—No —le solté abruptamente—. No, no, no. No puedes venirte a vivir conmigo.
Un sentimiento de pánico me recorrió de arriba abajo, desde los dedos de los pies hasta las puntas de las orejas. Necesitaba un argumento. Enseguida. Pero mi cerebro siguió repitiendo frenéticamente el mismo pensamiento desesperado e inútil: «No».
—Ya lo tengo decidido —sentenció Marcie, y desapareció en el interior del local.
—¿Y yo qué? —le grité mientras se alejaba. Le pegué una patada rabiosa a la puerta, pero me sentí como si me la estuviera dando a mí: ¡eso por querer hacerle un favor a Vee!
Abrí la puerta de un tirón y entré dentro. Encontré a Vee donde la había dejado.
—¿Hacia dónde se ha ido? —le pregunté.
—¿Quién?
—¡Marcie!
—Creía que estaba contigo.
Le lancé a Vee una mirada iracunda.
—¡Todo esto es por tu culpa! Tengo que encontrarla.
Sin darle más explicaciones, me abrí paso entre la multitud, escrutando el local en busca de cualquier rastro de Marcie. Tenía que atajar aquello de raíz, antes de que se me fuera de las manos. «Te está poniendo a prueba —me decía a mí misma—. Sondeándote. No hay nada definitivo». Además, la última palabra la tenía mi madre. Y no permitiría que Marcie se fuera a vivir con nosotras. Marcie ya tenía su propia familia. Le faltaba el padre, de acuerdo, pero yo era el vivo ejemplo de que lo importante de una familia no era el número de miembros que la componían. Estimulada por ese pensamiento, empecé a sosegar el ritmo de mi respiración.
Bajaron las luces y el cantante del grupo Serpentine cogió el micro y asintió varias veces con la cabeza. Tras la señal, el batería rompió el silencio marcando el ritmo, y Scott y el otro guitarrista se unieron a él en un tema violento e inconformista. Al cabo de un instante, todo el local menaba la cabeza frenéticamente y cantaba la letra de las canciones a voz en cuello.
Eché un último vistazo a mi alrededor tratando de encontrar a Marcie y me di por vencida. Tendría que aclarar las cosas con ella más tarde. Patch y yo habíamos acordado que nos reuniríamos en la barra del bar en cuanto empezara el concierto, y, al oír las primeras notas, mi corazón volvió a golpearme el pecho con fuerza.
Me encaminé hacia la barra y me senté en el primer taburete libre que encontré. Estuve a punto de perder el equilibrio cuando me dejé caer en el asiento. Tenía la sensación de que mis piernas estaban hechas de goma y me temblaban los dedos. No sabía cómo iba a salir de esa.
—¿Me enseñas tu carné? —me preguntó el propietario del bar. Desprendía una especie de corriente eléctrica y enseguida supe que era un Nefil, tal como Patch me había dicho.
Negué con la cabeza y le dije:
—Solo quiero un Sprite, por favor.
Al cabo de un instante, sentí a Patch justo detrás de mí. La energía que irradiaba era mucho más potente que la del propietario del bar, y me atravesaba la piel como el calor de la luz del sol. Siempre causaba ese efecto en mí. Esa noche, sin embargo, esa corriente crepitante no hizo más que agudizar mi ansiedad. Significaba que Patch había llegado, que ya no me quedaba tiempo. No quería seguir adelante con todo aquello, pero sabía que no tenía elección. Debía actuar con inteligencia y pensar en mi seguridad y la de aquellos a los que más quería.
«¿Lista?», me preguntó Patch en la privacidad de sus pensamientos.
«Si tener ganas de devolver es estar lista, lo estoy».
«Luego me paso por tu casa y hablamos tranquilamente. Ahora será mejor que nos quitemos esto de encima».
Asentí con la cabeza.
«Vamos, tal como lo ensayamos», dijo mentalmente con calma.
«¿Patch? Pase lo que pase, que sepas que te quiero». Quería decirle mucho más: esas dos palabras no me parecían suficientes para expresar todo lo que sentía por él, pero, al mismo tiempo, eran tan simples, tan precisas, que nada podía mejorarlas.
«¿No te arrepientes, Ángel?»
«No», repuse solemnemente.
El propietario del bar le sirvió una copa a un cliente y se acercó a Patch para atenderlo. Lo miró de arriba abajo y, a juzgar por la expresión avinagrada de su rostro, se dio cuenta de que era un ángel caído.
—¿Qué te sirvo? —le preguntó con un repunte de desprecio mientras se secaba las manos con un trapo.
Patch masculló con la voz inconfundible de un borracho:
—Una pelirroja buenorra, a poder ser alta, esbelta y con piernas interminables.
Me acarició la barbilla con la punta de los dedos, y yo me envaré y me zafé de él.
—No estoy interesada —dije bebiendo un sorbo de Sprite con la mirada clavada en el espejo que recubría la pared del bar. Conseguí que mis palabras rezumaran suficiente ansiedad como para captar la atención del propietario del bar.
Se inclinó encima de la barra apoyando sus enormes brazos en la placa de granito y atravesó a Patch con la mirada.
—La próxima vez léete la carta antes de hacerme perder el tiempo. No ofrecemos a chicas que no estén interesadas, sean o no pelirrojas.
Hizo una pausa para crear un efecto amenazador y luego se encaminó al otro lado de la barra para atender al siguiente cliente.
—Y si es Nefil, mucho mejor —insistió Patch con su voz ebria.
El propietario del bar se detuvo en seco con los ojos cargados de desprecio.
—¿Te importaría bajar la voz? Tenemos compañía: en este local también hay humanos.
Patch le quitó importancia al comentario agitando torpemente el brazo.
—Es un detalle por tu parte que te preocupes por los humanos, pero, con un simple truco psicológico, no se acordarán de nada de lo que he dicho. Lo he repetido tantas veces que puedo hacerlo con los ojos cerrados —dijo arrastrando ligeramente las palabras.
—¿Quieres que este desgraciado se vaya? —me preguntó el dueño del bar—. Dímelo y aviso al de seguridad.
—Gracias por el ofrecimiento, pero puedo arreglármelas sola —repuse—. Tendrás que disculpar a mi ex novio: es un gilipollas rematado.
Patch soltó una carcajada.
—¿Un gilipollas? No era eso lo que decías la última vez que estuvimos juntos —repuso insinuante.
Le lancé una mirada de desprecio.
—No ha sido Nefil desde siempre, ¿sabes? —informó Patch al dueño del bar con aire melancólico—. Puede que hayas oído hablar de ella. La heredera de la Mano Negra. Me gustaba más cuando era humana, pero siempre te da prestigio salir por ahí con la Nefil más famosa de la Tierra.
El propietario del bar me miró interesado.
—¿Eres la hija de la Mano Negra?
Fulminé a Patch con la mirada.
—Muchas gracias.
—¿Es verdad que la Mano Negra ha muerto? —preguntó el hombre—. No lo entiendo. Era un gran hombre, que en paz descanse. Mis respetos a tu familia. —Hizo una pausa, algo confundido—. Pero ¿está realmente muerto?
—Eso parece —murmuré por lo bajo. No era capaz de derramar una sola lágrima por Hank, pero conseguí imprimirle a mi voz un tono grave y melancólico que pareció satisfacer al propietario del bar.
—¡Una ronda a la salud del ángel caído que lo hizo! —interrumpió Patch levantando mi vaso para brindar—. Creo que todos estaremos de acuerdo en que fue eso lo que pasó. Parece que la palabra «inmortal» ya no tiene el mismo sentido.
Y se echó a reír con ganas, descargando el puño sobre la barra.
—¿Y tú salías con este cerdo? —me preguntó el dueño del bar.
Miré de reojo a Patch y fruncí el ceño.
—Es algo que querría olvidar.
—Sabes que es… —el dueño del bar hizo una pausa y, bajando la voz, prosiguió—: Un ángel caído, ¿verdad?
Me acerqué el vaso a los labios y tragué con fuerza.
—No me lo recuerdes. Pero me he enmendado: ahora salgo con Dante Matterazzi, cien por cien Nefil. No sé si habrás oído hablar de él.
Era una ocasión perfecta para hacer correr el rumor.
Sus ojos se iluminaron.
—Por supuesto —repuso impresionado—. Es un tipo genial. Todo el mundo conoce a Dante.
Patch cerró los dedos violentamente alrededor de mi muñeca.
—Es todo mentira. Aún estamos juntos. ¿Qué me dices si nos largamos de aquí, cariño?
Di un respingo cuando me tocó, como si estuviera sorprendida.
—¡Quítame las manos de encima!
—Tengo la moto ahí fuera. Deja que te lleve a dar una vuelta. Por los viejos tiempos.
Se levantó y tiró de mí tan bruscamente que tumbó el taburete en el que estaba sentada.
—Avisa al de seguridad —le ordené al dueño con voz angustiada—. Deprisa.
Patch me arrastró hacia la puerta principal y, cuando fingí revolverme para zafarme de él, supe que lo peor aún estaba por llegar.
El guardia de seguridad se plantó en nuestro camino con los brazos en jarras. Era un Nefil un palmo más alto que Patch y con varios kilos más que él. Sin dudarlo ni un segundo, agarró a Patch por el gaznate y lo lanzó contra la pared sin contemplaciones. Serpentine estaba en su momento álgido y su música ahogaba los gritos de la pelea; sin embargo, todos los que se encontraban cerca se retiraron unos pasos y formaron un semicírculo de curiosos alrededor de los dos hombres.
Patch levantó las manos a la altura de los hombros y esbozó una sonrisa ebria.
—Oye, yo no quiero problemas.
—Demasiado tarde —dijo el guardia de seguridad, y le dio un buen puñetazo en la cara. La piel de encima de la ceja se le abrió y la sangre empezó a brotar. Tuve que morderme los labios para no soltar un grito ahogado y me costó lo mío no correr a su lado.
El guardia de seguridad apuntó hacia la puerta con la cabeza.
—Si no quieres tener problemas, será mejor que no vuelvas por aquí. ¿Entendido?
Patch avanzó a trompicones hacia la salida, saludando perezosamente al guardia con la mano.
—Sí, sí…
El guardia le plantó el pie en la parte trasera de la rodilla, y Patch se precipitó sobre el suelo de cemento de la entrada.
—Perdona, es que se me ha resbalado el pie.
Un hombre se rio en el interior del local: tenía una risa grave y contundente que me llamó la atención. No era la primera vez que la oía. Si aún hubiera sido humana, no la habría reconocido, pero todos mis sentidos se habían agudizado. Agucé la mirada tratando de identificar al responsable de esa risa irritante.
Ahí estaba.
Sombrero de Cowboy. Esa noche no llevaba ni sombrero ni gafas de sol, pero habría reconocido esos hombros encorvados y esa sonrisa cáustica con los ojos cerrados.
«¡Patch!», grité mentalmente, sin saber si estaba lo bastante cerca para oírme. Ahora que la pelea ya había terminado, la gente se iba repartiendo a mi alrededor, ocupando los espacios que habían quedado vacíos. «Uno de los Nefilim de la cabaña. ¡Está aquí dentro, justo delante de la puerta de entrada! Lleva una camisa de franela roja y negra, tejanos y unas camperas».
Esperé, pero no hubo respuesta.
«¡Patch!», grité de nuevo empleando todo mi poder mental. Si no quería levantar la liebre, no podía seguirle afuera.
Vee apareció junto a mí.
—¿Qué pasa? Dicen que ha habido una palea. ¡No puedo creer que me la haya perdido! ¿Has visto algo?
Me la llevé a un lado.
—Necesito que me hagas un favor. ¿Ves ese tío que está junto a la puerta, el de la camisa de franela de paleto? Necesito que descubras cómo se llama.
Vee frunció el ceño.
—¿A qué viene esto?
—Ya te lo explicaré más tarde. Coquetea con él, róbale la cartera, lo que se te ocurra. Pero no menciones mi nombre, ¿vale?
—Lo haré con una condición: una doble cita. Tú y tu novio el matón, y Scott y yo.
No tenía tiempo de explicarle que Patch y yo habíamos cortado, así que le contesté:
—Vale. Y ahora date prisa o desaparecerá entre la multitud.
Vee hizo chasquear los nudillos y se alejó contoneándose. No me quedé para ver cómo se las arreglaba. Me abrí camino entre el gentío, llegué a la puerta trasera, y no paré de correr hasta que alcancé la salida del callejón. Luego rodeé el edificio mirando a un lado y a otro en busca de Patch.
«¡Patch!», le grité a la oscuridad.
«¿Ángel? ¿Qué estás haciendo? Es peligroso que nos vean juntos».
Me volví, pero Patch no estaba allí. «¿Dónde estás?»
«Al otro lado de la calle. En una camioneta».
Busqué con la mirada y, finalmente, localicé una camioneta Chevy de un marrón rojizo aparcada junto a la acera. Se confundía con el fondo de edificios destartalados. Tenía los cristales tintados, así que la cabina quedaba fuera del alcance de las miradas curiosas.
«¡Uno de los Nefilim de la cabaña está en La Bolsa del Diablo!»
Silencio.
«¿Ha visito la pelea?», preguntó Patch al cabo de un instante.
«Sí».
«¿Qué aspecto tiene?»
«Lleva una camisa de franela negra y roja y botas camperas».
«Hazle salir del edificio. Si los que le acompañaban en la cabaña están con él, que salgan también. Quiero hablar con ellos».
Viniendo de Patch, ese comentario tenía un tinte siniestro, pero esos se lo habían buscado. Todos los sentimientos compasivos que pudieran inspirarme se habían esfumado en el momento en el que me habían arrojado dentro de su camioneta.
Volví corriendo a La Bolsa del Diablo y traté de abrirme paso entre el gentío que se apelotonaba alrededor del escenario. Serpentine continuaban entregados a su actuación, con una balada que el público seguía con entusiasmo. No sabía cómo iba a arreglármelas para sacar a Sombrero de Cowboy del local, pero conocía a una persona que podría ayudarme.
«¡Scott!», grité con todas mis fuerzas. Era inútil. La música hacía vibrar todo el local y no iba a conseguir que me oyera. Además, estaba completamente concentrado.
Me puse de puntillas y traté de localizar a Vee. Enseguida la vi acercándose a mí.
—He empleado todos mis trucos, pero ninguno ha funcionado —me informó—. Tal vez necesite un corte de pelo. —Se olfateó los sobacos y añadió—: Yo diría que el desodorante aún aguanta.
—¿Se ha largado?
—Sí, y tampoco he conseguido su nombre. ¿Significa eso que no tendremos esa doble cita?
—Ahora vuelvo —le dije, y me encaminé al callejón una vez más. Cuando avanzaba con paso firme decidida a acercarme lo bastante a Patch como para decirle mentalmente que obligar a nuestro amigo Nefil a salir de La Bolsa del Diablo iba a ser más difícil de lo que creíamos, dos figuras oscuras que conversaban en voz baja delante de la salida trasera del edificio vecino me obligaron a detenerme.
Pepper Friberg y… Dabria.
Dabria había sido un ángel de la muerte y había salido con Patch antes de que los dos fueran expulsados del cielo. Patch me juró y me perjuró que habían tenido una relación aburrida, casta y más bien de conveniencia. Aun así, después de decidir que yo era una amenaza para sus planes de reanudar su relación con Patch aquí en la Tierra, Dabria había intentado matarme. Era guay, rubia y sofisticada. Nunca la había visto mal peinada, y su sonrisa me helaba la sangre. Ahora era un ángel caído y se dedicaba a timar a pobres víctimas con el falso pretexto de tener el don de ver el futuro. Era uno de los ángeles caídos más peligrosos que conocía y estaba convencida de que yo encabezaba su lista de enemigos.
Retrocedí y pegué la espalda en la pared de La Bolsa del Diablo. Contuve el aliento durante unos segundos; afortunadamente, todo indicaba que ni Pepper ni Dabria me habían visto. Me acerqué unos pasos, pero no quise tentar a la suerte. En cuanto estuviera lo bastante cerca como para oír lo que estaban diciendo, cualquiera de los dos habría podido percibir mi presencia.
Pepper y Dabria hablaron durante unos minutos más, y luego ella se volvió y se alejó callejón abajo. Pepper hizo un gesto obsceno a sus espaldas. Eran imaginaciones mías, ¿o parecía especialmente de mal humor?
Esperé a que Pepper también se fuera y salí de las sombras para volver directamente a La Bolsa del Diablo. Encontré a Vee en nuestro sofá y me senté junto a ella.
—Necesito vaciar el local ahora mismo —le dije.
Vee me miró desconcertada.
—¿Perdona?
—¿Y si grito «fuego»? ¿Crees que funcionaría?
—Eso de gritar «fuego» está ya muy visto. También podrías gritar «policía», pero supongo que tampoco es muy original. Pero ¿a qué viene tanta prisa? No creo que Serpentine sean tan malos.
—Ya te lo contaré…
—… luego —dijo Vee asintiendo con la cabeza—. Lo veía venir. Si yo estuviera en tu lugar, gritaría «policía». Seguro que en este local hay más de uno que se dedica a actividades ilegales. Grita «policía» y verás movimiento.
Me mordí nerviosamente el labio, sin saber muy bien qué hacer.
—¿Estás segura?
Algo me decía que ese plan podía estallarme fácilmente en la cara. Pero, una vez más, no tenía opción. Patch quería hablar con Sombrero de Cowboy, y yo quería lo mismo. También quería que acabara deprisa con el interrogatorio para poder contarle que había visto a Dabria y a Pepper.
—Treinta y cinco por ciento segura…
Su voz se apagó en cuanto un golpe de aire frío irrumpió en la sala. Al principio no supe determinar si la razón de la caída repentina de temperatura eran las puertas, que habían quedado abiertas, o mi respuesta física al intuir problemas… del peor tipo.
Un río de ángeles caídos entró en La Bolsa del Diablo. Empecé a contarlos, pero perdí la cuenta en el número diez: parecía haber infinitos. Se movían tan deprisa que solo veía figuras borrosas entrando a toda velocidad. Estaban listos para luchar, meneando los puños y las navajas, agitando herramientas de hierro ante todo el que encontraban a su paso. En medio de la refriega, contemplé con impotencia a dos chicos Nefilim desplomándose sobre sus rodillas, resistiéndose inútilmente a los ángeles caídos que los rodeaban y les exigían que les juraran lealtad.
Un ángel caído, delgado y pálido como la luna, descargó brutalmente el brazo sobre el cuello de una chica Nefil y se lo rompió mientras ella gritaba de dolor.
El chico inspeccionó el rostro de la muchacha. Curiosamente era una chica muy parecida a mí, con la misma cabellera larga y rizada, y también mi mismo peso y complexión. Estudió su rostro y soltó un grito de impaciencia mientras paseaba su mirada fría por la multitud. Tuve la sensación de que estaba buscando a su siguiente víctima.
—Tenemos que salir de aquí —me instó Vee con urgencia, cogiéndome de la mano—. Por aquí.
¿Había presenciado Vee esa escena? ¿Había visto cómo el ángel caído le rompía el cuello a esa pobre chica? Y, en caso de que así fuera, ¿cómo se las arreglaba para mantener la calma? Antes de que tuviera tiempo de preguntármelo, mi amiga me empujó entre el gentío.
—¡No mires atrás! —me gritó al oído—. ¡Y date prisa!
Deprisa. De acuerdo. El problema era que teníamos al menos a cien personas por delante. En cuestión de segundos, la multitud se había convertido en una masa desquiciada que se apretaba y se revolvía para llegar a la salida. Serpentine había dejado una canción a medias. Ya era demasiado tarde para retroceder en busca de Scott. Solo esperaba que hubiera podido escapar por la puerta trasera.
Tenía a Vee pegada a los talones y se me echaba encima tan a menudo que me pregunté si estaría tratando de protegerme con su cuerpo. Poco sabía ella que sería yo quien la defendería en caso de que los ángeles caídos nos eligieran como víctimas. A pesar de mi única pero agotadora sesión de entrenamiento con Dante, no creía que tuviera muchas posibilidades de salir airosa.
De pronto, sentí el impulso de volver atrás y luchar. Los Nefilim tenían derechos. Yo tenía derechos. Los ángeles caídos no eran dueños de nuestros cuerpos, no podían argüir ninguna razón justa para poseernos. Había asegurado a los arcángeles que detendría la guerra, pero ahora me daba cuenta de que tenía un interés personal en el asunto. Quería la guerra, y quería la libertad, para no tener que arrodillarme y jurarle a nadie que le entregaba mi cuerpo.
Pero ¿cómo podía conseguir lo que deseaba y al mismo tiempo satisfacer a los arcángeles?
Vee y yo respiramos al fin el aire frío de la noche. La multitud se sumergió en la oscuridad esparciéndose hacia ambos lados de la calle. Sin detenernos a tomar aliento, corrimos hacia el Neon.