Coldwater, Estado de Maine
Tres meses antes
El elegante Audi negro se detuvo en el parking que da al cementerio, pero ninguno de los tres hombres que lo ocupaban tenía la intención de presentarle sus respetos a los muertos. Era más de medianoche y el cementerio estaba oficialmente cerrado; una extraña bruma estival flotaba en el aire, fina y tristona, como una hilera de fantasmas. Incluso la luna menguante parecía un párpado caído. Antes de que el polvo de la calle se asentara, el conductor se apeó y abrió las dos puertas traseras del coche.
El primero en bajar fue Blakely. Era alto, de cabellos grises, y rostro duro, rectangular; de casi treinta años si fuera humano, pero bastante mayor dado que era un Nefil. Le siguió otro Nefil llamado Hank Millar, también de gran estatura, rubio, de ojos azules, apuesto y carismático. Su lema era «La justicia es más importante que la misericordia», y eso, combinado con un rápido ascenso al poder en el infierno de los Nefilim durante los últimos años, le había proporcionado los apodos de Puño de la Justicia, Puño de Hierro y, sobre todo, Mano Negra. Los suyos lo consideraban un líder visionario, un salvador, pero en los círculos más reservados se referían a él como Mano de Sangre y, susurrando, decían que no era un redentor sino un dictador implacable. A Hank, esas habladurías lo divertían: un auténtico dictador goza de un poder absoluto y no tiene oposición. Con un poco de suerte, algún día él iba a estar a la altura de esas expectativas.
Hank encendió un cigarrillo y dio una profunda calada.
—¿Mis hombres se han reunido?
—Hay diez en el bosque más arriba —contestó Blakely—. Otros diez en coches aparcados ante ambas salidas. Cinco se ocultan en diversos puntos del cementerio; tres detrás de las puertas del mausoleo y dos junto a la cerca. Si fueran más, descubrirían nuestra presencia. No cabe duda de que el hombre con el que usted se reunirá esta noche vendrá con su propia gente.
Hank sonrió en medio de la oscuridad.
—Oh, tengo mis dudas.
Blakely parpadeó.
—¿Ha reunido a veinticinco de sus mejores guerreros Nefilim para enfrentarse a un solo hombre?
—No es un hombre —le recordó Hank—. Nada debe salir mal esta noche.
—Tenemos a Nora. Si le causa problemas, póngalo al teléfono con ella. Dicen que los ángeles no sienten, pero tienen emociones. Estoy seguro de que cuando ella grite, él lo sentirá. Dagger está preparado, esperando.
Hank se volvió hacia Blakely y le lanzó una sonrisa lenta e inquisidora.
—¿Dagger la está vigilando? No es precisamente cuerdo.
—Usted dijo que quería quebrar su resistencia.
—Sí, lo dije, ¿verdad? —reflexionó Hank. Sólo hacía cuatro días que la había capturado, arrastrándola fuera de una caseta situada en el parque de atracciones Delphic, pero ya había decidido cuáles eran las lecciones que ella debía aprender. Primero: nunca debía minar su autoridad ante sus hombres. Segundo: debía sentir devoción por la casta de los Nefilim. Y tal vez la más importante: debía respetar a su padre.
Blakely le tendió a Hank un pequeño artilugio mecánico con un botón central que lanzaba misteriosos destellos azules.
—Métalo en su bolsillo. Presione el botón azul y sus hombres atacarán desde todas las direcciones.
—¿Su poder ha sido aumentado mediante un hechizo diabólico? —preguntó Hank.
El otro asintió.
—Cuando se activa, está diseñado para inmovilizar momentáneamente al ángel. Ignoro durante cuánto tiempo. Es un prototipo y aún no lo he probado a fondo.
—¿Has hablado de esto con alguien?
—Me dijo que no lo hiciera, señor.
Satisfecho, Hank introdujo el artilugio en su bolsillo.
—Deséame suerte, Blakely.
—No la necesita —dijo su amigo, palmeándole el hombro.
Hank arrojó el cigarrillo a un lado, bajó por la escalera de piedra que conducía al cementerio, una zona bastante brumosa que anulaba la ventaja de su posición estratégica; había esperado ver al ángel primero, desde arriba, pero se consoló sabiendo que disponía de su propia milicia altamente entrenada y cuidadosamente seleccionada.
Al pie de la escalera, Hank escudriñó las sombras. Había empezado a caer una llovizna que disipaba la bruma. El cementerio estaba cubierto de malezas y casi parecía un laberinto. Con razón Blakely había sugerido este lugar: era muy improbable que una mirada humana presenciara los acontecimientos de esa noche.
Allí, más adelante, el ángel se apoyaba contra una lápida, pero al ver a Hank se enderezó. Estaba vestido de negro de pies a cabeza, incluida su cazadora de motorista, y era difícil distinguirlo entre las sombras. Hacía días que no se afeitaba, llevaba el cabello despeinado y su rostro denotaba preocupación. ¿Acaso lloraba la desaparición de su novia? Tanto mejor.
—Tienes mal aspecto… eres Patch, ¿verdad? —dijo Hank, deteniéndose a pocos pasos de distancia.
El ángel sonrió, pero su sonrisa no era agradable.
—Y yo que creía que tú también pasarías algunas noches sin dormir. Después de todo, ella es de tu propia sangre. Pero, por el contrario, parece que has dormido bien; Rixon siempre dijo que eras un niño bonito.
Hank pasó por alto el insulto. Rixon era un ángel caído que solía poseer su cuerpo todos los años, durante el mes de Jeshván, y ahora podía darlo por muerto. Tras su desaparición, ya no había nada en el mundo que asustara a Hank.
—¿Y bien? ¿Qué tienes para mí? Será mejor que sea algo que merezca la pena.
—Visité tu casa, pero te habías escabullido con el rabo entre las piernas, llevándote a tu familia contigo —dijo el ángel en voz baja, en un tono que Hank no logró descifrar: estaba a medio camino entre el desprecio y la burla.
—Sí, supuse que intentarías algún disparate. Ojo por ojo, ¿no es ése el lema de los ángeles caídos? —Hank no sabía si la actitud indiferente del ángel lo impresionaba o lo irritaba. Había esperado encontrarlo sumido en la desesperación. Como mínimo, esperaba provocarlo para que recurriera a la violencia, cualquier excusa servía para que sus hombres acudieran. No hay nada mejor que una masacre para inculcar la camaradería.
—Basta de chanzas. Dime que me has traído algo útil.
El ángel se encogió de hombros.
—Seguirte el juego no me importaba; lo importante es descubrir dónde has ocultado a tu hija.
—Ése no era el trato —exclamó Hank, tensando los músculos de la mandíbula.
—Te proporcionaré la información que necesitas —replicó el ángel en tono casi indiferente, si no fuera por el brillo helado en su mirada—. Pero primero tienes que soltar a Nora. Que tus hombres telefoneen ahora mismo.
—Antes debo comprobar que cooperarás a largo plazo. No la soltaré hasta que cumplas con tu parte del trato.
Los labios del ángel se curvaron hacia arriba, pero aquello apenas podía considerarse una sonrisa: el efecto resultaba amenazador.
—No estoy aquí para negociar.
—No puedes permitírtelo. —Hank introdujo la mano en su bolsillo superior y recuperó su móvil—. Mi paciencia se ha acabado. Si me has hecho perder el tiempo, esta noche resultará desagradable para tu novia. Una llamada, y pasará hambre…
Antes de poder cumplir con su amenaza, Hank tropezó hacia atrás. El ángel estiró los brazos, y Hank se quedó sin aliento. Su cabeza golpeó contra algo sólido y se le nubló la vista.
—Así es como funcionará —siseó el ángel.
Hank trató de gritar pero la mano del otro le apretaba el cuello. Hank pataleó, pero fue inútil: el ángel era demasiado fuerte. Trató de apretar el botón de alarma, pero no lo logró. El ángel le impedía respirar. Vio luces rojas y fue como si una piedra le aplastara el pecho.
De pronto Hank se introdujo en la mente del ángel, separó las hebras que formaban sus pensamientos y se concentró en modificar sus intenciones y en debilitar su decisión, sin dejar de susurrar con voz hipnótica: «Suelta a Hank Millar, suéltalo ahora».
—¿Un truco mental? —se burló el ángel—. No te molestes. Haz la llamada. Si dentro de dos minutos ella queda en libertad, te mataré rápidamente. Si tarda más, te destrozaré, pedazo a pedazo. Y puedes confiar en que disfrutaré de tus últimos alaridos.
—¡No… puedes… matarme! —barbotó Hank.
Sintió un dolor punzante en la mejilla. Soltó un aullido, pero el sonido no brotó a través de sus labios. El ángel le oprimía la tráquea, el dolor agudo y lacerante aumentó, y Hank sintió el olor a sangre mezclado con su propio sudor.
—Un pedazo por vez —siseó el ángel, dejando colgar algo apergaminado y empapado en un líquido oscuro ante los ojos desorbitados de Hank.
¡Era su piel!
—Llama a tus hombres —ordenó el ángel en un tono infinitamente menos paciente.
—¡No… puedo… hablar! —graznó Hank. Ojalá pudiera alcanzar el botón de alarma…
«Jura que la soltarás ahora mismo y te dejaré hablar». La amenaza del ángel se deslizó dentro del cerebro del otro con mucha facilidad.
«Estás cometiendo un gran error, muchacho», replicó Hank. Rozó el bolsillo con los dedos y logró aferrar el artilugio.
El ángel soltó un gruñido de impaciencia, le arrancó el artilugio de la mano y lo arrojó a un lado.
«Jura, o lo próximo que te arrancaré será el brazo».
«Cumpliré con el trato original —contestó Hank—. Si me proporcionas la información que necesito le perdonaré la vida a ella y me olvidaré de vengar la muerte de Chauncey Langeais. Hasta entonces, juro que no la maltrataré…»
El ángel golpeó la cabeza de Hank contra el suelo. Entre las náuseas y el dolor, Hank oyó que decía: «No la dejaré en tus manos ni cinco minutos más, por no hablar del tiempo que me llevará conseguir lo que quieres».
Hank trató de atisbar por encima del hombro del ángel, pero lo único que vio fue el cerco de lápidas. El ángel lo aplastaba contra el suelo, impidiendo que sus hombres lo vieran. No creía que el ángel pudiera matarlo —Hank era inmortal—, pero se negaba a quedarse ahí tumbado y dejar que lo mutilara hasta parecer un cadáver.
Adoptó una expresión desdeñosa y miró al ángel directamente a los ojos.
«Nunca olvidaré sus gritos agudos cuando la arrastré. ¿Sabías que gritó tu nombre una y otra vez? Dijo que vendrías a rescatarla. Eso fue durante los dos primeros días, claro está. Creo que por fin empieza a aceptar que tú no estás a mi altura».
Hank vio cómo el rostro del ángel se teñía de un color rojo, oscuro como la sangre, cómo sus hombros se agitaban y sus ojos negros destellaban con ira. Y entonces sucumbió a un dolor insoportable: cuando estaba a punto de perder el conocimiento debido a la paliza recibida, vio que su sangre manchaba los puños del ángel y soltó un aullido ensordecedor. El dolor lo invadió y estuvo a punto de desmayarse. En algún lugar, a lo lejos, oyó el golpe de los pasos de sus hombres Nefilim.
«¡Quitádmelo… de… encima!», gruñó mientras el ángel lo golpeaba. Sentía un ardor tremendo en las terminales nerviosas, su cuerpo rezumaba calor y dolor. Vio su mano: la carne había desaparecido, sólo quedaban huesos rotos. El ángel lo estaba despedazando. Oyó los gruñidos de sus hombres esforzándose por separarlo del ángel, pero sin éxito: las manos de éste no dejaban de lacerarle las carnes.
«¡Blakely!» Hank soltó una maldición.
—¡Quitádselo de encima ahora! —ordenó Blakely a sus hombres.
Los hombres sacaron al ángel a rastras. Hank yacía en el suelo, jadeando; estaba empapado de sangre, atravesado por atroces punzadas. Sin embargo, apartó la mano que le ofrecía Blakely y se puso de pie. Se sentía mareado, el dolor lo hacía tambalear. La expresión boquiabierta de sus hombres le indicó que su aspecto era atroz. Dada la gravedad de sus heridas, tal vez tardarían una semana en cicatrizar, incluso mediante la ayuda de la hechicería diabólica.
—¿Quiere que nos lo llevemos, señor?
Hank se puso un pañuelo en la boca; tenía el labio partido y hecho papilla.
—No. Encerrado no nos sirve de nada. Dile a Dagger que durante las próximas cuarenta y ocho horas sólo le ofrezca agua a la chica —jadeó—. Si nuestro muchacho se niega a cooperar, ella lo pagará.
Blakely asintió, se volvió y marcó un número en el móvil.
Hank escupió un diente ensangrentado, lo examinó en silencio y lo introdujo en su bolsillo. Clavó la vista en el ángel, cuya única manifestación de ira eran los puños apretados.
—Una vez más, éstas son las condiciones de nuestro juramento, para que no haya malentendidos. Primero, recuperarás la confianza de los ángeles caídos uniéndote a sus filas…
—Te mataré —le advirtió el ángel en voz baja. Aunque cinco hombres lo aferraban, había dejado de luchar; permanecía inmóvil y los deseos de venganza ardían en sus ojos negros. Durante un instante, una punzada de temor atravesó las entrañas de Hank, pero se esforzó por parecer indiferente.
—… y después, los espiarás y me informarás directamente de sus planes.
—Ahora juro —dijo el ángel, controlando su agitada respiración—, con estos hombres como testigos, que no descansaré hasta que hayas muerto.
—No malgastes saliva. No puedes matarme. ¿Acaso has olvidado de quién ha recibido un Nefil su inmortal primogenitura?
Sus hombres soltaron una risita, pero Hank los acalló con un gesto.
—Cuando haya comprobado que me has dado la suficiente información como para evitar que los ángeles caídos posean cuerpos Nefilim el próximo Jeshván…
—Si le haces daño a ella, la venganza se multiplicará por diez.
Hank frunció los labios, como si sonriera.
—Un sentimiento innecesario, ¿no te parece? Para cuando haya acabado con ella, no recordará tu nombre.
—Recuerda esto —dijo el ángel en tono vehemente—. Te perseguirá para siempre.
—Ya basta —replicó Hank con gesto asqueado, y se dirigió hacia el coche—. Llevadlo al parque de atracciones Delphic. Ha de regresar junto a los caídos lo antes posible.
—Te daré mis alas.
Hank se detuvo, dudando de haber oído correctamente y soltó una carcajada dura.
—¿Qué?
—Jura que soltarás a Nora ahora mismo y serán tuyas. —La voz del ángel parecía exhausta, como insinuando la derrota, lo que sonó a música para los oídos de Hank.
—¿De qué me servirían tus alas? —contestó con indiferencia, pero el ángel había llamado su atención. Que él supiera, jamás un Nefil había quitado las alas de un ángel. A veces los ángeles se las quitaban entre ellos, pero la idea de que un Nefil poseyera semejante poder era una novedad, una tentación considerable. De la noche a la mañana, las noticias acerca de lo que había logrado circularían por todos los hogares de los Nefilim.
—Ya se te ocurrirá algo —dijo el ángel en tono cada vez más exhausto.
—Juraré que la soltaré antes de Jeshván —replicó Hank, sin ningún atisbo de entusiasmo en su voz; sabía que revelar su alegría sería fatal.
—No es suficiente.
—Puede que tus alas sean un buen trofeo, pero tengo planes más importantes. La soltaré a finales de verano, es mi oferta final. —Dio media vuelta y se alejó, disimulando su entusiasmo.
—Trato hecho —dijo el ángel con resignación, y Hank dio un suspiro.
—¿Cómo lo haremos? —preguntó, volviéndose.
—Tus hombres las arrancarán.
Hank se dispuso a discutir, pero el ángel lo interrumpió.
—Son bastante fuertes. Si no me defiendo, nueve o diez de ellos bastarán para hacerlo. Volveré a vivir por debajo del Delphic y haré saber que los ángeles me arrancaron las alas. Pero para que esto funcione, tú y yo no podemos mantener ningún contacto —le advirtió.
De inmediato, Hank dejó caer sobre la hierba unas gotas de sangre de su mano desfigurada.
—Juro que soltaré a Nora antes de que acabe el verano. Si rompo mi juramento, que muera y regrese al polvo del que fui creado.
El ángel se quitó la camisa y apoyó las manos en las rodillas. Su pecho se agitaba en cada respiración. Con una valentía que Hank detestaba y envidiaba, el ángel le dijo:
—Adelante.
A Hank le hubiera gustado hacerlo él mismo, pero su desconfianza se lo impidió. No podía comprobar si no quedaban rastros de hechicería diabólica en su cuerpo. Si según se rumoreaba, el punto en el que las alas del ángel se fundían con la espalda era tan sensible, un roce podría delatarlo. Había trabajado demasiado duro como para cometer un error a estas alturas de la partida.
Reprimiendo su pesar, Hank se dirigió a sus hombres.
—Arrancad las alas del ángel y después limpiadlo todo. Luego depositad su cuerpo ante las puertas del Delphic, donde seguro que lo encontrarán. Y evitad ser vistos. —Le hubiera gustado mandar que le pusieran su marca: un puño cerrado. Así podría exhibir su victoria y aumentaría su prestigio entre los Nefilim, pero el ángel tenía razón; para que esto funcionara, no debía quedar ningún indicio del vínculo entre ambos.
Una vez junto al coche, Hank dirigió la mirada al cementerio. El suceso había acabado; el ángel yacía en el suelo, sin camisa y con dos heridas abiertas en la espalda. Aunque no había sufrido dolor alguno, su cuerpo parecía haber entrado en estado de shock debido a la pérdida. Hank también había oído decir que las cicatrices de las alas de un ángel caído eran su talón de Aquiles y, con respecto a ello, los rumores no dejaban dudas.
—¿Hemos acabado? —preguntó Blakely, acercándose a él.
—Una llamada más —dijo Hank en tono levemente irónico—. A la madre de la muchacha.
Se llevó el móvil a la oreja y marcó. Carraspeó, adoptando un tono tenso y preocupado.
—Blythe, cariño, acabo de recibir tu mensaje. La familia y yo hemos estado de vacaciones y ahora me dirijo al aeropuerto. Cogeré el primer avión. Cuéntamelo todo: ¿qué dices, que la han raptado? ¿Estás segura? ¿Qué dijo la policía? —Hizo una pausa, escuchando los angustiados sollozos de la mujer.
»Escúchame —dijo en tono firme—. Estoy aquí. Me ocuparé de todo, si es necesario recurriré a todos mis contactos. Si Nora está allí fuera, la encontraremos.