Por última vez ese día el ujier anunció que el tribunal estaba reunido, y Ford inició su alegato.
—Señoría, en este momento quisiera resumir los hechos que indujeron a Devon Suellen Osborne a presentar el escrito en que sostiene que su marido, Robert Kirkpatrick Osborne, encontró la muerte durante la noche del 13 de octubre de 1967, y a solicitar al tribunal que declare oficialmente la muerte y la designe administradora de sus propiedades. Se han presentado nueve testigos y su testimonio nos ha ofrecido un cuadro bastante completo de Robert Osborne.
»Robert Osborne era un joven de veinticuatro años, felizmente casado, sano y en excelente disposición de ánimo, que hacía planes para el futuro; para un futuro tan próximo como esa mañana en que fue a San Diego para comprar una raqueta de tenis, asistir a una comida de negocios, visitar a su madre y cosas semejantes, o para un futuro lejano, pues sabemos que su esposa esperaba un hijo. Era el único propietario de un rancho que, si bien jamás le habría hecho millonario, le daba beneficios y del cual sólo tenían que vivir él y su mujer, ya que su madre había heredado dinero de una hermana. En su vida no tenía más que problemas menores, que, se referían principalmente a la dirección del rancho, la dificultad de conseguir mano de obra adecuada en épocas de cosecha y cosas semejantes.
»El 13 de octubre de 1967 Robert Osborne, como era su costumbre, se levantó antes de que amaneciera, se duchó y se vistió. Se puso un pantalón ligero de gabardina gris y una chaqueta de dacron escocés, en gris y negro. Se despidió afectuosamente de su mujer, pidiéndole que estuviera atenta al regreso de su perro, Maxie, que había pasado la noche fuera, y le dijo que volvería a las siete y media de la tarde. Por orden del médico, ella se quedó en cama y, antes de volver a dormirse, oyó que su marido llamaba al perro.
»El testigo siguiente, el señor Segundo Estivar, declaró que Robert Osborne se presentó en su casa mientras desayunaba con su familia. Llevaba consigo al perro y parecía muy alterado porque pensaba que habían envenenado al animal. Entre los dos intercambiaron algunas palabras ásperas y Robert Osborne se alejó, llevando el perro en brazos. Todavía era temprano cuando apareció en la clínica veterinaria que dirige John Loomis. Dejó allí al perro para tener un diagnóstico y siguió viaje a San Diego. Mientras conducía su automóvil vio en la calle a Carla López y se detuvo para preguntarle si era posible que sus dos hermanos mayores volvieran a trabajar con él. Le comentó que la cuadrilla de peones con que contaba en ese momento no le servía porque no tenían experiencia.
»La cuadrilla a que se refería estaba compuesta de diez viseros; mejicanos nativos cuyo visado les permitía efectuar tareas agrícolas en Estados Unidos. El señor Estivar tomó nota de los nombres y direcciones de los hombres pero no examinó con cuidado los visados ni comprobó la matrícula del camión en que habían llegado. En aquel momento esas cosas no parecían tener importancia. Había que recoger y embalar la cosecha de tomates y la necesidad de cosechadores se veía agravada por otras circunstancias. Durante el mes anterior uno de los hijos de Estivar, Rufo, se había casado y se había mudado al norte de California; otro de ellos, Felipe, se había ido a buscar trabajo fuera del sector agrícola y a los peones fronterizos que habían estado trabajando en los campos les habían robado el vehículo en Tijuana y no tenían medios de transporte. Era un momento crítico para el rancho y el señor Estivar y su hijo mayor, Cruz, se veían obligados a trabajar dieciséis horas diarias para salir adelante. Cuando aparecieron los diez viseros se les contrató inmediatamente y sin hacer preguntas.
»Los hombres se quedaron dos semanas. Durante ese tiempo se mantuvieron aislados, por imposición y por decisión. Como declaró el señor Estivar, él no está a cargo de un club social. El cobertizo donde duermen los viseros y el lugar donde se les sirven las comidas no tienen ningún contacto con la esposa de Estivar ni con Jaime y sus hermanas menores, como tampoco con la señora Osborne, con Dulzura González, la cocinera, y ni siquiera con el perro de los Osborne. Ese aislamiento no sólo dificultó la labor de comisaría, sino que la hizo imposible, como se vio luego. Los hombres a cuya búsqueda el señor Valenzuela dedicó seis meses no eran más que sombras. No habían dejado rastro ni imagen en la memoria de nadie, ni vacíos en ninguna vida. Su única identidad era un viejo camión G.M. rojo.
»El camión salió del rancho a última hora de la tarde, el 13 de octubre. Hacia las nueve de la noche, cuando el señor Estivar se preparaba para acostarse, lo oyó volver. Lo reconoció por el peculiar chirrido de los frenos y porque aparcó junto al cobertizo. La familia de Estivar se ajusta a los horarios de la gente que trabaja en el campo y poco después de las nueve estaban todos dormidos: el matrimonio, los dos hijos que todavía compartían la casa, Cruz y Jaime, y las dos mellizas de nueve años. Tenemos razones para creer que dormían mientras se cometía un asesinato.
»La víctima, Robert Osborne, había vuelto a su casa a eso de las siete y media, después del viaje a la ciudad. Llevaba consigo al perro, que se había recuperado por completo y estaba ansioso por corretear después de haberse pasado el día encerrado en la clínica veterinaria. Osborne lo dejó suelto y entró en su casa, donde cenó con su mujer. Según el testimonio de ella, fue una cena agradable que se prolongó durante una hora más o menos. Aproximadamente a las ocho y media Robert Osborne entró a la cocina para entregar a Dulzura González algún dinero como regalo de cumpleaños, ya que se había olvidado de comprarle algo en San Diego. Sacó de su cartera un billete de veinte dólares y la cocinera observó que llevaba encima mucho dinero. No sabemos cuál era en realidad la suma, pero eso no tiene mucha importancia, puesto que se han cometido asesinatos por veinticinco centavos. Lo que sí importa es que cuando Robert Osborne salió de la casa llevaba dinero suficiente para constituir lo que Dulzura González llamó “una verdadera tentación para un hombre pobre”.
»Mientras Robert Osborne estaba fuera buscando a su perro, su esposa Devon pasó al salón principal para escuchar un álbum de música sinfónica que les habían enviado recientemente por correo. La noche era tibia, el día había sido caluroso y las ventanas todavía estaban cerradas. Después de la puesta de sol se habían descorrido las cortinas, pero las ventanas daban al este y al sur, sobre el lecho del río, el rancho de Bishop y la ciudad de Tijuana. Sólo se veía la ciudad. Devon Osborne ordenó un poco el cuarto mientras escuchaba música y esperaba el regreso de su marido. El tiempo pasó; demasiado tiempo. Ella empezó a inquietarse, por más que sabía que Robert Osborne había nacido en el rancho y lo conocía palmo a palmo. Por último fue hasta el garaje, pensando que quizá su marido había ido en automóvil hasta alguno de los ranchos de las inmediaciones, pero el automóvil seguía allí. Entonces telefoneó al señor Estivar.
»Eran casi las diez de la noche y la familia de Estivar estaba durmiendo, pero la señora Osborne dejó que el teléfono sonara hasta que Estivar contestó. Al enterarse de la situación le pidió a la señora Osborne que permaneciera en casa con las puertas y ventanas cerradas mientras él y su hijo Cruz salían con el jeep a buscar al señor Osborne. La señora se ajustó a las instrucciones y esperó en la cocina. A las once menos cuarto Estivar volvió a la casa para llamar por teléfono a la comisaría de Boca del Río. El señor Valenzuela y su compañero el señor Bismarck llegaron al rancho al cabo de una hora. Descubrieron gran cantidad de sangre en el suelo del comedor de los peones y llamaron a la oficina de San Diego pidiendo refuerzos.
»Esa misma noche se encontró más sangre en un trozo de tela enganchada en una hoja de yuca junto a la puerta del comedor de los peones. Era un pedazo de manga de camisa de un hombre de tamaño pequeño. El lunes siguiente unos chicos que esperaban el autobús escolar dieron con el cuerpo del perro de Robert Osborne, que según demostró posteriormente la autopsia, había sido atropellado por un automóvil o un camión. Unas tres semanas más tarde, el 4 de noviembre, Jaime Estivar descubrió el cuchillo mariposa entre los rastrojos de las calabazas. Los principales sitios donde se encontró sangre y de donde se tomaron muestras que fueron enviadas a analizar al laboratorio de la policía de Sacramento fueron el suelo del comedor de los peones, la manga, la boca del perro y el cuchillo mariposa. La sangre fue clasificada en tres grupos, A, AB y O. El grupo O sólo se encontró en la manga; tanto del grupo B como del AB había considerable cantidad en el suelo; en la boca del perro se encontró sangre del grupo B, y AB en el cuchillo mariposa.
»En el laboratorio se hallaron otros indicios. Unos minúsculos fragmentos de cristal que se encontraron en el comedor de los peones fueron identificados como las lentes de contacto que usaba Robert Osborne cuando salió de su casa. El trozo de camisa contenía partículas de tierra arenosa y alcalina, cuyo elevado grado de nitrógeno indicaba que se había utilizado recientemente un fertilizante comercial. Es un tipo de tierra típico de la zona del valle. Mezclado con la muestra que se tomó de la manga había sebo, la secreción de las glándulas sebáceas humanas que fluye con más abundancia en la gente joven, y una cantidad de cabellos negros y lacios, pertenecientes a una persona de piel oscura pero no de raza negroide. En la boca del perro se encontraron cabellos similares, fragmentos de tejido humano y también un trozo de tela burda de algodón azul, del tipo que se usa para hacer pantalones de trabajo.
»Así, de un laboratorio de policía situado a ochocientos kilómetros de distancia empieza a surgir una imagen de los acontecimientos que se sucedieron esa noche en el rancho de los Osborne y de los hombres que participaron en ellos. Había tres hombres, de los cuales sólo sabemos el nombre de Robert Osborne. Como hicimos antes, nos referimos a los otros dos designándolos por un grupo sanguíneo. El de grupo O era un hombre de corta estatura, joven, de cabello oscuro y piel morena, probablemente mejicano, que trabajaba en un rancho de la zona. Llevaba camisa escocesa de algodón verde y azul, de un tipo que se vende a millares en Sears y Roebuck. Levemente herido al comienzo de la pelea, la abandonó y mientras escapaba se arrancó un trozo de manga con una hoja de yuca que había junto a la puerta. Es posible que el único propósito de O fuera evitarse más complicaciones, pero parece más probable que hubiera ido a buscar ayuda para su amigo, al ver que las cosas se ponían feas. El amigo, B, también era de piel morena y cabello oscuro y probablemente mejicano. Llevaba Levis y tenía un cuchillo mariposa. Lum Wing se refirió a esos cuchillos llamándolos “alhajas”, pero son alhajas mortíferas. Un cuchillo mariposa en manos que sepan usarlo puede ser tan rápido y fatal como una sevillana. Sabemos que B fue mordido por el perro y también que salió bastante malherido de la pelea.
»No intentaré reconstruir el crimen como tal, ni referirme a cómo y por qué empezó, si fue algo planeado como asesinato o robo o un encuentro casual que terminó en homicidio. Eso, simplemente, no lo sabemos. El mismo laboratorio que nos dice la edad de un hombre, su raza, su estatura, su grupo sanguíneo y la forma en que viste, nada puede decirnos de lo que pasa por su cabeza. Nuestro único indicio referente a los sucesos previos al crimen proviene del cocinero Lum Wing, que se alojaba en un área aislada de un extremo del comedor de los peones. El señor Wing declaró que estaba dormitando en su catre después de haber bebido un poco de vino y que le despertaron voces que hablaban en español, en tono colérico. No reconoció las voces ni entendió lo que decían, porque él no habla esa lengua. Tampoco intentó intervenir en la discusión. Se hizo tapones para los oídos con unos trocitos de papel, se los colocó y volvió a dormirse.
»Por más que las circunstancias que desembocaron en el crimen son oscuras y probablemente seguirán siéndolo, lo que sucedió después es un poco más claro. Está primero la prueba de las mantas que faltaban en el cobertizo, una manta doble de franela, semejante a una sábana, y dos de lana provenientes de los excedentes del Ejército, sumada al hecho de que fuera del comedor de los peones no se encontraron manchas de sangre. El señor Valenzuela declaró que el cuerpo de un hombre joven de la contextura de Robert Osborne tiene entre seis y medio y siete litros de sangre. Es razonable suponer que el cuerpo fue envuelto en las tres mantas para transportarlo al viejo camión G.M. rojo, en el que habían llegado los diez hombres. Los que partieron en él fueron once.
»Mientras el vehículo se dirigía a la carretera principal sucedieron tres cosas: arrojaron el arma asesina en el campo de calabazas; atropellaron y mataron al perro que corría tras el camión en persecución de su amo; y arrojaron al lecho del río parte del contenido de la cartera de Robert Osborne, o tal vez la cartera misma. Uno de los papeles que contenía, una tarjeta de crédito, se encontró posteriormente, corriente abajo, en un montón de basuras que se formó después de la primera lluvia importante de la estación. A diferencia de otras tarjetas que Robert Osborne llevaba en la cartera, ésa estaba hecha de un plástico grueso y resistente al agua. Si los hombres hubieran sido ladrones comunes, lo más probable es que la hubieran conservado y tratado de usar. Pero lo más probable es que los viseros ni siquiera supieran de qué se trataba, y mucho menos que podía serles de alguna utilidad.
»En este tipo de investigaciones, como señaló Su Señoría, es menester incluir una orden de búsqueda diligente. La búsqueda fue realmente diligente. Comenzó la noche de la desaparición de Robert Osborne y ha continuado hasta el día de hoy, abarcando un período de un año y cuatro días. Cubrió una zona que va desde el norte de California hasta el este de Texas, y desde Tijuana hasta Guadalajara. Incluyó la publicidad de una recompensa de diez mil dólares ofrecida por la madre de la víctima, recompensa que nunca se pagó porque ningún informe lo mereció de manera legítima.
»Cuando un hombre desaparece de la vista y quedan tras él pruebas de violencia, pero no su cuerpo, es inevitable que se plantee una serie de preguntas. ¿La desaparición fue voluntaria y las pruebas fingidas? ¿La presunción de la muerte beneficiaría al hombre o a quienes le sobrevivieran? ¿Tenía problemas con la ley, con su familia, con sus amigos? ¿Estaba deprimido? ¿Estaba en quiebra? ¿Enfermo? En el caso de Robert Osborne es fácil responder a esas preguntas. Era un hombre joven y tenía todos los motivos para vivir. Tenía una esposa que la amaba, una madre afectuosa, un hijo en camino, era dueño de un rancho productivo, su salud era buena, sus amigos le querían.
»Terminaré este resumen con las palabras de la propia Devon Osborne. Al prestar testimonio esta mañana, declaró: “Estaba segura de que mi marido había muerto. Hace mucho tiempo que estoy segura de eso. Nada impediría que Robert se pusiera en contacto conmigo si estuviera vivo”.