Capítulo

40

El sol asomaba por el horizonte, perfilando la silueta infinita del ejército de ángeles caídos que avanzaba implacable por el cementerio. A la luz sesgada de primera hora de la mañana, sus sombras emitían un azul incandescente, como una ola gigantesca que se acercaba a la costa. Un hombre —un Nefil— encabezaba el ejército blandiendo una espada luminosa y azul. Una espada creada para matarme. Incluso a esa distancia, los ojos de Dante parecían pendientes solo de una cosa: encontrarme.

Me había preguntado cómo debían de haberse abierto las puertas del infierno y ya tenía la respuesta. El halo azulado que envolvía a los ángeles caídos dejaba claro que Dante había recurrido a la hechicería diabólica.

Pero ¿por qué permitir que Marcie quemara las plumas para luego liberar del infierno a los ángeles caídos? No lo sabía.

—Necesito enfrentarme a Dante a solas —les dije a Scott y a Vee—. Me está buscando. Si podéis, conducidle al parking que está encima de la colina, junto al cementerio.

—No vas armada —advirtió Scott.

Alargué el dedo hacia el ejército emergente. Cada ángel caído llevaba una espada que parecía brotar de su mano, como una llama de un azul brillante.

—No, pero ellos sí —repuse—. Solo tengo que convencer a uno para que me entregue su arma.

—Se están esparciendo —observó Scott—. Van a matar a todos los Nefilim que se encuentren en el cementerio y luego invadirán Coldwater.

Le cogí las manos, y luego cogí las de Vee. Por un momento formamos un círculo irrompible, y eso me fortaleció. Me enfrentaría a Dante yo sola, pero Vee y Scott no se encontrarían lejos; solo tenía que recordarlo.

—Pase lo que pase, nunca olvidaré vuestra amistad.

Scott me abrazó con fervor; enterré la cabeza en su pecho, y él me besó la frente con ternura. Vee me rodeó con sus brazos y tardó tanto en soltarme que temí haber derramado más lágrimas de las que tenía.

Me separé de ellos y eché a correr.

El terreno del cementerio ofrecía múltiples escondrijos, pero enseguida me decidí por un árbol que asomaba en la misma colina del parking. Me encaramé a sus ramas con presteza. Desde allí, la vista era diáfana y pude ver a un montón de hombres y mujeres Nefilim desarmados preparándose para atacar al ejército de ángeles caídos, que los superaban en más de veinte por uno. En cuestión de segundos, los ángeles caídos descendieron hacia ellos como una nube, segando sus vidas como si no fueran más que plantas.

A los pies de la colina, Susanna Millar estaba enzarzada en una lucha cuerpo a cuerpo con otra mujer, un ángel caído cuya cabellera rubia restallaba contra sus hombros mientras las dos luchadoras trataban de hacerse con el control. Susanna se sacó una navaja de entre los pliegues de la túnica y la arrojó al esternón de Dabria. Con un gruñido de rabia, Dabria cogió la empuñadura de la espada con ambas manos y la descargó con fuerza patinando por encima de la hierba húmeda. Su lucha las condujo más allá del laberinto de tumbas hasta que las vi desaparecer.

Algo más lejos, Scott y Vee luchaban espalda contra espalda, empleando las ramas de los árboles para eludir a cuatro ángeles caídos que los tenían rodeados. A pesar de que los ángeles caídos los superaban en número, Scott les estaba ganando terreno: su fortaleza y envergadura a menudo le daban ventaja. Primero los golpeó con la rama y luego la usó como almádena para dejarlos sin sentido.

Escudriñé el cementerio en busca de Marcie. Si estaba allí, no conseguía verla. Claro que no era descabellado pensar que hubiera evitado deliberadamente la batalla y se hubiera decidido por la seguridad antes que por el honor. La sangre teñía el césped del cementerio. Todos, tanto Nefilim como ángeles caídos, la pisaban y resbalaban en ella: una parte era de un rojo intenso, pero también la había del azul de la hechicería diabólica.

Lisa Martin y sus amigos de la túnica corrían alrededor del perímetro del cementerio, armados con antorchas que despedían un humo negro. Se movían presurosos de un árbol al siguiente prendiéndoles fuego. Las llamas se extendían rápidamente por el follaje y reducían el campo de batalla, formando una barrera alrededor de los ángeles caídos. El humo, oscuro y espeso, se extendía por el cementerio como las sombras al anochecer. Los ángeles caídos no podían morir quemados, pero la estrategia del fuego proporcionaba a los Nefilim cobertura extra.

De pronto, un ángel caído apareció entre la humareda, subiendo a zancadas la colina con los ojos bien abiertos. Pensé que me había percibido. Su espada radiaba un fuego azulado, pero la sostenía de tal modo que no podía distinguirle la cara. A pesar de ello, vi claramente que era flacucho, un contrincante fácil para mí.

Se acercó con sigilo al árbol y examinó con cautela los espacios oscuros que se escondían entre las ramas. En cinco segundos lo tendría directamente debajo de mí.

Cuatro, tres, dos…

Me dejé caer de la rama y me precipité encima de él. El peso del impacto lo hizo caer hacia delante y la espada se le escapó de la mano antes de que pudiera arrebatársela. Ambos rodamos por el suelo un par de metros, pero yo contaba con el factor sorpresa. Me apresuré a enderezarme y me puse en pie encima de su espalda, donde le asesté varios golpes a las cicatrices de sus alas; al cabo levantó los pies y consiguió hacerme caer. Rodé sobre mí misma rápidamente y esquivé el cuchillazo que quiso asestarme con el arma que se había sacado de la bota.

—¿Rixon? —dije, perpleja, al reconocer el rostro pálido y las facciones duras del antiguo mejor amigo de Patch. Patch lo había encadenado personalmente en el infierno después de que Rixon hubiera tratado de sacrificarme para conseguir un cuerpo humano.

—Tú —gruñó.

Nos quedamos mirándonos el uno al otro, con las rodillas flexionadas, listos para saltar en cualquier momento.

—¿Dónde está Patch? —me atreví a preguntarle.

Entornó sus ojos diminutos y me miró con frialdad.

—Ese nombre no significa nada para mí. ¡Por mi como si está muerto!

Dado que no se me arrojó encima cuchillo en mano, me arriesgué a hacerle otra pregunta.

—¿Por qué permiten los ángeles caídos que los lidere Dante?

—Nos obligó a hacerle un juramento de lealtad —repuso aún con los ojos entornados—. O eso o nos quedábamos en el infierno. No se han quedado demasiados.

No creía que Patch estuviese entre esos pocos. No si había un modo de volver a mi lado. Pero antes de hacerle un juramento a Dante, Patch le arrancaría la cabeza, y luego seguiría con todos sus miembros.

—Busco a Dante —le dije a Rixon.

Se echó a reír, soltando un sonido siseante entre los dientes.

—Podrían darme un premio por cada cuerpo Nefil que le he llevado a Dante —me soltó—. Estuve a punto de matarte en una ocasión, y esta vez lo haré como es debido.

Los dos nos lanzamos a por su espada, que yacía en el suelo a solo un par de metros. Rixon la alcanzó primero, rodó ágilmente sobre las rodillas e hizo zigzaguear el filo hacia mí. Yo lo esquivé y me arrojé contra él antes de que pudiera blandir la espada de nuevo. Cayó de espaldas al suelo, contra las cicatrices que le habían dejado las alas. Aproveché esos momentos de inmovilidad para desarmarlo: le arranqué la espada de la mano izquierda, y la navaja, de la derecha.

Luego le di un empujón con el pie para voltearlo y le clavé la navaja en una de las cicatrices.

—Mataste a mi padre —le dije—. Y no lo he olvidado.

Corrí colina arriba hacia el parking, acechando a mi espalda para comprobar que nadie me seguía. Ahora tenía una espada, pero necesitaba una mejor. Mientras avanzaba, traté de reproducir todas las maniobras de desarme que había practicado con Patch. Cuando Dante se reuniera conmigo en el parking, le arrebataría la espada… y la emplearía para matarlo.

Al llegar a la cima de la colina, Dante ya me estaba esperando. Me miró, mientras deslizaba perezosamente los dedos por la punta de la espada.

—Bonito ejemplar —le dije—. He oído que está hecha especialmente para mí.

Torció ligeramente el labio inferior.

—Para ti solo lo mejor.

—Mataste a Blakely. Un modo algo insensible de agradecerle todos los prototipos que desarrolló para ti.

—¡Mira quién habla! Y tú mataste a Hank. Alguien de tu propia sangre —me espetó con sarcasmo—. Tardé meses en poder infiltrarme en la sociedad secreta de Hank y ganarme su confianza. La verdad es que no me creía la suerte que había tenido cuando Hank murió, incluso brindé por ello. Habría sido mucho más difícil destronarlo a él.

Me encogí de hombros.

—Estoy acostumbrada a que me subestimen.

—Te entrené yo, ¿recuerdas? Sé perfectamente de lo que eres capaz.

—¿Por qué has liberado a los ángeles caídos? —le pregunté sin ambages al ver que estaba dispuesto a compartir secretos—. Los tenías encerrados en el infierno. Podrías haber desertado y convertirte en el líder de los Nefilim. Nunca habrían sabido que habías cambiado de lealtades.

Dante me sonrió, mostrándome sus dientes blancos y afilados. Parecía más animal que humano: una bestia salvaje y de tez oscura.

—Estoy por encima de las dos razas —repuso; hablaba con tal pragmatismo que resultaba difícil no creerlo—. Los Nefilim que sobrevivan al ataque de mi ejército tendrán las mismas opciones que les he ofrecido a los ángeles caídos: jurarme lealtad o morir. Un líder. Indivisible. Con poder y capacidad de decisión sobre todo y sobre todos. Te arrepientes de que no se te hubiera ocurrido a ti antes, ¿verdad?

Sostuve la espada de Rixon junto a mi cuerpo, balanceando el peso sobre los dedos de los pies.

—Oh, hay muchas cosas de las que me arrepiento, pero esa no es una de ellas. ¿Por qué los ángeles caídos no han poseído a los Nefilim este mes de Jeshván? Estoy convencida de que tú lo sabes, y que conste que no es un cumplido.

—Les ordené que no lo hicieran… hasta que matara a Blakely: no quería que desobedeciera mis órdenes y distribuyera la superbebida de hechicería diabólica entre los Nefilim. Lo habría hecho si los ángeles caídos los hubieran atacado. —Volvía a hablar con un extremo sentido práctico. Se sentía superior. No le temía a nada.

—¿Dónde está Patch?

—En el infierno. Me aseguré de que su rostro no atravesara las puertas. Se quedará allí. Y solo recibirá visita cuando me entren unas ganas tremendas de torturar y atormentar a alguien.

Arremetí contra él, tratando de descargar todo el peso de la espada sobre su cabeza, pero el filo solo cortó el aire. Dante se apartó de un salto y respondió atacando con contundencia con su espada. Cada vez que paraba uno de sus golpes, sentía la vibración de la mía hasta la altura de los hombros. Apreté los dientes para resistir mejor el dolor. Dante era demasiado fuerte; no podría defenderme de sus ataques brutales para siempre. Tenía que encontrar el modo de arrebatarle la espada y atravesarle el corazón.

—¿Cuándo tomaste hechicería diabólica por última vez? —me preguntó mientras empleaba la espada como un machete para trincharme como a un pedazo de carne.

—Ya no tomo.

Paré sus golpes, pero si no me apresuraba a cambiar de estrategia, pronto me tendría acorralada contra la valla. Y entonces lo embestí agresivamente para herirle en la pierna. Él esquivó el golpe, y mi espada cortó el vacío y estuve a punto de perder el equilibrio.

«Cuanto más te inclines o te estires hacia delante, más fácil le resultará a Dante hacerte caer». La advertencia de Patch resonó en el interior de mi cabeza como si acabara de hacérmela en ese mismo momento. Asentí para mí. «Eso es, Patch. Sigue hablándome».

—Ya se ve —dijo Dante—. Había esperado que tomaras suficientes dosis de ese prototipo tóxico que te proporcionaba como para quedarte sin cerebro.

Así que ese había sido su plan inicial: convertirme en adicta a la hechicería diabólica y matarme poco a poco.

—¿Dónde guardas los demás prototipos?

—Allí donde puedo utilizar su poder cada vez que lo necesito —repuso con suficiencia.

—Espero que los tengas bien escondidos, porque si hay algo que querría hacer antes de morir, es destruir tu laboratorio.

—El nuevo laboratorio está dentro de mí. Los prototipos están ahí, Nora, reproduciéndose una y otra vez. Yo soy la hechicería diabólica. ¿Tienes idea de lo que se siente siendo el hombre más poderoso del planeta?

Me agaché justo a tiempo de evitar que me asestara un golpe en el cuello. Con paso acelerado, hundí la espada hacia delante tratando de alcanzar su estómago, pero esquivó la maniobra de nuevo, y el filo solo le arañó la piel de la cadera. Un líquido azul rezumó de la herida y tiñó su camisa blanca.

Dante brincó hacia mí con un gruñido gutural. Yo corrí y salté el muro de piedra que encerraba el parking.

Un manto de rocío cubría la hierba; perdí el equilibrio, resbalé y me deslicé colina abajo. Justo a tiempo, conseguí ocultarme tras una tumba; la espada de Dante segó la hierba en la que yo había aterrizado. Me buscaba en todas las tumbas, descargando la hoja metálica contra mármol y piedra cada vez que tenía ocasión.

Corrí hacia el primer árbol que vi y me planté detrás. Estaba en llamas y el fuego crepitaba mientras devoraba sus ramas. Tratando de no pensar en el calor que me abrasaba el rostro, fingí un movimiento hacia la izquierda, pero Dante no estaba de humor para bromas: rodeó el árbol, sosteniendo la espada en alto, como si quisiera partirme en dos, de la cabeza a los pies. Huí de nuevo, oyendo la voz de Patch en el interior de mi cabeza.

«Aprovéchate de su altura. Es más alto que tú y eso te deja sus piernas al alcance. Un golpe seco en cualquiera de las dos rodillas lo desestabilizará. En cuanto pierda el equilibrio, despójale de la espada».

Corrí a la parte trasera del mausoleo y me pegué a la pared. En cuanto Dante apareció en mi campo de visión, salí de mi escondite y hundí la espada en la carne de su muslo. Un líquido azulado salió a chorros de la herida. Era tanta la hechicería diabólica que había consumido que literalmente le corría por las venas.

Antes de que pudiera retirar mi espada, Dante se volvió hacia mí. Conseguí esquivar su ataque, pero para hacerlo tuve que dejar mi espada enterrada en su pierna. De pronto, me di cuenta de que tenía las manos vacías, y me asaltó el pánico.

—¿Te falta algo? —se burló Dante, y apretó los dientes mientras se retiraba el filo de mi espada de la pierna. Luego la arrojó al tejado del mausoleo.

Eché a correr confiando en que la herida de la pierna lo retendría durante un tiempo… hasta que se curase. Cuando no había dado más que un par de zancadas, un calor rabioso me rasgó el hombro izquierdo y se me extendió por el brazo. Tropecé y acabé en el suelo de rodillas, sin poder ahogar un grito. Al volverme, vi que tenía la daga nacarada de Pepper clavada en el hombro. Marcie debía de habérsela entregado a Dante la noche anterior. Lo vi acercarse renqueando.

El blanco de sus ojos despedía el azul inconfundible de la hechicería diabólica, gotas de sudor azul se desprendían de sus cejas y su herida rezumaba hechicería diabólica: los prototipos que le había robado a Blakely estaban en su interior. Se los había tomado todos y, de algún modo, habían convertido su cuerpo en una fábrica de hechicería diabólica. Un plan brillante, salvo por un pequeño detalle. Si conseguía matarlo, todos los prototipos de la Tierra desaparecerían con él.

Si conseguía matarlo…

—Tu amigo el arcángel, ese gordo, me confesó que había encantado esta daga especialmente para matarme —dijo—. Pero fracasó, como Patch.

Sus labios dibujaron una sonrisa repugnante.

Arranqué una lápida del suelo y se la arrojé con todas mis fuerzas, pero Dante le dio con la espada como si se hubiese tratado de una pelota de béisbol.

Me deslicé hacia atrás, apoyándome en el brazo sano. «Demasiado lenta».

Me apresuré a improvisar un truco psicológico. «¡Tira la espada y no te muevas!», le grité al subconsciente de Dante.

El dolor me laceró la mejilla. El extremo afilado de su espada incidió con fuerza y la sangre me llegó a los labios.

—¿Cómo te atreves a hacerme un truco psicológico?

Antes de que pudiera retroceder, me levantó cogiéndome por la nuca y me arrojó salvajemente contra un árbol. El impacto cubrió de niebla mi visión y me dejó sin aliento. Me arrodillé, tratando de encontrar el equilibrio, pero todo me daba vueltas.

—Deja que se vaya.

Era la voz de Scott. ¿Qué estaba haciendo ahí? La sensación de expectación duró unos instantes. Vi la espada en sus manos, y me arrolló una oleada de ansiedad incontrolable.

—Scott —le advertí—. Vete ahora mismo.

Sus manos resueltas estrecharon la empuñadura.

—Le juré a tu padre que te protegería —dijo, sin apartar ni un instante su mirada escrutadora de Dante.

Dante echó la cabeza hacia atrás y soltó una carcajada.

—¿Le hiciste un juramento a un muerto? ¿Y eso cómo funciona?

—Si vuelves a tocar a Nora, morirás. Este es el juramento que te hago a ti.

—Apártate, Scott —ladró Dante—. Esto no tiene nada que ver contigo.

—En eso te equivocas.

Scott arremetió contra Dante y los dos empezaron a luchar; se movían con rapidez, como sombras desdibujadas. Scott relajó los hombros, confiando en su constitución fuerte y su capacidad atlética para compensar la experiencia de Dante y el poder que le confería la hechicería diabólica. Atacó mientras Dante se hacía a un lado con agilidad. Tras dibujar un arco brutal, la espada de Scott cercenó parte del brazo izquierdo de Dante. Scott ensartó el miembro con la hoja y lo levantó en el aire.

—Lo haremos a trozos, si hace falta.

Dante renegó y, con el brazo sano, descargó descuidadamente la espada contra Scott. El impacto metálico de las dos hojas resonó en el aire matutino, y casi me dejó sorda. Dante obligó a Scott a retroceder hacia una gigantesca cruz de piedra, y yo le grité a mi amigo mentalmente: «¡Tienes una cruz justo detrás!»

Scott la esquivó haciéndose a un lado y evitó caerse al tiempo que bloqueaba un ataque. Perlas de sudor azul cubrían los poros de Dante, pero no parecía importarle. Se sacudió el cabello húmedo de la cara y continuó cortando el aire con el brazo, cada vez más cansado. Sus ataques empezaban a ser desesperados. Vi la oportunidad de escabullirme a sus espaldas y atraparlo entre Scott y yo hasta que uno de los dos le diera el golpe de gracia.

Sin embargo, un gruñido interrumpió mis pasos. Volví la cabeza y vi que Scott había resbalado en la hierba y había aterrizado sobre una de sus rodillas. Sus piernas se despatarraban desmañadamente mientras trataba de ponerse en pie. Rodó con habilidad por el suelo para evitar el impacto de la espada de Dante, pero no tuvo tiempo de levantarse antes del siguiente ataque y esta vez el filo se hundió hasta el fondo de su pecho.

Las manos de Scott se curvaron débilmente alrededor de la espada que tenía clavada en el corazón y trataron de arrancarla sin éxito. El azul llameante del filo se extendió rápidamente por su cuerpo y su piel se oscureció hasta adquirir un azul fantasmal. Y entonces pronunció mi nombre con una voz ronca y casi inaudible: «¿Nora?»

Solté un grito. Paralizada por la conmoción y el dolor, vi que Dante culminaba su ataque haciendo girar el filo con un golpe de muñeca y partiendo el corazón de Scott en dos.

Concentré toda mi atención en Dante. Mi cuerpo temblaba, azotado por un odio como el que no había sentido jamás. Me invadió una oleada de asco y el veneno empezó a correr por mis venas. Mis puños eran dos rocas y una voz de furia y venganza resonaba en mi cabeza.

Espoleada por esta ira profunda y desatada, convoqué toda mi fuerza interior. Con entusiasmo, con calma, con total confianza. Reuní cada gota de valentía y determinación y la desaté contra él. No iba a permitir que ganara. No de ese modo. No recurriendo a la hechicería diabólica. No matando a Scott.

Con toda mi fuerza y mi convicción mental, invadí su mente y destrocé todos los impulsos que recibía y enviaba su cerebro. Sin perder un momento, le di la orden: «Tira la espada. Tira la espada, ser despreciable, retorcido y miserable».

Oí el ruido metálico de la hoja al caer sobre el mármol.

Lo fulminé con la mirada. Tenía una expresión asombrada en el rostro y miraba alrededor, como si hubiera perdido algo.

—¿Es irónico, verdad, que fueras tú quien me dijeras cuál era mi mejor arma? —le dije, cargando cada palabra de desprecio.

Había jurado que nunca volvería a usar la hechicería diabólica, pero esa era una situación que tal vez merecía romper las reglas. Si mataba a Dante, acabaría también con la hechicería. Tuve la tentación de robar un par de dosis para mí, pero enseguida desestimé la idea. Era más fuerte que Hank, más fuerte que Dante. Incluso más fuerte que la hechicería diabólica. La mandaría al infierno por Scott, que había dado la vida para salvar la mía.

Cuando acababa de recoger la espada de Dante, él levantó inesperadamente la pierna e hizo caer el arma de mis manos de una patada.

Se abalanzó sobre mí y me agarró el cuello con la mano, mientras yo le clavaba las uñas en los ojos y le arañaba el rostro.

Abrí la boca. No podía respirar.

Su mirada de hielo tenía un brillo triunfal.

Abrí y cerré la boca inútilmente. El rostro cruel de Dante perdió definición, como en las películas antiguas de la tele. Por encima de su hombro, un ángel de piedra me observaba con interés.

Quería reír. Quería llorar. Así que morir era eso: abandonar.

Yo no quería abandonar.

Dante apoyó la rodilla sobre mi esternón y alargó el brazo a un lado para recoger su espada. Plantó la punta justo en el centro de mi corazón.

«Poséelo —parecía decirme el ángel, con calma—. Poséelo y mátalo».

«¿Patch?», me pregunté como en sueños.

Aferrándome a la idea de que Patch estaba cerca, vigilándome, renuncié a oponerle a Dante resistencia. Dejé caer mis dedos agresivos y relajé las piernas. Sucumbí a su voluntad, aunque eso pareciera una opción cobarde. Concentré todos mis pensamientos en gravitar hacia él.

Una frialdad extraña se fue adueñando de mi cuerpo.

Parpadeé, y de pronto vi el mundo a través de los ojos de Dante. Miré hacia abajo. Tenía la espada en las manos. En algún lugar recóndito de mi mente, sabía que Dante hacía rechinar los dientes, emitiendo sonidos que helaban la sangre y aullando como un animal.

Le di la vuelta a la espada y apunté a mi corazón. Y entonces hice algo sorprendente.

Me dejé caer sobre el filo.