Dando un traspié tras otro, conseguí salir del bosque. Cuando llegué a la granja, la sensación de quemazón que me abrasaba los huesos casi había desaparecido. Ya podía respirar con normalidad, pero aún estaba alarmada. ¿Qué me había dado Dante? Y… ¿por qué?
Llevaba una llave de casa colgada del cuello, y abrí la puerta sin llamar. Me quité las zapatillas deportivas, subí las escaleras y pasé sigilosamente por delante de la puerta del dormitorio de mi madre. El reloj de mi mesilla de noche marcaba las siete menos diez. Antes de que Dante hubiera entrado en mi vida, esa era la hora en que acostumbraba despertarme. Normalmente me levantaba llena de energía, pero esa mañana estaba exhausta y preocupada. Cogí ropa limpia y me metí en el baño para ducharme y prepararme para ir al instituto.
A las ocho menos diez, entraba con mi Volkswagen en el parking para estudiantes. Me encaminé hacia la escuela, un edificio gris parecido a una de esas viejas iglesias protestantes. Una vez dentro, metí mis cosas en la taquilla, recogí los libros y me fui a clase. Mi estómago protestaba, hambriento, pero estaba demasiado nerviosa para comer nada. Aún sentía la bebida azul moviéndose desagradablemente en mi interior.
Primero tenía Historia de Estados Unidos. Me senté en mi sitio y le eché un vistazo a mi nuevo móvil por si tenía algún mensaje. Patch aún no había dado señales de vida. «Tranquila —me dije a mí misma—. Estará ocupado». Pero no podía evitar tener la sensación de que algo andaba mal. Patch me había dicho que pasaría por casa la noche anterior, y no era propio de él romper una promesa. Especialmente sabiendo lo intranquila que estaba desde que habíamos roto.
Justo cuando iba a guardármelo en el bolsillo, el móvil me avisó de que había recibido un mensaje de texto.
REÚNETE CONMIGO EN WENTWORTH RIVER DENTRO DE 30 MIN, rezaba el texto de Patch.
¿ESTÁS BIEN?, le escribí de inmediato.
SÍ. TE ESPERO EN LOS AMARRADEROS. ASEGÚRATE DE QUE NADIE TE SIGUE.
No era el mejor momento, pero no estaba dispuesta a renunciar a encontrarme con Patch. Aunque me había dicho que estaba bien, yo no me había quedado muy convencida. Si realmente lo estaba, ¿por qué me pedía que saliera de clase? ¿Y por qué quería que nos encontráramos tan lejos, en los amarraderos?
Me acerqué al escritorio de la señorita Warnock.
—Disculpe, señorita Warnock. No me encuentro muy bien. ¿Puedo ir a echarme un rato en la enfermería?
La señorita Warnock se quitó las gafas y me estudió con atención.
—¿Va todo bien, Nora?
—Son solo esos días del mes —susurré. «¿No podría haber sido algo más creativa?», pensé.
La señorita Warnock dejó escapar un suspiro.
—Si me dieran un dólar por cada estudiante que me dice lo mismo…
—No se lo pediría si estos pinchazos no me estuvieran matando.
Consideré la posibilidad de llevarme la mano al estómago, pero decidí que tal vez sería demasiado.
Al final me dijo:
—Pídele a la enfermera que te dé paracetamol. Pero en cuanto empieces a encontrarte mejor, te quiero aquí de vuelta. Hoy vamos a comenzar con el republicanismo de Jefferson. Si no tienes a alguien fiable que te deje los apuntes, te pasarás las próximas dos semanas perdida.
Asentí enfáticamente.
—Gracias. Se lo agradezco mucho.
Salí del aula, bajé a toda prisa un tramo de escaleras y, después de echar un vistazo en el corredor para comprobar que el subdirector no estuviera haciendo una de sus rondas, me escabullí por una puerta lateral.
Me metí en el Volkswagen y salí a toda prisa del parking. Esa, por supuesto, había sido la parte fácil. Volver a clase sin un justificante firmado por la enfermera ya iba a ser otro cantar. «No te preocupes», pensé. En el peor de los casos, tendría que pasarme una semana yendo al instituto una hora antes para asistir a la clase de castigo.
Sería una excusa tan buena como cualquier otra para escabullirme de Dante, del que ya no me fiaba.
El sol ya estaba alto y el cielo tenía el azul brumoso de otoño; sin embargo, el aire frío que me atravesaba el chaleco anunciaba la llegada inminente del invierno. El parking de los amarraderos de la parte norte del río estaba vacío. Nadie había decidido pasar la mañana pescando ese día. Después de aparcar el coche, me agazapé entre la vegetación durante unos minutos para comprobar que nadie me hubiera seguido. Luego tomé el camino asfaltado que conducía hasta los amarraderos. Enseguida comprendí por qué Patch había elegido ese lugar: aparte de unos cuantos pajarillos, estábamos completamente solos.
Tres amarraderos se adentraban sobre el río, pero no había ni un solo bote. Caminé hasta el extremo del primero, me protegí los ojos del sol con las manos y miré alrededor. No había señal de Patch.
Mi teléfono sonó.
ESTOY ENTRE LOS ÁRBOLES DEL FINAL DEL CAMINO, me acababa de escribir.
Avancé por el camino dejando atrás los amarraderos y, cuando alcancé los árboles, Pepper Friberg apareció ante mí. Tenía el móvil de Patch en una mano y un arma en la otra. Me quedé mirando fijamente la pistola, y retrocedí un paso inconscientemente.
—No tengo intención de matarte, pero recibir un disparo puede ser terriblemente doloroso —aseguró. Llevaba unos pantalones de poliéster abrochados muy por encima de la cintura y la camisa le hacía unas bolsas nada favorecedoras: al parecer se había abrochado mal los botones. Sin embargo, a pesar de su apariencia de bobo torpón, percibí el poder que desprendía con la misma intensidad que los rayos del sol de verano. Era mucho más peligroso de lo que parecía.
—¿Debo suponer que va a dispararme un experto? —repuse, desafiante.
Sus ojos miraron arriba y abajo del camino, y se secó la frente con un pañuelo blanco: no cabía duda de que estaba ansioso. Se había mordido tanto las uñas que sus dedos parecían muñones.
—Si sabes quién soy, y me atrevería a aventurar que Patch te lo ha contado, entonces también sabrás que no siento el dolor.
—Sé que eres un arcángel y sé que no has respetado las reglas. Patch me contó que has estado llevando una nueva vida, Pepper. ¿Un poderoso arcángel viviendo también como humano? Con tus poderes, debes de haber sacado un buen provecho. ¿Qué buscas? ¿Dinero? ¿Poder? ¿Pasar un buen rato?
—Ya sabes lo que busco: a Patch —dijo mientras las gotas de sudor volvían a cruzarle la frente. Al parecer ese pañuelo no daba abasto—. ¿Por qué me rehúye?
«Oh, ¿quizá porque quieres mandarlo de cabeza al infierno?» Apunté con la barbilla el móvil de Patch que Pepper sostenía en la mano.
—Un buen truco eso de atraerme hasta aquí con su móvil. ¿Dónde lo has conseguido?
—Se lo quité ayer en La Bolsa del Diablo. Descubrí que se escondía en una camioneta marrón que había aparcada al otro lado de la calle, delante de la entrada. Huyó antes de que pudiera echarle el guante, pero no tuvo tiempo de recoger sus cosas, entre ellas este móvil con todos sus contactos. Me he pasado la mañana llamando y enviando mensajes de texto para dar contigo.
Respiré, aliviada. Patch había escapado.
—Si me has hecho venir hasta aquí para interrogarme, no has tenido suerte. No sé dónde está. No he hablado con él desde ayer. De hecho, parece que tú eres el último que lo ha visto.
—¿Interrogarte? —El rosa de las puntas de sus orejas de Dumbo se intensificó—. Por Dios, eso suena muy siniestro. ¿Acaso tengo aspecto de un vulgar delincuente?
—Si no quieres preguntarme nada, ¿por qué te has molestado en hacerme venir hasta aquí?
Hasta entonces habíamos mantenido una conversación inofensiva, pero estaba empezando a ponerme nerviosa. No me fiaba un pelo de Pepper y sus numeritos. Tenía que haber una razón para todo aquello.
—¿Ves esa embarcación de ahí?
Seguí la mirada de Pepper hasta la orilla del río. Una flamante lancha motora blanca flotaba en la superficie del agua. Brillante, ostentosa y seguramente muy rápida.
—Bonita lancha. ¿Te vas de viaje? —pregunté tratando de no parecer preocupada.
—Sí. Y tú te vienes conmigo.