Oí acercarse el Barracuda de Scott antes de que los faros iluminasen la oscuridad tenebrosa. Agité el brazo para que se detuviese y me acomodé en el asiento del pasajero.
—Gracias por venir.
Hizo girar el volante y se incorporó a la carretera en el mismo carril por el que había venido.
—No me has contado mucho cuando me has llamado. Ponme al día.
Le expliqué la situación tan deprisa y claramente como pude. Cuando terminé, Scott soltó un largo silbido de asombro.
—¿Pepper tiene las plumas de todos los ángeles caídos, del primero al último?
—Increíble, ¿verdad? Se supone que debe reunirse con nosotros en el estudio de Patch. Espero por su bien que no haya dejado las plumas sin vigilancia —murmuré para mí.
—Puedo llevarte sana y salva a las entrañas del Delphic. Las verjas del parque están cerradas, así que accederemos a los túneles usando los montacargas. Luego, tendremos que consultar el mapa. Nunca he estado en el estudio de Patch.
Los «túneles» eran una red subterránea de pasajes enrevesados y laberínticos que se extendían bajo el Delphic y que funcionaban como calles y barrios. No supe que existían hasta que conocí a Patch. Servían de residencia principal a los ángeles caídos que vivían en Maine y, hasta hacía poco, Patch había vivido allí.
Scott tomó un camino de acceso cercano a la entrada principal del parque que nos condujo a una zona de carga donde había varias rampas para camiones y un almacén. Entramos en el almacén por una puerta lateral, cruzamos un espacio abierto atiborrado de cajas y finalmente llegamos a los montacargas. Nos subimos a uno. Una vez dentro, Scott hizo caso omiso de los botones que indicaban el primer, el segundo y el tercer piso, y presionó uno pequeño, amarillo, sin señal alguna, que estaba al pie del panel. Sabía que había accesos a los túneles por todo el Delphic, pero era la primera vez que utilizaba aquel en particular.
El ascensor, que era casi tan grande como mi dormitorio, fue descendiendo con un ruido metálico hasta que finalmente rechinó y se detuvo. La pesada puerta metálica se elevó, y Scott y yo nos bajamos: otra zona de carga. El suelo y las paredes estaban cubiertos de suciedad, y la única luz procedía de una bombilla que colgaba sobre nuestras cabezas como un péndulo.
—¿Por dónde? —le pregunté, escrutando el túnel que se abría delante de nosotros.
Era un alivio que Scott me guiara por las tripas del parque de atracciones Delphic. Enseguida me di cuenta de que estaba acostumbrado a moverse por esos túneles; caminaba con paso presuroso, adentrándose en esos pasadizos mohosos como si los tuviera grabados en la memoria desde hacía tiempo. Sacamos el mapa y lo empleamos para encontrar el camino hasta el Arcángel, la montaña rusa más nueva del Delphic. A partir de allí, la guía fui yo; avancé examinando un pasadizo tras otro hasta que por fin reconocí el que conducía a la entrada de los antiguos aposentos de Patch.
La puerta estaba cerrada por dentro.
Llamé con cautela.
—Pepper, soy Nora Grey. Abre. —Esperé unos segundos y lo intenté de nuevo—. Si percibes la presencia de alguien más, estate tranquilo: es Scott. Y no va a hacerte nada. Vamos, abre la puerta.
—¿Está solo? —preguntó Scott en voz baja.
Asentí.
—Debería estarlo.
—No percibo a nadie —repuso Scott con escepticismo acercando el oído a la puerta.
—¡Date prisa, Pepper! —grité.
No hubo respuesta.
—Tendremos que echar la puerta abajo —le dije a Scott—. A la de tres: una, dos… y tres.
Al unísono, Scott y yo descargamos una patada contundente en la puerta.
—Otra vez —gruñí.
Seguimos lanzando los pies contra la superficie de madera, embistiéndola con insistencia, hasta que se astilló y se abrió de par en par. Atravesamos el vestíbulo a la carrera y entramos en el salón, en busca de Pepper.
Alguien le había asestado al sofá varios navajazos, y el relleno asomaba por cada incisión. Los cuadros que habían decorado las paredes yacían en el suelo hechos añicos y la mesita de café estaba volcada, con el cristal agrietado. La ropa que había colgado del armario de Patch estaba esparcida por toda la habitación, como si fuera confeti. No sabía si todo aquello era la muestra de una pelea reciente, o el resultado de la labor de los gamberros que Pepper había contratado hacía unas semanas, justo cuando Patch había tenido que huir apresuradamente.
—¿Y si llamas a Pepper? —sugirió Scott—. ¿Tienes su número?
Marqué el número de Pepper, pero no respondió al teléfono.
—¿Dónde está? —le pregunté al universo, hecha una furia. Todo dependía de su parte del trato. Necesitaba esas plumas, y las necesitaba ya—. Oye, ¿a qué huele? —añadí, arrugando la nariz.
Me dirigí al fondo del salón. En efecto: un olor nocivo, acre, desagradable, flotaba en el aire. Olía casi a alquitrán fundido, aunque no exactamente.
Algo se estaba quemando.
Corrí de una habitación a otra, tratando de encontrar las plumas. No estaban allí. Abrí la puerta del antiguo dormitorio de Patch y enseguida me azotó el olor a material orgánico chamuscado.
Sin pararme a pensar, me dirigí a la pared del otro lado de la habitación, la que comunicaba con un pasadizo secreto. En el momento en que corrí la puerta, una nube de humo negro llenó la habitación. El olor a aceite quemado era insoportable.
Me cubrí la nariz y la boca con la camiseta, y llamé a Scott.
—¡Ya voy!
Entró en la habitación agitando la mano para abrirse paso entre la humareda.
Había estado en ese pasadizo secreto en otra ocasión, cuando Patch había retenido momentáneamente a Hank Millar antes de que yo lo matara, y traté de recordar el camino. Me puse de rodillas para poder respirar mejor y gateé deprisa, tosiendo y boqueando cada vez que tomaba aire. Al cabo, mis manos encontraron una puerta. Busqué una clavija a tientas, y tiré de ella. La puerta se abrió lentamente, y una oleada de humo nuevo invadió el corredor.
La luz de un fuego resplandecía a través del humo; las llamas lamían el aire y bailaban como un espectáculo de magia exquisito: dorado intenso, naranja líquido y espectaculares bocanadas de humo negro. Se oían chasquidos y castañeteos mientras las llamas devoraban la enorme montaña que yacía en el suelo. Scott me cogió de los hombros con actitud protectora y se colocó delante de mí, como si fuera un escudo. El calor del fuego nos abrasaba el rostro.
Al cabo de solo un instante, solté un grito, aterrorizada.