El vehículo de Scott era un Dodge Charger de 1971, un coche poco discreto para alguien que pretendía pasar desapercibido; para colmo el tubo de escape se había roto y yo estaba convencida de que nos oían a varias manzanas de distancia. Aunque me parecía que llamaríamos aún más la atención atronando a través de la ciudad con las capuchas puestas, Scott insistió.
—La Mano Negra tiene espías por todas partes —volvió a informarme una vez más y echó un vistazo al retrovisor—. Si nos ven juntos… —dijo, sin terminar la frase.
—Comprendo. —Una palabra valiente, pero un escalofrío me recorrió la espalda. Prefería no pensar en lo que Hank haría si descubriera que Scott y yo lo estábamos espiando.
—No debería haberte llevado a la caverna —dijo Scott—. Está dispuesto a hacer cualquier cosa para encontrarme y no pensé en cómo te afectaría a ti.
—No pasa nada —dije, pero el escalofrío seguía allí—. Te sorprendiste al verme, no pensaste en las consecuencias, ni yo tampoco. Aún no lo hago —añadí, y solté una carcajada nerviosa—. De lo contrario, no estaría husmeando en uno de sus almacenes. ¿Tiene cámaras de vídeo el edificio?
—No. Creo que la Mano Negra no quiere dejar ninguna prueba de lo que ocurre allí. Los vídeos podrían traicionarlo —añadió en tono elocuente.
Scott aparcó el Charger junto al río Wentworth, bajo el follaje de un árbol, y nos apeamos. Tras recorrer una manzana y echar un vistazo por encima del hombro, ya no vimos el coche. Supuse que por eso lo aparcó allí. Recorrimos la orilla del río sigilosamente, la luna menguante no proyectaba nuestras sombras.
Cruzamos la calle Front y avanzamos entre viejos almacenes de ladrillo, estrechos y altos, edificados uno junto al otro. Era evidente que el arquitecto no había querido malgastar espacio. Las ventanas estaban sucias, protegidas por barrotes o cubiertas con periódicos desde el interior. Por todas partes había basura y matojos.
—Ése es el almacén de la Mano Negra —musitó Scott, indicando un edificio de ladrillo de cuatro plantas con una destartalada escalera de incendios y ventanas en forma de arco—. Durante la última semana ha entrado cinco veces; siempre viene justo antes del amanecer, cuando la ciudad duerme. Aparca a varias manzanas de distancia y recorre el camino a pie. De vez en cuando da dos vueltas a la manzana para asegurarse de que no lo siguen. ¿Todavía crees que usa el almacén para guardar coches?
Tuve que reconocer que era bastante improbable que Hank tomara semejantes precauciones por unos cuantos Toyotas. Tal vez utilizaba el edificio para desmontar coches y vender las piezas, pero no lo creía. Hank era uno de los hombres más ricos e influyentes de la ciudad, y no necesitaba ganar dinero extra. No; aquí ocurría otra cosa. Y dado que se me erizaba el vello de la nuca, no sería nada bueno.
—¿Crees que podremos echar un vistazo al interior? —pregunté, porque quizá las ventanas del edificio de Hank también estarían tapadas. Aún estábamos demasiado lejos para comprobarlo.
—Avancemos otra calle y averigüémoslo.
Pasamos tan cerca de los edificios que mi sudadera se enganchaba en los ladrillos. Cuando llegamos al final de la calle vimos que, pese a que las ventanas de las dos primeras plantas estaban cubiertas de periódicos, las de las dos superiores, no.
—¿Estás pensando lo mismo que yo? —preguntó Scott con un brillo astuto en la mirada.
—¿Subir por la escalera de incendios y echar un vistazo al interior?
—Podríamos echarlo a suertes. Quien pierde, sube.
—Ni hablar. La idea fue tuya. Te toca subir a ti.
—Eres una gallina. —Scott sonrió, pero el sudor le humedecía la frente. Sacó una cámara desechable barata—. Está oscuro, pero procuraré tomar unas fotos.
Cruzamos la calle, agazapados y en silencio. Recorrimos el callejón detrás del edificio de Hank y no nos detuvimos hasta ocultarnos tras un contenedor de basura cubierto de grafitis. Apoyé las manos en las rodillas y tomé aire. No sabía si me faltaba el aliento debido a la carrera o al miedo. Ahora que habíamos llegado hasta aquí, de repente deseé haberme quedado en el Charger. O en casa y punto. Lo que más temía era ser descubierta por Hank. ¿Cómo sabía Scott que no nos estaban grabando en vídeo?
—¿Vas a subir? —pregunté, con la secreta esperanza de que también él se arrepintiera y decidiera batirse en retirada al coche.
—O a entrar. ¿Y si Hank hubiera olvidado cerrar con llave? —dijo, indicando las puertas de una hilera de muelles de carga para camiones.
No las había notado hasta que Scott las señaló. Eran elevadas y situadas en nichos, ideales para cargar y descargar un coche sin llamar la atención. Había tres en fila, y al verlas, recordé algo: se parecían a las puertas de los muelles de carga que había visto en la alucinación que sufrí en el retrete del instituto. El almacén también se parecía al que había alucinado cuando estaba junto a Jev, en el arcén. La coincidencia me resultó inquietante, pero ignoraba cómo decírselo a Scott. Si le decía «Creo que he visto este lugar en una de mis alucinaciones», quizá no me creería.
Mientras seguía reflexionando sobre el extraño vínculo entre ambas cosas, Scott dio un brinco, aterrizó en el borde de cemento y trató de abrir la primera puerta.
—Es de llave digital. —Se acercó al teclado numérico—. ¿Cuál será el código? ¿El cumpleaños de Hank?
—Demasiado obvio.
—¿El de su hija?
—Lo dudo. —Hank no me parecía un estúpido.
—Pues entonces volvamos al plan A —suspiró.
Dio otro brinco y cogió el primer travesaño de la escalera de incendios. Cayó una lluvia de herrumbre y el metal soltó un chirrido, pero la cadena se deslizó a lo largo de la polea y la escalera bajó.
—Cógeme si me caigo —fue todo lo que dijo antes de subir. Comprobó el estado de los dos primeros travesaños y, como no se rompieron, siguió escalando lentamente para evitar que el metal chirriara. Lo observé hasta que alcanzó el primer descansillo.
Decidí mantenerme en guardia mientras Scott escalaba y me asomé a la esquina del edificio. Más allá, junto a la otra esquina, una sombra larga y delgada se proyectó en la acera y apareció un hombre. Retrocedí.
—Scott —susurré, pero estaba demasiado lejos para oírme.
Volví a echar otro vistazo en la esquina del edificio: el hombre estaba de pie, de espaldas a mí. Sostenía un cigarrillo encendido entre los dedos. Se asomó a la calle y miró en ambas direcciones. No me pareció que estuviera esperando que lo recogieran ni que hubiese abandonado el trabajo para fumar un cigarrillo. La mayoría de los almacenes de esta zona habían sido abandonados hacía años y era más de medianoche. Nadie trabajaba a esas horas. Aposté a que el hombre vigilaba el edificio de Hank.
Otra prueba de que lo que Hank escondía era valioso.
El hombre apagó el cigarrillo con el pie, echó un vistazo a su reloj y vino lentamente hacia el callejón.
—¡Scott! —siseé, ahuecando las manos alrededor de la boca—. Tenemos un problema.
Scott ya había dejado atrás la segunda planta y sólo unos pasos lo separaban del descansillo de la tercera. Sostenía la cámara en la mano, dispuesto a tomar fotos en cuanto pudiera.
Comprendí que no me oiría, cogí una piedra y se la arrojé, pero en vez de darle a él la piedra golpeó contra la escalera de incendios y después cayó con gran estrépito.
Me tapé la boca, el miedo me paralizaba.
Scott bajó la vista y se quedó inmóvil. Indiqué el otro lado del edificio con el dedo y después eché a correr hacia el contenedor, donde me agazapé. En el campo visual comprendido entre el contenedor y el edificio vi aparecer al vigilante de Hank. Debió de haber oído el impacto de la piedra, porque dirigió la mirada hacia arriba tratando de situar el origen del sonido.
—¡Eh! —le gritó a Scott, alcanzó la escalera de incendios de un salto y empezó a subir con una rapidez casi inhumana. Era alto, una de las características de un Nefil, según me informó Scott.
Scott remontó la escalera de incendios de dos en dos. Debido a las prisas, soltó la cámara y ésta cayó y se hizo trizas contra el callejón. Él le lanzó un vistazo y siguió ascendiendo. Cuando llegó al descansillo de la cuarta planta, se aferró a la escalera que daba al techo, subió y desapareció.
Consideré mis posibilidades apresuradamente. El vigilante Nefil sólo estaba a una planta de Scott: unos minutos después lo acorralaría en el techo. ¿Le daría una paliza? ¿Lo obligaría a bajar para interrogarlo? ¿Llamaría a Hank para que éste se ocupara de Scott personalmente? Sentí un retortijón en el estómago.
Corrí hasta la fachada y levanté la cabeza tratando de localizar a Scott, y entonces vi una sombra que volaba desde el almacén al edificio de enfrente. Parpadeé para ver mejor, justo a tiempo para observar otro cometa que cruzaba el cielo, agitando los brazos y las piernas.
Me quedé boquiabierta: Scott y el Nefil iban brincando de un edificio al otro. No sabía cómo lo hacían y no tenía tiempo de pensar en que lo que veía era imposible. Eché a correr hacia el Charger, tratando de anticiparme a lo que Scott tenía en mente. Si ambos lográbamos alcanzar el coche antes que el Nefil, quizá podríamos escapar. Apreté el paso y seguí los pasos de ambos resonando por encima de mi cabeza.
A mitad de camino, de pronto Scott giró a la derecha y el Nefil lo siguió. Oí como sus últimos pasos increíblemente veloces se desvanecían en la oscuridad. Entonces algo metálico golpeó más allá contra la acera. Recogí la llave del coche. Sabía lo que Scott estaba haciendo: distraer al Nefil para darme tiempo de alcanzar el coche antes que ellos. Eran mucho más rápidos que yo y, sin esos minutos extras, jamás lo lograría. Pero Scott no podría despistar al Nefil indefinidamente. Yo tendría que darme prisa.
En la calle Front aceleré el paso y recorrí la última calle que me separaba del Charger. Estaba mareada y se me nublaba la vista. Me llevé la mano a la cintura, me apoyé en el coche e intenté recuperar el aliento. Escudriñé los techos, tratando de ver a Scott o al Nefil.
Una figura saltó del edificio situado más allá, agitando los brazos al caer. Cuatro plantas más abajo, Scott aterrizó, tropezó y rodó. El Nefil le pisaba los talones, aterrizó perfectamente, agarró a Scott y le pegó un puñetazo en la cabeza. Scott se tambaleó pero no se desmayó. No sabía si resistiría otro puñetazo.
Sin reflexionar ni un instante, me arrojé dentro del Charger y puse la llave en el contacto. Encendí los faros y aceleré directamente hacia Scott y el Nefil, aferrada al volante. «Por favor, que esto funcione».
Ambos se volvieron hacia mí, iluminados por los faros. Scott gritó algo que no comprendí. También el Nefil soltó un grito. En el último instante, soltó a Scott y esquivó el parachoques del coche. Scott no tuvo tanta suerte: salió volando por encima del capó. No tuve tiempo de preguntarme si estaba herido porque un instante después se lanzó sobre el asiento del acompañante.
—¡Acelera!
Pisé el acelerador.
—¿Qué era eso de allí atrás? —chillé—. ¡Saltabas por encima de los edificios como si fueran vallas!
—Te dije que soy más fuerte que un tío normal.
—¡Sí, bueno, pero no mencionaste que podías volar! ¡Y me dijiste que te disgustaba emplear esos poderes!
—A lo mejor me hiciste cambiar de opinión. —Me lanzó una sonrisa chulesca—. Así que logré impresionarte, ¿no?
—Ese Nefil casi te atrapa, ¿y eso es lo que te importa?
—Ya me lo imaginaba. —Parecía satisfecho de sí mismo, abría y cerraba el puño y vi que llevaba el anillo de la Mano Negra en el dedo medio, pero pensé que no era el momento de pedir explicaciones. Sobre todo por el alivio que me produjo su decisión de volver a llevarlo. Eso significaba que Scott tenía alguna posibilidad de derrotar a Hank. Y yo también, por asociación.
—¿Qué te imaginabas? —dije, desconcertada.
—Te has ruborizado.
—Estoy transpirando. —Cuando comprendí a qué se refería, me apresuré a continuar—. ¡No estoy impresionada! Lo que hiciste allí detrás… Lo que podría haber ocurrido… —Me quité unos cabellos de la cara y me tranquilicé—. Creo que eres temerario y descuidado, ¡y un fresco por tomarte esto en broma!
Su sonrisa se volvió aún más amplia.
—No hay más preguntas. Ya tengo la respuesta.