Después de almorzar regresé a casa en coche. Tras aparcar el Volkswagen junto a la acera, mamá tardó menos de un minuto en enfilar su Taurus por el camino de entrada. Cuando salí estaba en casa y me pregunté si habría ido a almorzar con Hank. No había dejado de sonreír tras abandonar Enzo’s, pero de pronto mi sonrisa se borró.
Mamá aparcó en el garaje y salió a recibirme.
—¿Qué tal el almuerzo con Vee?
—Lo de siempre. ¿Y tú? ¿Una cita excitante? —pregunté en tono ingenuo.
—Más bien una de trabajo —dijo, soltando un suspiro agobiado—. Hugo me pidió que viajara a Boston esta semana.
Mi madre trabaja para Hugo Renaldi, dueño de una empresa de subastas del mismo nombre. Hugo realiza subastas de fincas de gama alta y la tarea de mamá consiste en asegurar que las subastas se desarrollen sin problemas, algo que no puede hacer sin estar presente. Siempre está de viaje, me deja sola en casa y las dos sabemos que no es una situación ideal. En el pasado, pensó en dejarlo, pero al final siempre era una cuestión de dinero. Hugo le paga más, bastante más, de lo que podría ganar en Coldwater. Si lo dejara, habría que hacer varios sacrificios, empezando por vender la granja. Puesto que todos los recuerdos de mi padre estaban relacionados con la casa, se podría decir que el asunto me ponía sentimental.
—Le dije que no —anunció mamá—. Le dije que tendría que encontrar un trabajo que no me obligara a salir de casa.
—¿Qué le dijiste? —Mi sorpresa se desvaneció con rapidez y empecé a sentirme alarmada—. ¿Lo dejas? ¿Has encontrado otro empleo? ¿Significa que deberemos mudarnos?
Me parecía increíble que hubiera tomado esa decisión sin consultarme. En el pasado, siempre habíamos opinado lo mismo: mudarse era totalmente imposible.
—Hugo dijo que trataría de darme un puesto en Coldwater, pero que no tuviera muchas esperanzas. Hace años que su secretaria trabaja para él y lo hace muy bien. No la despedirá sólo para contentarme.
Clavé la vista en la granja; estaba anonadada. De sólo pensar que otra familia la ocupara me daba náuseas. ¿Y si la reformaban? ¿Y si destruían el estudio de mi padre y arrancaban el suelo de madera de cerezo que ambos habíamos instalado? ¿Y sus estantes de libros? No eran perfectamente rectos, pero habían sido nuestro primer intento de trabajar como carpinteros. ¡Tenían carácter!
—Todavía no pienso venderla —dijo mamá—. Algo surgirá. Quién sabe, a lo mejor Hugo se da cuenta de que necesita dos secretarias. Si ha de ocurrir, ocurrirá.
—¿Le das tan poca importancia a dejar tu empleo porque cuentas con casarte con Hank y pedirle que nos saque del apuro? —El comentario cínico surgió antes de que pudiera impedirlo e inmediatamente me sentí culpable, pero había hablado desde ese hueco atemorizado oculto en mi pecho que lo anulaba todo.
Mamá se puso completamente rígida. Luego salió del garaje y pulsó el botón que bajaba la puerta.
Durante un instante, permanecí en el camino de entrada, debatiéndome entre el deseo de entrar y disculparme, y el temor cada vez mayor por la facilidad con que eludió mi pregunta. Así estaban las cosas: salía con Hank con la intención de casarse con él. Estaba haciendo precisamente aquello de lo que Marcie la había acusado: pensar en el dinero. Yo sabía que nuestra situación económica no era boyante, pero habíamos sobrevivido, ¿verdad? Me daba rabia que mamá se rebajara hasta ese punto y también que Hank le diera una opción distinta a apañárselas conmigo.
Volví a montar en el Volkswagen y conduje a través de la ciudad. Superaba la velocidad permitida en treinta kilómetros pero, por una vez, me daba igual. No sabía a dónde me dirigía, sólo quería poner distancia entre mamá y yo. Primero Hank y ahora su empleo. ¿Por qué me parecía que no dejaba de tomar decisiones sin consultarme?
Cuando la entrada a la autopista apareció en el carril, giré a la derecha y seguí hasta la costa. Tomé la última salida antes del parque de atracciones Delphic y seguí los carteles indicadores hasta las playas públicas. En este tramo de la costa, el tráfico era mucho más escaso que en las playas del sur de Maine. La costa era rocosa y bordeada de árboles de hoja perenne que la marea alta no alcanzaba. En vez de turistas con toallas y cestos de merienda, vi a un caminante solitario y a un perro persiguiendo gaviotas.
Que era exactamente lo que quería. Necesitaba tiempo para tranquilizarme.
Aparqué el Volkswagen junto al arcén. Por el retrovisor pude ver que un deportivo rojo aparcaba detrás de mí. Recordé vagamente haberlo visto en la carretera, siempre unos coches más atrás. Quizás el conductor quería visitar la playa por última vez antes de que el tiempo empeorara.
Salté por encima de la barrera de metal y descendí por el rocoso terraplén. El aire era más fresco que en Coldwater y un viento constante me golpeaba la espalda. El cielo estaba más gris que azul y había nubes. Me mantuve fuera del alcance de las olas y escalé las rocas más altas. El terreno se volvió cada vez más abrupto y me concentré en dónde ponía los pies en vez de en la última pelea con mamá.
Patiné en una roca y de costado. Me puse de pie mascullando en voz baja y entonces noté una larga sombra. Sorprendida, me volví y reconocí al conductor del deportivo rojo. Era alto y me llevaba un par de años. Llevaba el cabello corto, tenía ojos de un marrón rojizo y usaba perilla. A juzgar por cómo le quedaba la camiseta, acudía al gimnasio con frecuencia.
—Ya era hora que salieras de casa —dijo, mirando en torno—. Hace días que trato de encontrarme a solas contigo.
Me puse de pie haciendo equilibrio sobre una roca y traté de identificarlo, pero no lo logré.
—Lo siento. ¿Nos conocemos?
—¿Crees que te han seguido? —dijo, recorriendo la costa con la mirada—. Traté de controlar todos los coches, pero puede que uno se me haya escapado. Habría sido más fácil si hubieses dado una vuelta a la manzana antes de aparcar.
—Esto… no tengo ni idea de quién eres.
—Es muy extraño que le digas eso al individuo que compró el coche que conduces.
Tardé un momento en caer.
—Espera. ¡Tú eres… Scott Parnell! —Aunque habían pasado años, el parecido aún existía. El mismo hoyuelo en la mejilla, los mismos ojos color avellana, además de una cicatriz que le atravesaba la mejilla, una barba incipiente y el contraste entre unos labios gruesos y sensuales y unos rasgos cincelados y simétricos.
—Me contaron que sufrías amnesia. Entonces los rumores son ciertos. Por lo visto, es tan grave como me dijeron.
Vaya, vaya, cuánto optimismo. Me crucé de brazos y dije fríamente:
—Ya que hablamos del tema, quizá sería un buen momento para que me dijeras por qué te deshiciste del Volkswagen en la puerta de mi casa la noche que desaparecí. Si sabes lo de mi amnesia, también sabrás que fui secuestrada, ¿no?
—El coche suponía una disculpa por ser un gilipollas. —Dirigió la mirada a los árboles. ¿Quién temía que nos hubiera seguido?
—Hablemos de aquella noche —le pedí. Aquí fuera, y sola, no parecía el mejor lugar para mantener esa conversación, pero proseguí, siempre decidida a obtener respuestas.
»Al parecer, Rixon nos disparó a ambos esa misma noche. Eso fue lo que le dije a la policía. Tú, yo y Rixon, a solas en la Casa del Miedo. Si es que Rixon existe; no sé cómo te las arreglaste pero empiezo a pensar que lo has inventado, que fuiste tú quien me disparó y querías echarle la culpa a otro. ¿Me obligaste a darle el nombre de Rixon a la policía? Y la segunda pregunta: ¿me disparaste, Scott?
—Rixon ya está en el infierno, Nora.
Me estremecí. Lo había dicho sin vacilar y con la dosis de tristeza conveniente. Si mentía, merecía un premio.
—¿Rixon está muerto?
—Está ardiendo en el infierno, pero sí, básicamente, ésa es la idea. Muerto es la palabra correcta, en cuanto a mí respecta.
Examiné su rostro, tratando de ver si me engañaba. No pensaba discutir con él sobre la vida después de la muerte, pero necesitaba la confirmación de que Rixon había desaparecido para siempre.
—¿Cómo lo sabes? ¿Se lo has dicho a la policía? ¿Quién lo mató?
—No sé a quién hemos de darle las gracias, pero sé que está muerto. Las noticias vuelan, créeme.
—Tendrás que darme más detalles. Puede que hayas logrado engañar al resto del mundo, pero yo no me conformo tan fácilmente. Dejaste un coche en el camino de acceso a mi casa la noche en que me secuestraron. Después te ocultaste… en New Hampshire, ¿verdad? Tendrás que disculparme, pero la última palabra que se me ocurre al verte es «inocente». Creo que huelga decir que no me fío de ti.
Scott suspiró.
—Antes de que Rixon nos disparara, me convenciste de que yo realmente era un Nefilim. Fuiste tú quien me dijo que no puedo morir y eres en parte el motivo por el cual hui. Tenías razón, yo nunca acabaría como la Mano Negra, me negué a ayudarle a reclutar más Nefilim para su ejército.
El viento me perforó la ropa, era como si la escarcha me cubriera la piel. «Nefilim». Otra vez esa palabra que me perseguía por todas partes.
—¿Yo te dije que eras un Nefilim? —le pregunté nerviosa, y cerré los ojos, con la esperanza de que se desdijera, de que había empleado las palabras «no puedo morir» figuradamente. Rogué que ahora me explicara que él era el punto final de una complicada patraña que había empezado anoche, con Gabe. Una gran patraña, y que el tiro le había salido por la culata.
Pero la verdad estaba allí, agitándose en ese lugar tenebroso, antaño ocupado por mi memoria intacta. No podía racionalizarlo, pero sí sentirlo dentro de mí, como una llama en el pecho. Scott no mentía.
—Lo que quiero saber es por qué no recuerdas nada de todo esto —dijo—. Creía que la amnesia no era algo permanente. ¿Qué te pasa?
—¡No sé por qué no puedo recordar! —contesté en tono brusco—. ¿Vale? No lo sé. Hace unas noches desperté en un cementerio y ni siquiera recordaba cómo había llegado allí. —Ignoraba a qué se debía el repentino impulso de contarle todo a Scott, pero era así. Me empezó a chorrear la nariz y los ojos me lagrimeaban.
»La policía me encontró y me llevó al hospital. Dijeron que había desaparecido durante casi tres meses, que tenía amnesia porque mi cerebro bloquea el trauma para protegerme. Pero ¿quieres saber lo más absurdo de todo? Estoy empezando a creer que no bloqueo nada. Recibí una nota. Alguien irrumpió en mi habitación y la dejó encima de mi almohada: ponía que aunque estuviera en mi casa, no estaba a salvo. Hay alguien detrás de esto. Ellos saben lo que yo ignoro, saben qué me ocurrió.
Y entonces comprendí que me había ido de la lengua. No tenía pruebas de la existencia de esa nota. Y aún peor: la lógica demostraba que no existía. Pero si la nota era producto de mi imaginación, ¿por qué no lograba olvidarla? ¿Por qué no podía aceptar que era una invención o una alucinación?
—¿Ellos? —dijo Scott, frunciendo el entrecejo.
—Olvídalo —dije, alzando las manos.
—¿Ponía algo más en la nota?
—Te dije que lo olvidaras. ¿Tienes un pañuelo de papel? —Se me estaba hinchando la piel bajo los ojos y la nariz me goteaba. Y como si eso no fuera bastante, dos lágrimas se deslizaron por mis mejillas.
—Oye —dijo Scott con suavidad, y me cogió de los hombros—. Todo irá bien. No llores, ¿vale? Estoy de tu parte y te ayudaré a descifrar este lío.
Como no me resistí, me abrazó y me dio palmaditas en la espalda. Al principio con torpeza, pero después tranquilizadoras.
—La noche en la que desapareciste, me escondí. Aquí corro peligro, pero cuando vi en las noticias que habías vuelto y no recordabas nada, tuve que salir de mi escondite y encontrarte. Te lo debía.
Sabía que debía alejarme de él. Que quisiera creerle no significaba que podía confiar en él por completo, ni bajar la guardia. Pero estaba cansada de levantar barreras y dejé de defenderme. No recordaba cuándo había sido la última vez que un abrazo resultaba tan agradable. Casi logré convencerme de que no estaba sola en este asunto. Scott había prometido que lo superaríamos juntos y también por eso quería creerle.
Además, él me conocía. Era un vínculo con mi pasado y no había palabras para describir lo mucho que eso significaba para mí. Tras innumerables intentos de recordar cualquier fragmento que mi memoria se dignara a arrojarme, Scott apareció sin que yo tuviera que hacer el menor esfuerzo. Era más de lo que hubiera esperado.
Me restregué los ojos con el dorso de la mano y pregunté:
—¿Por qué corres peligro aquí?
—Porque la Mano Negra está aquí. —Como si recordara que ese nombre no significaba nada para mí, dijo—: Sólo quiero asegurarme de algo: ¿no recuerdas nada de todo esto? ¿Nada en absoluto?
—Nada. —Tras pronunciar esa única palabra, fue como encontrarme ante la entrada de un laberinto prohibido que se extendía hasta el horizonte.
—Ser tú debe de ser jodido —dijo, y pese a la expresión, creo que realmente lo lamentaba—. La Mano Negra es el apodo de un Nefil muy poderoso. Está formando un ejército secreto y yo solía ser uno de sus soldados, a falta de una palabra mejor. Ahora soy un desertor, y si me atrapa las cosas se pondrán feas.
—Un momento. ¿Qué es un Nefil?
Scott esbozó una sonrisa.
—Prepárate para flipar, Grey. Un Nefil es un inmortal —exclamó en tono paciente, y al ver mi expresión dubitativa se amplió su sonrisa—. No puedo morir. Ninguno de nosotros puede morir.
«¿Nosotros?» ¿Scott era uno de ellos?
—¿Cuál es la trampa? —pregunté. Era imposible que se refiriera a «inmortal» en serio, ¿verdad?
Scott indicó las olas que rompían contra las rocas.
—Si me arrojo al agua, sobreviviré.
De acuerdo, quizás antaño había sido lo bastante estúpido como para lanzarse al agua y sobrevivir. Eso no demostraba nada. No era inmortal, creía que lo era porque Scott era un típico adolescente que había hecho algunas cosas temerarias, había vivido para contarlas y ahora se creía invencible.
Scott arqueó las cejas simulando estar ofendido.
—No me crees. Anoche estuve más de dos horas en el mar, buceando y pescando, y no me congelé. Puedo contener el aliento debajo del agua durante ocho o nueve minutos. A veces me desmayo, pero al recuperar la conciencia resulta que siempre he flotado hasta la superficie y mis signos vitales son normales.
Abrí la boca, pero me llevó un minuto formular una palabra.
—Eso no tiene sentido —dije por fin.
—Tiene sentido si soy inmortal.
Antes de que pudiera impedirlo, Scott extrajo una navaja y se la clavó en el muslo. Solté un grito ahogado y me abalancé sobre él, sin saber si debía arrancar la navaja o impedir que se moviera. Pero antes de que me decidiera, Scott se la arrancó y soltó un grito de dolor; la sangre le empapaba los tejanos.
—¡Scott! —chillé.
—Ya verás mañana —dijo en voz baja—. Será como si nunca hubiera ocurrido.
—¿De veras? —solté, aún furiosa. ¿Estaba completamente loco? ¿Por qué había hecho algo tan estúpido?
—No es la primera vez que lo hago. He tratado de quemarme vivo. Mi piel se abrasó, desapareció. Un par de días después estaba como nuevo.
Incluso ahora, noté que la sangre se estaba secando. La herida había dejado de sangrar. Estaba… cicatrizando. Más que en semanas, en segundos. No daba crédito a lo que veía, pero ver para creer.
De repente me acordé de Gabe. Con total claridad, evoqué la imagen de una barra de acero sobresaliendo de su espalda. Jev había jurado que la herida no acabaría con Gabe…
Al igual que Scott, cuando juró que su herida cicatrizaría sin dejar rastro.
—Vale, de acuerdo —susurré, aunque me sentía fatal.
—¿Te has convencido? Siempre puedo arrojarme delante de un coche si necesitas pruebas adicionales.
—Me parece que te creo —dije, sin poder evitar un tono de desconcierto total.
Me obligué a salir de mi estupor. De momento, le seguiría la corriente en la medida de lo posible. «Céntrate en una cosa a la vez —me dije—. Scott es inmortal. Vale. Y ahora, ¿qué?»
—¿Sabemos quién es la Mano Negra? —pregunté. De repente ansiaba obtener cualquier información que Scott pudiera darme. ¿Qué más se me escapaba? ¿Cuántas otras convicciones podía él desbaratar? Y lo más importante: ¿podía ayudarme a reparar mi memoria?
—La última vez que hablamos, ambos queríamos saberlo. Dediqué el verano a seguir pistas, y no resultó fácil dado que vivo huyendo, no tengo dinero, trabajo solo y la Mano Negra no es un tío poco cuidadoso que digamos. Pero las posibilidades se reducen a un solo hombre. —Me miró a los ojos—. ¿Estás preparada? La Mano Negra es Hank Millar.
—¿Que Hank es qué?
Estábamos sentados en dos troncos de árbol en una caverna, casi trescientos metros costa arriba, oculta tras un saliente de roca e invisible desde la carretera. La caverna estaba en penumbra, el techo era bajo pero nos protegía del viento y, tal como había insistido Scott, nos ocultaba de cualquier espía de la Mano Negra. Él se había negado a decir una sola palabra más antes de comprobar que estábamos a solas.
Scott encendió una cerilla frotándola contra la suela de su zapato y encendió un fuego en un hueco entre las rocas. Las paredes irregulares reflejaban la luz y eché un vistazo en derredor. Había una mochila y un saco de dormir apoyados contra la pared del fondo. Un espejo roto estaba apoyado en un saliente, junto con una maquinilla de afeitar, un jabón de afeitar y una barra de desodorante. Junto a la boca de la caverna había una gran caja de herramientas con unos platos, unos cubiertos y una sartén encima. Al lado reposaba una caña de pescar y una trampa para animales. La caverna me impresionó y también me entristeció. Scott era cualquier cosa salvo indefenso, alguien claramente capaz de sobrevivir gracias a sus conocimientos y su fortaleza, pero ¿qué clase de vida era ésa, escondiéndose y huyendo de un lugar a otro?
—Hace meses que lo vigilo —dijo Scott—. No es una suposición.
—¿Estás seguro de que Hank es la Mano Negra? No te ofendas, pero no encaja con mi imagen de un militar secreto ni… —«con la de un inmortal», pensé. Parecía una idea irreal. No, absurda.
»Dirige el concesionario de coches más importante de la ciudad, es socio del club náutico y financia el club de padres del colegio sin ayuda de nadie. ¿Qué puede importarle lo que ocurra en el mundo de los Nefilim? Ya tiene todo lo que podría desear.
—Porque él también es un Nefilim —dijo Scott—. Y no posee todo lo que desea. Durante el mes judío de Jeshván, todos los Nefilim que han hecho un juramento de lealtad deben renunciar a su cuerpo durante dos semanas. No tienen elección. Renuncian a él y otro los posee, un ángel caído. Rixon era el ángel caído que solía poseer a la Mano Negra, y así fue como me enteré de que está ardiendo en el infierno. La Mano Negra debe de estar en libertad, pero no ha olvidado y no está dispuesto a perdonar. Para eso reúne el ejército. Intentará derrocar a los ángeles caídos.
—Un momento. ¿Quiénes son los ángeles caídos? —¿Una banda? Daba esa impresión. Mis dudas iban en aumento. Hank Millar era el último habitante de Coldwater que se rebajaría a relacionarse con bandas—. ¿Y qué quieres decir con «poseer»?
Scott me lanzó una sonrisa desdeñosa, pero volvió a responder en tono paciente.
—Definición de un ángel caído: los rechazados por el cielo y la peor pesadilla de un Nefil. Nos obligan a jurarles lealtad y luego poseen nuestros cuerpos durante el Jeshván. Son parásitos. Sus propios cuerpos carecen de sensibilidad, así que invaden los nuestros. Sí, Grey —dijo, al ver la mirada de asco que me tensaba la cara—. Me refiero a que se introducen literalmente en nuestros cuerpos y los usan como si fueran suyos. Un Nefil está mentalmente presente mientras lo poseen. Pero no tiene ningún control.
Intenté comprender la explicación de Scott. Más de una vez, me pareció oír del tema en la serie La dimensión desconocida, pero la verdad es que sabía que él no estaba mintiendo. Empecé a recordar todo. Los recuerdos eran borrosos y fragmentados, pero estaban ahí. Había descubierto todo esto antes, ignoraba dónde y cómo, pero lo sabía todo.
—La otra noche vi que tres tipos apaleaban a un Nefil. ¿Era eso lo que estaban haciendo? ¿Tratando de obligarlo a renunciar a su cuerpo durante dos semanas? Es inhumano. ¡Es repugnante!
Scott había bajado la vista y agitaba las brasas con un palo. Demasiado tarde, comprendí mi error y me sentí abochornada.
—¡Oh, Scott! Soy una tonta. Lamento mucho que hayas tenido que pasar por eso. No puedo ni imaginar lo duro que ha de ser renunciar a tu cuerpo.
—No he jurado lealtad. Y no lo haré. —Scott arrojó el palo al fuego y una lluvia de chispas doradas danzó en el aire oscuro de la caverna—. Pese a todo, eso fue lo que la Mano Negra me enseñó. Los ángeles caídos pueden intentar cualquier truco mental conmigo. Pueden cortarme la cabeza, la lengua o quemarme vivo. Pero jamás haré ese juramento. Puedo soportar el dolor, pero no las consecuencias de ese juramento.
—¿Truco mental? —Se me erizó el vello de la nuca y volví a pensar en Gabe.
—Una de las ventajas de ser un ángel caído —dijo con amargura—. Puedes tontear con el cerebro de las personas, hacerles ver cosas que no son reales. Los Nefilim heredaron el truco de los ángeles caídos.
Por lo visto, al final no me había equivocado con respecto a Gabe, pero él no había utilizado un truco de magia para crear la ilusión de haberse convertido en un oso, como Jev me hizo creer. Había usado un arma Nefilim: el control mental.
—Muéstrame cómo se hace. Quiero saber exactamente cómo funciona.
—Me falta práctica —fue todo lo que dijo Scott, balanceándose en el tronco, con las manos entrelazadas detrás de la cabeza.
—¿No puedes intentarlo, al menos? —le sugerí, palmeándole la rodilla y tratando de levantarle el ánimo—. Muéstrame a qué nos enfrentamos. Venga, sorpréndeme. Haz que vea algo inesperado y luego enséñame cómo se hace.
Cuando vi que Scott mantenía la vista clavada en las llamas y éstas iluminaban sus rasgos duros, mi sonrisa se desvaneció. Para él, esto era cualquier cosa menos una broma.
—Lo que ocurre es lo siguiente: esos poderes son adictivos —dijo—. Una vez que los has saboreado, detenerte es difícil. Hace tres meses, cuando huí y comprendí de qué era capaz, utilicé mi poder cada vez que se presentaba la ocasión. Si tenía hambre, entraba en una tienda, llenaba el carrito con lo que quería y, gracias a un truco mental, hacía que el empleado metiera todo en bolsas de papel y me dejara marchar sin pagar. Era fácil. Me hacía sentir superior. Hasta que una noche, cuando estaba espiando a la Mano Negra y le vi hacer lo mismo, lo dejé y me aguanté el mono. No pienso vivir el resto de mi vida de esa manera. No seré como él.
Scott sacó un anillo del bolsillo y las llamas lo iluminaron. Parecía de hierro y en la parte superior tenía un puño cerrado. Durante un instante, el metal irradió un extraño halo azul, pero desapareció de inmediato y yo lo atribuí a una ilusión óptica.
—Todos los Nefilim son muy fuertes, y eso nos convierte en más poderosos que los humanos, pero cuando llevo este anillo, la fuerza aumenta muchísimo —dijo Scott en tono solemne—. La Mano Negra me dio este anillo después de tratar de reclutarme en su ejército. No sé qué clase de maldición o de hechizo tiene el anillo, ni si es uno de aquéllos. Pero tiene algo. Quien lleva uno de estos anillos es casi imparable, físicamente hablando. En junio, antes de desaparecer, me robaste el anillo. El impulso de recuperarlo era tan fuerte que no dormí, no comí y no descansé hasta que lo encontré. Era como un yonqui en busca de la próxima droga que me colocara. Una noche, después de tu secuestro, irrumpí en tu casa. Lo encontré en tu habitación, dentro del estuche de tu violín.
—Violoncelo —lo corregí en voz baja. Recordaba vagamente haber visto antes el anillo.
—No soy muy listo, pero sé que este anillo no es inofensivo. La Mano Negra le hizo algo; quería proporcionarles una ventaja a todos los miembros de su ejército. Hasta cuando no llevo el anillo y sólo recurro a mi fuerza y mis poderes normales, siento el impulso de aumentarlos. La única manera de vencer ese anhelo es dejar de usar mis poderes y mis aptitudes todo lo posible.
Procuré comprender a Scott, pero sentía cierta desilusión. Necesitaba entender mejor el truco con el que Gabe me había engañado, por si volvía a encontrarme con él. Y si Hank realmente era la Mano Negra, el jefe de una milicia secreta no humana, tenía que preguntarme si formaba parte de mi vida por motivos más oscuros de lo que parecía. Porque a fin de cuentas, si estaba tan ocupado luchando contra ángeles caídos, ¿cómo es que disponía del tiempo suficiente para dirigir su negocio, ser padre y salir con mamá? Tal vez era suspicacia, pero con todo lo que Scott acababa de decirme, estaba segura de que mis sospechas tenían fundamento.
Necesitaba que alguien tomara partido por mí, alguien capaz de enfrentarse a Hank, si fuera necesario. Y el único que se me ocurría era Scott. Quería que conservara su integridad, pero al mismo tiempo era el único capaz de hacerle frente a Hank.
—A lo mejor podrías aprovechar los poderes del anillo para hacer el bien —sugerí después de unos minutos.
Scott se pasó la mano por el pelo; era evidente que estaba harto del tema.
—Es demasiado tarde. He tomado una decisión: no me pondré el anillo porque me conecta con él.
—¿No se te ha ocurrido que si no te lo pones, le darás una ventaja peligrosa a Hank?
Me miró a los ojos, pero no me contestó.
—¿Tienes hambre? Puedo pescar unas lubinas. Saben muy bien fritas en la sartén. —Sin esperar mi respuesta, cogió la caña de pescar y bajó por las rocas que rodeaban la gruta.
Lo seguí, y de pronto deseé llevar zapatillas en vez de botas. Scott trepaba y saltaba por las rocas, mientras que yo tenía que avanzar con mucho cuidado.
—De acuerdo, dejaré de hablar de tus poderes —grité—, pero no he acabado. Aún hay demasiados huecos. Volvamos a la noche en la que desaparecí. ¿Tienes idea de quién me secuestró?
Scott se sentó en una roca y puso cebos en los anzuelos. Cuando llegué a su lado, casi había acabado.
—Al principio creí que debía de ser Rixon —dijo—. Eso fue antes de descubrir que estaba en el infierno. Quería volver a buscarte, pero no era tan sencillo. La Mano Negra tiene espías por todas partes y, después de lo ocurrido en la Casa del Miedo, supuse que los polis también me perseguían.
—¿Pero?
—Pero no lo hice. —Me miró de soslayo—. ¿No te parece un tanto extraño? Los polis han de haber sabido que estaba en la Casa del Miedo esa noche, contigo y con Rixon. Tú se lo habrías dicho. Quizá les dijiste que a mí también me dispararon, así que, ¿por qué no me buscaron? ¿Por qué me dejaron salir del atolladero? Es como si… —se interrumpió.
—¿Como si qué?
—Como si alguien hubiera entrado más tarde y hubiese limpiado todo. Y no hablo de pruebas físicas, hablo de trucos mentales, de borrar memorias. De alguien lo bastante poderoso como para conseguir que los polis miraran hacia otro lado.
—Te refieres a un Nefil.
Scott se encogió de hombros.
—Tiene sentido, ¿no? Quizá la Mano Negra no quería que la policía me buscara, a lo mejor quería ser él quien me encontrara y se encargara de mí extraoficialmente. Créeme, si me encuentra, no me entregará a la policía para que me interroguen. Me encerrará en una de sus cárceles y me hará lamentar el día que lo dejé plantado.
Así que estábamos buscando a alguien lo bastante poderoso como para manipular cerebros, o, según Scott, borrar memorias. La relación con mi propia memoria borrada no se me escapó. ¿Me la había borrado un Nefil? Al considerar esa posibilidad se me hizo un nudo en el estómago.
—¿Cuántos Nefilim poseen esa clase de poderes? —pregunté.
—Quién sabe. Seguro que la Mano Negra, sí.
—¿Has oído hablar de un Nefil llamado Jev? ¿O de un ángel caído del mismo nombre? —añadí. Cada vez era más evidente que Jev era lo uno o lo otro, aunque saberlo no me sirvió de consuelo.
—No. Pero eso no significa nada. Inmediatamente después de averiguar quiénes eran los Nefilim, tuve que ocultarme. ¿Por qué lo preguntas?
—La otra noche conocí a un tío llamado Jev. Él conocía la existencia de los Nefilim. Detuvo a los tres tíos… —me interrumpí. Podía hablar con precisión, aunque no hacerlo resultaba más fácil—. Impidió que los tres ángeles caídos de los que te hablé obligaran a un Nefil llamado B. J. a prestar el juramento de lealtad. Esto te parecerá un disparate, pero Jev emitía cierta energía. Una energía parecida a la electricidad. Era mucho más potente que la emitida por los otros.
—Probablemente un buen indicador de su poder —dijo Scott—. Enfrentarse a tres ángeles caídos habla por sí solo.
—Y siendo tan poderoso, ¿nunca has oído hablar de él?
—Aunque no lo creas, sé tanto como tú acerca de estas cosas.
Recordé las palabras de Jev. «Traté de matarte». ¿Qué significaban? ¿Acaso él tenía algo que ver con mi secuestro? ¿Y era tan poderoso como para borrar mi memoria? Dada la intensidad del poder que irradiaba, era capaz de hacer algo más que unos sencillos trucos mentales. De mucho más.
—Sabiendo lo que sé de la Mano Negra, me sorprende que yo aún siga en libertad —dijo Scott—. Debe de detestar que lo haya dejado en ridículo.
—¿Por qué desertaste del ejército de Hank?
Scott suspiró y apoyó las manos en las rodillas.
—No quería hablar de eso. No hay un modo fácil de decirlo, así que lo diré y punto. La noche en que murió tu padre, se suponía que yo debía vigilarlo. La Mano Negra me lo ordenó. Dijo que si lo lograba, demostraría que podía contar conmigo. Él quería que formara parte de su ejército, pero eso no era lo que yo quería.
Tuve una premonición y un escalofrío me recorrió la espalda. Lo último que había esperado es que Scott involucrara a mi padre en este asunto.
—Mi padre… ¿Conocía a Hank Millar?
—Ignoré la orden de la Mano Negra. Decidí hacerle un corte de mangas y demostrarle que yo tenía razón, pero lo único que hice fue dejar morir a un hombre inocente.
Parpadeé; las palabras de Scott eran como un cubo de agua fría.
—¿Dejaste morir a mi padre? ¿Permitiste que se enfrentara al peligro y no hiciste nada para ayudarle?
Scott abrió las manos.
—No sabía que las cosas acabarían así. Creí que la Mano Negra estaba loco, que era un narcisista chiflado. No comprendí todo el asunto de los Nefilim hasta que fue demasiado tarde.
Clavé la vista en el mar. Una sensación desagradable me roía el pecho. «Mi padre». Durante todo ese tiempo, Scott conocía la verdad y no me la había dicho hasta que se la arranqué.
—Rixon apretó el gatillo —dijo Scott, interrumpiendo mis pensamientos—. Dejé que tu padre cayera en una trampa, pero el que lo esperaba en la otra punta era Rixon.
—Rixon —repetí. Empezaba a recordarlo todo en fragmentos amargos. Un horrendo destello tras otro. Rixon conduciéndome a la Casa del Miedo, Rixon reconociendo que había matado a mi padre. Rixon apuntándome con la pistola. No recordaba lo suficiente para completar la imagen, pero los fragmentos eran suficientes. Sentí náuseas.
—Si Rixon no me secuestró, ¿quién lo hizo?
—¿Recuerdas que dije que dediqué el verano a seguir a la Mano Negra? A principios de agosto, viajó a la Reserva Nacional de White Mountain. Condujo hasta una cabaña remota donde permaneció menos de veinte minutos. Un viaje muy largo para una estadía tan breve, ¿no crees? No osé acercarme lo bastante para mirar a través de las ventanas, pero un par de días después, en Coldwater, oí una conversación telefónica suya. Le dijo al que estaba al otro lado de la línea que la chica aún estaba en la cabaña y que necesitaba saber si era una página en blanco. Ésas fueron sus palabras. Dijo que no había margen para errores. Empiezo a preguntarme si la chica a la que se refería…
—Era yo —terminé la frase por él, atónita. Hank Millar, un inmortal. Hank Millar, la Mano Negra. Hank, quizá mi secuestrador.
—Hay un menda que tal vez sea capaz de obtener respuestas —dijo Scott, tocándose el entrecejo—. Si alguien sabe cómo conseguir información, es él. Localizarlo puede resultar complicado. Ni siquiera sé por dónde empezar y, dadas las circunstancias, puede que no esté dispuesto a ayudarnos, sobre todo porque la última vez que lo vi casi me rompe la mandíbula por tratar de besarte.
—¿Besarme? ¿Qué? ¿Quién es ese tío?
Scott frunció el entrecejo.
—Claro. Supongo que tampoco lo recordarás a él. Es Patch, tu ex.