A las cinco de la madrugada mi colchón se hundió bajo el peso de un segundo cuerpo. Abrí los ojos de golpe y descubrí a Dante sentado a los pies de la cama, mirándome con expresión sombría.
—¿Y bien? —se limitó a preguntarme.
Me había pasado todo el día anterior, hasta bien entrada la noche, tratando de resolver mi dilema, y finalmente me había decidido por una estrategia. Ahora había llegado la parte más difícil: llevarla a término.
—Dame cinco minutos para vestirme y me reúno contigo fuera.
Levantó ligeramente las cejas, temeroso, pero visiblemente esperanzado.
—¿Significa eso lo que creo?
—No me entreno con ángeles caídos, ¿verdad?
No fue una respuesta muy directa, y esperé que Dante no me pidiera que concretara más.
—Cinco minutos entonces —dijo con una sonrisa.
—Pero nada de brebajes azules —advertí cuando alcanzaba la puerta. Dante se detuvo y añadí—: Solo quería dejarlo claro.
—¿No te convenció la muestra de ayer? —me preguntó sin atisbo de remordimiento.
Se me encogió el alma: lo único que adiviné en su expresión fue decepción.
—Algo me dice que sanidad no lo aprobaría.
—Si cambias de opinión, invita la casa.
Decidí aprovechar el curso que había tomado la conversación.
—¿Está Blakely desarrollando otras bebidas de ese tipo? Y ¿cuándo crees que ampliará su grupo de prueba?
Se encogió de hombros.
—Hace tiempo que no hablo con Blakely —respondió, sin comprometerse.
—Ah, ¿no? Pero si estás probando sus nuevos prototipos, y los dos estabais muy unidos a Hank. Me sorprende que no mantengáis el contacto.
—¿Conoces el dicho: «No hay que poner todos los huevos en la misma cesta»? Pues esa es nuestra estrategia. Blakely desarrolla los prototipos en su laboratorio y otra persona me los hace llegar. Así, si nos pasara algo a cualquiera de los dos, el otro estaría a salvo. No sé dónde está Blakely, de modo que si los ángeles caídos me raptaran y me torturaran, no podría darles información de utilidad. Haremos lo de siempre. Empezaremos con una carrera de veinticuatro kilómetros, así que asegúrate de estar bien hidratada.
—Un momento. ¿Y qué ha pasado en Jeshván?
Estudié su rostro con determinación, preparándome para lo peor. La noche anterior había estado varias horas despierta, esperando percibir el comienzo de ese mes crucial con los nervios de punta. Creía que se produciría un cambio en el ambiente, que una corriente de energía negativa crepitaría al entrar en contacto con mi piel o que vería alguna señal sobrenatural. Pero, en lugar de eso, Jeshván había llegado como un suspiro. A pesar de ello, estaba convencida de que ahí fuera miles de Nefilim sufrían torturas que yo ni siquiera era capaz de imaginar.
—Nada —dijo Dante gravemente.
—¿Cómo que nada?
—Por lo que sé, hasta ahora ningún ángel caído ha poseído a su vasallo.
Me senté.
—Pero ¡eso es una buena noticia!, ¿no? —exclamé al ver la expresión circunspecta de los ojos de Dante.
Se tomó su tiempo antes de responder.
—No sé lo que significa, pero dudo de que sea nada bueno. Si se han contenido, es por algún motivo… Alguno de peso —añadió vacilante.
—No lo entiendo.
—Bienvenida al club.
—¿Podría ser una especie de ataque mental? ¿Crees que tratan de desestabilizar a los Nefilim?
—Creo que saben algo que nosotros desconocemos.
En cuanto Dante hubo cerrado la puerta de mi dormitorio, me apresuré a ponerme la ropa de entreno y almacené mentalmente la nueva información. Me moría de ganas de conocer la opinión de Patch sobre el inesperado y decepcionante comienzo del mes de Jeshván. Era un ángel caído y probablemente dispondría de una explicación más detallada. ¿Qué significaba esa renuncia aparente de los ángeles caídos?
Estaba decepcionada por no tener una respuesta, pero era consciente de que especular no serviría para nada, así que decidí concentrarme en la información que acababa de recabar sobre la hechicería diabólica. Tenía la sensación de que estaba un milímetro más cerca de encontrar su origen. Dante me había dicho que él y Blakely no se encontraban nunca en persona y que un intermediario se ocupaba de entregarle los nuevos prototipos: tenía que descubrir quién era ese hombre.
Una vez fuera, Dante se limitó a echar a correr hacia el bosque: era la señal para que le siguiera. Enseguida me di cuenta de que la bebida azul había desaparecido de mi cuerpo. Dante zigzagueaba entre los árboles a una velocidad de vértigo, mientras yo corría rezagada, concentrándome a cada paso que daba para minimizar las lesiones. Pero, a pesar de que solo contaba con mi propia fuerza, estaba segura de que iba mejorando. Rápidamente. Un enorme bache me interrumpía el camino, justo delante de mí, y, en lugar de rodearlo, en solo una fracción de segundo, decidí saltarlo. Al aterrizar, mis pies resbalaron hacia un árbol espinoso y, sin perder un segundo, brinqué hacia la dirección contraria y seguí corriendo.
Acabé la carrera de veinticuatro kilómetros empapada en sudor y casi sin aliento. Me apoyé en un árbol e incliné la cabeza hacia arriba para tomar aire.
—Estás mejorando —dijo Dante, sorprendido.
Lo miré con el rabillo del ojo. Él, por supuesto, parecía que se acababa de duchar y no se le había movido ni un solo cabello de sitio.
—Y sin la ayuda de la hechicería diabólica —apunté.
—Si accedieses a tomar esa superbebida, los resultados serían aún más espectaculares.
Aparté la espalda del árbol donde me había apoyado y abrí los brazos en cruz, para estirar los músculos de los hombros.
—¿Y ahora qué? ¿Seguimos fortaleciendo la musculatura?
—Trucos psicológicos.
Eso me pilló desprevenida.
—¿Invadir las mentes de los demás?
—Conseguir que la gente, especialmente los ángeles caídos, vea cosas que en realidad no están ahí.
No me hacía falta que me lo definiese. Ya había sufrido esos juegos psicológicos en mis propias carnes y la experiencia no había sido nunca agradable. El objetivo principal de todo truco psicológico era engañar a la víctima.
—No lo veo muy claro —repuse tentativamente—. ¿Es realmente necesario?
—Se trata de un arma muy poderosa. Especialmente para ti. Si eres capaz de conseguir que un contrincante más rápido, más fuerte y más corpulento crea que eres invisible, o que está a punto de precipitarse por un acantilado, puede que los pocos segundos que ganes te salven la vida.
—Está bien; enséñame cómo se hace —accedí con pocas ganas.
—Primer paso: invade la mente de tu oponente. Es como hablarle en pensamientos. Pruébalo conmigo.
—Eso es fácil —reconocí desplegando mis redes mentales hacia Dante, envolviendo con ellas su mente e introduciendo palabras en su pensamiento consciente.
«Estoy dándome una vuelta por tu mente, y por aquí está todo desierto».
«Sabihonda», repuso Dante.
«Ya nadie dice eso. Por cierto, ¿cuántos años Nefilim tienes?» Nunca se me había ocurrido preguntárselo.
«Juré lealtad cuando Napoleón invadió Italia, mi tierra».
«¿Y eso fue en el año…? Échame una mano. La historia no es lo mío».
Dante sonrió. «1796».
«¡Vaya! ¡Sí que eres viejo!»
«No, soy experimentado. Siguiente paso: rompe las hebras que configuran el tejido del pensamiento de tu oponente. Córtalas, enrédalas, deshiláchalas, lo que te vaya mejor. El modo de dar este paso varía según el Nefil. A mí lo que me funciona es imaginarme que echo abajo el muro que protege el lugar de su mente donde se forman todos sus pensamientos. Así».
Y, de pronto, sin saber cómo, Dante me tenía acorralada contra un árbol y me colocaba delicadamente detrás de la oreja un mechón de pelo que me había caído sobre la cara. Me cogió de la barbilla y la levantó ligeramente para mirarme a los ojos: no podría haber huido de su mirada penetrante aunque hubiera querido. Me perdí en sus hermosas facciones. Sus ojos pardos guardaban la distancia justa con respecto a su nariz, recta y rotunda. Sus labios sensuales me ofrecían una sonrisa. Espesos mechones de cabello castaño caían sobre su frente. Tenía la mandíbula amplia, bien cincelada y perfectamente afeitada. Y todo eso con el trasfondo de una piel tersa de tono aceitunado.
No podía quitarme de la cabeza lo agradable que sería besarle. Todos los demás pensamientos habían sido eliminados, y no me importaba. Estaba perdida en un sueño divino, y, si no volvía a despertarme nunca, mejor. «Besar a Dante». Sí, eso era exactamente lo que quería. Me puse de puntillas y, cuando la distancia que separaba nuestras bocas se redujo, sentí como un batir de alas en mi pecho.
Alas. Ángeles. Patch.
Impulsivamente, eché abajo un nuevo muro en mi cabeza y, de pronto, vi la situación tal como era en realidad. Dante me tenía acorralada contra un árbol, de acuerdo, pero yo no quería enrollarme con él.
—Se acabó la demostración —concluyó Dante con una sonrisa de gallito.
—La próxima vez busca una demostración más adecuada —protesté algo tensa—. Patch te mataría si se enterara de esto.
Siguió sonriendo.
—Ese es un tipo de metáfora que no funciona muy bien con los Nefilim.
No estaba de humor para bromas.
—Sé muy bien lo que estás haciendo. Tratas de provocarlo. Estas rencillas vuestras pueden acabar convirtiéndose en algo más serio si te metes conmigo. Patch es la última persona con la que deberías enemistarte. No le guarda rencor a nadie, porque las personas que lo irritan acostumbran a desaparecer del mapa enseguida. Y te aseguro que lo que acabas de hacer lo irritaría.
—Ha sido lo primero que se me ha pasado por la cabeza —me dijo—. No volverá a ocurrir.
Me habría sentido mejor si en su disculpa hubiera habido algo de arrepentimiento.
—A ver si es verdad —repuse con voz cortante.
Al parecer Dante era sumamente hábil a la hora de sacudirse de encima las malas sensaciones.
—Ahora te toca a ti. Métete en mi cabeza y echa abajo mis pensamientos. Si puedes, sustitúyelos por otros que hayas elaborado tú. En otras palabras: crea una ilusión.
Como volver al trabajo era la mejor manera de acabar cuanto antes la lección y librarme de la compañía de Dante, dejé a un lado mi irritación y traté de concentrarme en la tarea que me había encomendado. Me sumergí en la mente de Dante, imaginé que hacía una bola con sus pensamientos y la fui mondando, como si fuera una patata.
«Más deprisa —me ordenó Dante—. Siento tu presencia en mi cabeza, pero todo está en calma. Trata de levantar una tormenta, Nora. De revolverlo todo de arriba abajo. Atácame antes de que me dé cuenta del peligro. Plantéatelo como una emboscada. Si fuera un oponente de verdad, lo único que habrías conseguido hasta ahora es que notara que te estás paseando por la superficie de mi mente. Y al segundo siguiente estarías cara a cara con un ángel caído bastante cabreado».
Salí de la mente de Dante, inspiré profundamente, y volví a tender mis redes… esta vez a más profundidad. Cerré los ojos para evitar cualquier distracción y creé una nueva imagen. Unas tijeras. Enormes y brillantes. Y corté los pensamientos de Dante…
—Más deprisa —ladró Dante—. Percibo tus titubeos. Eres tan insegura, que puedo oler tu indecisión. Cualquier ángel caído que se precie lo notaría. ¡Hazte con el control!
Me retiré de nuevo, cerrando los puños con fuerza presa de un sentimiento de frustración cada vez más intenso. Con Dante, y conmigo. Me presionaba demasiado, ponía el listón demasiado alto; y yo no podía acallar las voces de duda que se reían burlonamente en mi cabeza. Me regañé a mí misma por ser exactamente lo que Dante creía que era: una persona débil.
Esa mañana me había levantado dispuesta a continuar mi relación con él con la idea de utilizarlo para llegar a Blakely y el laboratorio de la hechicería diabólica, pero eso ya no significaba nada para mí. Lo único que quería en ese momento era llevar a cabo con éxito ese truco psicológico. La rabia y el resentimiento aparecieron tras mis ojos en forma de manchitas rojas. Se me nubló la vista. No quería seguir siendo una inútil. No quería ser más pequeña, más lenta, más débil que los demás. De repente, un intenso sentimiento de determinación se adueñó de mí. Me hervía la sangre. Sentí que todo mi cuerpo estaba en tensión cuando clavé mi mirada en la de Dante. Con audacia, con resolución. Todo lo demás desapareció: solo estábamos él y yo.
Haciendo acopio de todas mis fuerzas, arrojé una red a la mente de Dante y le lancé a continuación el odio que sentía por Hank, todas mis inseguridades y la horrible sensación que me desgarraba por dentro cada vez que pensaba que debía elegir entre Patch y los Nefilim. Al cabo de un instante, imaginé una explosión espectacular, nubes de humo y montañas de desechos que no paraban de crecer. Visioné otra explosión, y otra. Y al cabo descargué toda mi furia contra las posibles esperanzas de Dante de mantener sus pensamientos en orden.
Se tambaleó, visiblemente afectado.
—¿Cómo has hecho eso? —logró preguntar al fin—. No… no lo he visto. Ni siquiera estaba seguro de dónde me encontraba.
Parpadeó varias veces, mirándome fijamente, como si dudase de que yo fuera real.
—Ha sido como… Quedar suspendido entre dos momentos. No había nada. Nada. Era como si yo no existiera. Nunca había experimentado nada igual.
—He imaginado que bombardeaba el interior de tu cabeza —confesé.
—Pues ha funcionado.
—Entonces, ¿estoy aprobada?
—Sí, podrías decirlo así —respondió Dante agitando la cabeza sin acabárselo de creer—. Hace muchísimo que trabajo con este ejercicio y nunca había visto nada igual.
No sabía si alegrarme por haber hecho algo bien o sentirme culpable por haber invadido la mente de Dante con tanta eficacia. No era un talento precisamente honorable. Si me dieran a elegir un trofeo para exhibir en mi escritorio, no me decantaría por el que reconocía mi capacidad por corromper la mente de las personas.
—Entonces supongo que ya hemos acabado, ¿no? —pregunté.
—Hasta mañana —puntualizó Dante aún algo aturdido—. Buen trabajo, Nora.
Hice el camino de vuelta a casa corriendo al ritmo de un humano normal (unos relajadísimos nueve kilómetros por hora); el sol ya empezaba a estar bastante alto y, aunque no vi a ningún humano por el vecindario, la prudencia nunca estaba de más. Salí del bosque, crucé el camino hacia la granja y me detuve en seco junto al sendero de la entrada.
El Toyota 4Runner de Marcie Millar estaba aparcado allí.
Corrí hacia el porche con el estómago cada vez más agarrotado. Había varias cajas de cartón amontonadas junto a la puerta. Me abrí paso hacia el interior y, antes de que pudiera abrir la boca, mi madre se levantó de un salto junto a la mesa de la cocina.
—¡Dichosos los ojos! —exclamó con impaciencia—. ¿Se puede saber dónde te habías metido? Marcie y yo llevamos más de media hora tratando de adivinar dónde podías estar a estas horas de la mañana.
Marcie se sentó a la mesa de la cocina, rodeando con las manos una taza de café, y me ofreció una sonrisa inocente.
—He ido a correr —dije.
—Eso ya lo veo —constató mi madre—. Pero podrías habérmelo dicho. Ni siquiera te has molestado en dejar una nota.
—Son las siete de la mañana, mamá: creía que estarías en la cama. ¿Qué está haciendo ella en casa?
—Eh, que estoy aquí —intervino Marcie suavemente—. Puedes dirigirte a mí.
Desvié la mirada hacia ella.
—Está bien: ¿qué estás haciendo aquí?
—Ya te lo dije. No me entiendo bien con mi madre y necesitamos pasar algún tiempo separadas. Mientras, creo que lo mejor será que viva con vosotras. A mi madre le parece la mar de bien.
Y le dio un sorbo al café, impasible.
—¿Se puede saber de dónde sacas que sea eso una buena idea? ¡Yo diría que es descabellado!
—Por favor, Nora —dijo Marcie como si yo fuera tonta—: ¡Somos familia!
Me quedé con la boca abierta, y me volví rápidamente hacia mi madre. No me lo podía creer: estaba tan tranquila.
—Vamos, Nora —me tranquilizó—. Nadie estaba dispuesto a decirlo en voz alta, pero todos lo sabíamos, cariño. Dadas las circunstancias, Hank habría querido que recibiéramos a Marcie con los brazos abiertos.
Me había quedado sin habla. ¿Cómo era posible que fuese tan amable con Marcie? ¿Acaso no se acordaba de nuestra historia con los Millar?
Era culpa de Hank, me dije rabiando. Había esperado que la influencia que ejercía sobre mi madre se hubiera desvanecido con su muerte, pero cada vez que trataba de hablarle de él, ella adoptaba la misma actitud serena: Hank volvería a casa, era lo que deseaba, y lo esperaría pacientemente hasta que apareciera. El extraño comportamiento de mi madre confirmaba mi teoría: antes de morir, Hank había empleado con ella algún truco psicológico de la hechicería diabólica. Por muchos argumentos que le diera, no conseguiría deteriorar el recuerdo perfecto que se había fabricado de uno de los hombres más malvados que habían pisado la faz de la tierra.
—Marcie es familia nuestra y, si está pasando por un momento difícil, tiene derecho a esperar que le brindemos nuestra ayuda. ¿Con quién podemos contar sino con la familia?
Aún seguía mirando a mi madre, decepcionada por su actitud reposada, cuando se me ocurrió. ¡Por supuesto! Hank no era el único responsable de esa comedia. ¿Cómo no lo había pensado antes? Me volví rápidamente hacia Marcie.
«¿La has sometido a un truco psicológico? —la acusé mentalmente—. Es eso, ¿verdad? Sabía que le habías hecho algo, porque, en su sano juicio, mi madre nunca habría tolerado que te vinieras a vivir aquí con nosotras».
Marcie se llevó la mano a la cabeza y bramó:
—¡Ay! ¿Cómo has hecho eso?
«No te hagas la tonta conmigo. Sé que eres una Nefil, ¿recuerdas? Puedes hacer trucos psicológicos y también hablar mentalmente. Te he visto el plumero. Ya puedes despedirte de venir a vivir aquí».
«Está bien —reconoció Marcie—. Sé hablar mentalmente. Y también sé hacer trucos psicológicos. Pero no los he empleado para convencer a tu madre. Mi madre también justifica su comportamiento desquiciado diciendo que mi padre habría querido las cosas de ese modo. Probablemente antes de morir les hizo algún truco psicológico a las dos. No habría querido que nuestras familias estuviesen enfrentadas. No me acuses a mí solo porque soy un objetivo fácil contra el que descargar tu rabia».
—Marcie, esta tarde, cuando vuelvas de la escuela, ya tendrás la habitación de huéspedes preparada —le dijo mi madre fulminándome con la mirada—. Tendrás que perdonar a Nora por su falta de amabilidad. Está acostumbrada a ser hija única y a salirse con la suya. Puede que este nuevo arreglo le sirva para ver las cosas desde una nueva perspectiva.
—¿Que yo estoy acostumbrada a salirme con la mía? —repliqué—. Marcie también es hija única. Si vamos a jugar al juego de las acusaciones, al menos seamos justas.
Marcie sonrió y juntó ambas manos con una palmada, satisfecha.
—Muchas gracias, señora Grey. Se lo agradezco muchísimo.
Y tuvo la audacia de inclinarse hacia mi madre y darle un abrazo.
—Que alguien me pegue un tiro —murmuré.
—Cuidado con lo que deseas —susurró Marcie con un tono dulzón.
—¿Estás preparada para esto? —le pregunté a mi madre—. ¿Dos chicas adolescentes con una relación tirante y, lo que es más importante, con un solo baño?
Vi con fastidio que mi madre sonreía.
—Familia: el último deporte de riesgo. En cuanto volváis de la escuela, subiremos las cajas de Marcie arriba, dejaremos que se instale, y luego iremos a tomarnos una pizza las tres juntas. Nora, ¿crees que podrías pedirle a Scott que viniera a ayudarnos? Algunas de las cajas son algo pesadas.
—Me parece que Scott ensaya con su grupo los miércoles —mentí, consciente de que Vee me soltaría una bronca monumental si se enteraba de que había consentido que Marcie y Scott estuvieran juntos en la misma habitación.
—Ya hablaré yo con él —intervino Marcie con voz cantarina—. Scott es un encanto. Seguro que lo convenzo para que se pase después del ensayo. Señora Grey, ¿le parece bien que le invitemos también a esa pizza?
¿Cómo? ¿Scott Parnell? ¿Un encanto? ¿Era la única que me daba cuenta de lo absurdo de la situación?
—¡Por supuesto! —repuso mi madre con entusiasmo.
—Me voy a duchar —dije: necesitaba una excusa para desaparecer. Ya había sobrepasado mi dosis máxima de Marcie diaria y tenía que recuperarme. De pronto, tuve un pensamiento estremecedor: si Marcie se mudaba con nosotras, cada día a las siete de la mañana habría superado mi nivel de tolerancia.
—¡Oh, Nora! —me gritó mi madre antes de que hubiera tenido tiempo de alcanzar las escaleras—. Ayer por la tarde llamaron de la secretaría del instituto y dejaron un mensaje en el contestador. ¿Tienes idea de qué querrían?
Me quedé de piedra.
Marcie estaba de pie detrás de mi madre, moviendo los labios: «Te han pillado», me decía casi incapaz de controlar su entusiasmo.
—No sé… Pasaré hoy por secretaría para ver qué querían —dije—. Seguramente no sería más que una llamada rutinaria.
—Sí, seguro —coincidió Marcie, con esa sonrisa tan odiosa en el rostro.