Desperté en un hospital. El cielorraso era blanco, las paredes de un sereno color azul. La habitación olía a lirios, a suavizante y amoníaco. Sobre un carrito con ruedas junto a la cama había dos ramos florales, un conjunto de globos con el mensaje ¡RECUPÉRATE PRONTO!, y un regalo envuelto en papel de plata violeta. Los nombres que aparecían en las tarjetas entraban y salían de foco. DOROTHEA Y LIONEL. VEE.
Noté un movimiento en el rincón.
—Oh, nena —susurró una voz conocida. Se levantó de la silla y se abalanzó sobre mí—. Oh, cariño.
Se sentó en el borde de la cama y me abrazó.
—Te quiero —dijo en tono ahogado junto a mi oreja—. Te quiero mucho.
—Mamá. —Al oír su voz, las pesadillas de las que acababa de desprenderme se desvanecieron y una oleada de tranquilidad me acunó, aflojando el nudo de temor que me oprimía el pecho.
Noté que lloraba porque su cuerpo se agitaba contra el mío, al principio con temblores ligeros y luego más convulsos.
—Me recuerdas —dijo, y el alivio que sentía inundaba su voz—. Estaba tan asustada… Pensé… ¡Oh, nena! ¡Pensé en lo peor!
Y así sin más, las pesadillas volvieron a invadirme.
—¿Es verdad? —pregunté, y se me revolvió el estómago—. Eso que dijo el detective. Que yo… que durante once semanas… —no logré decir la palabra «secuestrada». Tan fría, tan imposible.
Mi madre soltó un gemido.
—¿Qué… me ocurrió? —pregunté.
Mamá se secó las lágrimas con la punta de los dedos. La conocía lo bastante bien para saber que sólo intentaba simular calma por mi bien, y de inmediato me preparé para oír las malas noticias.
—La policía está haciendo todo lo posible para encontrar una respuesta. —Mamá sonrió, pero era una sonrisa temblorosa. Como si necesitara algo a lo que aferrarse, me cogió de la mano y la apretó.
»Lo más importante es que has vuelto, que estás en casa. Todo lo ocurrido… es agua pasada. Lo superaremos.
—¿Cómo me raptaron? —En realidad, la pregunta estaba dirigida a mí misma. ¿Cómo había ocurrido esto? ¿Quién querría raptarme? ¿Se acercaron en un coche cuando salía del instituto? ¿Me metieron en el maletero mientras atravesaba el parking? No, por favor. ¿Por qué no eché a correr? ¿Por qué no luché? ¿Por qué tardé tanto en escapar? Porque era evidente que eso fue lo que ocurrió, ¿verdad? La ausencia de respuestas me acuciaba.
—¿Qué recuerdas? —preguntó mamá—. El detective Basso dijo que hasta un pequeño detalle quizá resulte útil. Intenta recordar. ¿Cómo llegaste al cementerio? ¿Dónde estuviste antes de eso?
—No recuerdo nada. Es como si mi memoria… —me interrumpí. Era como si me hubieran robado una parte de mi memoria. Me la arrancaron, y en su lugar sólo dejaron una sensación de pánico. Me sentía violada, como si me hubieran arrojado desde una plataforma elevada sin previo aviso. Caía, y caer me daba mucho más miedo que golpear contra el suelo. La caída no tenía final, sólo una sensación constante de estar en manos de la gravedad.
—¿Qué es lo último que recuerdas? —preguntó mamá.
—El instituto —contesté automáticamente.
Poco a poco, mis recuerdos fragmentados empezaron a agitarse, a unirse entre sí y a formar algo sólido.
—Me esperaba un examen de biología, pero supongo que no asistí —añadí, y la conciencia de la realidad de esas semanas pasadas se agudizó. Tenía una imagen clara de estar sentada en la clase de biología de Coach McConaughy. El aroma familiar a polvo de tiza, a productos de limpieza, a aire cargado y el siempre presente olor a sudor surgió de mi memoria. Vee, mi compañera de laboratorio, estaba a mi lado. Nuestros manuales estaban abiertos ante nosotras encima de la mesa de granito negro, pero Vee había deslizado subrepticiamente un ejemplar de US Weekly en el suyo.
—Te refieres a uno de química —me corrigió mamá—. Clases de verano.
La miré fijamente, dudando.
—Nunca he asistido a clases de verano.
Mamá se llevó la mano a la boca y palideció. El único sonido en la habitación era el metódico tictac del reloj por encima de la ventana. Oí cada tic y cada tac diez veces antes de recuperar la voz.
—¿Qué día es hoy? ¿En qué mes estamos? —Volví a recordar el cementerio. Las hojas en descomposición, el frío sutil. El hombre de la linterna insistiendo en que estábamos en septiembre. La única palabra que no dejaba de repetir mentalmente era «no». No, era imposible. No, esto no estaba ocurriendo. No, era imposible que meses de mi vida hubiesen desaparecido sin que yo lo notara. Volví a abrirme paso a través de mis recuerdos, tratando de aferrar algo que me permitiera pasar del momento presente a estar sentada en la clase de biología de Coach, pero no disponía de un punto de partida. Cualquier recuerdo del verano había desaparecido por completo.
—No pasa nada, nena —murmuró mamá—. Recuperaremos tu memoria. El doctor Howlett dice que, con el tiempo, la mayoría de los pacientes mejoran mucho.
Traté de incorporarme, pero mis brazos estaban conectados a un montón de tubos y monitores.
—¡Sólo dime en qué mes estamos! —repetí con nerviosismo.
—En septiembre. —La congoja de su rostro resultaba insoportable—. Hoy es seis de septiembre.
Me recosté, parpadeando.
—Creí que estábamos en abril. No recuerdo nada más allá. —Levanté muros para circunscribir el terror que me invadía. No podía enfrentarme a ello de golpe—. ¿El verano realmente… ha pasado? ¿Así, sin más?
—¿Así sin más? —repitió ella en tono incrédulo—. Resultó eterno. Cada día sin ti… Once semanas sin noticias tuyas… El pánico, la preocupación, el temor, la desesperanza permanente…
Reflexioné y me dediqué a calcular.
—Si estamos en septiembre y estuve ausente durante once semanas, entonces desaparecí…
—El veintiuno de junio —contestó mamá—. El día del solsticio de verano.
El muro que había construido se resquebrajaba a mayor velocidad que mi capacidad mental de repararlo.
—Pero no recuerdo junio. Ni siquiera recuerdo mayo.
Ambas nos contemplamos y comprendí que ambas compartíamos la misma idea atroz. ¿Sería posible que mi amnesia se extendiera más allá de esas once semanas de ausencia, que llegara hasta abril? ¿Cómo pudo haber pasado algo así?
—¿Qué dijo el médico? —pregunté, humedeciéndome los labios secos—. ¿Sufrí una herida en la cabeza? ¿Me drogaron? ¿Por qué no puedo recordar nada?
—El doctor Howlett dijo que se trataba de una amnesia retrógrada. —Mamá hizo una pausa—. Eso significa que algunos de tus recuerdos preexistentes se han perdido. No estábamos seguros hasta dónde se remontaba la pérdida de memoria. Abril —murmuró para sus adentros, y noté que la esperanza se desvanecía de su mirada.
—¿Perdidos? ¿Perdidos cómo?
—Cree que es algo psicológico.
Me pasé las manos por el cabello y mis dedos se cubrieron de una película grasienta. De repente comprendí que no había pensado en dónde había estado todas esas semanas. Puede que encadenada en un sótano húmedo. O maniatada en el bosque. Era evidente que hacía días que no me duchaba. Eché un vistazo a mis brazos: estaban cubiertos de mugre, pequeños cortes y moratones. ¿Qué me había ocurrido?
—Psicológico. —Me obligué a reprimir las especulaciones, que sólo incrementaban mi histeria. Tenía que ser fuerte, necesitaba respuestas, no podía desmoronarme. Si lograba concentrarme pese a tener la vista medio nublada…
—Cree que lo bloqueas para no recordar algo traumático.
—No lo bloqueo. —Cerré los ojos, incapaz de controlar las lágrimas. Tomé aire y apreté los puños para evitar el temblor de mis manos.
»Si estuviera tratando de olvidar cuatro meses de mi vida lo sabría —dije, hablando lentamente y tratando de parecer calmada—. Quiero saber qué me ocurrió.
Si le lancé una mirada furibunda, mamá hizo caso omiso de ella.
—Procura recordar —me instó con suavidad—. ¿Era un hombre? ¿Has estado con un hombre todo este tiempo?
¿Lo había estado? Hasta este momento, mi raptor no tenía rostro. La única imagen que tenía en la cabeza era la de un monstruo acechando en la oscuridad. Una duda atroz me atenazaba.
—Sabes que no necesitas proteger a nadie, ¿verdad? —prosiguió mamá en el mismo tono suave—. Si sabes con quién estabas, puedes decírmelo. Da igual lo que te hayan dicho, ahora estás a salvo. No pueden cogerte. Te han hecho esta cosa horrenda, y ellos son los culpables. Ellos —repitió.
Un sollozo de frustración surgió de mi garganta. El término «página en blanco» era asquerosamente preciso. Estaba a punto de expresar mi desesperanza cuando una sombra apareció en el umbral. El detective Basso había entrado en la habitación; mantenía los brazos cruzados y la mirada alerta.
Me puse tensa. Mamá debió de haberlo notado: dirigió la mirada más allá de la cama, en la misma dirección que la mía.
—Creí que quizá Nora recordara algo mientras estábamos a solas —le dijo al detective Basso en tono de disculpa—. Sé que usted dijo que quería interrogarla, pero me limité a pensar que…
Él asintió, indicando que no pasaba nada. Luego se acercó y me miró fijamente.
—Dices que sólo recuerdas una imagen borrosa, pero incluso un detalle borroso puede ser de ayuda.
—Como el color del cabello —interrumpió mamá—. ¿Era negro, tal vez?
Quería decirle que no había nada, ni siquiera un resto de instantánea del color, pero dada la presencia del detective Basso no me atreví. No me fiaba de él. El instinto me decía que algo en él no… cuadraba. Cuando se aproximaba, se me erizaba el cabello y notaba una sensación fugaz pero clara, como de un cubito de hielo deslizándose por mi nuca.
—Quiero ir a casa —fue lo único que dije.
Mi madre y el detective Basso intercambiaron una mirada.
—El doctor Howlett necesita hacerte más pruebas —dijo mamá.
—¿Qué clase de pruebas?
—Oh, cosas relacionadas con tu amnesia. Habrán acabado enseguida, y entonces iremos a casa. —Hizo un gesto displicente con la mano, y eso sólo aumentó mis sospechas.
Como, al parecer, él sabía todas las respuestas, me dirigí al detective Basso.
—¿Qué me está ocultando?
Basso no cambió de expresión. Supongo que tras pasar años en la policía la había perfeccionado.
—Hemos de hacerte algunas pruebas. Asegurarnos de que todo está perfectamente.
«¿Perfectamente? ¿Qué parte de todo esto le parecía perfecto?»