Era viernes y la votación para elegir a los miembros del séquito real se realizaría durante el almuerzo. De momento, observaba las manecillas del reloj acercándose a la hora del final de la clase. En vez de preocuparme por que los cientos de personas con las que tendría que pasar los dos próximos años de mi vida se pusieran histéricas al ver mi nombre en la papeleta —y en menos de diez minutos— me concentré en Scott.
Debía encontrar el modo de convencerlo de quedarse en la caverna durante el Jeshván y, como medida de precaución, que se quitara el anillo de la Mano Negra. Si eso no funcionaba, tendría que encerrarlo. Me pregunté si podía recurrir a Patch. Seguro que conocía un par de lugares donde encerrar a un Nefil, pero ¿acaso se tomaría la molestia por Scott? E incluso si lograba convencer a Patch de que cooperase, ¿cómo haría para recuperar la confianza de Scott? Él lo consideraría una traición total. Ni siquiera podía convencerlo de que era por su propia seguridad: anoche había dejado claro que ya no daba valor a su vida. «Vivir huyendo no es vida. Más vale estar muerto».
De repente sonó el interfono apoyado en el escritorio de la señorita Jarbowski y se oyó la voz de la secretaria.
—¿Señorita Jarbowski? Disculpe la interrupción. Dígale a Nora Grey que acuda al despacho de la secretaria, por favor —dijo, en tono un tanto compasivo.
La señorita Jarbowski dio un golpecito impaciente con el pie, por lo visto molesta por la interrupción.
—Coge tus cosas, Nora —dijo, señalándome con la mano—. No creo que regreses a clase antes de que suene la campana.
Metí mi libro de texto en la mochila y me dirigí a la puerta, preguntándome qué pasaba. Sólo conocía dos motivos por los cuales debías presentarte en el despacho: por hacer novillos y por estar ausente con excusa. Que yo supiera, ninguno de ambos era aplicable a mi caso.
Cuando abrí la puerta de la oficina lo vi: Hank Millar estaba sentado en la sala con la espalda encorvada y el rostro demacrado. Tenía el mentón apoyado en el puño y la mirada perdida.
Retrocedí automáticamente, pero Hank me vio y se puso de pie. La profunda compasión que expresaba me revolvió el estómago.
—¿Qué pasa? —tartamudeé.
—Ha habido un accidente —dijo, sin mirarme.
Al principio no comprendí nada. ¿Por qué habría de importarme que Hank hubiera sufrido un accidente? ¿Y por qué había venido hasta el instituto para decírmelo?
—Tu madre se cayó por las escaleras. Llevaba tacones y perdió el equilibrio. Tiene conmoción cerebral.
Una oleada de pánico me invadió. Dije algo, tal vez «No». «No, esto no puede estar ocurriendo». Necesitaba ver a mamá, ahora mismo. De repente me arrepentí de todas las palabras duras que le había dicho durante las últimas semanas y mis peores temores me arrinconaron. Ya había perdido a mi padre. Si perdía a mamá…
—¿Es grave? —Me temblaba la voz, pero no quería llorar delante de Hank. Fue un instante de orgullo que se desvaneció en cuanto me imaginé la cara de mamá. Cerré los ojos, ocultando las lágrimas.
—Cuando salí del hospital aún no podían decirme nada. He venido directamente a buscarte, ya he firmado el permiso de salida —dijo Hank—. Te llevaré al hospital en el coche.
Sostuvo la puerta, me agaché, pasé por debajo de su brazo y recorrí el pasillo. Fuera, el sol me deslumbró. Me pregunté si recordaría este día eternamente, si tendría algún motivo para recordarlo y sentir lo mismo que sentí cuando me dijeron que mi padre había sido asesinado: confusión, amargura, indefensión, abandono… Y no pude reprimir un sollozo.
Hank abrió el Land Cruiser en silencio. Alzó la mano para tocarme el hombro en gesto de consuelo, pero cerró el puño y la bajó.
Y entonces caí: todo parecía demasiado oportuno. Tal vez se debía a mi antipatía por Hank, pero se me ocurrió que estaba mintiendo con el fin de conseguir que montara en el coche.
—Quiero llamar al hospital —dije abruptamente—. Quiero averiguar si hay alguna novedad.
Hank frunció el entrecejo.
—Estamos en camino. Dentro de diez minutos podrás hablar con el médico personalmente.
—Perdóname, pero estoy un poco preocupada: estamos hablando de mi madre —dije en voz baja pero firme.
Hank marcó un número en su móvil y me lo pasó. Salió el contestador automático del hospital y la voz me dijo que escuchara las siguientes opciones con atención o que permaneciera en línea esperando a que me atendiera la operadora. Un minuto después, me conectaron con la operadora.
—¿Puede decirme si Blythe Grey fue ingresada hoy? —pregunté, evitando la mirada de Hank.
—Sí, hay una Blythe Grey registrada.
Solté el aliento. Que Hank no había mentido sobre el accidente de mamá no significaba que fuera inocente. Hacía años que vivía en la granja, y nunca se había caído por las escaleras.
—Soy su hija. ¿Puede ponerme al corriente de su estado?
—Puedo dejarle un mensaje a su médico para que se ponga en contacto contigo.
—Gracias —dije, y le dejé el número de mi móvil.
—¿Alguna novedad? —preguntó Hank.
—¿Cómo sabes que se cayó por las escaleras? —pregunté—. ¿La viste caer?
—Quedamos para almorzar. Cuando llamé a la puerta y no contestó, entré y la descubrí tendida al pie de la escalera. —Si notó un tono de sospecha en mi voz, no lo demostró. Parecía deprimido, se aflojó la corbata y se secó el sudor de la frente.
»Si le ocurriera algo… —murmuró para sus adentros, pero se interrumpió—. ¿Vamos?
«Sube al coche», dijo una voz en mi cabeza y dejé de sospechar. Sólo se me ocurrió una cosa: debía ir con Hank.
Había algo extraño en la voz, pero estaba demasiado confundida para descifrarlo. Era como si toda mi capacidad de raciocinio se hubiera desvanecido y sólo quedara espacio para esa orden: «Sube al coche».
Miré a Hank, que parpadeó con aire amable. Sentí el impulso de acusarlo de algo, pero ¿de qué? Estaba allí para ayudar. Mi madre le importaba…
Obedientemente, monté en el Land Cruiser.
No sé durante cuánto tiempo avanzamos en silencio. Mis ideas eran un torbellino, hasta que de pronto Hank carraspeó.
—Quiero que sepas que está en muy buenas manos, las mejores. Solicité que el doctor Howett la atendiera. Él y yo fuimos compañeros de habitación en la universidad de Maine, antes de que él ingresara en Johns Hopkins.
El doctor Howlett. Procuré recordar quién era y entonces caí: era el médico que se había encargado de mí cuando regresé a casa. Después de que Hank considerase que había llegado el momento. Me corregí a mí misma. ¿Y ahora resultaba que él y Howlett eran amigos? El aturdimiento dio paso a la ansiedad; sentí una rápida e inmediata desconfianza por el doctor Howlett.
Mientras reflexionaba apresuradamente sobre el vínculo entre ambos hombres, un coche se puso a la par del nuestro. Durante un instante no comprendí qué ocurría… y entonces el otro coche embistió el Land Cruiser.
Éste se desplazó hacia un lado y rozó la valla protectora, levantando una lluvia de chispas. Solté un chillido y la parte trasera del Land Cruiser coleó violentamente.
—¡Intentan sacarnos de la carretera! —gritó Hank—. ¡Ponte el cinturón!
—¿Quiénes son? —chillé, comprobando que el cinturón estaba abrochado.
Hank pegó un volantazo para evitar una segunda embestida y el abrupto movimiento hizo que volviera a prestar atención a la carretera, que trazaba una curva cerrada hacia la izquierda y se aproximaba a un profundo barranco. Hank pisó el acelerador, tratando de adelantar al otro coche, un chevrolet El Camino de color pardo. Éste aceleró y se interpuso en nuestro carril. A través del parabrisas se veían tres cabezas y me pareció que todas eran masculinas.
Me vino a la cabeza una imagen de Gabe, Dominic y Jeremiah. Sólo era una conjetura, puesto que no distinguía sus caras, pero la mera idea hizo que soltara un alarido.
—¡Para el coche! —grité—. Es una trampa. ¡Pon la marcha atrás!
—¡Han destruido mi coche! —gruñó Hank, acelerando.
El otro coche tomó la curva haciendo chirriar los neumáticos y cruzó la línea blanca, derrapando. Hank lo siguió, acercándose peligrosamente a la valla de seguridad. El arcén descendía hacia el barranco. Desde arriba, parecía un enorme hueco cuyo borde recorríamos. Se me encogió el estómago y me aferré al apoyabrazos.
Las luces rojas traseras del otro coche se encendieron.
—¡Cuidado! —grité, apoyé una mano contra la ventanilla y la otra contra el hombro de Hank, procurando evitar lo inevitable.
Hank pegó un volantazo y el Land Cruiser se apoyó en dos ruedas. Caí hacia delante, el cinturón de seguridad me oprimió el pecho y me golpeé la cabeza contra la ventanilla. Se me nubló la vista y creí oír un estruendo general: crujidos y chasquidos estallando en mis oídos.
Me pareció que Hank gruñía «Condenados ángeles caídos», pero después comencé a volar.
No, a volar no: a caer y girar.
No recuerdo haber aterrizado, pero cuando recuperé el oremus, estaba tendida de espaldas. No dentro del Land Cruiser sino en otra parte. Tierra. Hojas. Piedras afiladas clavándose en mi piel.
«Frío, dolor, duro. Frío, dolor, duro», no dejaba de repetir mi cerebro. Era como si viera las palabras escritas.
—¡Nora! —gritó Hank, pero su voz sonó lejos.
Estaba segura de tener los ojos abiertos, mas no lograba distinguir nada, sólo una luz brillante que lo abarcaba todo. Intenté incorporarme. La orden que di a mis músculos era clara, pero en alguna parte se interrumpían las líneas; no podía moverme.
Unas manos me cogieron los tobillos y después las muñecas. Mi cuerpo se deslizó por encima de las hojas y la tierra con un curioso susurro. Me pasé la lengua por los labios y traté de decirle algo a Hank, pero cuando abrí la boca las palabras que surgieron no eran las correctas.
«Frío, dolor, duro. Frío, dolor, duro».
Quise zafarme del letargo. «¡No! —grité, dentro de mi cabeza—. ¡No, no, no!»
«¡Patch! ¡Socorro! ¡Patch, Patch, Patch!»
—Frío, dolor, duro —murmuré incoherentemente.
Antes de que pudiera evitarlo, fue demasiado tarde. Algo me cerró la boca, y también los ojos.
Unas manos fuertes me cogieron de los hombros y me sacudieron.
—¿Puedes oírme, Nora? No intentes levantarte. Quédate tumbada de espaldas. Te llevaré al hospital.
Abrí los ojos. Vi las agitadas ramas de los árboles atravesadas por el sol; proyectaban extrañas sombras y el mundo pasaba de la luz a la oscuridad y viceversa.
Hank Millar estaba inclinado sobre mí. Tenía cortes en la cara, la sangre goteaba, le manchaba las mejillas y el pelo. Movía los labios, pero el dolor impedía que comprendiera lo que decía.
Aparté el rostro. «Frío, dolor, duro».
Desperté en el hospital, mi cama estaba detrás de una cortina blanca de algodón. En la habitación reinaba la paz, pero también un extraño silencio. Me hormigueaban los dedos de las manos y los pies, y era como si tuviera telarañas en la cabeza. «Drogas», pensé.
Un rostro diferente se inclinó hacia mí. El doctor Howett sonrió, pero sin abrir la boca.
—Has sufrido un golpe considerable, jovencita. Muchos moratones, pero ningún hueso roto. La enfermera te administró ibuprofeno y te daré una receta antes de que te marches. Sentirás dolor durante unos días. Dadas las circunstancias, diría que debieras sentirte afortunada.
—¿Hank? —logré preguntar; tenía los labios resecos.
El doctor Howett sacudió la cabeza y rio en voz baja.
—Detestarás oírlo, pero no sufrió ni un rasguño. Parece bastante injusto.
Pese al mareo, procuré reflexionar. Algo no encajaba. Y entonces recordé.
—No. Sufrió numerosas heridas. Sangraba mucho.
—Te equivocas. Cuando Hank llegó al hospital, la sangre que le manchaba la ropa era la tuya. Te llevaste la peor parte, de lejos.
—Pero yo lo vi…
—Hank Millar está en perfecto estado —me interrumpió—. Y una vez que se te caigan los puntos, tú también lo estarás. En cuanto la enfermera te cambie el vendaje, podrás marcharte.
Sabía que en el fondo debería estar asustada. Había demasiadas preguntas y pocas respuestas. «Frío, dolor, duro. Frío, dolor, duro».
El resplandor de las luces traseras. El choque. El barranco.
—Esto te ayudará —dijo el doctor Howlett, y me clavó una aguja en el brazo. El líquido fluyó de la aguja y se derramó en mi sangre, pero sólo sentí un pequeño escozor.
—Pero si acabo de recuperar la conciencia —murmuré, invadida por una agradable sensación—. ¿Cómo puedo estar sana? No me encuentro bien.
—Te recuperarás más rápidamente en casa —dijo, soltando una risita—. Aquí habrá enfermeras jorobándote toda la noche.
«¿Toda la noche?»
—¿Ya es de noche? Pero si sólo eran las doce del mediodía. Antes de que Hank… la clase de educación física… No he almorzado.
—Ha sido un día duro —añadió el doctor Howlett, asintiendo con la cabeza con aire de suficiencia. Quería soltar un grito, pero las drogas me lo impidieron y sólo se me escapó un suspiro.
»La resonancia magnética confirmó que no hay hemorragia interna. Tómatelo con calma unos días y en poco tiempo estarás perfectamente. —Me acarició el hombro—. Pero no puedo garantizar que vuelvas a tener ganas de subir a un coche pronto.
En medio de las brumas, me acordé de mamá.
—¿Hank está con mi madre? ¿Se encuentra bien? ¿Puedo verla? ¿Sabe lo del choque?
—Tu madre se está recuperando con mucha rapidez —me aseguró—. Aún está en la UCI y no puede recibir visitas, pero mañana pasará a planta. Entonces podrás visitarla —dijo, inclinándose hacia mí como si ambos fuéramos dos conspiradores—. Entre nosotros, si no fuera por la burocracia, te dejaría ir a verla ahora. Sufrió una conmoción bastante grave y aunque al principio hubo pérdida de memoria, dado el estado en que se encontraba cuando Hank la trajo al hospital, puedo decirte que dará un giro de ciento ochenta grados.
Me palmeó la mejilla.
—Debéis de ser una familia afortunada.
—Afortunada —repetí, aletargada.
Pero una sensación alarmante me rondaba, algo me indicaba que la suerte no tenía ninguna relación con nuestra recuperación.
Y a lo mejor tampoco con nuestros accidentes.