Capítulo

31

Eran casi las tres de la madrugada. Dejé a Marcie y a mamá al cuidado de Vee sin darles explicaciones. Cuando Vee me las pidió, negué con la cabeza, compartimentando mis sentimientos. Me marché en silencio con la intención de encontrar una carretera solitaria donde pudiera estar a solas, pero tras dar unas cuantas vueltas, me di cuenta de que me dirigía a un lugar preciso.

Casi no veía la calzada mientras conducía hacia el parque de atracciones Delphic. Entré en el parking haciendo chirriar los neumáticos; estaba completamente desierto. No había osado reflexionar sobre lo que había hecho, pero ahora, rodeada del silencio y la oscuridad, el valor me abandonó. No era lo bastante fuerte para asimilarlo todo; apoyé la cabeza en el volante y sollocé.

Lloraba por lo que había decidido, y por lo que me había costado. Y, sobre todo, lloraba porque no tenía ni idea de cómo decírselo a Patch. Sabía que debía comunicárselo personalmente, pero estaba aterrada. Ahora que por fin nos habíamos reconciliado, ¿cómo decirle que me había convertido en lo que él más detestaba?

Marqué su número y me debatí entre el alivio y el temor cuando salió el contestador. ¿Sabría lo que yo había hecho? ¿Me estaba evitando hasta poder aceptar lo que sentía? ¿Me maldecía por haber tomado una decisión tan estúpida, pese a no tener otra opción?

«No», me dije. Era una casualidad. Quien evitaba el enfrentamiento no era Patch sino yo.

Bajé del coche y me dirigí a las puertas. Apreté la cabeza contra los barrotes, y el roce del frío metal resultó doloroso, pero el dolor no era comparable con el ansia y el arrepentimiento que me embargaban.

«¿Qué he hecho, Patch?», exclamé en silencio.

Me aferré a los barrotes pero no veía el modo de entrar; de golpe oí un chirrido y el acero se dobló como si fuera arcilla. Parpadeé, presa de la confusión, hasta que de pronto comprendí: ya no era humana, era Nefilim, con el poder y la fuerza de uno de ellos. Sentí una espantosa fascinación al comprobar el alcance de mis nuevos poderes. Si había buscado el modo de romper el juramento, rápidamente estaba llegando a un punto sin retorno.

Separé los barrotes lo suficiente como para deslizarme por ellos, entré en el parque y, cuando me acercaba a la caseta que daba al estudio de Patch, ralenticé el paso. Hice girar el picaporte con mano temblorosa, atravesé la caseta y bajé a través de la trampilla.

Traté de recordar y, tras un par de intentos, di con la puerta correcta. Entré en el estudio de Patch y de inmediato noté que algo iba mal. Percibí las huellas de un violento enfrentamiento. No podía explicarlo, pero los indicios eran tan claros como si los hubiera leído en un papel.

Seguí el invisible rastro de energía y recorrí el estudio; aún no sabía cómo interpretar las extrañas vibraciones que me rodeaban. Abrí la puerta de su habitación con el pie y entonces vi la puerta secreta.

Una de las paredes de granito negro estaba desplazada a un lado, dejando ver un oscuro pasillo. Había charcos de agua en el suelo de tierra y en las paredes ardían antorchas humeantes.

En ese instante oí pasos en el pasillo y me puse en tensión. La luz de las antorchas iluminó el rostro de rasgos cincelados de Patch y el borde de sus ojos negros, que me atravesaron implacables. Su expresión era tan despiadada que sólo pude permanecer inmóvil. No podía mirarlo, y tampoco dejar de hacerlo, embargada por una esperanza cada vez menor y una vergüenza que iba en aumento. Cuando estaba a punto de cerrar los ojos para contener las lágrimas, nuestras miradas se cruzaron. Y bastó con una mirada suya para que me relajara y mis defensas se derrumbaran.

Me acerqué a él, al principio despacio, con el cuerpo tembloroso por la emoción y después me eché en sus brazos, incapaz de seguir soportando la falta de contacto.

—Patch… no sé… por dónde empezar —solté, echándome a llorar.

Él me abrazó.

—Lo sé todo —me murmuró al oído con voz áspera.

—No, no lo sabes —protesté—. Hank me obligó a prestar un juramento. Ya no soy… es decir… ya no soy… —no podía decirlo. No a Patch. Si me rechazaba no podría tolerarlo, ni siquiera la más mínima expresión de duda, ni un destello de desdén en su mirada.

Patch me zarandeó con suavidad.

—No pasa nada, Ángel. Escúchame: sé lo del Juramento del Cambio. Créeme cuando digo que lo sé todo.

Sollocé contra su camisa, aferrándome a ella.

—¿Cómo lo sabes?

—Volví y tú te habías marchado.

—Lo siento. Scott tenía problemas. Debía ayudarle. ¡Y lo estropeé todo!

—Fui a buscarte. El primer lugar donde te busqué fue en el almacén de Hank. Creí que te había convencido de que te marcharas mediante un engaño. Lo arrastré hasta aquí y le obligué a confesarlo todo. —Patch soltó un suspiro—. Puedo contarte cómo acabó la noche, pero podrás verlo por ti misma.

Entonces se quitó la camisa.

Presioné los dedos sobre la cicatriz y me concentré en lo que quería saber. Sobre todo, en lo ocurrido hacía escasas horas, después de que Patch abandonara su estudio.

Penetré en los oscuros vericuetos de su mente y una cacofonía de voces penetró en mis oídos, al tiempo que un torrente de rostros pasaba ante mis ojos con demasiada rapidez para distinguirlos. Era como estar tendida de espaldas en una calle oscura, con los cláxones sonando y los neumáticos pasando a milímetros de mí.

«Hank —pensé con todas mis fuerzas—. ¿Qué pasó después de que Patch saliera en busca de Hank?» Un coche giró hacia mí y me precipité en el resplandor de los faros…

El recuerdo se iniciaba en la esquina de una calle oscura delante del almacén de Hank. No era aquel en el que logré irrumpir, sino el que Scott y yo intentamos fotografiar. El aire era húmedo y pesado, las nubes ocultaban las estrellas. Patch avanzaba silenciosamente por la acera, acercándose por detrás al vigilante de Hank. Se abalanzó sobre él y lo arrastró hacia atrás, impidiéndole que soltara el más mínimo grito. Le quitó las armas y las puso en la cinturilla de sus tejanos.

Entonces, cogiéndome por sorpresa, apareció entre las sombras Gabe —el mismo Gabe que trató de matarme detrás del 7-Eleven—, seguido de Dominic y Jeremiah, los tres con una sonrisa cínica en los labios.

—Vaya, vaya, ¿qué tenemos aquí? —preguntó Gabe en tono burlón, quitando la suciedad al cuello de la camisa del vigilante Nefil.

—Impedid que grite hasta que os dé la señal —ordenó Patch, y dejó al vigilante en manos de Dominic y Jeremiah.

—Será mejor que no me falles, colega —le dijo Gabe a Patch—. Cuenta con que la Mano Negra se encuentra al otro lado de esa puerta —prosiguió, indicando la puerta lateral del almacén—. Cumple con lo prometido y olvidaré pasados agravios. Si resulta que te has equivocado, descubrirás lo que se siente cuando te clavan una barra de hierro en las cicatrices de las alas todos los días, durante un año entero —añadió.

Patch se limitó a lanzarle una mirada fría.

—Aguarda hasta que te dé la señal —dijo, y se acercó a una pequeña ventana engastada en la puerta. Lo seguí y escudriñé a través del cristal.

Vi al arcángel enjaulado y a un puñado de hombres Nefilim de Hank, pero me sorprendí al ver a Marcie Millar: estaba a unos pasos de distancia, con actitud distante y expresión atemorizada. Lo que sólo podía ser el collar de arcángel de Patch colgaba de sus manos pálidas y dirigió una breve mirada a la puerta tras la cual Patch y yo nos ocultábamos.

Hubo un gran estruendo cuando el arcángel corcoveó y lanzó patadas a los barrotes de la jaula. Los hombres de Hank la azotaron con cadenas que emitían un resplandor azul, sin duda encantadas mediante hechicería diabólica. Tras recibir varios latigazos, la piel del arcángel adoptó el mismo fantasmagórico color azul de las cadenas y ella se agachó, sumisa.

—¿Quieres hacer los honores? —Hank le propuso a Marcie, y tendió la mano indicando el collar—. ¿O prefieres que sea yo quien se lo ponga en el cuello?

Para entonces, Marcie temblaba, pálida y encogida de terror, y no dijo nada.

—Venga, cielo —la instó Hank—. No tengas miedo. Mis hombres la han inmovilizado. No te hará daño. Esto es lo que significa ser un Nefilim. Hemos de mantenernos firmes frente a nuestros enemigos.

—¿Qué le harás? —tartamudeó Marcie.

Hank soltó una carcajada, pero parecía cansado.

—Ponerle el collar, claro está.

—¿Y después?

—Y después ella responderá a mis preguntas.

—¿Por qué ha de estar enjaulada si sólo quieres hablar con ella?

La sonrisa de Hank se desvaneció.

—Dame el collar, Marcie.

—Dijiste que querías que robara el collar para gastarle una broma a Nora, una broma que ambos le gastaríamos. No dijiste nada acerca de ella. —Marcie le lanzó un vistazo aterrado al arcángel enjaulado.

—El collar —ordenó Hank, tendiendo la mano.

Marcie retrocedió hacia la pared, pero su mirada la delató, porque la dirigió brevemente hacia la puerta. Hank trató de detenerla, pero Marcie fue más rápida: abrió la puerta y casi tropieza con Patch.

Él impidió que cayera y clavó la mirada en el collar del arcángel que colgaba de su mano.

—Haz lo correcto, Marcie —le dijo en voz baja—. Eso no te pertenece.

De repente comprendí que los sucesos de ese recuerdo debían de haber ocurrido instantes después de que yo abandonara el almacén con mamá… y justo antes de que recogiera a Marcie en la calle. Unos minutos después y me hubiera encontrado con Patch, que había estado ocupado en reunir a Gabe y a sus amigos para enfrentarse a Hank.

Con la barbilla temblorosa, Marcie asintió y le tendió el collar, que Patch guardó en su bolsillo en silencio. Luego, en tono duro, le dijo:

—Vete.

Un momento después les hizo una señal a Gabe, Jeremiah y Dominic, que se lanzaron hacia delante, atravesaron la puerta e irrumpieron en el almacén, seguidos de Patch, que empujaba al vigilante de Hank.

Al ver al grupo de ángeles caídos, Hank soltó un grito de sorpresa.

—Ninguno de los Nefil aquí presentes ha jurado lealtad —le dijo Patch a Gabe—. Adelante.

Gabe deslizó su mirada sonriente por el recinto y contempló uno por uno a los Nefil, pero se detuvo en Hank con expresión casi codiciosa.

—Lo que quiso decir es que ninguno de vosotros, muchachos, ha jurado lealtad… hasta ahora —dijo Gabe.

—¿Qué significa esto? —exclamó Hank, colérico.

—¿Qué te parece? —contestó Gabe, haciendo crujir los nudillos—. Cuando mi compinche Patch dijo que sabía dónde podía encontrar a la Mano Negra, despertó mi interés. ¿He mencionado que estoy buscando a un nuevo vasallo Nefilim?

Los otros Nefilim presentes no se movieron, pero vi el temor y la tensión en el rostro de todos ellos. No estaba segura de lo que Patch había pensado, pero era evidente que esto formaba parte de su plan. Me había dicho que le era difícil encontrar ángeles caídos dispuestos a ayudarle a rescatar a un arcángel, pero a lo mejor había descubierto el modo de reclutarlos. Ofreciéndoles el botín de guerra.

Gabe les indicó a Dominic y Jeremiah que se situaran a ambos lados de la habitación.

—Vosotros sois diez, nosotros cuatro —le dijo Gabe a Hank—. Haz el cálculo.

—Somos más fuertes de lo que crees —replicó Hank con una sonrisa malévola—. Diez contra cuatro. Me parece que no llevas las de ganar.

—Qué raro, a mí me parece que sí. Recuerdas las palabras, ¿verdad, Mano Negra? «Amo, soy tu vasallo». Empieza a ensayar, porque no me iré hasta que las pronuncies. Eres mío, Nefil. Mío —dijo Gabe, señalándolo con gesto burlón.

—¡No os quedéis ahí parados! —Hank les espetó a sus hombres—. ¡Poned de rodillas a este arrogante ángel caído!

Pero Hank no se quedó para dar más órdenes y corrió hacia la puerta.

Gabe soltó una carcajada que rebotó contra las vigas, se dirigió a la puerta y la abrió.

—¿Tienes miedo, Nefil? —Su voz resonó en la oscuridad—. Será mejor que sí. Voy a por ti.

En ese momento todos los Nefilim que ocupaban el almacén huyeron por las puertas delantera y trasera, perseguidos por Jeremiah y Dominic, que gritaban y chillaban.

Patch permaneció en el almacén desierto, frente a la jaula del arcángel. Se acercó y ella retrocedió soltando un siseo de advertencia.

—No te haré daño —le dijo Patch, dejando sus manos a la vista—. Abriré la jaula y te soltaré.

—¿Por qué habrías de hacerlo? —dijo ella con voz áspera.

—Porque éste no es tu lugar.

Sus ojos de mirada exhausta lo contemplaron.

—¿Y qué quieres a cambio? ¿Qué misterios del mundo quieres que te revele? ¿Qué mentiras susurrarás dulcemente en mis oídos para obtener la verdad?

Patch abrió la puerta de la jaula y le cogió la mano.

—Lo único que quiero es que me escuches. No necesito el collar para obligarte a hablar, porque creo que cuando oigas lo que te diré, querrás ayudarme.

El arcángel trastabilló fuera de la jaula y se apoyó en Patch; sus piernas aún estaban envueltas en un resplandor azul, dañadas por la hechicería diabólica.

—¿Cuánto tiempo permaneceré en este estado? —preguntó, con los ojos llenos de lágrimas.

—No lo sé, pero ambos sabemos que los arcángeles podrán ayudarte.

—Me ha cortado las alas —dijo ella con voz ronca.

Patch asintió.

—Pero no te las ha arrancado. Hay esperanza.

—¿Esperanza? —repitió ella con vehemencia—. ¿Acaso ves algo esperanzador en todo esto? Eres el único. ¿Qué clase de ayuda quieres? —preguntó con voz abatida.

—Quiero saber cómo matar a Hank Millar —dijo Patch, sin rodeos.

—Ahora somos dos —repuso el arcángel, riendo en tono apagado.

—Tú puedes hacer que ocurra.

Ella abrió la boca para protestar, pero Patch se adelantó.

—Los arcángeles han interferido en la muerte al menos una vez, y pueden volver a hacerlo.

—¿De qué estás hablando? —se burló ella.

—Hace cuatro meses, una de las descendientes de Chauncey Langeais se arrojó desde las vigas del gimnasio de su instituto, un sacrificio que acabó por matarlo. Se llama Nora Grey, y a juzgar por tu expresión, sé que has oído hablar de ella.

Las palabras de Patch me chocaron y no porque me sonaran extrañas. En uno de sus otros recuerdos me oí decir a mí misma que había matado a Chauncey Langeais, pero después lo negué tozudamente. Ahora no podía dejar de aceptar la verdad. Las brumas de mi cerebro se disiparon y, en una sucesión de imágenes, me vi a mí misma en el gimnasio del instituto varios meses atrás. Con Chauncey Langeais, un Nefil que me quería matar para hacerle daño a Patch.

Un Nefil que ignoraba que yo era su descendiente.

—Lo que quiero saber es por qué su sacrificio no bastó para matar a Hank Millar —dijo Patch—. Hank era su antecesor Nefil más directo. Algo me dice que los arcángeles tienen algo que ver con ello.

El arcángel le clavó la mirada en silencio. Era evidente que Patch le había hecho perder la compostura, que desde un principio había sido escasa.

—¿Se trata de otra teoría conspirativa? —dijo ella con una sonrisa ligeramente irónica.

—No es una teoría —dijo Patch—, sino un error. Un error cometido por los arcángeles. Al principio no caí, pero cuando comprendí lo que había ocurrido, supe que los arcángeles habían interferido en la muerte. Dejasteis que Chauncey muriera en lugar de Hank. ¿Por qué?, dados los problemas que Hank os ha causado.

—¿De verdad crees que hablaré contigo de ese asunto?

—Sí, después de que te enteres de mi teoría. Esto es lo que creo: pienso que hace cuatro meses los arcángeles descubrieron que Chauncey y Hank habían empezado sus escarceos con la hechicería diabólica y quisieron impedirlo. Al considerar que Hank era el mal menor, los arcángeles se pusieron primero en contacto con él. Ellos habían previsto el sacrificio de Nora y decidieron ofrecerle un trato a Hank: que Chauncey muriera en su lugar, si Hank consentía en abandonar la hechicería diabólica.

—Tu imaginación es asombrosa —dijo el arcángel, pero a juzgar por su tono de voz, Patch había dado en el blanco.

—Aún no has oído el final de la historia —dijo Patch—. Apuesto a que Hank traicionó a Chauncey. Y después a los arcángeles. Siguió con lo que aquél había empezado y a partir de entonces ha utilizado la hechicería diabólica. Los arcángeles quieren que desaparezca antes de que le transmita cómo ponerla en práctica a otro. Y quieren que la hechicería diabólica regrese al lugar que le corresponde: al infierno. Ahí es donde yo entro en escena. Quiero que los arcángeles vuelvan a interferir en la muerte. Deja que mate a Hank. Se llevará lo que sabe sobre hechicería diabólica a la tumba y, si mi teoría es tan acertada como yo creo, eso es exactamente lo que tú y los demás arcángeles deseáis. Desde luego, me consta que tú tienes tus propios motivos para querer ver muerto a Hank —añadió en tono elocuente.

—Simulemos por un momento que los arcángeles pueden interferir en la muerte. Es una decisión que no puedo tomar a solas —dijo ella—. Requeriría un voto unánime.

—Pues entonces presentémoslo a debate ante la mesa.

El arcángel abrió los brazos.

—Por si no te has dado cuenta, no estoy ante la mesa. No puedo ir hasta allí. No puedo volar. Tampoco puedo llamar a mi casa, Jev. Mientras siga afectada por la hechicería diabólica, soy un punto invisible en la pantalla de los arcángeles.

—El poder guardado en el collar de un arcángel es mayor que el de la hechicería diabólica.

—No tengo mi collar —replicó ella en tono abatido.

—Utilizarás el mío. Habla con los arcángeles. Preséntales mi idea para que la sometan a votación —Patch sacó su collar de arcángel del bolsillo, lo desabrochó y se lo tendió.

—¿Cómo sé que esto no es un truco? ¿Que no me obligarás a contestar a tus preguntas?

—No lo sabes. De momento, lo único que puedes tener es confianza.

—Me pides que confíe en un traidor. En un ángel expulsado. —Su mirada se clavó en la de Patch, en su expresión, opaca como un lago a medianoche.

—Eso sucedió hace mucho tiempo —dijo él en voz baja, y volvió a tenderle el collar—. Date la vuelta y te lo pondré.

—Confianza —repitió ella en voz tan baja como la de Patch. Parecía estar sopesando sus opciones: confiar en Patch o enfrentarse a sus problemas a solas.

Por fin dio media vuelta y se levantó el cabello.

—Pónmelo.