Capítulo

1

Coldwater, Estado de Maine

El presente

Incluso antes de abrir los ojos supe que estaba en peligro. Oí el ligero crujido de pasos que se acercaban. Aún estaba medio dormida y no lograba concentrarme. Estaba tendida de espaldas y el frío penetraba a través de mi camisa.

Tenía el cuello dolorosamente torcido y abrí los ojos. Unas piedras delgadas surgían entre la bruma azul negruzca y, durante un extraño momento, la imagen de unos dientes torcidos me vino a la cabeza; entonces comprendí lo que eran: lápidas.

Procuré incorporarme, pero mis manos resbalaron en la hierba húmeda; luché contra la somnolencia y me deslicé a un lado de una tumba medio hundida, tanteando entre la bruma. Las rodilleras de mis pantalones absorbían la humedad a medida que me arrastraba entre las tumbas y los monumentos. Identifiqué el lugar vagamente, pero el dolor atroz que me taladraba la cabeza me impedía pensar con claridad.

Me arrastré a lo largo de una verja de hierro forjado, sobre una vieja capa de hojas en descomposición, y oí un alarido fantasmal que, aunque me hizo estremecer, no era el sonido que más me atemorizaba. Los pasos resonaban en la hierba a mis espaldas, pero no sabía si estaban próximos o lejanos. Un grito me persiguió a través de la bruma y avancé más rápido; sabía que debía ocultarme pero estaba desorientada; la oscuridad me impedía ver con claridad y la fantasmal bruma azul me hechizaba.

A lo lejos, entre dos hileras de árboles raquíticos, resplandecía un mausoleo blanco. Me puse de pie y eché a correr hacia él.

Me deslicé entre dos monumentos de mármol, y al otro lado él me estaba esperando: una enorme silueta, con el brazo levantado dispuesto a golpear. Tropecé hacia atrás, comprendiendo mi error. Era de piedra, un ángel encima de un pedestal que vigilaba a los muertos. Puede que me tragara una carcajada nerviosa, pero mi cabeza golpeó contra algo duro, perdí el equilibrio y se me nubló la vista.

El desmayo no pudo haber durado mucho. Cuando recuperé la consciencia aún respiraba agitadamente debido al esfuerzo de la carrera. Sabía que tenía que incorporarme, pero no recordaba el motivo, así que me quedé tendida y el rocío helado se mezcló con el tibio sudor de mi piel. Por fin parpadeé y entonces vi lo que ponía la lápida más próxima y las letras grabadas del epitafio se convirtieron en líneas legibles.

HARRISON GREY

MARIDO Y PADRE LEAL

FALLECIDO EL 16 DE MARZO DE 2008

Me mordí el labio para no gritar. Entonces identifiqué la sombra familiar que acechaba a mis espaldas hacía unos minutos, cuando desperté. Me encontraba en el cementerio de Coldwater, junto a la tumba de mi padre.

«Es una pesadilla —me dije—. Aún no he despertado del todo. Todo esto sólo es una horrenda pesadilla».

El ángel me observaba, con sus alas desplegadas por detrás y el brazo derecho señalando al otro lado del cementerio. Su expresión era indiferente, pero su sonrisa era más irónica que benévola. Durante un momento, casi logré convencerme de que era real y que yo no estaba sola.

Le lancé una sonrisa, pero los labios me temblaban. Me sequé las lágrimas con la manga de la camisa, mas no recordaba haber empezado a derramarlas. Quería acurrucarme entre sus brazos, sentir el batir de sus alas en el aire mientras volábamos por encima de las puertas del cementerio, lejos de este lugar.

El crujir de pasos en la hierba me despertó del sopor. Ahora eran más presurosos.

Me volví hacia el ruido, desconcertada por la lucecita que brillaba y se apagaba en medio de la brumosa oscuridad. El haz de luz se elevaba y caía al ritmo de los pasos.

Una linterna.

Bizqueé cuando la luz se detuvo entre mis ojos, deslumbrándome y, aterrada, comprendí que no estaba soñando.

—Oye —gruñó una voz masculina, oculta tras el resplandor—. No puedes estar aquí. El cementerio está cerrado.

Aparté la cara, aún veía chispas de luz.

—¿Cuántos más hay por aquí? —preguntó el hombre.

—¿Qué? —Mi voz era un susurro.

—¿Cuántos más están aquí contigo? —continuó en tono más agresivo—. Se os ocurrió venir aquí y dedicaros a los juegos nocturnos, ¿verdad? ¿Al escondite? ¿O tal vez a fantasmas en el cementerio? ¡No mientras yo esté de guardia!

¿Qué estaba haciendo yo aquí? ¿Había acudido para visitar a mi padre? Traté de recuperar la memoria, pero no pude. No recordaba haber ido al cementerio. No recordaba casi nada, era como si me hubiesen arrancado el recuerdo de esa noche de la memoria.

Y aún peor, no recordaba la mañana.

No recordaba haberme vestido, desayunado o ido al instituto. ¿Acaso era un día de clase?

Reprimí la sensación de pánico, traté de orientarme y acepté la mano que me tendía el hombre. En cuanto me incorporé, la linterna volvió a iluminarme.

—¿Cuántos años tienes? —quiso saber él.

Por fin había algo que sabía con certeza.

—Dieciséis. —Casi diecisiete; mi cumpleaños era en agosto.

—¿Qué demonios haces aquí fuera, a solas? ¿No sabes que el toque de queda ya ha pasado?

Miré en torno sin saber qué hacer.

—Yo…

—No te has escapado, ¿verdad? Sólo dime que tienes adónde ir.

—Sí. —La granja. El repentino recuerdo de mi hogar me levantó el ánimo, pero después se me fue el alma a los pies. ¿Decía que estaba fuera después del toque de queda? ¿Cuánto tiempo después? Procuré borrar la imagen del rostro enfadado de mi madre cuando entrara por la puerta, pero sin éxito.

—Ese «sí», ¿se corresponde con una dirección?

—Hawthorne Lane. —Traté de ponerme de pie, pero el mareo hizo que me tambaleara. ¿Por qué no lograba recordar cómo había llegado hasta aquí? Seguramente llegué en coche, pero ¿dónde había aparcado el Fiat? ¿Y dónde estaban mi bolso y mis llaves?

—¿Has bebido? —preguntó el hombre, entrecerrando los ojos.

Negué con la cabeza.

El haz de la linterna se había apartado de mi cara, pero entonces volvió a iluminarla directamente.

—Un momento —dijo él, y su voz adoptó un tono que me disgustó—. No eres aquella chica, ¿verdad? Nora Grey —soltó, como si mi nombre fuera una respuesta automática.

—¿Cómo es que… sabes mi nombre? —dije, retrocediendo.

—La tele. La recompensa. Hank Millar la anunció.

No presté atención a sus siguientes palabras. Marcie Millar era lo más parecido a mi archienemiga. ¿Qué tenía que ver su padre con esto?

—Te han estado buscando desde finales de junio.

—¿Junio? —repetí, invadida por el pánico—. ¿De qué estás hablando? Estamos en abril. —«¿Y quién me estaba buscando? ¿Hank Millar? ¿Por qué?»

—¿Abril? —El hombre me lanzó una mirada extraña—. Pero si estamos en septiembre, chiquilla.

¿Septiembre? No. Era imposible. Si el segundo curso del instituto hubiese acabado, lo sabría. Sabría si las vacaciones del verano ya habían transcurrido. Sólo había despertado hacía un par de minutos: desorientada sí, pero no estúpida.

Pero ¿por qué me mentiría?

El hombre dejó de iluminarme la cara y le eché un vistazo. Sus tejanos estaban sucios, hacía días que no se afeitaba, tenía las uñas largas y negras. Parecía uno de esos vagabundos que recorrían las vías del tren y se instalaban junto al río durante los meses de verano, y que solían portar armas.

—Tienes razón, debo ir a casa —dije, retrocediendo y tanteando mi bolsillo. Pero faltaban el bulto del móvil y las llaves del coche.

—¿Adónde crees que vas? —preguntó el hombre, siguiéndome.

Su abrupto movimiento me provocó un retortijón en la tripa y eché a correr. Corrí en la dirección que señalaba el ángel de piedra, con la esperanza de que me condujera a la puerta sur. Me hubiese dirigido a la del norte, por la que solía entrar, pero hubiera supuesto correr hacia el hombre en vez de alejarme de él. Perdí pie y trastabillé cuesta abajo; las ramas me arañaban los brazos y mis zapatos golpeaban contra el suelo rocoso e irregular.

—¡Nora! —gritó el hombre.

¿Por qué le dije que vivía en Hawthorne Lane? ¿Y si me seguía?

Sus zancadas eran más largas que las mías y oí sus pasos acercándose. Agité los brazos con desesperación, apartando las ramas que se clavaban en mi ropa como garras. Él me cogió del hombro y me volví, apartando su mano de un golpe.

—¡No me toques!

—Un momento. Te dije lo de la recompensa, y pienso cobrarla.

Trató de cogerme del brazo otra vez, pero un golpe de adrenalina hizo que le pegara una patada en la espinilla.

—¡Ayyy! —exclamó, y se tocó la pierna.

Mi propia violencia me desconcertó, pero no tenía otra opción. Retrocedí un par de pasos, eché un rápido vistazo en torno y traté de orientarme. El sudor me humedecía la camisa, se deslizaba por mi espalda y me erizaba el vello. Algo no encajaba. Pese a mi memoria borrosa, tenía un plano claro del cementerio en la cabeza: había estado aquí innumerables veces para visitar la tumba de mi padre, pero aunque el cementerio parecía familiar hasta en el último detalle, incluso el olor a hojas quemadas y agua estancada, había algo en su aspecto que no encajaba.

Y entonces me di cuenta de qué era.

Los arces estaban manchados de rojo, una señal de que el otoño estaba próximo. Pero eso era imposible. Estábamos en abril, no en septiembre. ¿Por qué las hojas cambiaban de color? ¿Acaso el hombre decía la verdad?

Dirigí la mirada hacia atrás y vi que el hombre me perseguía cojeando, con el móvil presionado contra la oreja.

—Sí, es ella. Estoy seguro. Abandona el cementerio en dirección al sur.

Me lancé hacia delante impulsada por el miedo. «Salta por encima de la verja. Busca una zona bien iluminada y habitada. Llama a la policía. Llama a Vee…»

Vee, mi mejor amiga, la de más confianza. Su casa estaba más cerca que la mía. Iría allí. Su madre llamaría a la policía. Yo describiría al hombre y ellos lo atraparían y se asegurarían de que me dejara en paz. Me ayudarían a recordar la noche pasada, volvería sobre mis pasos y de algún modo recuperaría la memoria y tendría por dónde empezar a comprender. Así podría desprenderme de esa versión remota de mí misma, de esa sensación de flotar en un mundo que era el mío pero que me rechazaba.

Sólo dejé de correr para encaramarme a la cerca del cementerio. Cien metros más allá había un prado, justo al otro lado del puente Wentworth. Lo atravesaría y recorrería las calles con nombres de árbol: Elm, Maple y Oak, atravesaría callejuelas y patios hasta ponerme a salvo en la casa de Vee.

Cuando me dirigía a toda prisa hacia el puente oí el aullido agudo de una sirena que se aproximaba y dos faros me inmovilizaron. La luz azul de un reflector brillaba en el techo del automóvil, que se detuvo al otro lado del puente haciendo chirriar los neumáticos.

Lo primero que se me ocurrió fue echar a correr hacia el oficial de policía, indicarle el cementerio y describir al hombre que me había cogido, pero después sentí pánico.

A lo mejor no era un oficial de policía, quizá procuraba parecer uno. Cualquiera podía echar mano de un reflector azul. ¿Dónde estaba su coche de policía? Desde mi posición y bizqueando a través del parabrisas, no parecía llevar uniforme.

Todas esas ideas se arremolinaban en mi cabeza.

Me detuve al pie del puente y me apoyé contra la pared de piedra. Estaba segura de que el supuesto oficial me había visto, pero me oculté entre las sombras de los árboles inclinados sobre la orilla del río. Por el rabillo del ojo, vi el resplandor de las aguas negras del río Wentworth. De niñas, Vee y yo nos agazapábamos debajo del puente y atrapábamos cangrejos sumergiendo palos en el agua, con trozos de salchichas clavados en la punta. Los cangrejos aferraban las salchichas con las pinzas y no las soltaban incluso cuando los sacabas del agua y los depositabas en un cubo.

La parte central del río era profunda y también estaba oculta: serpenteaba a través de una zona no urbanizada donde nadie había soltado el dinero para instalar farolas. En el otro extremo del prado, el agua fluía hacia la zona industrial, pasaba junto a las fábricas abandonadas y desembocaba en el mar.

Durante unos instantes, me pregunté si tenía el valor suficiente para saltar del puente. La altura y el miedo a caer me producían terror, pero sabía nadar. Sólo tenía que alcanzar el agua…

El ruido de una puerta de coche cerrándose me hizo volver a la realidad. El hombre del supuesto coche de policía se había apeado. Parecía un mafioso: cabellos oscuros rizados, camisa negra, corbata negra y pantalones negros.

Su aspecto me recordaba a algo, pero antes de atrapar el recuerdo, éste se desvaneció y me encontré tan perdida como antes.

El suelo estaba cubierto de troncos y ramas. Me agaché y, al enderezarme, tenía en la mano una rama casi tan gruesa como mi brazo.

El supuesto oficial fingió no ver mi arma, pero yo sabía que la había visto. Se prendió un escudo de policía en la camisa y alzó las manos. «No te haré daño», indicaba el gesto.

No le creí.

Avanzó unos pasos, procurando no hacer movimientos bruscos.

—Soy yo, Nora. —Al oír mi nombre me encogí. Era la primera vez que oía esa voz y mi corazón empezó a latir tan apresuradamente que lo noté hasta debajo de las orejas—. ¿Estás herida?

Seguí observándolo con angustia cada vez mayor, sin dejar de pensar. El escudo podía ser falso. Ya había decidido que el reflector azul lo era pero, si no era un policía, ¿quién era?

—He llamado a tu madre —dijo, remontando la rampa del puente—. Se reunirá con nosotros en el hospital.

No solté la rama. Subía y bajaba los hombros al respirar y me di cuenta de que estaba jadeando. Otra gota de sudor se deslizó debajo de mi ropa.

—Todo irá bien —dijo él—. Todo ha pasado. No dejaré que nadie te haga daño. Ahora estás a salvo.

Me disgustaba su andar relajado y el tono familiar en el que me hablaba.

—No te acerques —le dije, el sudor de mis manos me impedía aferrar la rama.

—¿Nora? —dijo, frunciendo el ceño.

La rama que sostenía tembló.

—¿Cómo sabes mi nombre? —pregunté; no quería que descubriera cuán asustada estaba. Cuánto miedo me daba él.

—Soy yo —repitió, mirándome directamente a los ojos, como si esperara que todo se iluminara—. El detective Basso.

—No te conozco.

Durante un instante guardó silencio, después hizo otro intento.

—¿Recuerdas dónde has estado?

Lo observé, presa de la desconfianza. Traté de sumergirme en mis recuerdos, penetrando en los pasillos más oscuros y antiguos, pero su rostro no apareció. Quería aferrarme a algo, lo que fuera, que me resultara familiar, a fin de comprender el mundo que había cogido un sesgo deforme para mí.

—¿Cómo llegaste al cementerio esta noche? —preguntó, inclinando la cabeza en esa dirección. Sus movimientos eran cautelosos, y también su mirada e incluso su gesto—. ¿Alguien te dejó allí? ¿Llegaste andando? —Hizo una pausa—. Has de decírmelo, Nora. Es importante. ¿Qué ocurrió esa noche?

«Yo también quisiera saberlo».

Me sentía mareada.

—Quiero ir a casa. —Oí un ruido junto a mis pies y, demasiado tarde, comprendí que había dejado caer la rama. La brisa me enfrió las palmas vacías. Yo no debería estar aquí. Toda esta noche era un enorme error.

No. No toda la noche. ¿Qué recordaba? Sólo una parte. Mi único punto de partida era un segmento de tiempo, cuando desperté encima de una tumba, muerta de frío y perdida.

Convoqué la imagen mental de la granja, segura, cálida y real, y sentí que una lágrima se deslizaba por mi nariz.

—Puedo llevarte a casa —dijo, con una expresión comprensiva—. Pero primero he de llevarte al hospital.

Cerré los ojos, aborreciéndome por llorar: era el modo mejor y más rápido de demostrarle cuán asustada estaba.

Él suspiró, un sonido muy leve, como si deseara que hubiese otra manera de transmitir la información que estaba a punto de proporcionarme.

—Desapareciste hace once semanas, Nora. ¿Me oyes? Nadie sabe dónde has estado durante los últimos tres meses. Han de examinarte. Hemos de asegurarnos de que te encuentras bien.

Lo miré fijamente, pero sin verlo. Diminutas campanas repiqueteaban en mis oídos, pero parecían muy distantes. Sentí un retortijón en el estómago, pero procuré reprimir las náuseas. Había llorado ante él, pero me negaba a vomitar.

—Creemos que fuiste abducida —dijo, con expresión inescrutable. Se había aproximado, y ya estaba demasiado cerca de mí, diciendo cosas incomprensibles—. Secuestrada.

Parpadeé. Me limité a quedarme ahí indecisa.

Mi corazón dio un vuelco. Se me aflojaron los músculos y me tambaleé. Vi el borrón dorado de las farolas por encima de mi cabeza, oí el chapoteo del río debajo del puente, olí los gases del tubo de escape de su coche en marcha. Pero todo eso formaba parte del telón de fondo, una mareante idea de último momento.

Y tras sólo esa breve advertencia, me pareció que oscilaba, oscilaba y caía en la nada.

Me desmayé antes de golpear contra el suelo.