Capítulo

13

El domingo por la mañana desperté temprano, me puse unos pantalones cortos de algodón y salí a correr. Golpear el pavimento con los pies, sudar y desprenderme de todos mis problemas actuales me producía una extraña sensación de poder. Me esforcé por no pensar en la noche anterior. Se acabó eso de poner a prueba mi coraje vagando por ahí a solas de noche. A partir de ahora me conformaría quedándome encerrada en casa en cuanto saliera la luna, y si jamás volvía a ese 7-Eleven en particular, tanto mejor.

Pero lo extraño es que lo que me rondaba por la cabeza no era Gabe, sino un par de ojos pecaminosamente negros que habían perdido su dureza al contemplarme y se habían vuelto tan suaves y sensuales como la seda. Jev me dijo que no lo buscara, pero no podía dejar de fantasear acerca de todas las maneras en las que a lo mejor volvíamos a encontrarnos por casualidad. De hecho, el último sueño que recordaba antes de despertar esa mañana era de ir a la playa de Ogunquit con Vee, sólo para descubrir que Jev era el socorrista de guardia. Desperté del sueño con el corazón palpitante y una pena que me corroía las entrañas. Yo misma podía interpretar el sueño bastante bien: pese a lo irritada y confusa que me había hecho sentir, quería volver a ver a Jev.

Era un día nublado y el aire estaba fresco. Cuando mi cronómetro pitó indicando que había recorrido cinco kilómetros, sonreí satisfecha y me desafié a mí misma a recorrer uno más, porque aún quería seguir pensando en Jev. Y porque estaba disfrutando mucho. Había asistido con Vee a clases de spinning y de zumba en el gimnasio, pero no en el exterior, en un ambiente saturado de fragancias a pino y a fresca corteza de árbol, y decidí que prefería sudar al aire libre. Después de un rato, me quité los tapones de las orejas y disfruté de los pacíficos sonidos de la naturaleza que surgían del amanecer.

En casa tomé un baño largo y sedante, y después me quedé frente al armario, mordiéndome las uñas y examinando mi guardarropa. Al final me puse unos tejanos ceñidos, unas botas hasta las rodillas y una camisola de seda color turquesa. Vee recordaría el conjunto, puesto que fue ella quien me había persuadido de comprarlo el verano pasado en las rebajas. Me examiné en el espejo y decidí que parecía la misma Nora Grey de siempre. Un paso en la dirección correcta, pero aún faltaban mil más. Me preocupaba un poco la conversación que tendríamos Vee y yo, dado el tema candente de mi secuestro, pero me tranquilicé pensando que eso era lo que nos hacía tan compatibles a ambas: yo podía conducir la conversación planteando ciertos temas y Vee era capaz de parlotear sobre ellos interminablemente. Sólo tenía que asegurarme de que hablara de lo que a mí me interesaba.

Tras contemplar mi imagen, decidí que sólo faltaba una cosa, bisutería. No, un pañuelo.

Abrí el cajón de mi tocador y al ver la larga pluma negra me invadió una sensación desagradable. La había olvidado. Quizás estuviera sucia. Me dije mentalmente que la tiraría a la basura en cuanto regresara del almuerzo, pero no estaba muy convencida. Tenía dudas acerca de la pluma, pero no tantas como para deshacerme de ella. Primero quería saber a qué clase de animal pertenecía y quería una explicación sobre por qué sentía la responsabilidad de conservarla. Era una idea ridícula, una insensatez, pero desde que había despertado en el cementerio, todo era una insensatez. Puse la pluma en el fondo del cajón y cogí el primer pañuelo que encontré.

Luego troté escaleras abajo, cogí un billete de diez dólares del cajón del efectivo y monté en el Volkswagen. Tuve que darle cuatro puñetazos al salpicadero antes de que el motor se pusiera en marcha, pero me dije que no era necesariamente un indicio de que el coche era una birria, sólo que había envejecido, como los buenos quesos. Este coche había visto mundo y quizá transportado a gente interesante. Era avezado, experimentado y poseía todo el encanto de 1984. Y lo mejor de todo: no me había costado ni un céntimo.

Tras cargar gasolina por unos cuantos dólares, conduje hasta Enzo’s, me arreglé el cabello ante la ventana del restaurante y entré.

Me quité las gafas de sol y contemplé el imponente entorno. Enzo’s había sufrido una considerable reforma desde mi última visita. Una amplia escalera descendía desde la barra hasta el comedor circular. En las dos pasarelas que se extendían a ambos lados del puesto de la azafata había mesas de aluminio antiguas y elegantes. En los altavoces estéreo sonaba música estilo Big Band y durante un instante me pareció que había retrocedido en el tiempo y aterrizado en un bar clandestino.

Vee estaba arrodillada en la silla, agitando el brazo como una hélice.

—¡Estoy aquí, nena!

Salió a mi encuentro en mitad de la pasarela y me abrazó.

—He pedido café helado y un plato de donuts para ambas. Tenemos mucho que hablar. No pensaba decírtelo, pero al diablo con las sorpresas: he perdido un kilo y medio, ¿lo notas? —preguntó, girando sobre sí misma.

—Estás estupenda —le dije, y hablaba en serio. Después de tanto tiempo, por fin volvíamos a encontrarnos. Podría haber engordado cincos kilos y hubiera pensado que estaba guapísima.

—La revista Self dice que este otoño las curvas están de moda, así que me siento muy confiada —comentó, sentándose. Estábamos ante una mesa para cuatro personas, pero en vez de sentarme en la silla de enfrente me senté a su lado.

—Bien —dijo, inclinándose hacia delante con gesto de complicidad—, cuéntame lo de anoche. Un espectáculo flipante. No puedo creerme que tu mamá y Hank Tejemanejes estén juntos.

Arqueé las cejas.

—¿Hank Tejemanejes?

—Lo llamaremos así, es de lo más adecuado.

—Me parece que deberíamos llamarlo Chico del Colegio Mayor.

—A eso me refiero —añadió Vee, golpeando la mesa con la palma de la mano—. ¿Cuántos años crees que tiene? ¿Veinticinco? A lo mejor en realidad es el hermano mayor de Marcie. ¡Quizá tenga un complejo de Edipo y la madre de Marcie es su mamá y también su mujer!

Solté una carcajada tan violenta que se convirtió en un bufido y eso sólo hizo que riéramos aún más.

—Vale, ya basta —dije apoyando las manos en los muslos y procurando adoptar una expresión grave—. Es una maldad. ¿Y si Marcie entrara y nos oyera?

—¿Qué podría hacer? ¿Envenenarme con su alijo secreto de purgante?

Antes de que pudiera contestarle, retiraron las dos sillas disponibles, y Owen Seymour y Joseph Mancusi tomaron asiento. Conocía a ambos chicos del instituto. El año pasado, Owen había asistido a la misma clase de biología que Vee y yo. Era alto y delgado, llevaba gafas de marco negro y polos Ralph Lauren. En el sexto curso me derrotó como representante de la clase en el concurso de ortografía municipal, pero no se lo reprochaba. Hacía años que no asistía a las mismas clases que Joseph, o Joey, pero nos conocíamos desde la escuela y su padre era el único quiropráctico de Coldwater. Joey se teñía el pelo de rubio, llevaba chanclas incluso en invierno y tocaba el tambor en la banda. Su promedio de notas era de 4.0 y sabía que en el primer año del instituto Vee había estado enamorada de él.

Owen se acomodó las gafas y nos lanzó una sonrisa cordial. Me preparé para recibir una andanada de preguntas acerca del secuestro pero sólo dijo en tono ligeramente nervioso:

—Os vimos sentadas aquí y se nos ocurrió acercarnos.

—Caray, qué coincidencia. —El tono cortante de Vee me desconcertó. No era típico de ella, puesto que era una coqueta irreductible, pero tal vez había optado por parecer seca—. ¿Y qué significa «acercarnos»?

—Esto… ¿tenéis planes para el resto del fin de semana? —preguntó Joey, y apoyó las manos en la mesa a unos centímetros de las de Vee.

—Planes que no te incluyen a ti —contestó Vee, enderezándose.

Vale, no se trataba de parecer seca. La miré de soslayo y traté de que viera que articulaba «¿Qué pasa?» en silencio, pero ella estaba demasiado ocupada en lanzarle miradas furiosas a Owen.

—¿Me hacéis el favor…? —dijo, insinuando con toda claridad que era hora de que se largaran.

Owen y Joey intercambiaron una mirada breve y perpleja.

—¿Recuerdas cuando asistíamos a clase de educación física en el séptimo curso? —le preguntó Joey a Vee—. Eras mi compañera de bádminton. Eras fantástica. Si mal no recuerdo, ganamos el campeonato. —Joey alzó la mano para chocar los cinco.

—No tengo ganas de rememorar el pasado.

Joey lentamente bajó las manos a la mesa.

—Esto, de acuerdo. ¿Estáis seguras de que no podemos invitaros a una limonada o algo así?

—¿Para que puedas echarle éxtasis? Paso. Además, ya hemos pedido bebidas, algo que quizás habrías notado si despegaras la vista de nuestros pechos —dijo, agitando su copa de café helado.

—Vee —dije en voz baja. En primer lugar, ni Owen ni Joey habían estado mirando remotamente en esa dirección, y en segundo lugar ¿qué diablos le pasaba?

—Esto… vale. Lamento haberte molestado —dijo Owen, y se puso de pie—. Sólo creímos que…

—Pues te equivocaste —replicó Vee en tono brusco—. Sean cuales fueran vuestros malvados planes, no se llevarán a cabo.

—¿Malvados qué? —repitió Owen, acomodándose las gafas y parpadeando.

—Lo hemos captado —dijo Joey—. No deberíamos habernos entrometido. Una conversación privada entre chicas. Tengo hermanas —dijo en tono cómplice—. La próxima vez preguntaremos primero.

—No habrá una próxima vez —dijo Vee—. Considerad que ambas, Nora y yo, hemos bajado la cortina.

Carraspeé, tratando sin éxito de idear el modo de acabar la situación de una manera positiva. Como no se me ocurría nada, hice lo único que podía hacer y, lanzándoles una sonrisa de disculpa, les dije:

—Esto, gracias, chicos. Que tengáis un buen día. —Pero sonaba a pregunta.

—Sí, gracias por nada —exclamó Vee a sus espaldas mientras ambos retrocedían con expresión desconcertada.

Una vez que se hubieron alejado, dijo:

—¿Qué pasa con los tíos hoy en día? ¿Acaso creen que pueden acercarse, lanzar una bonita sonrisa y que nos derretiremos? Ni hablar. Nosotras no. Somos más sabias. Pueden llevarse su chanchullo romántico a otra parte, muchas gracias.

Volví a carraspear.

—Guau.

—No me vengas con «Guau». Sé que tú tampoco te dejaste engañar por esos dos.

Me rasqué una ceja.

—Personalmente, creo que sólo estaban tratando de conversar… pero quién sabe —añadí rápidamente al ver su mirada furibunda.

—Cuando un tío nuevo aparece de la nada e inmediatamente se pone seductor, es pura fachada; siempre hay un motivo oculto. Lo sé.

Chupé la pajita. No sabía qué más decir. Nunca podría volver a mirar a Owen o a Joey a la cara, pero quizá Vee no tenía un buen día, tal vez estaba de mal humor. Cuando yo veía películas originales por el canal Lifetime, tardaba un par de días en superar la idea de que el chico mono de la casa de al lado en realidad era un asesino en serie. A lo mejor Vee estaba pasando por una fase similar de fundido-y-vuelta-a-la-realidad.

Estaba a punto de preguntárselo cuando sonó mi móvil.

—Déjame adivinarlo —dijo Vee—. Ésa ha de ser tu madre vigilándote. Me sorprendió que te dejara salir de casa. Que no le caigo bien no es un secreto. Durante un tiempo, creo que hasta pensó que yo tenía algo que ver con tu desaparición. —Soltó un gruñido desdeñoso.

—Le caes bien, sólo que no te comprende —dije, abriendo un SMS que parecía ser nada menos que de Marcie Millar.

—EL COLLAR ES UNA CADENA DE PLATA DE HOMBRE. ¿LO ENCONTRASTE?

—Déjame en paz —mascullé.

—¿Y bien? —preguntó Vee—. ¿Qué clase de excusa te ha planteado para obligarte a volver a casa?

—¿DE DÓNDE SACASTE MI NÚMERO? —le contesté a Marcie.

—TU MADRE Y MI PADRE INTERCAMBIAN ALGO MÁS QUE SALIVA, IDIOTA.

«Idiota serás tú», pensé.

Colgué y volví a prestarle atención a Vee.

—¿Puedo hacerte una pregunta estúpida?

—Son mis favoritas.

—¿Asistí a una fiesta en casa de Marcie el verano pasado?

Me preparé para una carcajada, pero Vee sólo comió un bocado de donut y dijo:

—Sí, lo recuerdo. También me arrastraste a mí. Dicho sea de paso, aún me debes una por aquello.

No era la respuesta esperada.

—Pregunta aún más extraña —«que sea lo que Dios quiera»—: ¿Yo era amiga de Marcie en aquel momento?

Entonces se produjo la reacción esperada. Vee casi escupe el donut en la mesa.

—¿Tú y ésa, amigas? ¿He oído bien? Sé que sufres de pérdida de memoria pasajera, pero ¿cómo puedes olvidar once años de la Pequeña Señorita Insoportable?

Ahora sí que estábamos progresando.

—¿Qué se me escapa? Si no éramos amigas, ¿por qué me invitó a su fiesta?

—Invitó a todo el mundo. Estaba reuniendo fondos para comprar nuevos trajes de animadora. Nos cobró veinte pavos de entrada —explicó—. Casi nos largamos, pero tú tenías que espiar a… —Vee cerró la boca.

—¿Espiar a quién? —inquirí.

—A Marcie. Fuimos para espiar a Marcie. Eso fue lo que pasó. —Asintió con la cabeza con demasiada insistencia.

—¿Y?

—Queríamos robar su diario —repuso Vee—. Pensábamos imprimir todos los detalles sabrosos en eZine. Colosal, ¿verdad?

La observé, sabía que algo no encajaba, pero ignoraba qué era.

—Te das cuenta de que eso suena a invento, ¿no? Jamás obtendríamos permiso para publicar su diario.

—Intentarlo no hace daño.

—Sé que me ocultas algo —afirmé, señalándola con el dedo.

—¿Quién, yo?

—Escúpelo, Vee. Prometiste que no volverías a ocultarme nada —le recordé.

Vee agitó los brazos.

—Vale, vale. Fuimos a espiar a… (pausa dramática) Anthony Amowitz.

El año pasado, Anthony Amowitz y yo habíamos asistido a la misma clase de educación física. Mediana estatura, medianamente guapo. Y la personalidad de un cerdo. Por no hablar de que Vee ya había jurado que no había nada entre ellos.

—Mientes.

—Estaba… estaba enamorada de él. —Vee se ruborizó en exceso.

—Estabas enamorada de Anthony Amowitz —repetí, sin convicción.

—Un error. ¿Podemos dejar de hablar de eso, por favor?

Después de once años, Vee aún era capaz de sorprenderme.

—Primero, jura que no me ocultas nada. Porque toda esta historia parece poco convincente.

—Por mi honor de girl scout —dijo Vee, con mirada límpida y aire decidido—. Fuimos a espiar a Anthony; fin de la historia. Te ruego que dejes de insultarme. Me siento bastante humillada.

Vee no volvería a mentirme, no tras esa conversación, así que, pese a algunos detalles inciertos que adjudiqué a la confusión, me conformé con la información recibida.

—De acuerdo —dije, cediendo—. Volvamos a Marcie. Anoche me arrinconó en Coopersmith’s y me dijo que Patch, su novio, me dio un collar que yo debía entregarle a ella.

Vee se atragantó con el café.

—¿Dijo que Patch era su novio?

—Creo que las palabras exactas que usó fueron «aventura de verano». Afirmó que Patch era amigo de ambas.

—¿Cómo?

—¿Por qué tengo la sensación de volver a estar a oscuras? —pregunté, golpeando impaciente la mesa con el dedo.

—No conozco a ningún Patch —dijo Vee—. Por cierto, ¿no es un nombre de perro? Tal vez se lo inventó. Marcie es una especialista en sembrar confusión. Lo mejor es que te olvides de Patch y de Marcie. Vaya, vaya, estos donut son fantásticos —añadió, agitando uno debajo de mi nariz.

Cogí el donut y lo dejé a un lado.

—¿Te suena el nombre Jev?

—¿Jev? ¿Sólo Jev? ¿Es una abreviatura?

Al parecer, Vee nunca había oído ese nombre.

—Me encontré con un tío —le expliqué—. Creo que nos conocíamos, tal vez del verano pasado. Se llama Jev.

—No puedo ayudarte, nena.

—A lo mejor es una abreviatura de Jevin, Jevon, Jevro…

—No, no y no.

Abrí el móvil.

—¿Qué estás haciendo? —preguntó Vee.

—Enviándole un SMS a Marcie.

—¿Qué le vas a preguntar? —dijo, poniéndose derecha—. Escucha, Nora…

Sacudí la cabeza, adivinaba lo que Vee estaba pensando.

—Esto no es el inicio de una relación a largo plazo, confía en mí. Te creo a ti, no a Marcie. Éste será el último SMS que le envíe. Le diré «buen intento» respecto de sus mentiras.

La expresión de Vee se relajó y asintió con la cabeza.

—Díselo, nena. Dile a esa tramposa que sus mentiras resultan inútiles mientras yo te guarde las espaldas.

Introduje el texto y se lo envié.

—BUSQUÉ POR TODAS PARTES. NO HAY COLLAR. COÑAZO.

Menos de un minuto después, recibí la respuesta.

—BUSCA MEJOR.

Le mostré el mensaje a Vee.

—Tan alegre como siempre.

—Se me ocurre lo siguiente —dijo Vee—. Puede que tu madre y Hank Tejemanejes no sean una mala cosa. Si supone sacarle ventaja a Marcie, te diría que apoyes la relación cuanto puedas.

—Debería haber sabido que tú dirías eso. —Le lancé una mirada ladina.

—Ni hablar. Sabes que la maldad no es lo mío.

—¿Ah, no?

Vee sonrió.

—¿Te he dicho cuánto me alegro de que hayas vuelto?