A las once, el juez Gallagher anunció el descanso de la mañana. El ujier abrió las pesadas puertas de madera y la gente empezó a salir al corredor, los viejos con el bastón y las muletas, las colegialas llevando sus cuadernos como si fueran escudos, la señora que iba de compras, el trío de rancheros, la alemana con su labor en la bolsa, Valenzuela, el expolicía, la muchacha adolescente que llevaba en brazos a su bebé, ahora despierto a medias, que pataleaba perezosamente.
Estivar, que sudaba y se sentía observado, se reunió con su familia en la última hilera de asientos. Ysobel se dirigió a su marido en un español entrecortado, para decirle que era un tonto por admitir más de lo necesario y responder a preguntas que ni siquiera le habían sido formuladas.
—Creo que Estivar ha estado muy bien —opinó Dulzura—, hablando tan claro y sin siquiera ponerse nervioso.
—Nadie te ha preguntado nada —la detuvo Ysobel—. No te metas.
—Tengo que meterme, porque soy su prima.
—Segunda. Prima segunda.
—Mi madre y su madre eran…
—Señor Estivar, tenga la bondad de decirle a su prima segunda, Dulzura González, que se guarde su opinión mientras no se la pidan.
—Creo que estuvo muy bien —insistió obstinadamente Dulzura—. ¿No te parece, Jaime?
Jaime se hizo el tonto, fingiendo que no oía nada, como si ni siquiera perteneciera a esa familia extranjera y gritona.
En el extremo opuesto de la sala, Agnes Osborne y su nuera se habían quedado en su sitio, perplejas y silenciosas como dos extranjeras a quienes se procesara por algún crimen misterioso, ni descrito en la denuncia, ni mencionado por el juez. No se había designado ningún jurado que diera un veredicto de culpabilidad; la culpa se daba por supuesta y se cernía pesadamente sobre las dos mujeres, inmovilizándolas en sus asientos. Devon tenía sed y quería ir a beber un vaso de agua a la galería, pero tenía la sensación de que el ujier la seguiría y de que el crimen sin nombre de que se la acusaba la había privado incluso de un derecho tan básico como el de apagar la sed.
La señora mayor fue la primera en hablar.
—Te dije que no se podía confiar en Estivar cuando las cosas se pusieran mal. ¿Has visto lo que está tratando de hacer, no?
—No me doy cuenta.
—Nos está echando tierra. Está tratando de hacer parecer que, sea lo que fuere lo que le pasó a Robert, se lo merecía. Todo el asunto ese del prejuicio no es cierto. Ford no debería haberle dejado decir mentiras.
—Vamos fuera a andar un poco y respirar aire fresco.
—No. Tengo que quedarme aquí a hablar con Ford. Tiene que arreglar esas cosas.
—Lo que dijo Estivar consta en acta. Ni Ford ni nadie lo puede cambiar.
—Algo podrá hacer.
—Bueno, me quedaré con usted si quiere.
—No, vete a dar un paseíto.
Para llegar a la puerta principal Devon tenía que pasar cerca de la hilera de asientos donde estaba Estivar con su familia. No parecían estar muy seguros de lo que era un descanso, ni de lo que tenían que hacer mientras durara. Cuando Devon se acercó todos ellos, hasta la misma Dulzura, levantaron la vista hacia ella como si la hubiesen olvidado y les sorprendiera verla en semejante lugar. Después Estivar se levantó y, a un gesto de su padre, Jaime hizo lo mismo.
Devon observó al muchacho, pensando cuánto había crecido en el corto tiempo transcurrido desde que lo vio por última vez. Jaime debía de tener catorce años. A esa edad Robert solía andar detrás de Estivar por todas partes, llamándolo tío, acosándolo con preguntas y apareciendo a comer en su mesa. ¿O no? ¿Por qué nadie se lo había contado nunca, ni el mismo Robert, ni Estivar o Agnes Osborne, o Dulzura? Tal vez el nombre, tío, y el chico, Robbie, y su relación, jamás hubieran existido fuera de la mente de Estivar.
—Hola, Jaime —saludó Devon.
—Hola, señora.
—Has crecido tanto que casi no te conocía.
—Sí, señora.
—No te he visto desde que empezó la escuela. ¿Te gusta más este año?
—Sí, señora.
No era más que una mentira cortés, como lo serían todas las respuestas de Jaime a cualquier pregunta suya. Los diez años de diferencia que había entre ellos podrían haber sido cien, aunque parecía ayer cuando la gente le decía a Devon cuánto había crecido y le preguntaba si le gustaba la escuela.
En la galería había pequeños grupos de hombres y mujeres en todas las ventanas, como si fueran prisioneros que intentaran tener una visión del mundo exterior. En algunas partes se veía humo de cigarrillos, que se elevaba al cielorraso. La muchacha de la peluca rubia salió del lavabo de señoras; el bebé estaba totalmente despierto y pataleaba, se movía y tiraba de la peluca de la chica hasta que se la echó sobre la frente y le hizo caer las gafas de sol. Antes de que apartara la mano del bebé y volviera a colocarse la peluca y las gafas, Devon atisbo un pelo negro muy corto y unos perturbados ojos oscuros que se entornaban incluso en la atenuada luz de la galería.
—Hola, señora Osborne.
—Hola.
—Me parece que no me recuerda, ¿no?
—No.
—Es por el peso. Perdí casi siete kilos. Y también por la peluca y las gafas. Claro, y el nene —y miró al bebé con una especie de lejano interés, como si todavía no estuviera muy segura de dónde había venido—. Soy Carla, la que el penúltimo verano ayudó a la señora de Estivar con las mellizas.
—Carla —repitió Devon—. Carla López.
—Eso mismo. Estuve casada durante un tiempo pero era un horror, ¿sabe? Así que nos separamos y volví a usar mi apellido de soltera. ¿Por qué me voy a marcar toda la vida con el apellido de un tipo que me revienta?
Carla López, has crecido tanto que apenas te conozco.
Devon recordaba a una colegiala regordeta y sonriente, no mucho mayor que Jaime, que salía al camino a esperar al cartero, con una falda a medio muslo que hacía parecer sus piernas todavía más cortas. «Buenos días, Carla». «Buenos días, señora Osborne».
Carla solía plancharse el largo pelo negro en la cocina de la vivienda del rancho, con ayuda de Dulzura, a medias admirada porque había oído decir que era la última moda, y resistiéndose a medias porque sabía que al final Devon vendría a investigar qué era el olor a cabello quemado que invadía la casa. «¿Qué diablos están haciendo ustedes dos?». Y Dulzura explicaba que las ondas y rizos ya no se llevaban, mientras la chica seguía de rodillas, con el pelo extendido sobre la tabla de planchar como una madeja de seda negra…
Otras veces, al crepúsculo, Carla se sentaba bajo los tamariscos, junto al estanque.
«—¿Por qué estás aquí fuera sola, Carla?
»—Es que en la casa de Estivar hay mucho ruido cuando todo el mundo habla al mismo tiempo y además tienen encendido el televisor. El verano pasado, cuando trabajé con los Bishop, todo era tranquilo. Al señor Bishop le gustaba mucho leer y la señora salía a dar largos paseos a pie para que se le pasara el dolor de cabeza. Tenía unos dolores de cabeza espantosos.
»—Es mejor que te vayas para dentro antes de que los mosquitos empiecen a picarte. Buenas noches.
»—Buenas noches, señora Osborne».
—¿Por qué estás hoy aquí Carla? —interrogó Devon.
—Creo que fue idea de Valenzuela, que me mandó buscar.
—Quieres decir que te citaron.
—Eso es.
—¿Por qué razón?
—Ya se lo he dicho, Valenzuela me mandó buscar, y a mi familia también.
—Pero Valenzuela no tiene nada que ver con las citaciones —observó Devon—. Ya ni siquiera es policía.
—Algo le debe de quedar. Pregúntele a cualquiera en Boca del Río, y le dirán que todavía fanfarronea como si llevara uniforme de policía —Carla se pasó el bebé del brazo derecho al izquierdo, dándole golpecitos en la espalda para tranquilizarle—. Y los Estivar tampoco me quieren, aunque claro que es recíproco, cien por cien… Oí decir que Rufo se casó y Cruz está en el ejército.
—Sí.
—Fue con el otro con quien yo me acosté…, con Felipe. Me imagino que nadie sabe nada de él.
—No sé —Devon sólo recordaba a los tres hijos mayores de Estivar como un terceto. Cuando los encontraba por separado nunca estaba segura de si estaba viendo a Cruz, a Rufo o a Felipe. Todos eran igualmente callados y corteses, como si su padre les hubiera indicado exactamente cómo debían comportarse en presencia de Devon. Pero había rumores, que a Devon le llegaban principalmente por medio de Dulzura, según los cuales cuando no estaban en el rancho los hijos de Estivar eran bastante más vivaces.
Debajo de la peluca dorada de la muchacha, la angosta frente morena brillaba de sudor.
—Se suponía que tenía que encontrarme aquí con mi madre; me prometió cuidarme el nene mientras declaraba. Tal vez se haya perdido. Es la historia de mi vida…, la gente con que cuento se pierde.
—Si puedo ayudarte, dímelo.
—Ya aparecerá. Tal vez se ha metido en alguna iglesia y se ha puesto a rezar. Es muy rezadora, pero nunca sirve para nada, al menos a mí.
—¿Por qué a ti no?
—Tengo yeta.
—Pero ya nadie cree en la yeta.
—No. Pero es igual, yo tengo yeta —Carla miró al bebé, frunciendo el ceño—. Espero que el nene no se contagie. Bastantes líos va a tener con toda la gente que muere a su alrededor, o desaparece o se ahoga o la apuñalan como al señor Osborne.
—Pero el señor Osborne no murió por tu yeta.
—Bueno, la sensación que tengo es que si no fuera por mí todavía estaría vivo. Y ella también.
—¿Quién?
—La señora Bishop. Se ahogó.
La señora Bishop tenía unos dolores de cabeza espantosos y salía a dar largas caminatas y se ahogó.
La mesa reservada a los periodistas cuando el tribunal estaba reunido había sido desalojada durante el descanso. Por encima de su superficie de caoba lustrada se enfrentaban Ford y la anciana señora Osborne. La señora todavía tenía la cara de estar en público y el vistoso sombrero azul, pero Ford empezaba a tener aspecto de irritación y su voz dulce se había enronquecido un poco.
—Le repito, señora Osborne, que Estivar habló con más libertad de la que yo preveía, pero de todos modos no es nada irreparable.
—Para usted no, porque no le afecta. Pero ¿y yo? Toda esa charla sobre prejuicios y mala voluntad fue muy desagradable.
—Un asesinato es un asunto desagradable, y ninguna ley exime a la madre de la víctima.
—Me niego a creer que haya habido un asesinato.
—De acuerdo, de acuerdo, cada cual tiene derecho a sus opiniones. Pero por lo que se refiere a la audiencia de hoy, su hijo está muerto.
—Razón de más para que usted no hubiera dejado que Estivar ofendiera su nombre.
—Le dejé hablar —explicó Ford— igual que pienso dejar hablar al resto de los testigos. El juez Gallagher no es ningún tonto y le llamaría muchísimo la atención que tratara de presentar a Robert como un joven perfecto, sin ningún enemigo en el mundo. A los jóvenes perfectos no los asesinan, porque ni siquiera llegan a nacer. Y al presentar los antecedentes de un asesinato importan mucho más los defectos de la víctima que sus virtudes y sus enemigos tienen más importancia que sus amigos. Si Robert no se llevaba bien con Estivar, si tenía problemas con los peones eventuales o con sus vecinos…
—Los únicos vecinos con quienes alguna vez tuvo un mínimo problema eran los Bishop. Me imagino que no va a volver a escarbar en eso… Ya hace casi dos años que Ruth murió.
—¿Y Robert no tuvo nada que ver en su muerte?
—Claro que no —la anciana sacudió la cabeza y su sombrero dio un salto hacia adelante, como si quisiera agredir a su inquisidor—. Robert trataba de ayudarla. Era una mujer muy desdichada.
—¿Por qué?
—Porque era bueno.
—No, lo que quería decir es por qué era desdichada.
—Tal vez porque Leo (el señor Bishop) tenía más interés en las cosechas que en su mujer. Estaba muy sola y solía venir a charlar con Robert. No hubo más que eso entre ellos, charlas. Ella tenía edad suficiente como para ser su madre y él tenía compasión de ella, era una poca cosa muy patética.
—¿Es lo que le contó su hijo?
—No tenía que contármelo, era evidente. Día tras día Ruth arrastraba su problema hasta casa como si fuera un animal enfermo que no podía curar, ni se animaba a matar.
—¿Cómo iba hasta la casa de ustedes?
—A pie. Le gustaba decir que era por hacer ejercicio, pero no engañaba a nadie, ni siquiera a Leo —se detuvo y pasó la mano enguantada por la superficie de la mesa, como para comprobar si estaba limpia—. Me imagino que sabe como murió.
—Sí, lo busqué en los archivos del periódico. Intentaba cruzar el río durante una lluvia invernal, una crecida repentina la pilló desprevenida y se ahogó. Un jurado de médicos forenses dictaminó que se trataba de muerte accidental. Había indicios de que estaba deprimida, pero se descartó la idea del suicidio porque encontraron su maleta más o menos un kilómetro y medio río abajo, empapada pero intacta. Estaba preparada para un viaje, así que se dirigía a alguna parte.
—Tal vez.
—¿Por qué únicamente tal vez, señora Osborne?
—No había nada que demostrara que Ruth y la maleta cayeron al agua al mismo tiempo. Es bastante fácil preparar una maleta con ropas de mujer y arrojarla al río, sobre todo para alguien que tuviera acceso a sus cosas.
—¿Como un marido, por ejemplo?
—Por ejemplo.
—¿Y por qué haría algo así un marido?
—Para que la gente creyera que su mujer iba a encontrarse con otro hombre y escaparse con él. El método más seguro de evitar que a uno le culpen es culpar a algún otro. Esa maleta convertía a Leo en un pobre viudo dolorido y a Robert en el seductor irresponsable.
—¿Y qué había de cierto?
—¿Exactamente, quiere decir?
—Claro.
—No sé. ¿Qué diferencia hay?
—Una mujer que se prepara para una cita con su amante no pone en la maleta las mismas cosas que pondría alguien que la hiciera en vez de ella, aunque fuese el marido. Me imagino que el contenido de la maleta sería explicado en la investigación criminal.
—No estuve en la investigación. En esa época había dejado de salir, por los chismes. Claro que nunca dijeron nada en mi presencia, ni en la de Robert, pero se le notaba en la cara a todo el mundo, hasta a la gente que trabajaba con nosotros. Si ella no hubiera muerto, habría dado risa la idea de que Robert se escapara con una mujer que le doblaba la edad, una cosa pálida y flaca que parecía un niño envejecido.
—¿Qué cree usted que le pasó a Ruth Bishop, señora Osborne?
—Sé qué es lo que no le pasó. No hizo la maleta y empezó a cruzar el río para ir a una cita con mi hijo. Estaba lloviendo antes de que ella saliera de su casa y conocía bien el peligro de las crecidas repentinas.
—¿Cree que se metió deliberadamente en el río?
—Tal vez.
—¿Y que Leo Bishop hizo la maleta y la tiró al agua para que la encontraran luego?
—Tal vez, repito.
—¿Por qué?
—Si una mujer se suicida el marido queda en muy mala situación y la gente empieza a hacer preguntas y a escarbar bajo lo que ve. Tal y como fueron las cosas, los que quedamos en mala situación fuimos nosotros. Mandé a Robert a que hiciera un viaje al este, para que el escándalo se fuera atenuando, se encontró con Devon y se casó con ella a las dos semanas. Es gracioso como se repiten las cosas, ¿no? Lo primero que me sorprendió de Devon era cómo se parecía a Ruth Bishop.
La gente había empezado a volver a la sala; estaban las colegialas, Leo Bishop y los rancheros, los Estivar, Lum Wing, que se arrastraba tras ellos como un cachorro a quien hubieran regañado. Carla López acababa de peinarse y no llevaba a su bebé, como si de pronto hubiera decidido que era demasiado joven para andar cargada con una criatura y la hubiera dejado por algún lado, en la galería o en el lavabo de señoras.
La única reacción de Ford al ver volver a la gente fue bajar levemente la voz.
—Usted también mandó de viaje a Robert después de la muerte de su padre, ¿no es así?
—Sí.
—¿Cómo murió el padre, señora Osborne?
—Ya se lo he dicho.
—Dígamelo otra vez.
—Se cayó de un tractor y se fracturó el cráneo. Estuvo varios días en coma.
—Y después de su muerte a Robert le inscribieron en una escuela de Arizona.
—Deprimida como estaba, yo no era buena compañía para un muchacho de esta edad. Y Robert necesitaba la influencia de hombres.
—Estivar afirma que la influencia fue perniciosa.
—Exagera, como la mayoría de los mejicanos.
—¿Está de acuerdo con Estivar en que Robert había cambiado cuando regresó a casa?
—Claro que había cambiado. De los quince a los diecisiete son años de cambio. Cuando Robert se fue era un niño, y al volver era un hombre que tenía que hacerse cargo de la dirección de un rancho. Le repito que Estivar exagera y que la relación entre él y Robert nunca fue tan estrecha como le gusta imaginarse. ¿Qué motivo habría habido para eso? Robert tenía un padre excelente.
—¿Se llevaban bien?
—Por supuesto.
—¿Cómo se cayó su marido del tractor, señora Osborne?
—No lo presencié, y mi marido no me lo contó porque nunca recuperó el conocimiento. De todas maneras, ¿qué es lo que está tratando de demostrar? Primero sale con el asunto de la muerte de Ruth Bishop y ahora con la de mi marido. No hay ninguna relación entre ambos, y están separadas por media docena de años.
—Yo no he sacado el tema de Ruth Bishop —objetó Ford—. Fue usted.
—Usted me ha empujado a ello.
—De paso, no es tan fácil caerse de un tractor.
—No sé; nunca he hecho la prueba.
—Hay rumores de que su marido estaba borracho.
—Algo de eso oí.
—¿Era cierto?
—Le hicieron la autopsia y el informe no decía nada de alcohol.
—Hace un momento, usted dijo que el señor Osborne estuvo varios días en coma. Durante ese tiempo todo rastro de alcohol habría desaparecido del torrente sanguíneo.
—Si no soy médico, ¿cómo puedo saberlo?
—Creo que usted sabe muchas cosas, señora Osborne. El problema es que no quiere admitirlo.
—Esa observación no es nada caballerosa.
—Mis antecedentes no son nada caballerosos —reconoció Ford—. Mejor es que vuelva a su sitio. El descanso ha terminado.
El juez Gallagher volvía a entrar lentamente en la sala de audiencias, con su capa negra que le colgaba de los hombros como las quebradas alas rotas de un cuervo.
—Permanezcan sentados y en orden —indicó el empleado—. El Tribunal Superior está reunido.