Capítulo

15

Me desperté sobresaltada. Dante estaba inclinado sobre mi cama, con las manos apoyadas junto a mis hombros.

—¡Buenos días!

Traté de hacerme a un lado, pero sus brazos no me dejaban moverme.

—Hoy es sábado —protesté, presa del cansancio. Entrenar estaba muy bien, pero me merecía un día libre.

—Tengo una sorpresa para ti: una de las buenas.

—La única sorpresa que quiero son un par de horas más de sueño. —Vi el cielo oscuro a través de la ventana, y dudé de que fueran más de las cinco y media.

Me destapó de un tirón y yo solté un grito, agarrándome desesperadamente a las mantas.

—¡Déjame!

—¡Bonito pijama!

Llevaba puesta una camiseta negra que había cogido del armario de Patch y que apenas me llegaba a medio muslo. Tiré simultáneamente de la camiseta hacia abajo y de las mantas hacia arriba.

—Vale —claudiqué con un resoplido—. Te veo fuera.

Después de ponerme la ropa de entreno y calzarme las zapatillas deportivas me encaminé afuera pesadamente. Dante no estaba en el camino de la entrada, pero le sentí cerca, probablemente en el bosque del otro lado de la calle. Tuve la sensación de percibir a otro Nefil con él y crucé frunciendo el ceño.

No cabía duda de que Dante se había traído a un amigo. Sin embargo, al verlo —ambos ojos morados, el labio partido, la mandíbula inflamada y un boquete en la frente—, concluí que no debían de llevarse muy bien.

—¿Le reconoces? —me preguntó Dante alegremente sosteniendo al Nefil herido por el cogote para que yo lo examinara.

Me acerqué unos pasos, sin saber muy bien a qué juego quería jugar Dante.

—No. Está demasiado hecho polvo. ¿Se lo has hecho tú?

—¿Estás segura de que este buenorro no te suena? —volvió a preguntar Dante, mostrándome los dos perfiles del Nefil con satisfacción; no cabía duda de que se estaba divirtiendo—. Anoche no paraba de hablar de ti. Se jactó de que te había dado una buena paliza. Por supuesto, ahí fue cuando despertó mi interés. Le dije que nunca había hecho tal cosa. Y, si me equivocaba, bueno, digamos que no acostumbro a ser amable con los Nefilim que no respetan a sus líderes, especialmente al jefe del ejército de la Mano Negra.

Dante abandonó el tono jovial y miró al Nefil herido con desprecio.

—Fue una broma —arguyó el Nefil de mala gana—. Pensé que así veríamos hasta qué punto era sincera al decir que seguiría adelante con el proyecto de la Mano Negra. Ni siquiera es una Nefil de nacimiento. Solo queríamos que probara un adelanto de aquello a lo que tendrá que enfrentarse…

—¿Sombrero de Cowboy? —exclamé de pronto.

Tenía la cara tan desfigurada que no guardaba ningún parecido con el Nefil que me había atado a un poste en esa cabaña y me había amenazado, pero su voz parecía la misma. No cabía duda de que era Sombrero de Cowboy: Shaun Corbridge.

—¿Una broma? —Dante se rio con sarna y añadió—: Si eso es lo que tú entiendes por broma, entonces seguro que te vas a reír cuando veas lo que te tenemos preparado.

Le asestó a Sombrero de Cowboy un buen golpe en la cabeza y el Nefil se desplomó sobre sus rodillas.

—¿Podemos hablar un momento? —le pregunté a Dante—. ¿En privado?

—Por supuesto. —Apuntó a Sombrero de Cowboy con un dedo amenazador y le advirtió—: Ni se te ocurra moverte.

En cuanto nos alejamos lo bastante como para que Sombrero de Cowboy no pudiera oírnos, le dije:

—¿Qué ha pasado?

—Anoche estaba en La Bolsa del Diablo, y un tarugo empezó a chulear diciendo que te había empleado como su sparring personal. Al principio me pareció que lo había oído mal, pero cuanto más alto hablaba, más claro resultaba que no se estaba inventando la historia. ¿Por qué no me dijiste que un grupo de nuestros soldados te había atacado? —me preguntó Dante. No parecía enfadado. Tal vez dolido, pero no enfadado.

—¿Me lo preguntas porque estás preocupado por mí o más bien por lo que esto puede suponer para mi evaluación?

Dante negó con la cabeza.

—No digas eso. Sabes muy bien que no estoy pensando en los números. La verdad es que dejaron de importarme enseguida. Esto es por ti. Ese tío te puso las manos encima, y eso es imperdonable. De acuerdo, debería mostrarte respeto como capitán del ejército al que dice pertenecer, pero sobre todo porque eres una buena persona y estás haciendo todo lo posible para que esto salga bien. Yo lo veo, y quiero que él lo vea también.

Su sinceridad y su proximidad me incomodaban. Especialmente después del beso que estuve a punto de darle cuando me hizo ese truco psicológico. Sus palabras parecían haber superado el límite de lo profesional, el que había definido hasta entonces nuestra relación. Y el que debía seguir definiéndola.

—Te agradezco lo que acabas de decirme, pero con la venganza no conseguiremos que cambie de parecer. Me odia. Muchos de los Nefilim sienten lo mismo. Puede que esta sea una buena oportunidad para demostrarles que se habían equivocado conmigo. Creo que deberíamos dejar que se marche y proseguir con el entreno.

Dante no parecía nada convencido. Lo único que se adivinaba en su rostro era la decepción, y tal vez también la impaciencia.

—La compasión no es el camino. Esta vez no. Ese desgraciado solo verá reforzada su opinión si le dejas marchar sin más. Su empeño es convencer a la gente de que no estás hecha para dirigir un ejército, y tratándolo con mano blanda solo conseguirás demostrar que tiene razón. Hazlo sufrir un poco. Que se lo piense dos veces antes de ponerte las manos encima y desacreditarte de nuevo.

—Deja que se vaya —repetí con más contundencia. No creía que con la violencia pudiera vencerse la violencia. Nunca lo había creído.

Dante se puso un poco rojo y abrió la boca para decir algo, pero yo lo atajé.

—No pienso cambiar de opinión. No me hizo ningún daño. Se me llevó a esa cabaña porque estaba asustado y no sabía qué otra cosa podía hacer. Todo el mundo está asustado. El mes de Jeshván ya ha llegado, y nuestro futuro pende de un hilo. Lo que hizo estuvo mal, pero no puedo castigarlo por tratar de aliviar sus miedos. Entierra el hacha de guerra y déjale marchar. Lo digo en serio, Dante.

Dante soltó un bufido de desaprobación. Sabía que no estaba contento, pero también sabía que había tomado la decisión correcta. No quería avivar el fuego de la discordia con más leña. Para poder superar esa situación, los Nefilim teníamos que estar unidos, teníamos que ser capaces de actuar con compasión, respeto y educación, incluso cuando no estuviéramos de acuerdo.

—Así que ¿eso es todo? —preguntó Dante, claramente insatisfecho.

Me planté las manos en las comisuras de los labios para amplificar mi voz.

—¡Puedes irte! —le grité a Sombrero de Cowboy—. Siento las molestias que hayamos podido causarte.

Sombrero de Cowboy se nos quedó mirando con la boca ligeramente abierta, sin acabárselo de creer, pero prefirió no tentar la suerte y echó a correr por el bosque como si le persiguiera un atajo de osos.

—Bueno —le dije a Dante—. ¿Qué crueles maquinaciones me tenías preparadas para hoy? ¿Correr una maratón? ¿Escalar montañas? ¿Dividir las aguas del mar?

Al cabo de una hora los músculos de las piernas y los brazos me temblaban, exhaustos. Dante me había sometido a agotadoras sesiones de gimnasia: flexiones de brazos, flexiones de piernas, sentadillas y tijeras verticales. Cuando ya cruzábamos el bosque camino de casa, alcé el brazo de pronto, justo por delante del pecho de Dante, y me acerqué el índice a los labios para pedirle silencio.

Me había parecido oír ruido de pasos en la distancia.

A Dante tampoco se le había pasado por alto. «¿Un ciervo?», me preguntó mentalmente.

Entorné los ojos tratando de aguzar la mirada entre las sombras. El bosque aún estaba a oscuras y el espesor de la vegetación no contribuía a facilitar la visibilidad.

«No. Los pasos avanzan a otro ritmo».

Dante me dio una palmadita en el hombro y señaló el cielo. Al principio me quedé desconcertada, pero luego comprendí lo que pretendía: quería que nos subiéramos a los árboles para tener una buena perspectiva del problema, si es que era eso lo que se estaba acercando a nosotros.

A pesar del cansancio, me encaramé silenciosamente a un cedro con la habilidad de un experto: me planté arriba con solo un par de saltos y el adecuado movimiento de los pies. Dante se subió a un árbol vecino.

No tuvimos que esperar demasiado. Cuando no llevábamos más que unos instantes a salvo en la copa de los árboles, seis ángeles caídos se deslizaron a hurtadillas hasta el claro que se abría a nuestros pies. Eran tres machos y tres hembras. Sus torsos desnudos estaban cubiertos de unos extraños jeroglíficos que guardaban cierto parecido con las marcas de la muñeca de Patch, y llevaban el rostro pintado de un rojo intenso. El efecto era pavoroso y no pude evitar pensar en los indios pawnee.

Me fijé en uno en particular. Era un muchacho larguirucho con los ojos pintados de negro. Su rostro me resultaba familiar… y, de repente, se me heló la sangre: recordé su marcha salvaje por La Bolsa del Diablo y el modo en que levantó la mano, triunfante; y recordé a su víctima y lo mucho que se parecía a mí.

De pronto soltó un gruñido depravado que endureció su expresión, y se puso a acechar a través de los árboles. Tenía una herida reciente en el pecho, pequeña y circular, como si le hubieran cortado groseramente un pedacito de carne con un cuchillo. Descubrí un brillo frío e implacable en sus ojos y me estremecí.

Dante y yo nos quedamos en lo alto de los árboles hasta que el grupo se alejó. En cuanto estuvimos de nuevo en tierra, pregunté:

—¿Cómo nos han encontrado?

Se volvió y me miró fríamente, entornando los ojos.

—Han cometido un gran error siguiéndote hasta aquí.

—¿Crees que nos han estado espiando?

—Creo que alguien les ha dado la alarma.

—El larguirucho. Lo había visto antes, en La Bolsa del Diablo. Atacó a una muchacha Nefil que se parecía mucho a mí. ¿Lo conoces?

—No. —Pero me pareció que se había detenido un instante antes de responder.

Al cabo de cinco horas ya me había duchado y vestido, me había tomado un saludable desayuno a base de huevos revueltos con setas y espinacas, y, de propina, había terminado todos los deberes. No estaba mal, teniendo en cuenta que ni siquiera eran las doce.

La puerta del dormitorio del final del pasillo se abrió y vi aparecer a Marcie. Llevaba el pelo hecho un desastre y tenía dos cercos oscuros bajo los ojos. Casi podía oler su aliento matutino desde donde estaba.

—Eh —le dije.

—Eh.

—Mi madre quiere que recojamos las hojas del jardín, así que supongo que preferirás ducharte en cuanto hayamos acabado.

Marcie frunció el ceño.

—¿Cómo?

—Las tareas domésticas de cada sábado —le expliqué. Probablemente «tarea doméstica» era un término que Marcie no conocía, y la verdad es que me encantó poder enseñárselo yo.

—Yo no hago esas cosas.

—Sí, si quieres vivir aquí.

—Está bien —repuso de mala gana—. Deja que desayune y haga un par de llamadas.

En otro día cualquiera, me habría extrañado que Marcie fuera tan agradable, pero estaba empezando a pensar que su buena predisposición debía de ser un modo de disculparse por su metedura de pata de la noche anterior. Eh, trataba de encontrarle alguna explicación razonable.

Mientras Marcie se servía los cereales para el desayuno, me fui a buscar los rastrillos al garaje. Cuando ya había hecho un montón con las hojas de la mitad del jardín delantero, oí que se acercaba un coche. Scott aparcó su Barracuda en el sendero de la entrada y se bajó. La camiseta que llevaba marcaba todos sus músculos; pensé en Vee y deseé haber tenido una cámara a mano.

—Eh, ¿cómo te va, Grey? —me dijo. Se sacó un par de guantes de piel de trabajo del bolsillo trasero de los pantalones y se los puso—. He venido a ayudar. Dime qué tengo que hacer. Hoy seré tu esclavo. Claro que quien debería estar aquí no soy yo, sino tu novio, Dante. —Siguió tomándome el pelo sobre Dante, pero no pude determinar si se creía realmente lo de nuestra relación. Hablaba empleando cierto tono de mofa. Aunque la verdad era que yo detectaba ese mismo tono en una de cada diez palabras que pronunciaba.

Me apoyé en el rastrillo.

—No lo entiendo: ¿cómo sabías que hoy iba a recoger las hojas del jardín?

—Tu nueva mejor amiga me lo ha contado.

Yo no tenía ninguna nueva mejor amiga, pero sí una eterna archienemiga. Así que entorné los ojos y aventuré:

—¿Te ha llamado Marcie?

—Me ha dicho que necesitaba que la ayudaran con las tareas de la casa. Tiene alergia y no puede trabajar al aire libre.

—¡Eso es mentira! —exclamé. Sin embargo, yo había sido lo bastante ingenua como para creer que estaba dispuesta a colaborar.

Scott cogió el rastrillo que yo había dejado apoyado en la pared para Marcie y se dispuso a ayudarme.

—Hagamos un montón enorme y luego te echamos a ti encima.

—Esa no es la idea.

Scott me sonrió y me dio con el codo.

—¡Pero sería divertido!

Marcie abrió la puerta principal y salió al porche. Se sentó en los escalones con las piernas cruzadas e, inclinándose hacia delante, exclamó:

—¡Hola, Scott!

—¡Hola!

—Gracias por venir a rescatarme. Eres mi caballero de la brillante armadura.

—Creo que voy a vomitar —dije yo mirando hacia el cielo melodramáticamente.

—Ya sabes, cuando quieras —repuso Scott—. Cualquier excusa es buena para venir a martirizar a Grey.

Se me acercó por la espalda y me metió un puñado de hojas secas debajo de la camiseta.

—¡Eh! —grité, y recogí apresuradamente un buen montón para arrojárselas a la cara.

Scott dejó caer los hombros, se abalanzó sobre mí y me echó al suelo, desparramando todas las hojas que yo había amontonado con tanto esmero. Me enfadé al ver que en un momento había echado por tierra todo mi trabajo, pero, a pesar de ello, no conseguí parar de reír. Lo tenía encima, abarrotando de hojas mi camiseta, mis bolsillos y mis pantalones.

—¡Scott! —exclamé entre risas.

—¡Ya vale! —dijo Marcie con voz de aburrimiento, pero yo sabía que estaba irritada.

Cuando Scott por fin me dejó respirar, le dije a Marcie:

—Es una lástima que tengas alergia. Recoger hojas puede ser muy divertido. ¿No te lo había dicho?

Me fulminó con una mirada corrosiva y luego se metió en casa.