por si el peregrino podía oírlo—. Estaríais peor sin la medicina.
El hombre no reaccionó.
Era lamentable que el peregrino tomara por un asesino al hombre que había venido a salvarlo. Un asesino a quien el peregrino creía haber matado. ¿Sería aquélla la razón de que estuviera tan seguro de que Nichólas Wilton estaba muerto? ¿Había tratado de matarlo? Santa María y todos los santos, eso explicaba que Nichólas se alarmara. Pero, durante su vigilia junto al sufriente peregrino, Wulfstan se convenció de que solamente eran alucinaciones de la fiebre, nada más. No podía imaginarse al apacible peregrino atacando a Nicholas Wilton.
El hermano veló en la oscura habitación cargada de humo. Su ánimo decaía a medida que la debilidad del peregrino se acentuaba. Su respiración se fue volviendo superficial, con un fuerte jadeo de vez en cuando, como si no recibiera aire suficiente. Wulfstan lo sentó más erguido y rezó. Henry volvió del oficio de laudes y se arrodilló a su lado.
Al alba, pese a todos sus esfuerzos, la débil respiración del peregrino se apagó.
Apesadumbrado, Wulfstan se retiró a la capilla para rezar por el alma de su amigo.
Henry se acercó a Wulfstan, que cabeceaba mientras rezaba, y le comunicó que Potter Digby, el emplazador del arcediano Anselmo, quería hablar con él.
Wulfstan no podía imaginar qué querría Digby de él. El emplazador tenía por triste tarea investigar los rumores sobre pecadores que hubieran roto las reglas diocesanas y conminar a quienes considerara culpables a presentarse ante el tribunal eclesiástico del Arzobispado para recibir la correspondiente multa. De estas multas recibía una comisión. De aquí que la gente de la ciudad no lo quisiera; siendo el matrimonio un sacramento, vigilaba sus infidelidades matrimoniales, ya que los adulterios le resultaban muy lucrativos. El clero seglar rara vez tenía dinero para pagar por sus pecados. Muchos decían que era la profana diligencia del emplazador lo que tenía a albañiles y vidrieros trabajando en la catedral. Wulfstan lamentaba que un edificio tan bello estuviera relacionado con tal codicia. La verdad era que detestaba a Potter Digby con pecaminosa violencia. Mientras seguía a Henry por el claustro, se preguntaba qué desagradable tarea sería la causa de que aquel hombre requiriera su presencia.
Resultó que Potter Digby lo llamaba por asuntos privados. Había encontrado a Nicholas Wilton desmayado cerca de la puerta de la abadía la noche anterior y había detenido un carro que pasaba para llevarlo a su casa. Wilton se encontraba en tan mal estado que no había reconocido ni a su propia esposa. Digby pensaba que la señora Wilton agradecería la presencia del hermano Wulfstan.
—¿Nicholas? Qué raro. —Recordó la súbita partida del boticario y añadió—: Se comportó de modo extraño ayer. Pero tendréis que perdonarme. He estado en pie toda la noche y he perdido un paciente y amigo. No puedo ir. No les serviría de nada.
—Wilton está mal y su esposa está asustada —insistió Digby—. Quizás el maestro Saurian…
—¿Saurian? No sería ningún consuelo para la señora Wilton.
Wulfstan vaciló. Aunque trémulo por la fatiga y el ayuno, no podía abandonar a la dulce Lucie Wilton en manos del frío maestro Saurian.
—¿A quién me sugerís entonces, hermano Wulfstan?
El enfermero se rindió.
—Pediré permiso al abad.
Una vez más Wulfstan se enfrentó a la nieve, con sus viejos huesos helados y doloridos. Pero no le importó. No podía dejar sola a Lucie Wilton en un momento así.
En realidad, podría haberse ahorrado las preocupaciones. Bess Merchet, propietaria de la taberna de York, situada a la vuelta de la tienda de Wilton, lo recibió en la puerta de la cocina. El monje se sintió complacido al ver su voluminosa figura en el umbral. Pese a que su aliento siempre olía a aguardiente, era una mujer sensata y una buena amiga de Lucie.
—Se alegrará de veros, hermano Wulfstan. —Bess lo hizo pasar y le puso una taza de algo caliente en las manos—. Bebedlo y reponeos. Veré cómo siguen las cosas allá arriba.
Tras esto, desapareció por la escalera.
Wulfstan olió la mezcla de aguardiente y hierbas, y decidió que le haría muchísimo bien. En efecto, pronto los latidos del corazón se normalizaron y el dolor por la pérdida del amigo se atemperó.
Cuando subió, una mirada a Nicholas le dijo a Wulfstan que podía sufrir muy pronto la pérdida de otro amigo.
—¡Madre de Dios! ¿Qué os ha pasado?
Se arrodilló junto a la cama de Nicholas y cogiendo las manos del hombre, que yacían flaccidas sobre el cobertor, trató de calentarlas frotándolas entre las suyas. Nicholas clavó la mirada en él y movió los labios, pero éstos no profirieron sonido alguno.
—Ha estado así toda la noche —dijo Lucie, sentada al otro lado de la cama, mientras enjugaba las lágrimas de su marido. Las ojeras de la mujer revelaban que había pasado una noche tan terrible como la de Wulfstan—. Salió ayer por la tarde tal como vos lo visteis: totalmente lúcido y tan sano como para trabajar en el jardín a pesar del frío; y volvió inválido y sin poder hablar, atormentado por algún horror que no conozco y del que no puedo aliviarlo.
Se mordió el labio para contener el llanto. No había tiempo para lágrimas.
El corazón de Wulfstan desbordaba piedad por ella. Conociendo su propio dolor por el peregrino, podía imaginar cuánto mayor debía de ser el de ella al ver a su marido en aquel estado. Tenía que encontrar un modo de ayudar. Metió las manos de Nicholas bajo el cobertor y llevó consigo a Lucie lejos de la cama.
—Dime todo lo que sepas.
Fue poco lo que ella pudo decirle. Digby había ayudado a Nicholas a entrar en la casa, pues él parecía incapaz de tenerse en pie. La pierna derecha no lo sostenía y el brazo derecho también parecía inutilizado. Y no había dicho nada, salvo algún sonido que salía del fondo de la garganta, concluyó Lucie con los puños crispados y una mirada angustiada.
Pero el auxilio que podía darle Wulfstan era muy escaso.
—Parece ser una parálisis cerebral. Si es temporal o permanente, sólo el tiempo lo dirá. Está en manos de Dios. Tal vez si supiera qué la causó… —Pensó en la conducta de Nicholas al interrogarlo sobre el peregrino y en su conmoción al verlo—. Estaba agitado cuando dejó la enfermería. Quizá tropezara en la oscuridad. Un golpe en la cabeza o en la columna puede causar un problema así. O una impresión fuerte.
—Una impresión —repitió Lucie; echó una ojeada a Nicholas y luego inclinó la cabeza para hablar de modo tal que sólo Wulfstan pudiera oírla—. ¿Pudo ser el peregrino? —preguntó en voz muy baja y tensa.
Wulfstan recordaba las acusaciones del moribundo. Pero no tenía pruebas. Y, ahora que el hombre estaba muerto, no veía razón para asustar a Lucie.
—El aspecto de mi paciente turbó a Nicholas, seguramente. Dijo que no había esperado encontrarlo tan enfermo. Pero eso no bastaría para producirle este efecto. —Miró la cabeza inclinada de Lucie—. ¿Qué sucede, hija mía? ¿Qué temes?
—El arcediano Anselmo nos ha visitado esta mañana —contestó la mujer.
—¿Anselmo? ¿Ha venido aquí?
—Hace años que no se hablan —explicó Lucie—. Desde antes de que nos casáramos. Es curioso que viniera hoy. Se quedó en el umbral, muy temprano, antes de que llegara ningún cliente. Ya había oído que Nicholas estaba enfermo. Expresó su preocupación, y parecía realmente un amigo consternado. Después de tantos años… No vino cuando murió nuestro Martin.
El único hijo, muerto de peste antes de que aprendiera a caminar.
Wulfstan sintió una ligera inquietud al recordar que el arcediano lo había visitado durante la noche. En su momento no le había prestado atención. El arcediano cenaba con el abad Campian y, antes de la cena, se había detenido en la enfermería para ver si ésta había cambiado desde la última vez que lo habían sangrado, en sus tiempos de estudiante en Santa María. Se había mostrado bastante amable, interesándose por la salud del hermano Wulfstan y contándole a Henry cuánto miedo le tenía de pequeño a Wulfstan, que había sido un hombre muy corpulento de joven. Luego había preguntado por el peregrino, el único paciente, en lo que había parecido una mera cortesía.
Wulfstan llevó a Lucie junto a la pequeña ventana de la habitación.
—Cuéntame la visita del arcediano —pidió.
—Había oído que Nicholas estaba enfermo y quería saber si era grave. Le dije que no lo sabía y que no podía decirle más de lo que le había dicho el emplazador porque nada había cambiado. Pareció sorprendido. Preguntó por qué suponía yo que su emplazador le había hablado del tema. Le conté cómo había encontrado Digby a Nicholas, y no pareció gustarle. «¿La enfermería de la abadía? ¿Qué estaba haciendo Nicholas allí?», dijo, y lo hizo como si se tratara del campamento del enemigo, un sitio al que Digby no debería haberse acercado.
—¿Mi enfermería?
A Wulfstan tampoco le gustó oírlo.
—El arcediano me alarmó con sus preguntas. Le dije que Nicholas había llevado una medicina para un paciente. «¿El soldado?», preguntó. Dije que sí, el que se decía peregrino, y la cara del arcediano perdió el poco color que tenía. Tuvo que agarrarse al mostrador para no caerse. Le pregunté si sospechaba algo, y él quiso saber qué había sucedido en la abadía. Por supuesto que yo lo ignoraba. Como tenía la sospecha de que el arcediano sabía más que yo, le pregunté quién era el peregrino. Estoy segura de que lo sabe, porque parpadeó y apartó la vista. «No he visto a ese peregrino, señora Wilton», dijo. Era la clase de medias verdades que las monjas nos decían para mantenernos protegidas del mundo. Cuando insistí, se irguió y anunció que debía marcharse, pero que volvería. «¿Quién es?», le pregunté otra vez. «Volveré», repitió, y salió a toda prisa.
Lucie miró por la ventana, con las mandíbulas apretadas.
—Maldito cura. Sabe quién es. ¿Por qué no me lo dijo? Creo que todo está relacionado con el soldado. —Volvió unos ojos furiosos hacia el monje—. ¿Quién es el peregrino, Wulfstan?
—Mi querida Lucie, pongo a Dios por testigo de que no lo sé.
—Quiero hablar con él.
Wulfstan negó con la cabeza.
—Está muerto.
—¿Muerto? —exclamó ella asombrada—. ¿Cuándo?
—Anoche. Quienquiera que fuese, ya no podrá ayudarnos.
Lucie se persignó. Daba mala suerte hablar mal de los muertos recientes.
—Que descanse en paz.
Wulfstan susurró un «Amén» y bajó los ojos, que le escocían por las lágrimas. Estaba tan agotado que no podía controlarse.
Lucie, notando su malestar, le cogió la mano.
—Lamento que hayáis perdido a vuestro paciente.
—Es peor que eso. Era un amigo. —La voz de Wulfstan se quebró. Se secó los ojos y suspiró profundamente—. Perdóname. Me temo que soy de poca utilidad.
Ella lo besó en la frente con dulzura. Apenas un roce de sus labios, pero fue un gesto tan afectuoso que desató la tensión del monje. Wulfstan hundió la cara en las manos y lloró. Lucie le pasó un brazo por los hombros y lo atrajo hacia ella.
Más tarde, cuando el hermano se hubo reforzado con una copa de aguardiente, habló de su amistad con el peregrino y de su pena de amor.
—Parece haber sido un buen hombre —coincidió Lucie—. Os agradezco que hayáis venido, en medio de vuestro dolor. ¿Cómo supisteis de nuestro problema?
—Por Digby. Vino a decírmelo.
—Todo esto es muy extraño, hermano Wulfstan. Los deseos de Digby por ayudar, la visita del arcediano… Si yo supiera cuál es la conexión entre el arcediano Anselmo y el peregrino, y entre el arcediano y Nicholas, podría entender lo que ha pasado.
Wulfstan no respondió. Mucho tiempo atrás, había prometido a Nicholas no decir nada a Lucie sobre el pasado y no lo haría ahora. Pero le molestaba que Nicholas hubiera caído enfermo en el preciso momento en que Anselmo y su emplazador estaban en Santa María. Le costaba creer que fuera una coincidencia.
* * * * *
Dios creó el mal, en forma de Eva, de una costilla de Adán. Cogió la parte mala del hombre y creó a la mujer. Así de sencillo y así de claro, y sin embargo muy pocos hombres escuchaban aquella advertencia. Y por su ceguera eran destruidos.
Anselmo, arcediano de York se arrodilló en las piedras frías y húmedas, tratando de ahuyentar pensamientos amargos y de rezar por su amigo más querido. Pero no podía dejar de pensar en Nicholas. El dulce Nicholas, destruido por el amor de una mujer, y sufriendo tanto dolor que era imposible que viviera mucho más. Quizá fuera lo mejor.
Anselmo cambió de posición, incómodo. La fría humedad se metía por las rodillas y un dolor sordo le subía hasta los ríñones. Ofreció el sufrimiento por la salvación de su amigo. Habría sufrido cualquier cosa por Nicholas. Ya había sufrido por él durante gran parte de su vida adulta. Pero Anselmo no sentía rencor: sus plegarias por el amigo eran sinceras.
No podía culpar a Nicholas de su propia desdicha. Él no había elegido el camino del pecado. Había sido elección de su padre, que lo había sacado de la escuela de la abadía y lo había puesto de aprendiz en la botica, junto a una taberna, junto al corazón de la ciudad y sus maldades. Había sido el padre de Nicholas quien lo había instado a mirar a las mujeres y a escoger una que le diera un hijo que siguiera con el oficio. Nicholas, hijo obediente hasta el fin, se había apartado de Anselmo y había encontrado en su camino una mujer tan perversa que había arrastrado a tres hombres a la perdición. La hija de aquella mujer aseguraría la condena, manteniendo a Nicholas atrapado hasta que la maldición se consumara en un horrible final.
El padre de Nicholas había muerto tal como se merecía: con el corazón lleno de amargura al ver a su hijo sin casar y con un terrible secreto que destruiría todo aquello por lo que tanto había trabajado. Tal es el precio del pecado. Pero Nicholas pudo haberse salvado. El hermoso, el dulce, el cariñoso Nicholas.
Anselmo inclinó la cabeza y rezó a un Dios misericordioso.
* * * * *
Semanas después, pasada la noche de Reyes, el hermano Wulfstan estaba sentado junto al brasero de la enfermería, contemplando melancólicamente una de sus manos. Primero le había latido, después se había entumecido. Y había bastado una gota del medicamento. Había suficiente acónito para matar aplicándolo en emplasto. No era, pues, de asombrar que su ingestión hubiera matado a su amigo, y ahora a sir Oswald Fitzwilliam. Que Dios lo perdonara, pero hasta ahora no había notado lo viejo e incompetente que se había vuelto. Y aquí estaba la prueba. Un enfermero nunca debía aceptar un medicamento preparado por otras manos sin probarlo. Y ni siquiera había pensado en probarlo tras la muerte del paciente, sino que lo había puesto en un estante, listo para la próxima víctima. Que Dios lo perdonara, pero era su propia incompetencia la que había matado a su amigo, el gentil peregrino. Y ahora a sir Oswald Fitzwilliam, el pupilo del arzobispo. Santa María y todos los santos, ¿qué podía hacer? ¿Y qué significaba esto? Nicholas Wilton era un hombre respetado en todo el condado. ¿Cómo podía haber cometido semejante error?
Mirándose la mano, se le ocurrió una posibilidad. Quizá Nicholas no se encontrara bien aquella tarde y se hubiera equivocado al mezclar las sustancias. Un polvo se parece mucho a cualquier otro. Si ya estaba enfermo, podría haber olvidado cual era acónito y cuál raíz de lirio de Florencia. Wulfstan siempre le pedía a Dios que guiara su mano cuando medía; era muy fácil que una medicina se convirtiera en veneno. No obstante, Nicholas no había mostrado síntomas de malestar aquella tarde. Tal vez tuviera el rostro algo arrebatado; además era un hombre de constitución débil y había pasado varias horas en el jardín durante la primera helada importante del invierno. Claro que también estaba su raro estado de ánimo. No podía olvidarlo. Pero, por Dios, era demasiado poco para despertar sospechas después de tantos años de confiar en Nicholas.
Una cosa estaba clara: debía devolver a Lucie Wilton el medicamento restante y explicarle la situación. Ella debería vigilar a Nicholas cuando él mejorara lo suficiente para volver a la tienda. No habría que permitirle que mezclara ninguna medicina hasta estar seguros de que se hallaba en pleno uso de sus facultades.
Wulfstan estaba tan preocupado cuando llegó a la botica que le pareció que, no bien Lucie vio el paquete que él llevaba, supo de qué se trataba. Pero ¿cómo podía saberlo? Sus palabras desmintieron la sospecha.
—¿Un regalo para Nicholas? ¿Alguna nueva mezcla que podría cambiar sus humores?
—Ojalá lo fuera, Lucie, hija mía.
Ella frunció el entrecejo al oír su tono de voz y, conduciéndolo hasta la cocina, le señaló una silla junto al fuego. Helado por el viento de la calle, Wulfstan empezó a sudar y se enjugó la cara. Lucie le tendió una copa.
—Bess Merchet ha traído algo de la cerveza de Tom. Parecéis necesitarla más que yo.
—Dios sea contigo.
Aceptó la copa y bebió unos cuantos tragos.
—Ahora, amigo mío, decidme cuál es el problema.
La voz de Lucie era tranquila, pero su mirada estaba alerta. Y Wulfstan había notado, al coger la copa, que tenía las manos frías. Pero, por supuesto, él la había puesto nerviosa al aparecer inesperadamente en una actitud tan solemne.
—Perdóname. Vengo de un lecho de muerte. Sir Oswald Fitzwilliam, el pupilo del arzobispo, acaba de morir. Y me temo que puedo ser el responsable.
—¿Vos, hermano Wulfstan?
Dejó la copa sobre la mesa y cogió el paquete.
—Le administré este medicamento y después, al ver cómo empeoraba de modo tan rápido y notorio, lo examiné. Hija mía, la más pequeña dosis de esta poción es mortal para un hombre.
Lucie, sin quitar los ojos del paquete, preguntó con suavidad:
—¿Y queréis que la pruebe? ¿Con la esperanza de estar equivocado?
Wulfstan negó con la cabeza.
—No estoy equivocado, Lucie.
La mujer alzó hacia él sus ojos azul claro.
—¿Entonces por qué lo traéis?
—Es la medicina para la fiebre de campamento que Nicholas me preparó el día en que cayó enfermo.
Al principio creyó que no lo había oído, tan quieta se había quedado.
—Madre Misericordiosa —suspiró al fin la mujer, y se persignó—. ¿Estáis seguro?
Tenía los ojos muy abiertos.
—Soy tan meticuloso como sé que lo eres tú para rotular todo —dijo Vulfstan.
—No sabía que había sobrado.
—El peregrino murió la noche misma en que se lo administré, y Nicholas me había dado para varios días. Me pareció un pecado no guardarlo.
—Pero si sabíais…
—No lo supe hasta hoy. No pensé en probarlo hasta hoy.
Lucie se mordió el labio, pensando.
—Yo no conozco la mezcla para la fiebre de campamento. ¿Cuál es el veneno?
—Acónito.
—¿Y estáis seguro de que en este preparado el acónito es suficiente para matar?
—Mi mano se quedó entumecida apenas con una gota.
Lucie se estremeció.
—¿Los dos hombres tuvieron dolores en las extremidades? —inquirió. Wulfstan asintió—. ¿Problemas de respiración?
Otra vez asintió. Lucie se cogió la cabeza con las manos.
—Perdóname por aumentar tus preocupaciones, hija mía. No te lo habría dicho, pero pensé que debías saber que es preciso vigilar a Nicholas. No deberías dejarlo volver a la botica hasta que esté completamente repuesto, tanto de mente como de cuerpo.
Ella hizo un gesto de asentimiento sin mirarlo.
Wulfstan se inclinó para coger la copa. La gata de Lucie se estiró junto al fuego y se acercó a restregarse en la mano de Wulfstan. Melisende era una hermosa gata rayada gris y blanca, con orejas inusualmente largas. Wulfstan le frotó la cabeza y Melisende ronroneó.
—Debía de estar enfermo ya entonces —dijo Lucie.
Wulfstan levantó la copa de cerveza. Melisende saltó a su regazo y empezó a girar, buscando una postura cómoda.
—Es lo que pensé. No se dio cuenta que aquel día no podía confiar en sí mismo.
Lucie volvió a alzar la cabeza, con los ojos llorosos.
—¿Pudo ser el frío? Quizá no debí dejarlo trabajar en las rosas conmigo.
Wulfstan se sentía mal. Lo último que se había propuesto era acusar a Lucie Wilton de negligencia. Ya había sufrido demasiado, había tenido que soportar demasiadas cosas.
—Lucie, hija mía, ¿cómo podías evitar que saliera al jardín? No debes culparte.
—Es difícil no hacerlo. Lo estoy perdiendo.
—No desesperes. Dios se lo llevará sólo si es su hora.
—Pero, aún si se recuperara… —Lucie se llevó las manos a las mejillas surcadas de lágrimas, como si la intrigara la humedad que sentía en ellas, y después las enjugó con el trapo con que se había secado las manos después de servir la cerveza—. ¡Pobre Nicholas! Será un hombre destruido si se recupera y descubre que todo su trabajo se ha derrumbado.
—¿Por qué habría de derrumbarse?
Lucie clavó en el viejo monje sus hermosos ojos llenos de lágrimas.
—Dos muertes. Según las ordenanzas de la ciudad, ya no podemos practicar. El gremio no puede transgredir las ordenanzas. No puedo imaginarme al maestro Thorpe dándole a Nicholas una segunda oportunidad. Estamos arruinados, hermano Wulfstan.
El monje acarició a la gata y rezó en silencio pidiendo una señal. Debía impedir semejante desastre.
Lucie dio unos cuantos pasos desde el hogar a la puerta y de ésta al hogar, hasta detenerse a medio camino, frente a los estantes, y reacomodar distraída los jarros y platos que tenía enfrente.
—Es un asunto horrible —dijo Wulfstan, más a la gata que a Lucie.
Pero Lucie pareció despertar con esas palabras y fue rápidamente a sentarse junto al monje. Tomó una de sus manos entre las suyas.
—Mi querido amigo, perdonadme. He estado pensando en lo que significaba todo esto para Nicholas y para mí, pero vos también arriesgáis el trabajo de vuestra vida.
—¿Yo? ¿Perder el trabajo de mi vida? —se extrañó Wulfstan.
—La enfermería.
—Mi… ¿Por qué habría de perder la enfermería?
—Cuando el abad Campian se entere de que administrasteis el medicamento sin probarlo…
Dulce Jesús, ¿el abad lo relevaría de sus deberes? Por supuesto que lo haría. Y con razón. La vejez lo había vuelto descuidado.
—A menos que nos salvemos a nosotros mismos —añadió Lucie en voz baja.
—Que nos salvemos…
—Haciendo que esto sea nuestro secreto.
—¿Y no decírselo a nadie?
—A nadie. —La mujer se miró las manos, y después volvió a alzar la vista hacia Wulfstan—. ¿Acaso estaría tan mal? Por mi parte, no dejaré que Nicholas prepare más medicamentos hasta que vos y yo estemos de acuerdo en que ha recuperado por completo la razón. Y no dudo que vos nunca volveréis a dar una medicina sin haberla probado antes.
Miró a Wulfstan con sus ojos claros, ahora secos. Calmados y racionales.
Aquellos ojos levantaron el ánimo a Wulfstan.
—No lo había pensado tan minuciosamente. Pero, por supuesto, tienes razón respecto de las consecuencias… para nosotros tres.
Vació la copa de cerveza.
—Entonces ¿es nuestro secreto?
Que Dios lo perdonara, pero Wulfstan no quería traer más penas a esta casa. Ni quería perder su enfermería.
—Es nuestro secreto —asintió.
Lucie le apretó la mano.
—Pero cuando se recupere… —empezó Wulfstan.
—Yo lo vigilaré —lo interrumpió Lucie, soltándole la mano y cogiendo el paquete—. Según las reglas, debería quemar esto.
—Hazlo —dijo el monje—. Lo habría hecho yo, pero…
—No —dijo Lucie, negando con la cabeza—, es mi deber. —Se inclinó y lo besó en la mejilla—. Gracias, hermano Wulfstan. Habéis sido nuestra salvación.
Él no podía creer que algo tan dulce pudiera tener su origen en el mal. Dios le había enseñado el camino.
* * * * *
Cuando Wulfstan se hubo marchado, Lucie siguió paseándose por la habitación, abrazándose el pecho. Miró la garrafa de cerveza: una copa le sentaría bien. Pero era temprano. Todavía llegarían clientes y debía estar lúcida. Ahora todo dependía de ella.