Salí de casa de Patch decidida a volver a la granja. Tuve que lidiar en todo momento con mi estómago, que se retorcía violentamente por el dolor y también por la culpa: nunca en mi vida había estado tan avergonzada.
Ni tan famélica.
El estómago se me contraía, sacudido por los espasmos del hambre. Eran tan agudos que conduje echada sobre el volante durante un buen rato. Era como si un montón de uñas afiladas me arañaran las entrañas. Tuve la extraña sensación de que todos mis órganos se resecaban, faltos de alimento, y se me ocurrió que tal vez mi cuerpo acabaría devorándose a sí mismo.
Pero no era comida lo que yo necesitaba.
Me detuve a medio camino y llamé a Scott.
—Necesito la dirección de Dante.
—¿No has estado nunca en su casa? Pero ¿no salíais juntos?
Me sacó de quicio que alargara la conversación: lo que necesitaba era la dirección de Dante; no tenía tiempo para charlas.
—¿La tienes o no?
—Te la mando en un mensaje de texto. Oye, ¿va todo bien? Pareces nerviosa. Ya llevas así unos días.
—Estoy bien —atajé, y colgué el teléfono. Me desplomé en el asiento del coche. Tenía el labio superior cubierto de gotas de sudor. Agarré el volante con fuerza tratando de ahuyentar las ansias que me estrechaban la garganta y me sacudían de arriba abajo. Todos mis pensamientos giraban alrededor de dos palabras: hechicería diabólica. Intenté ahogar la tentación. Había tomado hechicería diabólica esa misma mañana. Una botella entera. Podía superar el ansia. Decidir cuándo necesitaba otra dosis. Cuándo y de qué cantidad.
Un sudor corrosivo me empapó la espalda, y pronto sentí correr las gotas bajo la camisa. Tenía la parte trasera de los muslos caliente y húmeda, y la piel se me pegaba al asiento. A pesar de que estábamos en octubre, puse en marcha el aire acondicionado.
Me dispuse a incorporarme al tráfico, pero el sonido escandaloso de un claxon me obligó a frenar de golpe. Una camioneta blanca me adelantó mientras el conductor sacaba la mano por la ventana y me hacía un gesto obsceno.
«Trata de controlarte —me dije—. Ve con cuidado».
Después de respirar profundamente un par de veces para despejarme la cabeza, cargué la dirección de Dante en mi teléfono móvil. Estudié el mapa, solté una risa irónica y di media vuelta. Al parecer, Dante vivía a menos de diez kilómetros de la casa de Patch.
Al cabo de diez minutos, avancé bajo la frondosa bóveda que los árboles habían formado sobre la carretera, crucé un puente de piedra y aparqué el Volkswagen en la curva de una calle pintoresca también bordeada de árboles. Predominaban las casas victorianas blancas de tejados inclinados y detalles de pan de jengibre. Todas eran llamativas y excesivas. Identifiqué la de Dante (una Reina Ana en el número 12 de Shore Drive): era todo husos y torres y gabletes. La puerta estaba pintada de rojo y tenía una vistosa aldaba de bronce. La obvié y fui directamente al timbre. Llamé con insistencia. «Si no se da prisa…»
Dante abrió un poco la puerta y me miró visiblemente sorprendido.
—¿Cómo me has encontrado?
—Scott.
Frunció el ceño.
—No me gusta que la gente se presente en mi casa sin avisar. Las idas y venidas siempre resultan sospechosas. Tengo vecinos muy fisgones.
—Es importante.
Apuntó hacia la calle con la barbilla.
—Ese montón de chatarra tuyo ofende a la vista.
No estaba de humor para intercambiar insultos ocurrentes. Si mi organismo no recibía pronto una dosis de hechicería diabólica (aunque solo fueran unas gotas) el corazón se me iba a salir del pecho. Lo cierto era que ya tenía el pulso bastante acelerado y me costaba Dios y ayuda coger aire. Estaba sin resuello, como si me hubiera pasado una hora corriendo colina arriba.
—He cambiado de parecer —le dije—. Quiero que me des algo de hechicería diabólica. Por si acaso. —Y enseguida añadí—: Por si me encuentro en una situación en la que los agresores me superan en número y la necesito.
No podía concentrarme lo bastante para determinar si mi argumento se sostenía. Veía manchas rojas por todas partes. Tenía las cejas empapadas en sudor, pero contuve el impulso de secármelas con la esperanza de que Dante no se fijara en que estaba sudando como un cerdo.
Me miró con una expresión incierta y luego me dejó pasar. Me quedé en el vestíbulo, paseando nerviosamente la mirada por las paredes blancas y las suntuosas alfombras orientales. Un corredor conducía a la cocina. Había un salón formal a mi izquierda, y un comedor pintado del mismo rojo oscuro que las manchas que obstaculizaban mi visión, a la derecha. Todos los muebles que tenía a la vista eran piezas de anticuario. Una araña colgaba del techo.
—Muy bonito —conseguí articular a pesar del pulso acelerado y el hormigueo que recorría mis extremidades.
—Era la casa de unos amigos. Me la dejaron en herencia.
—Siento tu pérdida.
Dante se dirigió al comedor, desplazó ligeramente un enorme cuadro en el que había pintado un montón de heno y dejó al descubierto la caja fuerte que tenía empotrada en la pared. Tecleó el código y la abrió.
—Aquí tienes. Es un prototipo muy concentrado, así que tómatelo en dosis pequeñas —me advirtió—. Te doy dos botellas. Si decidieras empezar a tomar la hechicería ahora, deberían durarte una semana.
Asentí con la cabeza y alargué la mano hacia las dos botellas azuladas, tratando de evitar que la boca se me hiciera agua.
—Quiero decirte una cosa, Dante. Pienso encabezar la guerra Nefil. Así que, si puedes, tal vez deberías reservarme más de dos botellas: es posible que tenga que utilizarlas.
Estaba resuelta a comunicarle a Dante mi decisión acerca de la guerra, aunque mi intención inicial no era utilizar la noticia para conseguir más dosis de hechicería diabólica. Había sido una maniobra vil y despreciable, pero estaba demasiado ansiosa para sentir algo más que un leve pinchazo de culpabilidad.
—¿La guerra? —repitió Dante, desconcertado—. ¿Estás segura?
—Ya puedes decirles a los altos cargos Nefilim que estoy trazando un plan para atacar a los ángeles caídos.
—Esto son… ¡muy buenas noticias! —repuso Dante, aún algo sorprendido, mientras depositaba otra botella más en mis manos—. ¿Qué te ha hecho cambiar de opinión?
—Mi corazón ha cambiado —dije, simplemente porque me pareció que sonaba bien—. No solo estoy a la cabeza de los Nefilim, también soy uno de ellos.
Dante me acompañó hasta el coche, y necesité todas mis fuerzas para caminar con aparente tranquilidad. Abrevié nuestra despedida, conduje unos cuantos metros y, en cuanto doblé la esquina, aparqué y destapé la botella. Cuando ya estaba llevándomela a los labios, sonó el tono de Patch en el móvil y, con el sobresalto, derramé parte del contenido sobre mi regazo.
Se evaporó al instante, elevándose en el aire como el humo de una cerilla recién apagada. Solté un par de palabrotas entre dientes, crispada por haber perdido esas gotas preciosas.
—¿Hola? —respondí. Las manchas rojas boicoteaban mi visión.
—No me gusta encontrarte en la casa de otro hombre, Ángel.
Miré inmediatamente por la ventana, a un lado y a otro, y escondí la botella de hechicería diabólica debajo del asiento.
—¿Dónde estás?
—Tres coches por detrás de ti.
Clavé los ojos en el espejo retrovisor. Patch apareció montado en la moto y aceleró hacia mí con el teléfono pegado a la oreja. Me sequé la cara con el cuello de la camisa y bajé la ventanilla.
—¿Me has estado siguiendo? —le pregunté.
—Llevas el busca.
Estaba empezando a odiar ese cacharro.
Patch apoyó el brazo sobre el techo del coche y se inclinó hacia mí.
—¿Quién vive en Shore Drive?
—Ese busca es muy preciso.
—Solo compro lo mejor.
—Dante vive en el número doce de Shore Drive.
No tenía sentido mentir cuando ya había hecho sus investigaciones.
—No me gusta encontrarte en casa de otro hombre, pero aún me gusta menos que sea en la suya. —Su expresión era sosegada, pero no cabía duda de que esperaba una explicación.
—Aún teníamos que confirmar la hora del entreno de mañana y, como estaba en el barrio, he pensado que podía pasarme y dejarlo resuelto.
La mentira salió de mis labios con toda facilidad. Solo podía pensar en una cosa: deshacerme de Patch. Sentía el sabor de la hechicería diabólica en la garganta y tragué saliva con impaciencia.
Patch me subió delicadamente las gafas de sol hasta la parte de arriba de la nariz, y luego metió la cabeza por la ventana y me besó.
—Voy a seguir un par de pistas más sobre el chantajista de Pepper, a ver qué descubro. ¿Necesitas algo antes de que me vaya?
Negué con la cabeza.
—Si quieres hablar, ya sabes que puedes contar conmigo —añadió con cariño.
—¿Hablar sobre qué? —pregunté casi a la defensiva. ¿Sabía algo sobre lo de la hechicería diabólica? No, no, seguro que no.
Me estudió durante unos segundos.
—Sobre nada.
Esperé a que Patch se alejara en la moto y me apresuré a coger la botella del suelo. Y entonces bebí un traguito tras otro hasta que me sentí saciada.