Es un farol. Pretende tendernos una trampa. Trata de asustarnos; así estaremos tan preocupados intentando descubrir qué extraña enfermedad me ha inoculado que no actuaremos con eficacia.
Salté de la cama y empecé a andar de un extremo a otro de la habitación.
—Oh, es bueno, muy bueno. Yo digo que lo llamemos y le digamos que le entregaremos el cuchillo en cuanto haya jurado que no volverá a utilizar la hechicería diabólica. Es un buen acuerdo.
—¿Y si dice la verdad? —preguntó Patch quedamente.
No quería pensar en eso. Si lo hacía, me pondría en las manos de Blakely.
—Está mintiendo —afirmé con convicción—. Era el protegido de Hank, y si en algo tenía talento mi padre, era en mentir. Estoy segura de que se lo pegó. Llámalo. Dile que no hay trato, que se me ha curado la herida y que si realmente me ocurriera algo, a estas alturas ya lo sabríamos.
—Estamos hablando de hechicería diabólica, Ángel. No funciona según las normas. —Las palabras de Patch estaban cargadas de preocupación y también de frustración—. No creo que podamos dar nada por sentado, y mucho menos que debamos subestimarle. Si hizo algo para perjudicarte, Ángel…
Un músculo de la mandíbula de Patch se contrajo por la emoción, y tuve miedo de que fuera a hacer exactamente lo que Blakely deseaba: pensar con la rabia y no con la cabeza.
—Esperemos un tiempo. Si estamos equivocados, cosa que dudo, dentro de dos, cuatro o seis días Blakely aún querrá recuperar el cuchillo. Tenemos la sartén por el mango. Si empezamos a sospechar que realmente me inoculó algo grave, lo llamamos. Querrá reunirse con nosotros igualmente, porque su objetivo es recuperar el cuchillo. No tenemos nada que perder.
Patch no parecía convencido.
—Ha dicho que no tardarías en necesitar el antídoto.
—¿No te das cuenta? No ha sido nada preciso: si hubiera dicho la verdad, habría dado un período de tiempo más concreto.
Mi valentía no era fingida. Ni una parte de mí creía que Blakely estuviera siendo franco. La herida se había curado, y nunca me había sentido mejor. No me había inoculado ninguna enfermedad. No iba a tragármelo. Y me frustró que Patch fuese tan cauteloso, tan ingenuo. Quería ceñirme al plan original: llevarnos a Blakely y acabar con la producción de hechicería diabólica.
—¿Dónde quiere que os encontréis? ¿Dónde piensa hacer el cambio?
—No te lo voy a decir —respondió Patch con un tono calmado y mesurado.
Lo miré, confundida.
—Perdona, ¿qué has dicho?
Patch se me acercó y me cogió delicadamente el cuello con ambas manos. Su expresión era inalterable. Estaba muy serio… Seguro que me ocultaba algo. Fue como si me abofeteara: llevaba la traición escrita en el rostro. No podía creer que fuera a actuar en contra de mi voluntad. Traté de zafarme de él, demasiado enfadada como para decir nada, pero Patch me cogió por la cintura.
—Respeto tu opinión, pero hace mucho más tiempo que tú que me dedico a estas cosas —me dijo muy seriamente con voz sincera.
—No seas condescendiente conmigo.
—Blakely no es una buena persona.
—Gracias por la información —repliqué con ironía.
—Es perfectamente capaz de haberte contagiado con algo. Hace tanto tiempo que trabaja con la hechicería diabólica que ya no debe de saber lo que es el sentido de la decencia y la humanidad. La hechicería habrá endurecido su corazón y le habrá metido ideas en la cabeza, ideas perversas, maliciosas, ignominiosas. No creo que lance amenazas a ciegas. Parecía sincero, convencido de cumplir con lo que me ha dicho. Si no me encuentro con él esta noche, se deshará del antídoto. No tiene miedo de mostrarnos el tipo de hombre que es.
—Entonces demostrémosle con quién está tratando. Dime dónde quiere que nos encontremos. Cojámosle e interroguémosle —le desafié. Le eché un vistazo al reloj. Habían transcurrido cinco minutos desde que Patch había colgado el teléfono. Blakely no esperaría toda la noche. Teníamos que movernos: estábamos perdiendo tiempo.
—Tú no vas a encontrarte con Blakely esta noche, y punto —sentenció Patch.
No soportaba ese comportamiento de machito. Yo tenía tanto derecho a decidir como él, y Patch me estaba dejando a un lado. Mi opinión no le importaba lo más mínimo: solo lo había dicho por decir.
—¡Vamos a perder nuestra oportunidad de atraparlo! —protesté.
—Yo voy a hacer el intercambio y tú te quedarás aquí —insistió.
—¿Cómo puedes decir eso? ¡Vas a dejar que se salga con la suya! ¿Qué demonios te pasa?
Me miró al fondo de los ojos.
—Creía que era obvio, Ángel. Tu salud es más importante que conseguir esas respuestas. Ya atraparemos a Blakely en otra ocasión.
Me quedé con la boca abierta y sacudí la cabeza de un lado a otro.
—Si sales de aquí sin mí, nunca te lo perdonaré.
Era una dura amenaza, pero estaba dispuesta a cumplirla. Patch me había prometido que éramos un equipo. Si me dejaba de lado, lo interpretaría como una traición. Habíamos pasado por demasiadas cosas juntos como para que me tratara ahora como a una niñita indefensa.
—Blakely está muy inquieto. Si presiente algo raro, se escapará y se llevará con él el antídoto. Dijo que quería encontrarse conmigo a solas, y pienso respetar su voluntad.
Negué enfáticamente con la cabeza.
—No mezcles a Blakely en esto. Esto es entre tú y yo. Dijiste que seríamos un equipo. Esto tiene que ver con lo que nosotros queremos, no con lo que quiere él.
Alguien llamó a mi habitación, y yo troné:
—¿Qué?
Marcie abrió la puerta y se quedó de pie junto al quicio, con los brazos cruzados. Llevaba una enorme camiseta vieja y unos pantalones cortos. Nada que ver con el atuendo que había creído que emplearía para dormir. Me la había imaginado con algo más rosa, más escotado, con más encajes.
—¿Con quién estás hablando? —me preguntó medio dormida frotándose los ojos—. Te oigo dale que te pego desde mi habitación.
Me volví hacia Patch, pero se había desvanecido: en el dormitorio solo estábamos Marcie y yo.
Agarré una de las almohadas de la cama y la arrojé con furia contra la pared.
Cuando me desperté el domingo por la mañana, un hambre atroz, indescriptible, me atenazaba el estómago. Me levanté de la cama y me fui directamente a la cocina sin siquiera pasar por el cuarto de baño. Abrí la nevera de un tirón y examiné con avidez el contenido de todos los estantes: leche, fruta, los restos del filete Stroganoff del día anterior, ensalada, lonchas de queso, gelatina de fresa. No había nada que me resultase remotamente apetecible y, sin embargo, mi estómago se retorcía lacerado por los pinchazos del hambre. Metí la cabeza en la despensa y rastreé con la mirada los montones de paquetes que llenaban las estanterías; nada, todo me dejaba indiferente, como si en lugar de alimentos fueran pedazos de poliéster. Esa hambre inexplicable se intensificó al no meterme nada en el estómago, y empecé a sentir náuseas.
Faltaban unos minutos para las cinco, ni siquiera había amanecido, pero volví a la cama con pesadez. Si no podía acabar con esos dolores comiendo, trataría de hacerlos desaparecer durmiendo. El problema era que me sentía como en lo alto de una noria, y la cabeza me daba vueltas y más vueltas. Tenía la lengua seca e hinchada por la sed y, sin embargo, cuando pensaba en beber, aunque solo fuera un trago de agua, mi estómago se rebelaba y me entraban ganas de devolver. Por un momento, se me ocurrió que todo podía ser consecuencia de la herida, pero me sentía demasiado mal como para poder pensar.
Me pasé los siguientes minutos revolviéndome en la cama, tratando de encontrar la parte más fresca de las sábanas para aliviar mi dolor, y entonces una voz sedosa me susurró al oído:
—¿Sabes qué hora es?
Dejé escapar un gruñido genuino.
—Hoy no podré entrenar, Dante, me encuentro muy mal.
—Esa excusa está muy trillada. Vamos, sal de la cama —insistió dándome una palmadita en la pierna.
La cabeza me colgaba fuera del colchón y, al ver sus zapatillas deportivas, le dije:
—¿Si devuelvo encima de tus pies me creerás?
—No soy tan remilgado. Te espero fuera dentro de cinco minutos. Si llegas tarde, tendrás que compensármelo. Ocho kilómetros de más por cada minuto de retraso. Parece lo justo, ¿no?
Se marchó, y necesité echar mano de toda mi motivación para bajarme de la cama. Me calcé las zapatillas deportivas lentamente, atrapada en una batalla contra un hambre voraz, por un lado, y un mareo incontrolable, por el otro.
Cuando conseguí llegar al camino de la entrada, Dante me dijo:
—Antes de empezar, te pondré al día acerca de los avances en la preparación de nuestro ejército. Una de mis primeras obligaciones como teniente ha sido asignar oficiales a nuestras tropas. Espero que apruebes mis decisiones. El entreno de los Nefilim va bien —prosiguió sin aguardar mi respuesta—. Nos hemos concentrado en las técnicas contra la posesión de cuerpos, en el empleo de los juegos psicológicos como estrategias tanto ofensivas como defensivas y en el seguimiento de un riguroso programa de preparación física. Nuestro punto débil es el reclutamiento de espías. Necesitamos desarrollar fuentes de información fiables. Es de vital importancia saber qué planean los ángeles caídos, pero no hemos tenido éxito en este punto —dijo mirándome, expectante.
—Eh… Vale. Haces bien en decírmelo. A ver si se me ocurre algo.
—Había pensado que podías sugerírselo a Patch.
—¿Que espíe para nosotros?
—Saca provecho de vuestra relación. Tal vez tenga información sobre los puntos débiles de los ángeles caídos. Puede que conozca a ángeles caídos que sean fáciles de convencer.
—No pienso utilizar a Patch. Ya te lo dije: Patch no participará en esta guerra. No se ha alineado con los ángeles caídos y no pienso pedirle que espíe para los Nefilim —repuse fríamente—. No voy a involucrarlo en esto.
Dante asintió.
—Entendido. Olvídate de lo que te he dicho. Como siempre, empezaremos calentando. Dieciséis kilómetros. Adelante, quiero verte sudar.
—Pero Dante… —protesté con un hilo de voz.
—¿Esos kilómetros de más sobre los que te he advertido? Una excusa.
«Vamos, acaba con esto —me decía tratando de animarme—. Tienes el resto del día para dormir. Y comer, y comer, y comer».
Dante fue duro con el entreno; después de dieciocho kilómetros de calentamiento, me hizo saltar rocas dos veces más altas que yo, subir a la carrera la empinada cuesta de un barranco, y repetir algunas de las lecciones que ya me había dado, especialmente sobre trucos psicológicos.
Por fin, al terminar la segunda hora, dijo:
—Ya está bien por hoy. ¿Sabrás volver a casa?
Nos habíamos alejado muchos kilómetros, pero el sol que asomaba por el horizonte me indicaba dónde se encontraba el este, y estaba bastante segura de que podría volver a casa sola.
—No te preocupes por mí —le dije, y me marché.
A medio camino encontré la roca sobre la que habíamos depositado nuestras cosas: el impermeable que me había quitado después del calentamiento y la bolsa de deporte azul marino de Dante. La llevaba cada día y cargaba con ella mientras corría por el bosque durante varios kilómetros, lo cual se me antojaba no solo pesado e incómodo, sino también poco práctico. Hasta entonces, no la había abierto ni una sola vez. Al menos, delante de mí. La bolsa podría haber contenido toda la colección de aparatos de tortura que Dante pensaba emplear conmigo con la excusa del entreno. Sin embargo, lo más probable era que la empleara para llevar ropa y zapatillas de deporte de repuesto… y seguramente —y solté una risa al pensarlo— también un par de calzoncillos con un estampado de pingüinos que me servirían para tomarle el pelo durante un buen tiempo. E incluso podría dejarlos colgados de algún árbol cercano. Por allí no había nadie que pudiera verlos, pero seguro que se moriría de vergüenza al pensar que yo los había descubierto.
Sonreí furtivamente, y abrí la cremallera solo unos pocos centímetros. En cuanto vi la retahíla de botellas de cristal llenas de ese líquido azul, se me retorció el estómago de dolor y el hambre me arañó por dentro como si tuviera vida propia.
Un ansia irrefrenable amenazaba con explotar en mi interior y un pitido agudo me perforaba los oídos. De pronto, el recuerdo del intenso sabor de la hechicería diabólica me arrolló como una ola. Era repugnante, pero valía la pena. Recordé el poder que me había dado. Casi no podía aguantar el equilibrio: la necesidad de sentir de nuevo ese subidón me consumía. Los saltos vertiginosos, la velocidad incomparable, la agilidad de un felino. Se me aceleró el pulso, ansiosa por probarla de nuevo. Empecé a ver borroso y las rodillas se me aflojaron. Ya casi podía saborear el alivio y la satisfacción que iba a sentir solo con el primer sorbo.
Conté las botellas a toda prisa. Quince. Seguro que Dante no notaría si había una de menos. Sabía que robar estaba mal y también que la hechicería diabólica no me convenía. Pero esos pensamientos eran argumentos vacíos que flotaban a la deriva en algún rincón perdido de mi cabeza. Me dije a mí misma que muchos de los medicamentos que me recetaba el médico tampoco eran buenos en según qué dosis, pero a veces los necesitaba. Del mismo modo que en ese momento necesitaba tomar un sorbo de hechicería diabólica.
Hechicería diabólica. Era tal el ansia de revivir la sensación de poder que me proporcionaría, que apenas podía pensar. De pronto me asaltó un pensamiento: tenía tanta necesidad de tomarla que si no lo hacía tal vez moriría. Estaba dispuesta a cualquier cosa con tal de volver a sentirme de ese modo. Indestructible. Intocable.
Sin darme tiempo siquiera a pensar, cogí una botella. Estaba fría y su tacto me dio confianza. Aún no había bebido ni un sorbo y ya pensaba con más claridad. Los mareos habían desaparecido y, muy pronto, también desaparecería la sensación de ansiedad.
La botella se adaptaba perfectamente a mi mano, como si estuviera hecha a mi medida. Dante quería que esa dosis fuera para mí. Al fin y al cabo, ¿cuántas veces había tratado de convencerme de que tomara hechicería diabólica? ¿Y acaso no había dicho que iría a cuenta de la casa?
Cogería solo una botella, con una bastaría. Saborearía esa oleada de poder una vez más y ya me quedaría satisfecha.
Solo una vez más.