Cuando salía por la puertecita de la cabaña sin saber cómo iba a volver a casa, oí el sonido de un motor: un vehículo ascendía por el camino de grava. Me preparé mentalmente para ver de nuevo a Sombrero de Cowboy y a sus compinches, pero el vehículo resultó ser una Harley Sportser con un solo motorista.
Patch.
Se bajó de la moto y se acercó a mí en tres zancadas.
—¿Estás herida? —me preguntó cogiéndome el rostro con ambas manos y examinándolo en busca de cualquier rasguño. Una mezcla de alivio, preocupación y rabia brilló en sus ojos—. ¿Dónde están? —inquirió entonces con una dureza que no había oído nunca en su voz.
—Eran tres Nefilim —le expliqué, temblorosa, aún asustada y afectada por los golpes—. No debe de hacer más de cinco minutos que se han marchado. ¿Cómo me has encontrado?
—He activado tu busca.
—¿Me has puesto un busca?
—Lo llevas cosido en el bolsillo de la cazadora tejana. El mes de Jeshván empieza con la luna nueva del martes, y tú eres una Nefil que aún no ha jurado lealtad. Y además eres la hija de la Mano Negra. Eso te convierte en una perita en dulce para cualquier ángel caído que ronde por ahí. No pienso permitir que les prestes nunca ese juramento, Ángel, y no se hable más. Y si para eso debo inmiscuirme en tu intimidad, lo siento mucho, pero tendrás que acostumbrarte.
—¿Acostumbrarme? ¿Disculpa? —No sabía muy bien si debía abrazarlo o darle un empujón.
Patch hizo caso omiso de mi indignación.
—Dime todo lo que puedas sobre ellos. Descripción física, marca y modelo del vehículo, cualquier cosa que pueda ayudarme a seguirles la pista… —En sus ojos brillaba la venganza—. Y hacerles pagar por lo que han hecho.
—¿También me has pinchado el teléfono? —quise saber, sin dejar de pensar que Patch había invadido mi intimidad sin decírmelo.
—Sí —respondió sin titubear.
—En otras palabras: no tengo secretos.
Su expresión se suavizó, incluso me pareció que, de no haber estado los ánimos tan crispados, habría considerado la posibilidad de sonreír.
—Hay un par de cosillas que te has apañado para ocultarme, Ángel.
Vale, mejor sería hablarle de los secuestradores.
—El líder llevaba gafas de sol y un sombrero de cowboy para ocultar su identidad, pero estoy segura de que no lo había visto nunca. Los otros dos (un hombre y una mujer) iban vestidos con ropa anodina.
—¿Y el coche?
—Me han metido la cabeza en una bolsa, pero estoy prácticamente segura de que se trataba de una camioneta. Dos de ellos se han sentado detrás de mí, y, cuando me han obligado a salir, me ha parecido que la puerta era corredera.
—¿Algo más que te haya llamado la atención?
Le conté a Patch que el portavoz del grupo había amenazado con hacer pública nuestra relación secreta.
—Si lo nuestro sale a la luz, las cosas pueden precipitarse —dijo Patch. Frunció el ceño y la duda ensombreció sus ojos—. ¿Estás segura de que quieres mantener nuestra relación? No quiero perderte, pero si tengo que hacerlo, prefiero que sea a nuestra manera y no a la suya.
Deslicé mis dedos entre los suyos y acaricié su piel helada. Se había quedado en silencio, como si se estuviera preparando para lo peor.
—Nada de esto tiene sentido si no estoy contigo —dije, y así lo sentía. Ya había perdido a Patch una vez y, aunque no me gusta ser melodramática, la verdad es que prefería la muerte a revivir de nuevo esa experiencia. Patch estaba en mi vida por una razón. Lo necesitaba. Éramos las dos mitades de un todo.
Me rodeó con sus brazos, en un arrebato de pasión casi salvaje.
—Ya sé que no te va a gustar, pero quizá deberíamos considerar la posibilidad de escenificar una pelea públicamente para dejar claro que nuestra relación ha llegado a su fin. Si esos tipos van en serio y se dedican a desenterrar secretos, no podemos controlar lo que vayan a encontrar. Esto está empezando a parecerse a una caza de brujas y saldremos ganando si damos el primer paso.
—¿Escenificar una pelea? —repetí paralizada por el miedo.
—Nosotros sabremos la verdad —me murmuró Patch al oído frotándome los brazos con brío para darme calor—. No voy a perderte.
—¿Quién más la sabrá? ¿Vee? ¿Mamá?
—Cuanto menos gente la sepa más seguros estaremos.
Dejé escapar un suspiro, oprimida por la duda.
—Mentirle a Vee está empezando a convertirse en una costumbre. No creo que pueda seguir haciéndolo. Me siento culpable cada vez que la tengo cerca. Me gustaría sincerarme con ella, especialmente sobre algo tan importante como nuestra relación.
—Como tú quieras —repuso Patch con delicadeza—. Pero no le harán daño si no tiene nada que contarles.
Sabía que estaba en lo cierto. Entonces la decisión estaba tomada, ¿no? ¿Quién era yo para poner a mi mejor amiga en peligro a cambio de tener la conciencia tranquila?
—No creo que Dante se lo trague: trabajáis codo con codo —opinó Patch—. Y puede que el engaño funcione mejor si él está al corriente. Podrá respaldar tu historia cuando hable con Nefilim influyentes. —Patch se quitó la chaqueta de piel y me la puso encima de los hombros—. Vamos, te llevaré a casa.
—¿Podemos parar antes en la calle principal, donde los grandes almacenes? Tengo que recoger mis móviles. El que tú me diste se me ha caído cuando me han atacado, y el otro se ha quedado ahí, dentro de mi bolso. Y, si tenemos suerte, puede que las zapatillas deportivas que me he comprado aún estén en la acera.
Patch me besó en la cabeza.
—Me temo que tendremos que dar de baja ambos teléfonos. Les has perdido el rastro durante un buen rato y es posible que los Nefilim hayan aprovechado para instalar sus buscas o sus dispositivos de escucha. Será mejor que compremos unos nuevos.
De pronto, todo había cambiado: ahora estaba impaciente por comenzar los entrenos con Dante. Necesitaba aprender a pelear y, cuanto antes, mejor. Patch tenía que escabullirse de Pepper Friberg y aconsejarme para que representara lo mejor posible mi nuevo papel de líder de los Nefilim; solo le habría faltado tener que preocuparse de correr en mi ayuda cada vez que me metía en problemas. Le estaba profundamente agradecida por su protección, pero ya iba siendo hora de que me cuidara yo solita.
Era noche cerrada cuando llegué a casa. Al entrar, mi madre salió de la cocina a la carrera, visiblemente preocupada e irritada.
—¡Nora! ¿Se puede saber dónde te habías metido? Te he llamado mil veces, pero salía el contestador.
Estuve a punto de llevarme la mano a la frente. La cena. A las seis. Lo había olvidado por completo.
—Lo siento —le dije—. Me he dejado el teléfono en una de las tiendas y, cuando me he dado cuenta de que no lo llevaba, ya casi era la hora de la cena. He tenido que desandar mis pasos por toda la ciudad, pero al final no lo he encontrado. Ya ves, además de haberme quedado sin móvil, te he dejado colgada a ti. Lo siento, mamá. No tenía modo de llamar.
No soportaba mentirle de nuevo. Lo había hecho ya tantas veces, que podía parecer que una más ya no iba a dolerme, pero no era así. Cada día me sentía menos como su hija y más como la de Hank. Mi padre biológico había sido un maestro de la mentira y yo ya no estaba en situación de juzgarlo.
—¿No podías preocuparte un poco más y encontrar un modo de avisarme? —replicó. No cabía duda de que no se había creído mi historia.
—No volverá a pasar. Te lo prometo.
—¿No estarías con Patch?
No se me pasó por alto el cinismo que le imprimió a su voz al pronunciar el nombre de Patch. Mi madre le tenía tanto afecto como a los mapaches que hacían estragos en nuestra granja. Yo estaba convencida de que fantaseaba con sentarse en el porche con un rifle, esperando a que Patch hiciera su aparición.
Inspiré profundamente, jurándome a mí misma que esa sería la última mentira. Si Patch y yo íbamos a seguir adelante con lo de la pelea ficticia, lo mejor sería que empezara cuanto antes a preparar el terreno. Me dije a mí misma que, una vez superado el escollo de mamá y Vee, todo sería coser y cantar.
—No estaba con Patch, mamá: hemos roto.
Levantó ambas cejas, no del todo convencida.
—Ha pasado y ya está. Y no, no quiero hablar de ello —concluí encaminándome escaleras arriba.
—Nora…
Me volví, con lágrimas en los ojos. Asomaron inesperadamente, sin formar parte de la actuación. Simplemente me había acordado de la última vez que Patch y yo habíamos roto de verdad, y un dolor intenso me oprimió por dentro y me cortó la respiración. Ese recuerdo me perseguiría para siempre. Patch se había llevado consigo lo mejor de mí, dejando tras de sí a una chica vacía y perdida. Y no quería volver a ser esa chica nunca más. Nunca.
Mi madre relajó la expresión. Subió un par de escalones y, acariciándome la espalda suavemente, me susurró al oído:
—Te quiero. Si cambias de opinión y necesitas hablar…
Asentí con la cabeza y me fui a mi habitación.
«Hecho —me dije a mí misma tratando de ser optimista—. Ya solo me queda una». En realidad, contarles a mamá y a Vee que había cortado con Patch no era mentirles, sino hacer lo necesario para mantenerlas a salvo. Cierto que la sinceridad acostumbraba ser la mejor política, pero a veces la superaba la seguridad. Aunque parecía un argumento impecable, al formularlo se me retorció el estómago.
Otro pensamiento inquietante palpitaba en el fondo de mi cerebro. ¿Cuánto tiempo conseguiríamos Patch y yo vivir una mentira… e impedir que se hiciera realidad?
Las cinco de la mañana del lunes llegaron demasiado pronto. Hice callar el despertador y me acurruqué entre las sábanas diciéndome a mí misma: «Solo unos minutitos más». Cerré los ojos, dejé volar mis pensamientos y, cuando un nuevo sueño empezó a tomar forma, un manojo de ropa fue a aterrizar en mis narices.
—¡Vamos, arriba! —me apremió Dante, de pie junto a la cama en plena oscuridad.
—¿Qué haces aquí? —grité medio dormida, tirando de la manta.
—Lo que haría cualquier entrenador personal que se precie. Vamos, mueve el culo y vístete de una vez. Si no has salido dentro de tres minutos, volveré con un jarro de agua fría.
—¿Cómo has entrado?
—No cerraste bien la ventana. Será mejor que pierdas ese vicio: no es fácil controlar quién entra cuando das vía libre a todo el mundo.
Salí de la cama y le vi encaminarse hacia la puerta de mi habitación.
—¿Estás loco? ¡No salgas por ahí! Mi madre podría oírte. ¿Un chico saliendo de mi habitación a estas horas? ¿Qué crees que pensaría? ¡Estaría castigada toda la vida!
Me miró con expresión divertida.
—Por cierto, no me avergonzaría lo más mínimo.
Después de que se fuera, me quedé ahí clavada unos diez segundos: ¿se suponía que debía sacar alguna conclusión de sus palabras? Por supuesto que no. Tal vez su comentario había parecido insinuante, pero no lo era. Fin de la historia.
Me enfundé unos pantalones negros y una camiseta ajustada de microfibra, y me hice un par de coletas. Al menos, tendría un aspecto atractivo cuando Dante me hiciera morder el polvo.
Exactamente tres minutos más tarde, me reunía con él delante de casa. Miré a un lado y a otro, en busca de algo importante.
—¿Dónde tienes el coche?
Dante me dio un empujoncito en el hombro.
—¿Tienes el día perro? Vaya, vaya. He pensado que podríamos empezar calentando un poco: correremos unos dieciséis kilómetros a buen ritmo —me dijo alargando la mano hacia la espesa zona boscosa que se extendía al otro lado de la calle.
De niñas, Vee y yo habíamos explorado esos bosques, y un verano incluso habíamos levantado un fuerte, pero nunca me había parado a pensar hasta dónde llegaba esa masa boscosa. Al parecer, tenía al menos dieciséis kilómetros.
—Tú primero —añadió.
Vacilé. No me hacía mucha gracia perderme en el bosque a solas con Dante. Había sido uno de los hombres de confianza de Hank y eso era razón suficiente para no confiar en él. Pensándolo bien, nunca debería haber accedido a salir a entrenar con él, especialmente estando el campo de entrenamiento tan apartado.
—Después del entreno, deberíamos hablar de cómo están los ánimos entre los Nefilim. Me han llegado informaciones de grupos distintos, sobre sus expectativas y lo que opinan de ti —añadió Dante.
«Después del entreno». Eso significaba que no tenía intención de arrojarme al fondo de un pozo en las siguientes horas. Además, ahora Dante respondía por mí, me había jurado lealtad. Ya no era el teniente de Hank: ahora era el mío. No se atrevería a hacerme daño.
Me deleité unos instantes imaginándome felizmente acurrucada en la cama, pero enseguida me sacudí la fantasía de la cabeza y arranqué a correr entre los árboles. Las ramas se enzarzaban sobre nuestras cabezas impidiendo el paso de la tenue luz de la madrugada. Confiando en mi potente visión Nefil, corrí a toda prisa, saltando por encima de los árboles caídos, esquivando ramas bajas y escrutando el suelo con la mirada en busca de posibles rocas o troncos escondidos. El terreno era traicioneramente desigual y, a la velocidad a la que corría, un mal paso habría sido desastroso.
—¡Más deprisa! —gritaba Dante detrás de mí—. Tienes que correr más ligera, con sigilo. ¡Pareces un rinoceronte! ¡Podría atraparte con los ojos cerrados!
Me tomé sus palabras a pecho, y traté de levantar los pies en cuanto tocaban al suelo; repetía el proceso a cada paso, intentando avanzar sin hacer ruido. Dante apretó el paso sin esfuerzo y me adelantó como una flecha.
—Atrápame —me ordenó.
Corrí tras él, maravillada por la fortaleza y la agilidad de mi nuevo cuerpo Nefil. Qué torpe, pesado y descoordinado me parecía ahora mi antiguo cuerpo. No es que mi condición física hubiera mejorado, es que estaba a años luz de lo que había sido antes.
Esquivé magistralmente las ramas, salté por encima de los baches, y rodeé las rocas como si hubiera memorizado antes el recorrido. Y, aunque creía correr lo bastante deprisa como para poder tocar el cielo de un salto, Dante cada vez me llevaba más ventaja. Se movía como un animal, a la velocidad del predador que va a la caza de su cena. Pronto le perdí la pista por completo.
Reduje el paso y agucé el oído. Nada. Y, al cabo de un instante, apareció de un salto de entre la oscuridad.
—Ha sido patético —me reprendió—. Otra vez.
Me pasé las siguientes dos horas corriendo tras él sin aliento y oyéndole repetirme incansablemente la misma orden. «Otra vez. Otra vez. Sigues sin hacerlo bien: repítelo otra vez».
Cuando estaba a punto de tirar la toalla —las piernas me temblaban de cansancio y creía tener los pulmones en carne viva—, Dante volvió sobre sus pasos y me dio una palmadita en la espalda.
—Buen trabajo. Mañana fortaleceremos los músculos.
—¿No me digas? ¿Levantando menhires? —conseguí responder cínicamente entre jadeos.
—Arrancando árboles de raíz.
Me lo quedé mirando con cara de pasmo.
—Derribándolos —puntualizó, entusiasmado—. Hoy acuéstate temprano y descansa. Lo necesitarás.
—¡Eh! —le grité—. ¿No estamos a kilómetros de casa?
—A ocho, para ser exactos. Tómatelo como el ejercicio de enfriamiento.