Capítulo

7

Vee avanzó unos metros sorteando los baches del camino de la granja y apagó el equipo de música.

—Bueno, menuda nochecita —dijo—. ¿Qué era eso? ¿Una pelea entre las bandas de los greasers y los socs?

Yo había estado conteniendo el aliento hasta entonces, pero al oírla respiré, aliviada. Por suerte, Vee no había visto lo peor de la noche: ni la gente hiperventilando aterrorizada, ni sus gestos histéricos con las manos, ni por supuesto la escena en la que le rompían el cuello a una chica.

—¡Pero qué dices! ¡Si ni siquiera te has leído Rebeldes!

—Pero he visto la película. Matt Dillon estaba muy bueno cuando era joven.

Se impuso un silencio denso y expectante.

—Vale, dejémonos de tonterías —decidió Vee—. Vamos al tema. Desembucha.

Cuando vacilé, añadió:

—Lo de esa pelea ha sido una locura, pero antes de eso algo ya iba mal. Te has comportado de forma extraña durante toda la noche. No has parado de entrar y salir de La Bolsa del Diablo. Y luego, de pronto, querías desalojar el local. Vamos, dame una explicación.

Y ahí se complicaban las cosas. Quería contarle a Vee toda la verdad, pero era de vital importancia para su seguridad que se creyera las mentiras que iba a contarle. Si Sombrero de Cowboy y sus compinches iban en serio en eso de investigar mi vida, tarde o temprano se enterarían de que Vee era mi mejor amiga. No podía soportar la idea de que la amenazasen o la interrogasen, pero si lo hacían, quería que todas las respuestas que les diera resultaran convincentes. Y, lo más importante, quería que les dijera sin vacilaciones que yo había cortado todos mis vínculos con Patch. Mi única intención era echar agua al fuego antes de que se descontrolara.

—Esta noche, cuando estaba sentada en la barra, se me ha acercado Patch… Y ha sido horrible —empecé a decir pausadamente—. Estaba… borracho. Ha dicho varias tonterías y yo me he negado a irme con él, y entonces ha empleado la fuerza física.

—Mierda —murmuró Vee entre dientes.

—El guardia de seguridad lo ha echado a patadas del local.

—Uau… ¡Qué fuerte! ¿Y tú cómo te sientes?

Cerré los puños sobre mi regazo.

—Patch y yo lo hemos dejado.

—¿Cómo? Pero ¿dejado del todo?

—Definitivamente.

Vee se inclinó hacia mí y me dio un abrazo. Abrió la boca para decir algo, pero al ver la expresión de mi rostro se lo pensó mejor.

—Me lo callo, pero ya sabes que lo estoy pensando.

Una lágrima me asomó por el rabillo del ojo. Vee estaba visiblemente aliviada, y eso me hacía sentir aún más despreciable. Le había mentido. Era una mala amiga, lo sabía, pero no tenía ni idea de cómo remediarlo. Lo único que intentaba era evitar que Vee saliera perjudicada.

—¿Y qué pasaba con el tío de la camisa de franela?

«No le harán daño si no puede contarles nada».

—Antes de que le dieran la paliza, Patch me ha advertido de que me mantuviera alejada del hombre de la camisa de franela. Me ha dicho que lo conocía y que tenía problemas. Por eso te he pedido que averiguases su nombre. Le he pillado mirándome en más de una ocasión y he empezado a ponerme nerviosa. He pensado que tal vez quería seguirme hasta casa y, para evitarlo, he decidido desatar el caos entre la gente. Así, cuando saliéramos de La Bolsa del Diablo, no le resultaría fácil seguirnos.

Vee dejó escapar un largo suspiro.

—Me creo que hayas roto con Patch, pero no me trago ni una palabra de lo demás.

Di un respingo.

—Vee…

Levantó una mano y me dijo:

—Lo entiendo. Tienes tus secretos, y uno de estos días me contarás lo que ocurre. Y yo te contaré los míos. —Levantó las cejas a conciencia—. No pasa nada. No eres la única que tiene secretos. Te desvelaré los míos cuando llegue el momento, y supongo que tú harás lo mismo.

Me la quedé mirando con los ojos muy abiertos. No había esperado que nuestra conversación tomara ese cauce.

—¿Tú tienes secretos? ¿Qué secretos?

—Secretos jugosos.

—¡Cuéntamelos!

—Uy, fíjate —dijo señalando el reloj del salpicadero—. Creo que ha sonado tu toque de queda.

Yo estaba con la boca abierta.

—No puedo creer que me hayas ocultado cosas.

—Y yo no puedo creer que seas tan hipócrita.

—Esta conversación no ha terminado —le advertí abriendo la puerta de mala gana.

—No es lo mismo del otro lado, ¿verdad?

Le di las buenas noches a mi madre, y luego me encerré en mi habitación y llamé a Patch. Cuando Vee y yo habíamos salido de La Bolsa del Diablo, la Chevy marrón ya no estaba aparcada junto a la acera. Supuse que Patch se había ido antes de que los ángeles caídos hicieran su aparición sorpresa, porque si hubiera creído que yo podía estar en peligro, habría entrado en el local sin dudarlo; sin embargo, lo que más me interesaba era saber si le había echado el guante a Sombrero de Cowboy. Seguramente estaban manteniendo una conversación en ese preciso instante. Me pregunté si Patch le estaría interrogando o más bien amenazando. Probablemente ambas cosas.

Saltó el contestador de Patch y colgué. Dejarle un mensaje me pareció demasiado arriesgado. Además, vería la llamada perdida y reconocería mi número. Esperé que aún tuviera planeado pasar por casa esa noche.

Sabía que nuestra pelea estaba preparada, pero quería asegurarme de que nada había cambiado. Estaba inquieta, y necesitaba saber que aún nos encontrábamos en el mismo punto emocional que antes de nuestra representación.

Decidí volver a marcar el número de Patch para asegurarme, y luego me metí en la cama hecha un manojo de nervios.

El día siguiente era martes: Jeshván empezaría cuando se levantara la nueva luna.

Después del terrible ataque de esa noche, tenía la sensación de que los ángeles caídos estaban contando las horas para poder dar rienda suelta a su cólera.

Me despertó el crujir del suelo de madera. Cuando mi visión se adaptó a la oscuridad, descubrí dos piernas largas y musculadas enfundadas en unos pantalones blancos.

—¿Dante? —balbucí alargando el brazo hacia la mesilla de noche en busca del despertador—. Hum… ¿Qué hora es? ¿En qué día estamos?

—Martes por la mañana —respondió—. ¿Sabes lo que eso significa?

Me cayó una pelota de ropa deportiva en plena cara.

—Te espero fuera. Sal cuando te vaya bien.

—¿En serio?

Vi brillar su sonrisa blanca en la oscuridad.

—No puedo creer que te lo hayas tragado. Quiero tu culo abajo en menos de cinco minutos.

Al cabo de cinco minutos justos, salía por la puerta a regañadientes, tiritando de frío. Estábamos a mediados de octubre y soplaba un viento suave que se llevaba las hojas de los árboles y hacía crujir sus ramas. Hice un par de estiramientos y di unos cuantos saltos para acelerar la circulación de la sangre.

—Sigue así —me ordenó Dante, y salió disparado hacia los árboles del otro lado de la calle.

Aún no me entusiasmaba la idea de meterme en el bosque a solas con Dante, pero pensé que si lo que quería era hacerme daño, había tenido un montón de oportunidades la noche anterior. Así que corrí tras él, buscando con la mirada el destello blanco que ocasionalmente me iba señalando su presencia. Mi agudeza visual no debía de ser nada comparada con la suya, porque mientras yo tropezaba con los troncos cada dos por tres, perdía el ritmo al meter el pie en algún agujero y me daba de bruces con las ramas bajas, él flotaba como el viento. Cada vez que oía su risa burlona, apretaba el paso decidida a arrojarlo por la primera cuesta empinada que encontrara. Aquello estaba lleno de barrancos; solo necesitaba acercarme lo bastante a él para mandarlo montaña abajo.

Al cabo de un buen rato, Dante se detuvo y, cuando lo alcancé, me lo encontré echado sobre una enorme roca con las manos detrás de la cabeza. Se había quitado los pantalones de correr y la sudadera, y llevaba unos shorts y una camiseta ajustada. Salvo tal vez por el suave movimiento de su caja torácica, nunca habría imaginado que acababa de correr unos quince kilómetros cuesta arriba.

Me arrastré hacia la roca y me eché junto a él.

—Agua —supliqué sin aliento.

Dante se apoyó en el codo para incorporarse.

—Ni lo sueñes. Te voy a dejar seca como una pasa. El agua alimenta las lágrimas, y las lágrimas son algo que no puedo soportar. Y, en cuanto veas lo que te tengo preparado, te entrarán ganas de llorar. ¡Menos mal que no podrás!

Me cogió por las axilas y me puso en pie. El alba empezaba a clarear por el horizonte, tiñendo el cielo de un rosa helado. Estando allí de pie en esa roca, nuestra vista alcanzaba kilómetros de distancia. Las coníferas, los abetos y los cedros se extendían como una alfombra en todas direcciones, cubriendo las colinas y el barranco profundo que atravesaba el paisaje como una cicatriz.

—Elige uno —me mandó Dante.

—¿Un qué?

—Un árbol. En cuanto lo hayas arrancado, podrás irte a casa.

Miré a mi alrededor, desconcertada: esos árboles debían de tener cientos de años y el diámetro de su tronco era como el de tres postes de teléfono juntos. No me lo podía creer.

—Dante…

—¡A fortalecer los músculos!

Me dio una palmada en la espalda para animarme y volvió a echarse tranquilamente encima de la roca.

—Esto será mejor que la tele.

—Te odio.

Soltó una carcajada.

—No, aún no. Pero espera a ver dentro de una hora…

Al cabo de una hora, había puesto toda mi energía —y tal vez toda el alma— en arrancar un cedro realmente cabezota y nada complaciente. Era un ejemplar de cedro sano y regio que apenas se inclinó ligeramente. Traté de tumbarlo, arrancarlo de raíz, patearlo para que obedeciera, e incluso golpearlo inútilmente con los puños. Decir que el árbol había ganado la partida era quedarse corto. Y, mientras, Dante había estado repantingado en su roca, riéndose, resoplando y gritando a voces comentarios burlones. Al menos a uno de los dos le resultaba divertida la experiencia.

Estuvo paseándose tranquilamente arriba y abajo, con una sonrisa sutil y odiosa en el rostro. Y al rato se rascó el codo y dijo:

—Y bien, Jefe del Gran Ejército de los Nefilim, ¿no ha habido suerte?

Regueros de sudor me recorrían el rostro y me caían al suelo gota a gota desde la punta de la nariz y la barbilla. Tenía profundos arañazos en las palmas de las manos, las rodillas peladas, me había torcido el tobillo, y todos los músculos de mi cuerpo gritaban agónicamente. Tiré de la camiseta Dante y la empleé para secarme la cara. Y luego me soné la nariz con ella.

Dante retrocedió unos pasos con las palmas levantadas.

—¡Eh, eh!

Alargué el brazo hacia el árbol que había elegido y admití con un sollozo:

—No puedo hacerlo. No estoy hecha para esto. Nunca seré tan fuerte como tú, o cualquier otro Nefil.

Noté que el labio inferior me temblaba por la vergüenza y la decepción.

—Tranquila, Nora —dijo entonces Dante con la expresión más relajada—. Sabía que no podrías hacerlo. Ahí estaba la gracia. Quería ponerte un objetivo imposible para que, más adelante, cuando ya fueras capaz de lograrlo, te dieras cuenta de hasta dónde habías llegado.

Me lo quedé mirando mientras me hervía la sangre.

—¿Qué? —me preguntó.

—¿Que qué? ¿Estás loco? Hoy tengo clase. Y debo estudiar para un examen. Creía que me estaba esforzando por algo que valía la pena, pero ahora resulta que solo me estabas poniendo a prueba. Bueno, pues aquí lo tienes: tiro la toalla. ¡Me rindo! Yo no pedí nada de esto. Fue idea tuya. Hasta ahora tú has tomado todas las decisiones, y ha llegado mi turno. ¡ME LARGO!

Sabía que estaba deshidratada y que probablemente no pensaba con claridad, pero ya se me había acabado la paciencia. De acuerdo, me habría gustado tener más resistencia y más fortaleza, y aprender a defenderme. Pero eso era ridículo. ¿Arrancar un árbol? Yo lo había intentado con todas mis fuerzas, y él se había quedado allí echado, burlándose, a sabiendas de que nunca sería capaz de conseguirlo.

—Pareces muy cabreada —observó frunciendo el ceño mientras se acariciaba la barbilla con expresión perpleja.

—¿No me digas?

—Tómatelo como una demostración práctica. Una evaluación.

—¿Esto? ¿Una evaluación? —Y le enseñé el dedo corazón.

—Estás sacando las cosas de quicio. Te das cuenta, ¿no?

De acuerdo, al cabo de dos horas, tal vez lo vería. Después de haberme duchado, rehidratado y aterrizado en la cama. Cosa que, por mucho que me apeteciera, no podría hacer, porque tenía clase.

—Eres el jefe del ejército —me empezó a decir Dante—, y también eres una Nefil atrapada en un cuerpo humano. Tienes que entrenarte más que todos nosotros, porque estás en gran desventaja. No te hago ningún favor poniéndotelo fácil.

Lo fulminé con la mirada mientras el sudor me empapaba los ojos.

—¿Se te ha ocurrido pensar que quizá no quiero este trabajo? ¿Que no quiero ser jefe del ejército?

Se encogió de hombros.

—Eso no importa. Ya está hecho. No sirve de nada hacer castillos en el aire.

—¿Por qué no escenificas un golpe de Estado y me usurpas el puesto? —murmuré, desanimada, medio en broma. Por lo que yo sabía, Dante no tenía ningún motivo para mantenerme en el poder y velar por mi vida—. Lo harías mil veces mejor que yo. A ti te importa de verdad.

Volvió a acariciarse la barbilla.

—Bueno, ahora que lo dices…

—No tiene gracia, Dante.

Su sonrisa se desvaneció.

—No, no la tiene. Por si te sirve de algo, le juré a Hank que te ayudaría a tener éxito en tu misión. Mi vida pende de un hilo tanto como la tuya. No vengo aquí cada mañana para ganarme el cielo. Te entreno porque necesito que ganes. Mi vida está en tus manos.

Traté de asimilar sus palabras.

—¿Me estás diciendo que si no voy a la guerra y gano, tú vas a morir? ¿Es ese el juramento que le hiciste a Hank?

Dejó escapar un intenso suspiro y respondió:

—Sí.

Cerré los ojos y me presioné las sienes con los dedos.

—Ojalá no me lo hubieses contado.

—¿Estresada?

Apoyé la espalda en la roca y dejé que la brisa me acariciara la piel. Luego inspiré profundamente un par de veces. Resumiendo: no solo me arriesgaba a matar a mi madre y acabar con mi vida si no encabezaba el ejército de Hank, sino que, además, si no conseguía la victoria para las tropas Nefilim, también condenaba a muerte a Dante. Pero ¿y qué había de la paz? ¿De mi trato con los arcángeles?

Maldito Hank. Todo era por su culpa. Si no estaba consumiéndose en el infierno, es que no había justicia en este mundo… ni tampoco fuera de él.

—Lisa Martin y los altos cargos Nefilim quieren verte otra vez —dijo Dante—. He estado dándoles largas, porque la idea de la guerra no te entusiasma demasiado, y me preocupa su reacción. Necesitamos que te mantengan en el poder. Y, para que eso sea posible, es preciso que piensen que tus deseos y los suyos son los mismos.

—Aún no quiero reunirme con ellos —repuse automáticamente—. Sigue dándoles largas.

Necesitaba tiempo para pensar. Tiempo para decidir por dónde tirar. ¿Quién representaba mayor amenaza: los arcángeles insatisfechos o los Nefilim rebeldes?

—¿Quieres que les diga que, por ahora, prefieres que sea tu portavoz?

—Sí —le respondí agradecida—. Haz lo que sea necesario para conseguirme un poco más de tiempo.

—Por cierto, ya me enteré de vuestra falsa ruptura de anoche. Parece que montasteis un buen espectáculo. Los Nefilim se lo tragaron.

—Pero tú no.

—Patch me puso sobre aviso —dijo guiñándome el ojo—. Pero tampoco me lo hubiera creído. Os he visto juntos. Lo que tenéis no se acaba así como así. Toma —añadió alargándome una botella de Gatorade bien fría—. Bébetela. Has perdido mucho líquido.

Abrí la botella asintiendo agradecida y me la bebí con ganas. El líquido azul bajó por mi garganta y se espesó al instante taponando mi esófago. Un calor intenso me atenazó el cuello y enseguida se propagó por todo mi cuerpo. Me incliné hacia delante, tosiendo y jadeando.

—¿Qué demonios es esto? —mascullé a punto de devolver.

—Hidratación post-entreno —me explicó sin osar mirarme a los ojos.

El brebaje seguía ahogándome y mis pulmones empezaron a agitarse espasmódicamente.

—Creía… que era Gatorade… ¡Es lo que pone… en la botella!

Me miró con cara inexpresiva.

—Es por tu bien —repuso maquinalmente. Y desapareció dejando tras de sí una sombra borrosa.

Yo aún seguía doblada sobre mis piernas, con la sensación de que mis entrañas se derretían poco a poco. De pronto empecé a ver lucecitas azules y el mundo se inclinó primero hacia la izquierda… y luego hacia la derecha. Me llevé ambas manos al cuello y avancé pesadamente, convencida de que si moría allí nadie me encontraría.