Me dispuse a prepararme para el día, pero actuaba mecánicamente. No podía apartar de mi cabeza la imagen de Patch y Dabria juntos. No había pensado en pedirle detalles a Dante, y ahora las preguntas sin respuesta me estaban taladrando el cerebro. «Estaban juntos. Tengo fotos».
¿Exactamente qué significaba eso? ¿Juntos cómo? ¿Acaso era yo tan ingenua como para no preguntar? No. Confiaba en Patch. Estaba tentada de llamarlo, pero por supuesto no lo hice. Esperaría a haber visto las fotos. Enseguida sabría si lo condenaban o no.
Marcie entró en la cocina y se sentó encima de la mesa de un salto.
—Estoy buscando a alguien que quiera venir conmigo de compras después de clase.
Aparté a un lado el tazón de cereales ya pastosos. Había estado tanto rato perdida en mis pensamientos que ya no había quien se los comiera.
—Siempre voy de compras los viernes por la tarde —me aclaró Marcie—. Es como un ritual.
—Querrás decir una tradición —la corregí.
—Necesito un abrigo de entretiempo. Algo de lana, que abrigue, pero que al mismo tiempo sea chic —dijo, frunciendo ligeramente el ceño, meditabunda.
—Gracias por el ofrecimiento, pero tengo un montón de deberes de trigonometría atrasados.
—Oh, vamos. No has hecho nada en toda la semana, ¿por qué empezar precisamente hoy? Y de verdad que necesito una segunda opinión. Esta es una compra importante, y ahora que ya habías empezado a actuar como una persona normal… —murmuró.
Me puse en pie y llevé el tazón al fregadero.
—Ahora sí que me has llegado al corazón.
—Venga, Nora, no quiero que nos peleemos —protestó—. Solo me apetecía que te vinieras de compras conmigo.
—Y a mí me apetece aprobar el examen de trigonometría. Además, estoy castigada.
—No te preocupes, ya he hablado con tu madre. Ya ha tenido tiempo de tranquilizarse y entrar en razón. Te ha levantado el castigo. Después de clase me quedaré en el instituto una media hora más. Así tendrás tiempo de terminar esos deberes de trigonometría, ¿vale?
Entorné los ojos y la miré inquisitivamente.
—¿Le has hecho a mi madre un truco psicológico?
—¿Sabes lo que pienso? Que estás celosa de que ella y yo hayamos establecido un vínculo tan estrecho.
¡Puaj!
—Mira, no es solo por los deberes de Mates, Marcie. También tengo que pensar en lo que pasó anoche, y en qué puedo hacer para evitar que se repita. No estoy dispuesta a jurarle lealtad a nadie —dije con determinación—. Y tampoco quiero que los demás Nefilim lo hagan.
Marcie soltó un chillido exasperado.
—¡Eres como mi padre! ¡Deja ya de ser tan…!
—¿Nefil? —apunté—. ¿Un híbrido, un bicho raro, un accidente de la naturaleza? ¿Un blanco?
Marcie apretó tanto los puños que se le enrojecieron. Al final levantó la barbilla y me miró con un brillo desafiante en los ojos.
—Sí. Una mutante, un monstruo, un fenómeno. Exactamente lo mismo que yo.
—Entonces, ¿lo aceptas? —dije levantando las cejas—. ¿Al final aceptas quién eres?
Insinuó una sonrisa casi vergonzosa.
—Pues sí, ¡exacto!
—Me gusta más esta versión de Marcie.
—Me gusta más esta versión de Nora —repuso poniéndose en pie y cogiendo el bolso que había dejado sobre la encimera—. Entonces, ¿tenemos o no una cita para ir de compras?
Cuando aún no hacía ni dos horas que las clases habían terminado, Marcie ya se había ventilado cuatrocientos dólares en un abrigo de lana, unos tejanos y un par de accesorios. Yo no me gastaba esa cantidad en ropa en todo el año. Supongo que si hubiera crecido en casa de Hank, no me habría preocupado pasarme una tarde entera quemando la tarjeta de crédito. Para empezar, habría tenido una.
Fuimos en su coche, porque no quería que la vieran en el mío. La verdad es que no la culpaba, pero su actitud dejaba bien clara una cosa: ella tenía dinero y yo no; yo había recibido el dichoso ejército de Hank, y ella, toda su herencia. Decir que era injusto era quedarse muy corto.
—¿Podemos parar un momento en casa de Dante, un amigo mío? —le pregunté a Marcie—. No nos queda de camino, pero es que tengo que recoger una cosa.
Casi me entraban náuseas al pensar en las fotos de Patch y Dabria, pero quería acabar con las incógnitas de una vez. No tenía la paciencia de esperar que Dante me las llevara a casa. Así que, por si aún no lo había hecho, decidí adelantarme.
—¿Dante? ¿Lo conozco?
—No. No va al instituto. Gira a la derecha en la próxima calle… Vive cerca de la Bahía de Casco —le dije.
La ironía de ese momento no se me pasó por alto. Al final del verano, había acusado a Patch de haber tenido un lío con Marcie. Y ahora, solo unos meses más tarde, me disponía a investigar la misma historia… solo que con una chica diferente.
Me presioné la frente con la palma de la mano. Tal vez debería dejarlo correr. Quizá lo único que tenía que hacer era confiar incondicionalmente en Patch y dejar de lado mis inseguridades. El caso era que siempre había confiado en él.
Y entonces apareció Dabria.
Además, si Patch era inocente (y deseaba con todas mis fuerzas que lo fuera), no perjudicaba a nadie que yo viera esas fotografías.
Marcie siguió mis indicaciones y, cuando llegamos a casa de Dante, mostró su admiración por la arquitectura del edificio.
—Este Dante tiene estilo —dijo paseando la mirada por la casa Reina Anna que se levantaba tras una gran extensión de césped.
—Unos amigos se la dejaron en herencia —expliqué—. No te molestes en salir: llamo a la puerta y recojo lo que he venido a buscar.
—Ni lo sueñes: ¡tengo que ver el interior! —exclamó Marcie bajándose del coche antes de que pudiera detenerla—. ¿Ese Dante tiene novia?
Se colocó las gafas de sol a modo de diadema y admiró abiertamente la riqueza de Dante.
«Sí, yo», pensé. Estaba claro que mi interpretación en esa charada era brillante: ni siquiera mi medio hermana, que además dormía bajo el mismo techo que yo, sabía nada de mi «novio».
Subimos al porche y llamamos al timbre. Al cabo de unos instantes, insistí. Nada. Me llevé las manos a las sienes y miré por la ventana del salón: estaba todo a oscuras. Pues qué bien: había ido hasta allí justo cuando él no estaba.
—¡Yuju! ¿Buscáis al joven que vivía aquí?
Marcie y yo nos volvimos y vimos a una mujer mayor de pie en la acera. Llevaba unas zapatillas rosas, la cabeza llena de rulos también rosas y un perrito negro sujeto en una correa.
—Buscábamos a Dante —expliqué—. ¿Es usted vecina suya?
—Me mudé a vivir aquí con mi hija y su marido a principios de verano. Un par de calles más abajo —dijo, señalando a sus espaldas—. Mi marido, John, nos dejó, Dios lo tenga en su gloria, y no me quedó otra: o una residencia o casa de mi yerno. Nunca baja la tapa del váter, ¿sabéis? —nos informó.
«¿De qué demonios está hablando? —me preguntó Marcie mentalmente—. Y, por favor, ese perro necesita un baño, ¡pero ya! Lo huelo desde aquí».
Fabriqué una sonrisa amable y bajé los escalones del porche.
—Me llamo Nora Grey. Soy amiga del chico que vive aquí, Dante Matterazzi.
—¿Matterazzi? ¡Lo sabía! ¡Sabía que era italiano! Con un nombre así no puede ocultarlo. Están invadiendo nuestras costas —protestó la mujer—. Si seguimos así, pronto compartiré jardín con el propio Mussolini.
El perro intervino y coincidió con su dueña soltando un ladrido.
Marcie y yo nos miramos, y mi medio hermana puso cara de exasperación.
—¿Ha visto usted hoy a Dante? —le pregunté a la mujer.
—¿Hoy? ¿Por qué tendría que haberlo visto? Os acabo de decir que se ha mudado. Hace un par de días. Lo hizo en plena noche, como cualquier italiano. Con nocturnidad y alevosía: típico de los mafiosos sicilianos. Está tramando algo, os lo digo yo.
—Debe de haberse usted confundido. Dante aún vive aquí —le expliqué tratando de ser amable.
—¡Ja! ¡Ese chico es un indeseable! Siempre encerrado en sí mismo, siempre de espaldas a los vecinos. Ha sido insociable desde el día en que llegó. Ni siquiera se dignaba saludar. Un chico tan taimado como ese en un vecindario respetable… No estaba bien. Solo ha durado un mes y no puedo decir que lamente perderlo de vista. Debería haber leyes en contra de los inquilinos en este barrio: lo único que hacen es devaluar las casas.
—Dante no era un inquilino. La casa es suya. Se la dejaron en herencia unos amigos suyos.
—¿Es eso lo que te dijo? —Meneó la cabeza y me miró con sus ojitos azules, como si yo fuera la persona más ingenua que había visto en su vida—. Esta casa es de mi yerno. Pertenece a la familia desde hace muchos años. Antes la alquilábamos durante el verano, cuando la economía aún no se había venido abajo y todavía se podía sacar algún dólar del turismo. Ahora tenemos que alquilársela a mafiosos italianos.
—Debe de estar usted confundida… —repetí.
—Consulta el registro de la propiedad del condado. Ese no miente nunca. No se puede decir lo mismo de esos italianos.
El perro iba describiendo círculos alrededor de las piernas de la mujer, que ya las tenía envueltas con la correa. De vez en cuando, el animal se detenía para dedicarnos a Marcie y a mí un gruñido contundente de advertencia. A continuación, seguía olfateando el suelo y persiguiendo a su presa imaginaria en círculos. La mujer se desenredó las piernas y prosiguió con su paseo.
Me la quedé mirando mientras se alejaba. Dante era el propietario de esa casa. No la había alquilado.
Una sensación terrorífica me atravesó el pecho. Si Dante se había ido, ¿quién iba a proporcionarme las dosis de hechicería diabólica? Ya casi no me quedaba. Quizá tendría bastante para un día, dos, si me la racionaba bien.
—Bueno, está claro que alguien miente —concluyó Marcie—. Yo creo que es ella. Estas viejas no son de fiar. Especialmente las gruñonas como esa.
Apenas la oí. Marqué el teléfono móvil de Dante, rogando por que me contestara, pero no hubo suerte. Ni siquiera saltó el contestador.
Ayudé a Marcie a llevar las bolsas dentro y mi madre corrió escaleras abajo para recibirnos.
—Un amigo tuyo ha dejado esto para ti —me dijo entregándome un sobre—. Ha dicho que se llamaba Dante. ¿Debería conocerlo? —preguntó con retintín.
Traté de ocultar mi impaciencia cuando lo cogí.
—Es un amigo de Scott —expliqué.
Mi madre y Marcie le echaron un vistazo al sobre y luego me miraron con expectación.
—Debe de ser algo que quiere que le entregue a Scott —mentí para desviar la atención.
—No parecía de la edad de tus otros amigos. No me acaba de gustar que vayas con chicos tan mayores —dijo mi madre con reservas.
—Ya te he dicho que es amigo de Scott —respondí de modo evasivo.
Una vez en mi habitación, inspiré profundamente y abrí el sobre. Extraje varias fotografías muy ampliadas. Todas en blanco y negro.
Las primeras se habían tomado de noche. Patch caminando por una calle desierta. Patch montado en su moto, probablemente en una de sus vigilancias. Patch hablando por un teléfono público. Por el momento, nada nuevo: ya sabía que estaba trabajando las veinticuatro horas del día para encontrar al chantajista de Pepper.
En la siguiente foto aparecían Patch y Dabria.
Estaban en la nueva pickup de Patch, la Ford 150 negra. Gotas de lluvia como agujas cortaban el halo de luz del farol que los iluminaba. Dabria tenía los brazos colgados del cuello de Patch y una sonrisa tímida en los labios. Ambos estaban unidos por un abrazo y Patch no parecía oponer resistencia.
Miré las tres últimas fotos tan deprisa como pude. El estómago se me encogió y empecé a marearme. Un beso.
Dabria estaba besando a Patch. Lo mostraban las fotos.