Capítulo

29

Caminé de un lado a otro por el estudio de Patch, tratando de convencerme a mí misma de no echar a correr tras él. Me había prometido, prometido, que no acabaría con Hank a solas. Esta lucha era tan mía como suya, incluso más mía que suya, y dados los innumerables sufrimientos a los que Hank me había sometido, tenía derecho a darle el merecido castigo. Patch dijo que descubriría el modo de matar a Hank y yo quería ser quien lo mandara al otro mundo, donde los actos que había cometido en su vida lo perseguirían por toda la eternidad.

De pronto me invadió la duda. «Dabria tenía razón: Patch necesita el dinero. Entregará a Hank a las personas adecuadas, me dará parte del dinero y dirá que estamos en paz». Entre pedir permiso y pedir disculpas, Patch prefería lo último: él mismo me lo había dicho.

Apoyé las manos en el respaldo del sofá, inspirando profundamente y procurando calmarme, sin dejar de idear las diversas maneras en las que sujetaría y torturaría a Patch si no regresaba con Hank vivo.

Entonces sonó mi móvil y hurgué en mi bolso para contestar.

—¿Dónde estás?

Oí que alguien jadeaba.

—Me han descubierto, Grey. Los ví en el Devil’s Handbag. A los hombres de Hank. Y escapé.

—¡Scott! —No era la voz esperada, pero no por ello dejaba de ser importante—. ¿Dónde estás?

—No quiero decirlo por teléfono. He de abandonar la ciudad. Cuando llegué a la estación de autobuses, los hombres de Hank estaban allí. Están por todas partes. Tiene amigos en la policía y creo que les dio mi foto. Dos polis me persiguieron hasta una tienda de comestibles, pero escapé por la puerta trasera. Tuve que abandonar el Charger. Estoy sin coche. Necesito dinero, todo el que puedas conseguir. Tinte para el pelo y ropa nueva. ¿Me dejarías el Volkswagen? Te pagaré en cuanto pueda. ¿Puedes reunirte conmigo en mi escondite dentro de treinta minutos?

¿Qué podía decir? Patch me había pedido que no me moviera, pero no podía quedarme tranquila sin hacer nada mientras a Scott se le acababa el tiempo. Por ahora Hank estaba ocupado en su almacén y éste era el mejor momento para sacar a Scott de la ciudad. «Pedir perdón después, en efecto».

—Estaré allí en treinta minutos —le dije a Scott.

—¿Recuerdas el camino?

—Sí. —Más o menos.

En cuanto colgué, rebusqué apresuradamente en los cajones de Patch y cogí todo lo que podría servirle a Scott: tejanos, camisetas, calcetines, zapatos. Patch era un poco más bajo que Scott, pero tendría que conformarse.

Cuando abrí el antiguo armario de caoba, olvidé las prisas y me quedé ahí, mirando. El guardarropa de Patch estaba perfectamente organizado, pantalones doblados en los estantes, camisas de vestir colgadas de perchas de madera. Poseía tres trajes: uno negro de solapas estrechas, uno lujoso marca Newman de raya diplomática y uno gris oscuro con pespuntes jacquard. Había pañuelos de seda en un cesto pequeño y en un cajón se alineaban corbatas de todos los colores, del rojo al negro pasando por el morado. Había zapatillas deportivas negras y mocasines italianos e incluso un par de chancletas. Un aroma a cedro impregnaba el aire. Era completamente inesperado. El Patch que yo conocía llevaba tejanos, camisetas y una raída gorra de béisbol, y me pregunté si alguna vez vería ese otro lado de Patch e incluso si sus múltiples lados serían interminables. Cuanto más creía conocerlo, tanto mayor era el misterio. Presa de la duda, volví a preguntarme si Patch me traicionaría esa noche.

No quería creerlo, pero la verdad es que dudaba.

Entré en el baño, cogí una maquinilla, jabón y crema de afeitar y los metí en un bolso. Después cogí un sombrero, guantes y gafas Ray-Ban espejadas. En el cajón de la cocina encontré varios carnés de identidad falsos y un fajo de quinientos dólares. Cuando Patch descubriera que le había dado el dinero a Scott se disgustaría, pero dadas las circunstancias consideraba justificable hacer de Robin Hood.

No tenía coche, pero la caverna de Scott debía de estar a menos de cinco kilómetros del parque de atracciones Delphic y me puse en camino trotando con rapidez. Me mantuve en el arcén y me cubrí la cara con la capucha de la sudadera que tomé prestada de Patch. Una larga fila de coches salía del parque de atracciones a medida que se aproximaba la medianoche y, aunque algunos hicieron sonar la bocina, logré no llamar mucho la atención.

A medida que las luces del parque quedaron atrás y el camino se acercaba a la carretera, salté por encima de la valla y bajé hacia la playa. Por suerte había llevado una linterna, así que iluminé las rocas e inicié la parte más difícil del trayecto.

Calculé que habían pasado veinte minutos y luego treinta. No tenía ni idea de dónde estaba; el panorama de la playa apenas había cambiado y el mar, oscuro y centelleante, parecía interminable. No osaba gritar el nombre de Scott, temiendo que los hombres de Hank le hubieran seguido la pista, pero de vez en cuando me detenía y deslizaba el haz de luz de la linterna por la playa, procurando indicarle a Scott dónde me encontraba.

Diez minutos después, el extraño grito de un pájaro surgió de entre las rocas. Me detuve, aguzando los oídos. El grito se repitió, más fuerte. Proyecté el haz de luz en esa dirección y un momento después, Scott siseó:

—¡Apaga esa luz!

Escalé las rocas, con la mochila golpeándome las caderas.

—Lamento el retraso —dije, depositando la mochila a sus pies—. Estaba en el Delphic cuando llamaste. No tengo el Volkswagen, pero te he traído ropa y un sombrero para ocultar tu cabello. También quinientos dólares en efectivo. Es todo lo que logré reunir.

Estaba convencida de que Scott me preguntaría dónde había logrado encontrar todo en tan poco tiempo, pero me sorprendí cuando me abrazó y murmuró:

—Gracias, Grey.

—¿Estarás bien? —susurré.

—Lo que me has traído será de ayuda. Haré autoestop y quizás alguien me recoja.

—Si te pidiera que primero hicieras algo por mí, ¿lo harías? —Cuando me prestó atención, tomé aire para coger valor—. Deshazte del anillo de la Mano Negra. Arrójalo al mar. He reflexionado al respecto. El anillo te atrae hacia Hank. Lo ha hechizado y cuando lo llevas, él tiene poder sobre ti.

Estaba segura de que el anillo estaba bajo un hechizo diabólico y cuanto más tiempo permaneciera en el dedo de Scott, tanto más difícil resultaría quitárselo.

—Es la única explicación. Piénsalo. Hank quiere encontrarte, quiere hacerte salir del cubil. Y ese anillo le facilita la tarea.

Supuse que protestaría, pero su expresión apesadumbrada me dijo que, en el fondo, él había llegado a la misma conclusión, sólo que se había negado a reconocerlo.

—¿Y los poderes?

—No merecen la pena. Lograste sobrevivir durante tres meses sin ellos. El hechizo que Hank le echó al anillo es negativo.

—¿Acaso tiene importancia para ti? —preguntó Scott en voz baja.

—Tú me importas.

—¿Y si me niego?

—Haré todo lo posible por quitártelo del dedo. No puedo derrotarte en una pelea pero nunca me perdonaría si no lo intentara.

—¿Lucharías conmigo, Grey? —preguntó Scott, soltando un bufido.

—No me obligues a demostrártelo.

Para mi gran asombro, Scott se quitó el anillo y lo sostuvo entre los dedos, contemplándome mientras reflexionaba en silencio.

—He aquí tu momento Kodak —dijo, y lo arrojó al mar.

—Gracias, Scott —dije, soltando el aliento.

—¿Hay algo más que quieres pedirme?

—Sí, que te largues —le dije, tratando de que no notara mi desazón. De pronto no deseaba que se marchara. ¿Y si suponía una despedida… definitiva? Parpadeé tratando de contener las lágrimas.

Se echó el aliento en las manos para calentarlas.

—¿Puedes llamar a mi madre de vez en cuando, para comprobar que no se ha dado por vencida?

—Claro que sí.

—No le digas nada de mí. La Mano Negra no se meterá con ella si cree que no sabe nada.

—Me aseguraré de que esté a salvo. —Le pegué un ligero empujón—. Y ahora vete, antes de que me hagas llorar.

Durante un instante, Scott permaneció inmóvil; su mirada expresaba algo extraño. Como si estuviera nervioso, pero no del todo: más expectante que ansioso. Luego inclinó la cabeza y me besó con mucha suavidad. Estaba demasiado azorada para interrumpir el beso.

—Has sido una buena amiga —dijo—. Gracias por volver a aceptarme.

Me llevé la mano a la boca. Quería decir tantas cosas que las palabras correctas me eludieron. Ya no miraba a Scott sino detrás de él. A la hilera de Nefilim que escalaban las rocas con armas en las manos y mirada dura.

—¡Arriba las manos, arriba las manos! —gritaron, pero las palabras resonaban en mis oídos, casi como pronunciadas a cámara lenta. Oí un extraño zumbido que se convirtió en un rugido. Vi sus labios moviéndose y sus armas brillando bajo la luz de la luna. Avanzaban desde todas partes y nos rodearon a ambos.

El destello de esperanza en la mirada de Scott se apagó, reemplazado por el terror.

Dejó caer la mochila y entrelazó las manos detrás de la cabeza. Un objeto sólido surgió de la oscuridad, quizás un codo o un puño, y se aplastó contra su cráneo.

Cuando Scott se desplomó, yo aún trataba de encontrar las palabras adecuadas, pero ni siquiera pude soltar un alarido.

Al final, lo único que ambos compartíamos era el silencio.