A la mañana siguiente, me desperté con el cuello acalambrado y un remoto recuerdo de unos sueños extraños y anodinos. Me duché y me puse un vestido camisero estampado con rayas blancas y negras, unos leggings cortos y botines. Como mínimo, mi aspecto exterior resultaba coherente, porque arreglar el caos interior no era una meta alcanzable en cuarenta y cinco minutos.
Cuando entré en la cocina, mamá estaba preparando copos de avena al modo tradicional en un cazo. Tras la muerte de mi padre, era la primera vez que se los veía preparar así, partiendo de cero. Después de los dramáticos sucesos de anoche, me pregunté si se trataba de un plato de condolencia.
—Te has levantado temprano —dijo, y dejó de picar fresas cerca del fregadero.
—Son más de las ocho —comenté—. ¿Ha vuelto a llamar el detective Basso? —Procuré simular indiferencia ante la respuesta y me dediqué a quitarme pelusas inexistentes del vestido.
—Le dije que se trataba de un error. Lo comprendió.
Eso significaba que ambos creían que había sufrido una alucinación. Yo era la chica que gritaba «¡Que viene el lobo!», y a partir de ahora, todo lo que dijera sería considerado una exageración. «Pobrecita. Asiente con la cabeza y finge que le crees».
—¿Por qué no vuelves a acostarte y te llevaré el desayuno cuando esté preparado? —sugirió mamá, y siguió mientras picaba.
—Estoy bien. Ya me he levantado.
—Dado todo lo ocurrido, creía que querrías tomarte las cosas con calma. Dormir hasta tarde, leer un buen libro, quizá tomar un baño de espuma prolongado.
No recordaba que mi madre jamás hubiese sugerido que haraganeara en un día de clase. Nuestra típica conversación del desayuno solía consistir en rápidos intercambios, estilo: «¿Has acabado la redacción? ¿Has envuelto tu almuerzo? ¿Has hecho la cama? ¿Puedes pagar la cuenta de la luz de camino al colegio?»
—¿Y bien? —Mamá volvió a intentarlo—. ¿Quieres desayunar en la cama? Es mi mejor oferta.
—¿Y qué pasa con el instituto?
—Puede esperar.
—¿Hasta cuándo?
—No lo sé —respondió en tono indiferente—. Una semana, supongo. O dos. Hasta que te restablezcas.
Era evidente que ella no había reflexionado al respecto, pero, en un par de segundos, yo sí. Puede que sintiera la tentación de aprovecharme de su benevolencia, pero no se trataba de eso.
—Supongo que es bueno saber que dispongo de una o dos semanas para recuperar la normalidad.
—Nora… —dijo, dejando a un lado el cuchillo.
—No importa que no recuerde nada de los últimos cuatro meses. No importa que, a partir de ahora, cada vez que vea a un extraño observándome en medio de la multitud, me pregunte si es él. Aún mejor: mi amnesia aparece en todas las noticias y él debe de estar riéndose. Sabe que no puedo identificarlo. Y supongo que debiera alegrarme porque los resultados de las pruebas a las que me sometió el doctor Howlett fueron buenos, perfectamente buenos y quizá nada malo me ocurrió durante esas semanas. Tal vez incluso logre convencerme a mí misma de que estaba tomando el sol en Cancún. Quién sabe: todo es posible. A lo mejor mi secuestrador quería diferenciarse de la manada, hacer lo inesperado y mimar a su víctima. Pero la verdad es que recuperar la normalidad puede llevarme años y quizá no ocurra jamás. Pero sé que no ocurrirá si me quedo por ahí haraganeando, viendo culebrones y evitando la vida. Hoy iré al instituto, fin de la historia.
Lo dije con total naturalidad, pero el corazón me dio un vuelco. Reprimí la sensación y me dije que era el único modo de recuperar algo parecido a mi vida.
—¿Al instituto? —Mamá se había vuelto completamente, dejando a un lado las fresas y los copos de avena.
—Según el calendario colgado de la pared, hoy es nueve de septiembre. —Como mamá no dijo nada, añadí—: Las clases empezaron hace dos semanas.
Ella apretó los labios.
—Lo sé.
—Puesto que hay clase, ¿no debería estar allí?
—Sí, dentro de un tiempo. —Se limpió las manos en el delantal. Me pareció que estaba dando rodeos o preguntándose qué decir. Deseé que, fuera lo que fuese, lo escupiera de una buena vez. En este momento, una discusión acalorada me parecía mejor que la comprensión distante.
—¿Desde cuando apruebas que haga novillos? —dije, para provocarla.
—No tengo la intención de decirte cómo has de manejar tu vida, pero creo que deberías tomártelo con calma.
—¿Tomármelo con calma? No recuerdo nada de los últimos meses de mi vida. No me lo tomaré con calma y no dejaré que las cosas se deslicen aún más fuera de mi alcance. La única manera en la que lograré sentirme mejor acerca de lo ocurrido es recuperando mi vida. Iré al instituto y después saldré con Vee a por donuts o cualquier otra clase de comida basura por la que ella se muera hoy. Y después regresaré a casa y haré mis deberes. Y después me dormiré escuchando los viejos discos de papá. Hay tantas cosas que he dejado de saber… El único modo en que lograré superar esto es aferrándome a lo que sé.
—Muchas cosas han cambiado mientras estabas ausente…
—¿Crees que no lo sé? —No tenía intención de seguir atacándola, pero no comprendía cómo podía quedarse ahí, sermoneándome. ¿Quién era ella para darme consejos? ¿Acaso había pasado por algo parecido alguna vez?
»Ten por seguro que lo he comprendido. Y estoy asustada. Sé que no puedo volver atrás y eso me aterra, pero al mismo tiempo… —¿Cómo se supone que debía explicárselo, cuando ni siquiera era capaz de explicármelo a mí misma? «Allí atrás» estaba a salvo. «En aquel entonces» estaba al mando. ¿Cómo se suponía que debía dar un salto hacia delante, dado que la plataforma sobre la que me apoyaba había desaparecido?
Mamá soltó un profundo suspiro.
—Hank Millar y yo estamos saliendo.
Sus palabras flotaron a través de mi cabeza y le clavé la mirada frunciendo el ceño.
—Lo siento, ¿qué has dicho?
—Ocurrió mientras estabas ausente —dijo, y apoyó una mano en la encimera; me pareció que era lo único que la sostenía.
—¿Hank Millar? —Por segunda vez en varios días, tuve que esforzarme por asimilar ese nombre.
—Ahora está divorciado.
—¿Divorciado? Sólo desaparecí durante tres meses.
—Durante todos aquellos días interminables, cuando no sabía dónde estabas, ni siquiera si estabas viva, él era lo único que tenía, Nora.
—¿El papá de Marcie? —Parpadeé, desconcertada. Era como si no lograra abrirme paso a través de la bruma que ocupaba mi cerebro. ¿Mi madre saliendo con el padre de la única chica que siempre he odiado? ¿La chica que me rayó el coche, que arrojó huevos contra mi taquilla, que me puso el apodo de Nora la Puta?
—Habíamos salido en el instituto y en la universidad. Antes de conocer a tu padre —añadió apresuradamente.
—¿Tú —dije, y por fin alcé la voz— y Hank Millar?
Mamá empezó a hablar atropelladamente.
—Sé que te sentirás tentada de juzgarlo basándote en tu opinión sobre Marcie, pero en realidad es un hombre encantador. Considerado, generoso y romántico. —Sonrió y después se ruborizó, aturullada.
Estaba indignada. ¿Así que esto es lo que mi madre estaba haciendo mientras yo había desaparecido?
—Bien. —Cogí un plátano del frutero y me dirigí a la puerta principal.
—¿Podemos hablar de ello? —Sus pies descalzos golpearon el parquet al seguirme hasta la puerta—. Al menos escúchame, ¿vale?
—Me parece que he llegado un poco tarde a la fiesta de hablemos-de-ello.
—¡Nora!
—¿Qué? —solté, y me di la vuelta—. ¿Qué quieres que diga? ¿Qué me alegro por ti? Pues no me alegro. Solíamos burlarnos de los Millar, bromear acerca de que los problemas de conducta de Marcie se debían a una intoxicación de mercurio por todos esos caros mariscos que comía su familia. ¿Y ahora tú sales con él?
—Sí, con él. No con Marcie.
—¡Me da igual! ¿Acaso esperaste hasta que se secara la tinta de los papeles del divorcio? ¿O te insinuaste cuando él todavía estaba casado con la madre de Marcie? Porque tres meses es muy poco tiempo.
—¡No tengo por qué contestar a eso! —Al parecer, notó que se había puesto colorada y recuperó la compostura masajeándose la nuca.
»¿Actúas así porque crees que estoy traicionando a tu padre? Créeme, ya me he martirizado bastante, preguntándome si debería de esperar una eternidad antes de pasar página. Tu padre hubiese querido que fuera feliz, no que dedicara el resto de mi vida a compadecerme de mí misma y a lamentarme.
—¿Marcie lo sabe?
El cambio de tema la sobresaltó.
—¿Qué? No. Creo que Hank aún no se lo ha dicho.
En otras palabras, de momento no me veía obligada a vivir temiendo que Marcie se cobrara conmigo la decisión de su padre y mi madre. Estaba convencida de que la represalia sería rápida, humillante y brutal.
—Llegaré tarde a clase —dije, y rebusqué en la fuente sobre la mesa de la entrada—. ¿Dónde están mis llaves?
—Deberían estar ahí.
—La llave de casa. ¿Dónde está la llave del Fiat?
Mamá se apretó la nariz.
—Lo vendí.
Le lancé una mirada furibunda.
—¿Lo vendiste? —Es verdad que en el pasado había aborrecido la pintura marrón y cuarteada del Fiat, sus desgastados asientos de cuero blanco y la incómoda costumbre del cambio de marchas de salirse de lugar. Pero qué diablos: ¡era mi coche! ¿Es que tras mi desaparición mamá me había dado por perdida tan rápidamente que empezó a empeñar mis pertenencias en Craigslist?
»¿Qué más? —pregunté—. ¿Qué más vendiste durante mi ausencia?
—Lo vendí antes de que desaparecieras —murmuró, bajando la vista.
Me atraganté. Eso significaba que antaño yo había sabido que había vendido mi coche, sólo que ahora no podía recordarlo. Era un doloroso recordatorio de lo muy indefensa que estaba. Ni siquiera podía mantener una conversación con mi madre sin parecer una idiota, pero en vez de disculparme, abrí la puerta principal y bajé los peldaños de la galería pisando fuerte.
—¿De quién es ese coche? —pregunté, deteniéndome. Un Volkswagen descapotable blanco estaba aparcado donde solía estarlo el Fiat. A juzgar por su aspecto, se encontraba allí de manera permanente. Puede que hubiera estado ahí ayer por la mañana cuando volvimos del hospital, pero mi estado de ánimo me impidió ver lo que me rodeaba. La única vez que había abandonado la casa fue anoche, y salí por la puerta trasera.
—Es tuyo.
—¿Qué quieres decir, mío? —Me protegí los ojos del sol y le lancé una mirada furiosa.
—Te lo regaló Scott Parnell.
—¿Quién?
—Su familia se mudó a la ciudad a principios de verano.
—¿Scott? —repetí, apelando a mi memoria a largo plazo, puesto que el nombre despertaba un vago recuerdo—. ¿El chico de mi clase en el parvulario? ¿El que se mudó a Portland hace años?
Mamá asintió con aire cansado.
—¿Por qué habría de regalarme un coche?
—No tuve oportunidad de preguntártelo. Desapareciste la noche en que él lo dejó aquí.
—¿Dices que desaparecí la noche en que Scott misteriosamente me regaló un coche? ¿No te alarmó? Que un adolescente le dé un coche a una chica que apenas conoce y a la que no ha visto en años es muy anormal. Algo de esto no cuadra. Tal vez… tal vez el coche era una prueba de algo y tuvo que deshacerse de él. ¿No se te ocurrió pensarlo?
—La policía registró el coche. Interrogaron al dueño anterior, pero creo que el detective Basso descartó que Scott estuviera involucrado tras oír tu versión de los acontecimientos de aquella noche. Te habían disparado antes, antes de que desaparecieras, y aunque al principio el detective Basso creyó que el culpable era Scott, tú le dijiste que…
—¿Me dispararon? ¿Qué quieres decir? —Sacudí la cabeza, presa de la confusión.
Ella cerró los ojos un instante y suspiró.
—Con un arma.
—¿Qué? —¿Por qué Vee no me lo había dicho?
—En el parque de atracciones Delphic. —Sacudió la cabeza—. Detesto pensar en ello —susurró, y su voz se quebró—. Estaba fuera de la ciudad. Cuando me llamaron, no logré regresar a tiempo. Nunca más volví a verte y es lo que más he lamentado en la vida. Antes de desaparecer, le dijiste al detective Basso que un hombre llamado Rixon te había disparado en la Casa del Miedo. Dijiste que Scott también estaba allí y que Rixon también le disparó a él. La policía buscó a Rixon, pero era como si se hubiera esfumado. El detective Basso estaba convencido de que Rixon ni siquiera se llamaba Rixon.
—¿Dónde me hirieron? —pregunté, y sentí un desagradable hormigueo en la piel. No había visto una cicatriz ni ningún rastro de una herida.
—En el hombro izquierdo. —Mencionarlo parecía causarle dolor—. La bala entró y salió, sólo dio en los músculos. Tuvimos mucha, mucha suerte.
Me bajé el cuello del vestido y en efecto: vi una cicatriz.
—La policía dedicó semanas a buscar a Rixon. Leyeron tu diario, pero habías arrancado varias páginas y, en las que quedaban, su nombre no aparecía. Le preguntaron a Vee, pero ella negó haber oído ese nombre. No figuraba en los archivos del instituto, ni en los del Departamento de Vehículos…
—¿Arranqué páginas de mi diario? —la interrumpí—. Yo no haría tal cosa. ¿Por qué habría de hacerlo?
—¿Recuerdas dónde pusiste las páginas? ¿O qué ponía?
Negué con la cabeza, con gesto distraído. ¿Qué me había empeñado en ocultar?
Mamá soltó un suspiro.
—Rixon era un fantasma, Nora. Y haya ido a donde haya ido, se llevó todas las respuestas.
—Eso es inaceptable —repuse—. ¿Y Scott? ¿Qué dijo cuando el detective Basso lo interrogó?
—El detective Basso hizo un gran esfuerzo para atrapar a Rixon. No creo que hablara con Scott. La última vez que hablé con Lynn Parnell, Scott se había marchado. Creo que ahora está en New Hampshire, vendiendo raticidas.
—¿Y eso es todo? —pregunté, incrédula—. ¿El detective Basso nunca trató de echarle el guante a Scott y escuchar su versión? —Mis pensamientos se aceleraron. Algo respecto a Scott no encajaba. Según mi madre, yo le había dicho a la policía que Rixon también le había disparado a él. Era el único testigo de la existencia de Rixon. ¿Cómo encajaba eso con el regalo del Volkswagen? Me pareció que al menos faltaba una parte crucial de la información.
—Estoy segura de que tenía un motivo para no hablar con Scott.
—Yo también —dije en tono cínico—. ¿Tal vez porque es un incompetente?
—Si le dieras una oportunidad al detective Basso, verías que en realidad es muy astuto. Hace muy bien su trabajo.
No quería oírlo.
—¿Y ahora, qué?
—Haremos lo único que podemos hacer. Procurar pasar página.
De momento, dejé a un lado mis dudas sobre Scott Parnell; aún había muchas cosas a las que debía enfrentarme. ¿Y cuántos cientos de cosas estaban para mí a oscuras? ¿Tendría que sufrir interminables humillaciones a medida que recuperara mi vida? Ya podía imaginar lo que me esperaba entre las paredes del instituto: discretas miradas de lástima, miradas desviadas y silencios prolongados, y la opción más segura: evitarme por completo.
En mi interior bullía la indignación. No quería convertirme en un espectáculo, ni en objeto de virulentas especulaciones. ¿Qué infames teorías acerca de mi secuestro ya estarían circulando? ¿Ahora qué pensarían de mí los demás?
—Si ves a Scott, no dejes de señalármelo para que pueda agradecerle el regalo —dije con amargura—. Después de que le pregunte por qué me regaló el coche. Puede que tú y el detective Basso estéis convencidos de su inocencia, pero en esta historia hay demasiadas cosas que no cuadran.
—Nora…
—¿Me das la llave? —dije, tendiendo la mano.
Tras una pausa, descolgó la llave de su llavero y la depositó en mi mano.
—Ten cuidado.
—Oh, no te preocupes. El único peligro que corro es quedar como una estúpida. ¿Se te ocurre alguien más con quien podría encontrarme hoy sin reconocerlo? Afortunadamente, recuerdo el camino al instituto. Y caramba —dije, abriendo la portezuela del coche y tomando asiento—, el Volkswagen tiene cinco marchas. Menos mal que aprendí a conducir uno de éstos antes de la amnesia.
—Sé que no es el mejor momento, pero esta noche estamos invitadas a cenar.
—No me digas —repliqué con frialdad.
—Hank quiere invitarnos a Coopersmith’s para celebrar tu regreso.
—Muy considerado de su parte —dije, metiendo la llave en el contacto y acelerando el motor. Por el ruidoso traqueteo, supuse que no había sido puesto en marcha desde el día en que desaparecí.
—Lo está intentando —dijo mamá, alzando la voz—. Realmente intenta conseguir que esto funcione.
Tenía una respuesta maliciosa en la punta de la lengua, pero opté por causar un impacto mayor. Me preocuparía por las repercusiones más adelante.
—¿Y tú? ¿También intentas que funcione? Porque seré sincera. Si él dice algo, me largaré. Ahora, si me disculpas, he de descubrir cómo volver a vivir mi vida.