Me preparé para la cena con Hank y mamá; me puse bailarinas y un vestido ligero estilo bohemio que me llegaba arriba de la rodilla.
Era más de lo que Hank se merecía, pero yo tenía un motivo oculto. Las metas de esta noche eran dos: primero, hacer que mamá y Hank desearan no haberme invitado; segundo, dejar mi opinión sobre su relación más clara que el agua. Ya estaba ensayando mi discurso mentalmente, el que pronunciaría de pie y a voz en cuello, y que acabaría cuando derramara la copa de vino de Hank encima de su cabeza. Esa noche tenía la intención de usurpar el trono de Reina de las Divas de Marcie, y al diablo con mi propio decoro.
Pero lo primero es lo primero. Debía convencer a mamá y a Hank de que mi estado de ánimo era el adecuado como para aparecer en público. Si salía de mi habitación echando espuma por la boca y llevando una camiseta negra donde ponía EL AMOR ES UNA MIERDA, mi plan fracasaría.
Pasé treinta minutos en la ducha, el agua caliente azotaba cada centímetro de mi cuerpo y, tras refregarme y depilarme, me apliqué aceite para bebés en la piel. Los pequeños cortes en los brazos y las piernas cicatrizaban con rapidez y los moratones estaban desapareciendo, pero ambos delataban a las claras lo que había sido mi vida durante el secuestro. Sumados a la mugre que me cubría cuando llegué al hospital, supuse que había estado prisionera en medio de un bosque. En algún lugar tan remoto donde nadie me pudiera encontrar por casualidad. Un lugar tan dejado de la mano de Dios que la oportunidad de escapar y sobrevivir fuera nula.
Pero yo debía de haber escapado. De lo contrario, ¿cómo había llegado a casa? Además, pensé en los espesos bosques del norte de Maine y Canadá. Aunque nada demostraba que había estado cautiva allí, sentía que ésa era la verdad. Había escapado y, pese a tenerlo todo en contra, había sobrevivido. Era la única teoría de la que disponía.
Antes de salir de la habitación me detuve ante el espejo y me sujeté el pelo con una banda elástica. Ahora lo tenía más largo, me llegaba casi hasta la cintura, con reflejos dorados gracias al sol del verano. Era evidente que había estado en algún lugar al aire libre. Tenía la piel ligeramente bronceada y algo me decía que durante todas aquellas semanas no había estado oculta en una cámara de rayos UVA. Pensé en comprarme nuevos productos de maquillaje, pero luego descarté la idea. No quería un nuevo maquillaje que encajara con mi nuevo yo; sólo quería recuperar el anterior.
Bajé y me reuní con Hank y con mamá en el vestíbulo. Vagamente, noté que Hank parecía un muñeco Ken de tamaño natural y fríos ojos azules, de piel morena y peinado con una impecable raya a un costado. La única discrepancia era su cuerpo delgado. En una pelea, Ken hubiera vencido.
—¿Lista? —preguntó mamá. Estaba muy elegante: llevaba pantalones ligeros de lana, una blusa y un chal de seda, pero lo que me llamó la atención era lo que no llevaba: era la primera vez que no lucía la alianza y había una marca blanca en su dedo anular.
—Iré en mi coche —dije con brusquedad.
Hank me apretó el hombro con gesto juguetón. Antes de que pudiera zafarme, dijo:
—Marcie hace lo mismo que tú. Ahora que tiene el permiso de conducir, quiere conducir a todas partes. —Alzó las manos, indicando que no discutiría—. Tu madre y yo nos reuniremos allí contigo.
Dudé si decirle a Hank que mi deseo de ir en mi coche no guardaba relación con un trozo de plástico en mi cartera y sí con el hecho de que su presencia me ponía incómoda.
Me volví hacia mamá.
—¿Me das dinero para gasolina? El depósito está casi vacío.
—En realidad —dijo mamá, lanzándole una mirada a Hank que expresaba «échame una mano con esto»—, quería aprovechar este momento para que los tres habláramos. ¿Por qué no nos acompañas y mañana te daré dinero para que repostes? —dijo en tono amable, pero era evidente que no me daba otra opción.
—Sé buena chica y escucha a tu madre —dijo Hank, lanzándome una sonrisa blanca y perfecta.
—Seguro que dispondremos de tiempo para hablar mientras cenamos. No comprendo por qué ir en mi coche supone un problema.
—Es verdad, pero igual tendrás que acompañarnos —dijo mamá—. Resulta que no dispongo de efectivo. El nuevo móvil que te compré hoy no era barato.
—¿No puedo pagar la gasolina con tu tarjeta de crédito? —Pero ya sabía la respuesta. A diferencia de la madre de Vee, la mía nunca me dejaba su tarjeta de crédito y yo no me permitía «tomarla prestada». Supongo que podría haber usado mi propio dinero, pero ya me había plantado y ahora no pensaba echarme atrás. Antes de que ella pudiera rebatirme, añadí—: ¿Y Hank? Estoy segura de que me prestaría veinte dólares, ¿verdad, Hank?
Hank inclinó la cabeza hacia atrás y soltó una carcajada, pero noté la expresión irritada de su mirada.
—Nora es toda una negociadora, Blythe. El instinto me dice que no heredó tu carácter dulce y sencillo.
—No seas mal educada, Nora —dijo mamá—. Estás creando un problema donde no lo hay. Compartir el coche con nosotros durante una noche no te matará.
Miré a Hank con la esperanza de que fuera capaz de leerme el pensamiento. «No estés tan segura».
—Será mejor que nos pongamos en marcha —dijo mamá—. Hemos reservado una mesa para las ocho y no queremos quedarnos sin ella.
Antes de que yo pudiera presentar otro argumento, Hank abrió la puerta principal y nos invitó a salir.
—Ah, ¿así que ése es tu coche, Nora? ¿El Volkswagen? —preguntó, contemplándolo—. La próxima vez que quieras comprar uno, pásate por mi concesionario. Por el mismo precio, podría haberte ofrecido un Celica descapotable.
—Se lo regaló un amigo —le explicó mamá.
Hank soltó un silbido.
—Menudo amigo.
—Se llama Scott Parnell —dijo mamá—. Un viejo amigo de la familia.
—Scott Parnell —comentó Hank, y se pasó una mano por la boca—. Me suena. ¿Conozco a sus padres?
—Lynn, su madre, vive en la calle Deacon, pero Scott se marchó de la ciudad el verano pasado.
—Interesante —murmuró Hank—. ¿Sabes a dónde fue a parar?
—A algún lugar de New Hampshire. ¿Conoces a Scott?
Hank esquivó la pregunta sacudiendo la cabeza.
—New Hampshire es un paraíso rural —murmuró en tono elogioso. Su voz era tan melosa que resultaba irritante. Y también que podría haber pasado por el hermano menor de mamá, de verdad. Tenía algo de barba, una fina pelusa que le cubría la mayor parte de la cara, pero le vi una piel perfecta y muy pocas arrugas. Había tenido en cuenta la posibilidad de que mi madre volviera a salir con otros hombres e incluso que volviera a casarse, pero quería que su próximo marido tuviera un aspecto distinguido. Hank Millar parecía un chico de un colegio mayor oculto bajo un traje gris.
Cuando llegamos a Coopersmith’s, Hank aparcó el coche en la parte de atrás. Cuando me apeé, sonó mi nuevo móvil. Antes de salir le había enviado un SMS a Vee con el número y por lo visto lo había recibido.
¡NENA! ESTOY EN CASA. ¿DÓNDE ESTÁS?
—Me reuniré con vosotros dentro —les dije a mamá y a Hank—. SMS —añadí, agitando el móvil.
Mamá me lanzó una mirada furiosa que expresaba «Date prisa», luego cogió a Hank del brazo y dejó que la acompañara hasta las puertas del restaurante.
Le envié una respuesta a Vee.
—ADIVINA.
—¿PISTAS? —contestó.
—¿JURAS NO DECÍRSELO A NADIE?
—¿TIENES QUE PREGUNTARLO?
De mala gana, escribí:
—CENANDO CON PAPÁ DE MARCIE. MAMÁ SALE CON ÉL.
—¡TRAIDORA! SI SE CASAN, TÚ & MARCIE…
—¡ME VENDRÍA BIEN UN POCO DE CONSUELO!
—¿ÉL SABE QUE ME ESTÁS ENVIANDO SMS? —preguntó Vee.
—NO. ESTÁN DENTRO. ESTOY EN EL PARKING DE COOPERSMITH’S.
—ES UN CHULO. DEMASIADO FINO PARA APPLEBEE’S.
—PEDIRÉ LO MÁS CARO. SI TODO SALE BIEN, LE ARROJARÉ EL VINO EN LA CARA.
—¡JÁ! NO TE MOLESTES. IRÉ A BUSCARTE. HEMOS DE HABLAR. HA PASADO DEMASIADO TIEMPO. ¡MUERO X VERTE!
—¡ESTO ES UNA MIERDA! —contesté—. DEBO QUEDARME. MAMÁ ESTÁ BELICOSA.
—¿ME DAS CALABAZAS?
—OBLIGACIONES FAMILIARES. ¡DÉJAME EN PAZ!
—¿HE MENCIONADO Q MUERO X VERTE?
—YO TAMBIÉN. ERES LA MEJOR, LO SABES, ¿NO? PALABRA.
—¿NOS ENCONTRAMOS EN ENZO’S MAÑANA PARA ALMORZAR?
—VALE.
Colgué, atravesé el parking y entré en el restaurante. Las luces eran tenues, la decoración masculina y rústica: paredes de ladrillo, butacas de cuero rojo y arañas en forma de cornamenta de ciervo. Un intenso aroma a carne asada flotaba en el aire, y en la tele encima de la barra aparecían las noticias deportivas del día.
—Mi grupo acaba de entrar hace un minuto —le dije a la azafata—. La reserva está a nombre de Hank Millar.
—Sí, Hank acaba de entrar —contestó, lanzándome una sonrisa radiante—. Mi padre solía jugar al golf con él, así que lo conozco muy bien. Es como un segundo padre para mí. Estoy segura de que el divorcio lo ha destrozado, así que me alegro de ver que vuelve a salir con alguien.
Recordé el comentario de Marcie: que su madre tenía amigos en todas partes. Rogué que no frecuentara Coopersmith’s, porque temía que la noticia sobre esta salida se divulgara a gran velocidad.
—Supongo que depende de a quién se lo preguntes —murmuré.
La sonrisa de la azafata se borró.
—¡Oh! Qué falta de consideración la mía. Tienes razón. Estoy segura de que su ex mujer no estaría de acuerdo. No debería haber dicho nada. Por aquí, por favor.
Me había malinterpretado, pero no insistí. La seguí más allá de la barra y bajé unos peldaños hasta un comedor situado a un nivel inferior. De las paredes de ladrillo colgaban fotos en blanco y negro de célebres mafiosos. Las mesas estaban hechas de viejas escotillas de barcos. Se rumoreaba que el piso de pizarra había sido importado de un castillo francés en ruinas y se remontaba al siglo XVI. Me dije mentalmente que a Hank le gustaban las cosas viejas.
Al verme, se levantó de la silla, como un auténtico caballero. Si supiera lo que le tenía preparado…
—¿Era Vee la que te enviaba un SMS?
Me senté y levanté el menú para no ver a Hank.
—Sí.
—¿Cómo está?
—Muy bien.
—¿La buena de Vee? —se burló mamá.
Solté un gruñido de asentimiento.
—Ambas deberíais reuniros este fin de semana —sugirió ella.
—Ya hemos quedado.
Al cabo de un momento, mamá cogió su propio menú.
—¡Bien! Todo parece maravilloso. Elegir un plato será difícil. ¿Qué tomarás, Nora?
Examiné la columna de los precios, buscando la suma más exorbitante.
De pronto Hank tosió y se aflojó la corbata, como si se hubiera atragantado y se quedó boquiabierto con expresión incrédula. Dirigí la mirada en la misma dirección y vi a Marcie Millar entrando en el restaurante junto con su madre. Susanna Millar colgó su chaqueta de un antiguo perchero junto a las puertas, y luego ella y Marcie siguieron a la azafata hasta una mesa situada cuatro mesas más allá.
Susanna Millar se sentó de espaldas a nosotros y yo estaba segura de que no nos había visto. Pero Marcie, sentada frente a su madre, reaccionó mientras cogía su copa de agua. Permaneció inmóvil, con la copa a milímetros de la boca y se quedó tan boquiabierta como su padre. Dirigió la mirada a Hank, después a mi madre y por fin a mí.
Luego se inclinó por encima de la mesa y le susurró unas palabras a su madre. Susanna se puso rígida.
Una sensación de desastre inminente me atravesó el estómago y me llegó hasta los pies.
Marcie apartó la silla de la mesa con gesto abrupto. Su madre trató de cogerla del brazo pero no lo logró y Marcie se acercó a nosotros.
—Bien —dijo, deteniéndose en nuestra mesa—. ¿Estáis disfrutando de una bonita cena?
Hank carraspeó, miró a mamá de soslayo y cerró los ojos en silenciosa disculpa.
—¿Puedo dar la opinión de una extraña? —continuó Marcie en tono curiosamente alegre.
—Marcie —dijo Hank, con tono recriminatorio.
—Ahora que eres un buen partido, papá, tendrás que ser cauto cuando sales con alguien. —Pese a su bravata, noté que un ligero temblor le recorría los brazos. Quizá debido a la cólera, pero lo raro es que parecía más bien debido al temor.
Casi sin mover los labios, Hank murmuró:
—Te ruego amablemente que regreses junto a tu madre y disfrutes de la comida. Hablaremos de esto más tarde.
Pero Marcie no se dejó disuadir y prosiguió:
—Esto te sonará duro, pero al final te ahorrará mucho dolor. Algunas mujeres son unas cazafortunas y sólo te quieren por tu dinero —dijo, clavando la vista en mamá.
Miré fijamente a Marcie e incluso yo notaba que mis ojos destilaban hostilidad. ¡Su padre vendía coches! Puede que en Coldwater eso fuera una profesión admirable, ¡pero ella actuaba como si su familia poseyera un pedigrí y tantos fondos que éstos le salieran por las orejas! En caso de que mi madre fuera una cazafortunas, podía conseguir alguien mucho, mucho mejor que un oscuro vendedor de coches llamado Hank.
—Y encima en Coopersmith’s —prosiguió Marcie, y su tono alegre se trocó en disgusto—. Es un golpe bajo: éste es nuestro restaurante. Aquí celebramos los cumpleaños, las fiestas de trabajo, los aniversarios… ¡Qué horterada de tu parte!
Hank se presionó la frente con los dedos.
—Yo elegí el restaurante, Marcie —dijo mamá en voz baja—. No sabía que tenía un significado especial para tu familia.
—No te metas —dijo Marcie bruscamente—, esto es entre mi padre y yo. Tu opinión no me interesa.
—¡Vale! —exclamé, y me levanté de la silla—. Me voy al lavabo.
Le lancé una rápida mirada a mamá, insinuando que me siguiera. Éste no era nuestro problema; si Marcie y su padre querían pelearse en público, de acuerdo. Pero me negaba a quedarme sentada y dar un espectáculo.
—Te acompaño —dijo Marcie, con lo que logró desconcertarme.
Antes de que se me ocurriera cómo reaccionar, me cogió del brazo y me arrastró hacia la parte delantera del restaurante.
—¿Te importaría decirme de qué va todo esto? —pregunté cuando nos alejamos, echando una mirada a nuestros brazos unidos.
—Una tregua —dijo Marcie con sarcasmo.
Con cada minuto que pasaba, el asunto se volvía más interesante.
—¿Oh? ¿Y cuánto durará?
—Sólo hasta que mi padre rompa con tu madre.
—Pues te deseo buena suerte —bufé.
Ella me soltó el brazo para entrar en el lavabo de señoras. Cuando la puerta se cerró a nuestras espaldas, comprobó que estábamos a solas echando un vistazo bajo las puertas de los retretes.
—No finjas que no te importa —dijo—. Te vi sentada con ellos: parecías estar a punto de vomitar.
—¿A qué viene esto?
—A que tenemos algo en común.
Solté una carcajada, pero seca y carente de humor.
—¿Te da miedo ponerte de mi parte? —preguntó.
—Más bien soy cauta. Me disgusta bastante que me apuñalen por la espalda.
—No lo haría —dijo, gesticulando con impaciencia—. No en un caso tan grave como éste.
—Nota para mí misma: Marcie sólo apuñala por la espalda por temas triviales.
Marcie se sentó en el borde del lavamanos; ahora medía una cabeza más que yo y me contemplaba desde arriba.
—¿Es verdad que no recuerdas nada? Entonces, ¿tu amnesia es auténtica?
«No te pongas nerviosa», pensé.
—¿Me arrastraste hasta aquí para hablar de nuestros padres, o de verdad sientes interés por mí?
Marcie frunció el entrecejo.
—Si algo hubiera ocurrido entre nosotras… no lo recordarías, ¿verdad? Sería como si no hubiese ocurrido, al menos para ti. —Me observó minuciosamente, atenta a mi respuesta.
Puse los ojos en blanco. Estaba cada vez más irritada.
—Dilo de una buena vez. ¿Qué ocurrió entre nosotras?
—Lo que diré es sólo una suposición.
No le creí ni un segundo. Quizá Marcie me había sometido a una tremenda humillación antes de que yo desapareciera, pero ahora que necesitaba mi cooperación esperaba que lo hubiese olvidado. Sea lo que fuere que hizo, casi me alegré de no recordarlo. Tenía otras cosas de las que preocuparme, más allá del último ataque de Marcie.
—Entonces es verdad —dijo ella. No sonreía pero tampoco fruncía el ceño—. Realmente no recuerdas nada.
Me dispuse a responder, pero no se me ocurrió nada. Mentir y que me descubrieran delataría mi inseguridad mucho más que ser sincera.
—Mi padre dijo que no recordabas nada de lo ocurrido durante los últimos cuatro meses. ¿Por qué la amnesia afecta un período tan prolongado? ¿Por qué no sólo hasta la fecha en que te secuestraron?
Mi tolerancia había llegado al límite. En caso de que decidiera hablar de ello con alguien, la primera nunca sería Marcie. No figuraba en la lista, y punto.
—No tengo ganas de discutir. Regreso a la mesa.
—Sólo intento obtener información.
—¿No se te ha ocurrido que no es asunto tuyo? —fueron mis últimas palabras.
—¿Me estás diciendo que no recuerdas a Patch? —soltó.
«Patch».
En cuanto Marcie pronunció su nombre, el mismo matiz negro y fantasmal me nubló la vista. Desapareció con la misma rapidez, pero dejó una sensación, un sentimiento ardiente e inexplicable, como una inesperada bofetada. De pronto no pude respirar. La punzada era profunda. Conocía ese nombre. Algo en él…
—¿Qué has dicho? —pregunté lentamente, volviéndome.
—No te hagas la sorda. —Me clavó la vista—. Patch.
Intenté reprimir mi desconcierto e incertidumbre.
—Vaya, vaya —dijo Marcie. No parecía complacida, tal como yo hubiera esperado tras descubrir mi indefensión.
Sabía que debería largarme, pero la sensación de familiaridad que me produjo ese nombre lo impidió. Si seguía hablando con Marcie, a lo mejor la recuperaba; quizás esta vez permanecería el tiempo suficiente para identificarla.
—¿Te quedarás ahí diciendo «vaya, vaya» o me darás una pista?
—Antes, en verano, Patch te dio algo —dijo, sin ningún preámbulo—. Algo que me pertenece.
—¿Quién es Patch? —logré decir por fin. La pregunta parecía redundante, pero no iba a dejar que Marcie avanzara hasta haberme puesto al corriente, dentro de lo posible. Cuatro meses suponían demasiados puntos para tratarlos en una rápida excursión al lavabo.
—Un tío con el que salí. Una aventura de verano.
Un sentimiento intenso me embargó, algo parecido a los celos, pero lo reprimí. Marcie y yo jamás nos interesaríamos por el mismo tío. Los atributos que ella valoraba —como la superficialidad, la estupidez y el egoísmo— no despertaban mi interés.
—¿Qué fue lo que me dio? —Sabía que había muchas cosas que no comprendía, pero creer que el novio de Marcie me hubiese dado algo era muy difícil de imaginar. Ella y yo no compartíamos los mismos amigos. No éramos socias de los mismos clubes. No coincidíamos en ninguna de nuestras actividades extracurriculares. Resumiendo: no teníamos nada en común.
—Un collar.
Disfrutando del hecho de que por una vez no me tocaba jugar de defensa, le lancé una amplia sonrisa.
—Vaya, Marcie, hubiera jurado que regalarle joyas a otra chica indica que tu novio te engaña.
Ella echó la cabeza hacia atrás y soltó una carcajada tan convincente que me despertó cierta inquietud.
—No sé si pensar que estás tan completamente a oscuras es triste o cómico.
Crucé los brazos, como para mostrar cierta irritación e impaciencia, pero la verdad es que me invadió un frío interior, un frío que no guardaba relación con la temperatura. Nunca lograría escapar de esto. De pronto tuve la horrorosa sensación de que mi roce con Marcie sólo era el principio, un sutil anuncio de lo que me esperaba más adelante.
—No tengo el collar.
—Crees que no lo tienes porque no lo recuerdas. Pero lo tienes. Quizás ahora mismo está en tu joyero. Le prometiste a Patch que me lo darías. —Me tendió un trozo de papel—. Es mi número. Llámame cuando encuentres el collar.
Cogí el papel, pero no me dejaría comprar tan fácilmente.
—¿Por qué no te dio el collar él mismo?
—Ambas éramos amigas de Patch. —Ante mi mirada escéptica, añadió—: Siempre hay una primera vez para todo, ¿no?
—No tengo el collar —repetí en tono terminante.
—Lo tienes, y quiero que me lo devuelvas.
«¡Cuánta insistencia!»
—Este fin de semana, cuando disponga de tiempo, lo buscaré.
—Mejor pronto que tarde.
—Es mi última oferta, lo tomas o lo dejas.
—¿Por qué estás tan tensa? —dijo, moviendo los brazos.
No dejé de sonreír, mi manera de hacerle un corte de mangas.
—Puede que no recuerde los últimos cuatro meses, pero recuerdo los dieciséis años anteriores con absoluta claridad, incluso los once que hace que nos conocemos.
—Así que se trata de rencor. Una actitud muy madura de tu parte.
—Se trata de una cuestión de principios. No me fío de ti, porque nunca me diste motivos para hacerlo. Si pretendes que te crea, tendrás que demostrarme por qué habría de hacerlo.
—Eres una idiota. Intenta recordar. Si hubo algo bueno que hizo Patch fue unirnos. ¿Sabes que asististe a la fiesta que celebré en verano? Pregúntales a los demás. Estabas allí, como amiga mía. Patch me hizo ver un aspecto diferente de ti.
—¿Dices que asistí a una de tus fiestas? —No la creí, pero ¿por qué habría de mentir? Tenía razón: yo podía preguntarles a los demás. Afirmar eso era una tontería, cuando resultaba tan sencillo averiguar la verdad.
Al parecer, me leyó el pensamiento, porque dijo:
—No me tomes la palabra. De verdad. Llama a tus amigos y compruébalo. —Luego se colgó el bolso del hombro y salió dándose aires.
Me quedé en el lavabo unos minutos, procurando calmarme. Una idea tan desconcertante como enervante me rondaba la cabeza. ¿Sería posible que Marcie dijera la verdad? ¿Qué su novio —¿Patch?— había logrado romper años de hielo acumulado entre nosotras y conseguir que nos hiciéramos amigas? La idea resultaba casi ridícula. «Ver para creer» era la frase que se me ocurría. Mi memoria defectuosa me irritaba más que nunca, aunque sólo fuera porque me ponía en desventaja frente a Marcie.
Y si Patch era su aventura estival y nuestro mutuo amigo, ¿dónde estaba ahora?
Al salir del lavabo, noté que Marcie y su madre habían desaparecido. Supuse que se cambiaron de mesa o que le demostraron su disgusto a Hank abandonando el restaurante. Ambas soluciones me parecían perfectas.
Cuando iba llegando a nuestra mesa, ralenticé el paso. Hank y mamá estaban cogidos de la mano y se miraban a los ojos de un modo muy íntimo. Él le apartó un mechón de pelo del rostro y ella se ruborizó de placer.
Retrocedí sin darme cuenta. Sentí náuseas: el más absoluto de los clichés, pero dolorosamente preciso. Ni hablar de derramar vino en la cabeza de Hank, ni de convertirme en una diva de epopeya.
Di media vuelta y eché a correr hacia las puertas, le pedí a la azafata que le dijera a mamá que había llamado a Vee para que viniera a buscarme y abandoné el restaurante.
Respiré hondo varias veces. Mi presión se estabilizó y dejé de ver doble. Arriba brillaban algunas estrellas, aunque hacia el oeste el sol acababa de ponerse tras el horizonte. No hacía frío, pero hubiera deseado llevar un jersey; había dejado mi chaqueta tejana colgada de la silla y no pensaba volver a buscarla. Estaba más tentada de hacerlo para recuperar mi móvil, pero si había sobrevivido durante los últimos tres meses sin teléfono, seguro que podría soportarlo una noche más.
Había un 7-Eleven a unas cuantas calles y aunque sabía que estar fuera y a solas de noche no era buena idea, también sabía que no podía pasar el resto de mi vida encogida de miedo. Si las víctimas del ataque de un tiburón lograban volver a meterse en el mar, yo sería capaz de recorrer algunas manzanas a solas, ¿no? Me encontraba en una zona muy segura y bien iluminada de la ciudad. Si estaba dispuesta a superar mis temores, no podía haber elegido una zona mejor.
Seis calles más adelante entré en el 7-Eleven y cuando abrí la puerta sonó una campanilla. Estaba tan sumida en mis propios pensamientos que tardé unos segundos en comprobar que algo no iba bien. Un silencio inquietante me rodeaba, pero sabía que no estaba sola en la tienda; al atravesar el parking había visto unas cabezas a través de la ventana. Me pareció que eran cuatro tíos, pero todos habían desaparecido, y con gran rapidez. Incluso el mostrador delantero estaba abandonado. No recordaba haber entrado en una tienda de ésas sin que hubiera nadie detrás del mostrador. Era pedir que te atracaran, sobre todo de noche.
—¿Hola? —exclamé. Recorrí la parte delantera de la tienda echando un vistazo a los pasillos, donde había de todo, desde galletas de higo hasta Dramamine.
»¿Hay alguien ahí? Necesito cambio para llamar por teléfono.
Un ruido sordo surgió desde el pasillo trasero, que estaba a oscuras, tal vez conducía a los lavabos. Agucé los oídos tratando de volver a escuchar el ruido. Dadas las últimas falsas alarmas, temí que se tratara de otra alucinación.
Entonces oí un segundo ruido: el ligero chirrido de una puerta cerrándose. Estaba segura de que era un sonido real, lo cual significaba que alguien podía estar oculto allí detrás, fuera de mi vista. Sentí una punzada de angustia en el estómago y me apresuré a salir.
Tras rodear el edificio, encontré el teléfono público y marqué el 911, el número de la policía. Sólo sonó una vez antes de que una mano pasara por encima de mi hombro y cortara la comunicación.