Primero me dejé caer al suelo, de rodillas. Sin siquiera pensar en el calor, me arrojé al fuego mientras las chispas salían disparadas en el aire como fuegos artificiales. Agarré la montaña de plumas, gritando de pánico. Solo se conservaban dos de las plumas de los días de arcángel de Patch. Una la conservábamos por seguridad. La otra se la habían quedado los arcángeles y la habían guardado meticulosamente cuando habían echado a Patch del cielo… Y era alguna de las que conformaban la pila que tenía delante de mí.
La pluma de Patch podía ser cualquiera, incluso tal vez ya se había quemado. ¡Había tantas! Y la cantidad de restos chamuscados que flotaban alrededor como pedazos de papel quemado era aún mayor.
—¡Scott! ¡Ayúdame a encontrar la pluma de Patch! —Pensar. Tenía que pensar. La pluma de Patch. La había visto antes—. ¡Es negra, toda negra! —grité de pronto—. Empieza a buscar… Yo iré a por mantas para sofocar el fuego.
Corrí hacia el estudio de Patch atravesando la pantalla que el humo formaba delante de mis ojos. Y entonces me detuve en seco: había detectado otro cuerpo en el túnel, justo delante de mí. Parpadeé tratando de que el humo no se me metiera en los ojos.
—Es demasiado tarde —dijo Marcie. Tenía el rostro congestionado de llorar y la punta de la nariz roja—. No podrás apagar el fuego.
—¿Por qué lo has hecho? —le grité.
—Soy la legítima heredera de mi padre. Soy yo quien debería ser la líder de los Nefilim.
—¿La legítima heredera? Pero ¿tú te estás oyendo? ¿De verdad quieres este trabajo? Porque yo no: ¡tu padre me obligó a aceptarlo!
Le temblaba el labio.
—Me quería más a mí. Me habría elegido a mí. Me has robado el puesto.
—Tú no quieres este trabajo, Marcie —le dije—. ¿Quién te ha metido estas ideas en la cabeza?
Las lágrimas rodaban por sus mejillas y empezó a respirar entrecortadamente.
—Fue idea de mi madre que me mudara a vivir contigo: ella y sus amigos Nefilim querían que te vigilara. Acepté porque creía que sabías algo sobre la muerte de mi padre que no querías decirme. Si me acercaba a ti, quizá me lo contarías… —Y entonces me di cuenta de que tenía una daga nacarada en la mano. Despedía un blanco intenso, como si los rayos del sol más puros hubieran quedado atrapados bajo su superficie. Solo podía ser la daga encantada de Pepper. El muy cretino se había descuidado y había permitido que Marcie lo siguiera hasta allí. Y luego había huido, dejando las plumas y la daga en manos de Marcie.
Me acerqué a ella.
—Marcie…
—¡No me toques! —me gritó—. Dante me ha dicho que mataste a mi padre. ¿Cómo pudiste? ¡Cómo pudiste! Estaba segura de que había sido Patch, pero resulta que fuiste tú —chilló, histérica.
A pesar del calor, una sensación helada me recorrió la espalda.
—Pue… puedo explicarlo. —Pero la verdad era que no podía. La expresión salvaje y alterada de Marcie evidenciaba que estaba a punto de darle un ataque. No habría cambiado las cosas diciéndole que su padre me había obligado a matarle al intentar mandar a Patch al infierno—. Dame la daga.
—¡Aléjate de mí! —rugió escabulléndose—. Dante y yo se lo contaremos a todo el mundo. ¿Qué crees que van a hacerte los Nefilim en cuanto sepan que asesinaste a la Mano Negra?
La estudié detenidamente. Dante debía de acabar de enterarse de que yo había matado a la Mano Negra. De lo contrario, ya se lo habría contado a los Nefilim. Patch no había desvelado mi secreto, así que tenía que haber sido Pepper: Dante le había echado el guante.
—Dante tenía razón —dijo Marcie con la voz cargada de rabia—. Me robaste el puesto. Se suponía que la líder debía ser yo. Y ahora he hecho lo que tú no has logrado en todo este tiempo: liberar a los Nefilim. Cuando ese fuego se extinga, todos los ángeles caídos de la Tierra estarán encadenados en el infierno.
—Dante trabaja para los ángeles caídos —le dije con la voz cargada de frustración.
—No —repuso Marcie—. Tú trabajas para ellos.
Hundió la daga de Pepper hacia mí, y yo salté ágilmente hacia atrás. El humo me envolvió y oscureció mi visión.
—¿Sabe Dante que has quemado las plumas? —le grité, pero no hubo respuesta: se había ido.
¿Acaso había Dante cambiado de estrategia? Tal vez después de conseguir inesperadamente las plumas de todos los ángeles caídos y, por tanto, de tener la victoria de los Nefilim garantizada, había decidido ponerse al lado de su raza.
No tenía tiempo para debates: ya había perdido bastante. Tenía que ayudar a Scott a encontrar la pluma de Patch. Volví corriendo a la habitación en llamas, y empecé a toser y a boquear con solo cruzar la entrada.
—Todas se vuelven negras cuando se queman —me dijo Scott a voces por encima del hombro—. Todas parecen iguales.
Tenía las mejillas rojas del calor. Las chispas se arremolinaban a su alrededor, amenazando con prender sus cabellos, que estaban cubiertos de hollín.
—Hay que salir de aquí. Si nos quedamos, acabaremos devorados por las llamas.
Corrí hacia él hecha un ovillo con la intención de protegerme del calor, que me azotaba, implacable.
—Primero encontremos la pluma de Patch.
Arrojé varios puñados de plumas quemadas a mi espalda, y rebusqué en el fondo de la pila. Scott tenía razón. Un hollín negro y pegajoso había ensuciado todas las plumas. Solté un profundo suspiro de desesperación.
—Si no la encontramos, ¡acabará encadenado en el infierno!
Desparramé en el suelo montones de plumas con la esperanza de reconocer la suya al verla, con la esperanza de que no se hubiera quemado ya. No quería pensar lo peor. A pesar del humo que me irritaba los ojos y me arañaba los pulmones, seguí cribando las plumas, angustiada. No podía perder a Patch. No lo perdería. Así no. No mientras yo estuviera al mando.
Se me humedecieron los ojos. Las lágrimas brollaban sin freno y me nublaban la vista. El aire era demasiado caliente para respirarlo. Tenía la sensación de que la piel de la cara estaba a punto de derretirse y habría jurado que me ardía la cabeza. Hundí las manos en esa montaña oscura, desesperada por encontrar una pluma negra aún sólida.
—No voy a dejar que te quemes —dijo Scott haciéndose oír a pesar del crepitar de las llamas. Se levantó y me arrastró con él, pero yo le arañé las manos despiadadamente.
«No puedo irme sin la pluma de Patch».
El crepitar del fuego se me metía en los oídos, y mi concentración se debilitaba con la falta de oxígeno. Me pasé la mano por los ojos, pero solo conseguí entiznarlos más. Busqué a tientas las plumas: era como si de mis brazos colgaran cientos de quilos de peso. Empezó a fallarme la visión, pero me negué a desmayarme hasta que encontrara la pluma de Patch.
—Patch —murmuré, justo cuando una pavesa aterrizó en la manga de mi camiseta y prendió la tela. Antes de que pudiera levantar la mano para sofocar el fuego incipiente, la llama me alcanzó el hombro. El calor me abrasó la piel y el dolor fue tan intenso, tan agonizante, que pegué un grito y me eché al suelo. Y entonces vi que mis pantalones también estaban ardiendo.
Scott gritaba órdenes detrás de mí. Algo acerca de salir de esa habitación. Quería cerrar la puerta y dejar el fuego encerrado dentro.
No podía permitírselo. Tenía que salvar la pluma de Patch.
Perdí el sentido de la orientación; avanzaba ciegamente, tropezando cada dos por tres. El brillo de esas llamas despiadadas eclipsaba mi visión.
Y la voz apremiante de Scott se perdía como en un vacío.
Incluso antes de abrir los ojos supe que estaba en un coche en marcha. Sentía el ritmo irregular de las sacudidas de los neumáticos al pasar por encima de los baches, y un motor me ronroneaba al oído. Me senté desgarbada contra la puerta del coche, con la cabeza apoyada en la ventana. Había dos manos extrañas en mi regazo, y me asusté cuando se movieron a mi antojo. Las levanté en el aire y las hice girar lentamente para observar con atención los curiosos pedacitos de papel negro que se levantaban en su superficie.
Carne quemada.
Unos dedos me estrecharon el brazo con aire consolador.
—Tranquila —dijo Scott desde detrás del volante de su Barracuda—. Se curarán.
Negué con la cabeza dándole a entender que me había malinterpretado. Me lamí los labios resecos.
—Tenemos que volver. Da media vuelta. Tenemos que salvar a Patch.
Scott no dijo nada; se limitó a mirarme de reojo como si estuviera en un aprieto.
No.
Era mentira. Un terror profundo, inimaginable, me arrolló. Se me hizo un nudo en la garganta, un nudo doloroso y ardiente. No podía ser.
—Sé que significaba mucho para ti —dijo Scott con prudencia.
«¡Lo quería! ¡Siempre lo he querido! ¡Le prometí que estaríamos juntos!», grité dentro de mi cabeza; era demasiado doloroso pronunciar esas palabras: me arañaban la garganta como uñas afiladas.
Volví la cabeza hacia la ventana. Miré la noche, los árboles difuminados por la velocidad, los campos y las vallas, que aparecían y desaparecían en un instante. Las palabras que se agolpaban en mi garganta se enredaban unas con otras para formar un grito, una bola de espinos dolorosa. El grito estaba allí, hiriéndome por dentro mientras mi mundo se alejaba a la deriva fuera de mi alcance.
Un montón de chatarra de metal bloqueaba la carretera.
Scott se desvió ligeramente para esquivarlo y redujo la velocidad. No me esperé a que se detuviera: salté y eché a correr. La moto de Patch. Destrozada. Me quedé allí con la boca abierta, parpadeando una y otra vez, esperando que la imagen cambiara. Los restos de la moto, contorsionados, parecían indicar que el conductor iba a toda velocidad y había salido despedido después de que la rueda delantera se hubiera hundido en un agujero.
Me llevé las manos a los ojos, deseando que nada de eso fuera verdad. Busqué por la carretera con la esperanza de encontrarlo. Con el impacto, su cuerpo debió de recorrer varios metros antes de aterrizar en el suelo. Corrí más lejos, aún un poco más lejos, y busqué en la cuneta, entre la maleza, detrás de los árboles. Podía estar allí mismo. Lo llamé. Recorrí ese tramo de carretera arriba y abajo, hundiendo temblorosa las manos en mis cabellos.
No oí a Scott cuando se me acercó por detrás y apenas sentí sus brazos cuando me envolvió los hombros en un abrazo. La angustia y el dolor vibraban en mi interior como una presencia viva, real y aterradora. La sensación de frío era tan intensa que incluso me dolía respirar.
—Lo siento —me dijo con voz ronca.
—No me digas que se ha ido —lo atajé—. Ha tenido un accidente con la moto y luego ha echado a andar. Ha dicho que nos encontraríamos en el estudio. Nunca rompería una promesa.
Dije esas palabras porque necesitaba oírlas.
—Estás temblando. Deja que te lleve a mi casa, a tu casa, a la de Patch… Donde quieras.
—No —ladré—. Volveremos a su estudio. Estará allí. Ya lo verás.
Me zafé de su abrazo. Me sentía insegura. Arrastraba las piernas un paso tras otro. De pronto, un pensamiento salvaje, imperdonable, me asaltó. ¿Y si Patch realmente se había ido?
Mis pies volvieron a su moto.
—¡Patch! —grité, dejándome caer sobre las rodillas. Me eché sobre los despojos de metal y sentí que los sollozos surgían violentamente de mi pecho. Estaba cayendo, resbalando hacia la mentira.
«Patch».
Pensé su nombre y esperé. Lo llamé entre sollozos, soltando sonidos incontrolables de angustia y desesperación.
Las lágrimas rodaban por mis mejillas y mi corazón colgaba de un hilo. La esperanza a la que me había agarrado hasta entonces se me escapó de las manos y se alejó, inalcanzable. Sentí que el alma se me rompía en mil pedazos, pedazos de mí misma que se llevaba el viento.
La llama que aún titilaba débilmente en mi interior se apagó.