El juez Gallagher se tiró con impaciencia del cuello de la negra toga. Aunque hacía quince años que ocupaba su sitial, todavía le asustaba el momento en que tenía que entrar a la sala de audiencias y la gente elevaba la vista hacia él como si esperaran que la toga le invistiera de cualidades mágicas, como la capa de Batman. En ocasiones, cuando se encontraba con una mirada especialmente ansiosa, tenía ganas de detenerse a explicar que la toga no era más que un trozo de tela que cubría un traje común de calle, una camisa de las que no se planchan y un hombre como todos, que no se podía hacer milagros por más falta que hicieran.
Gallagher echó una mirada por la sala y observó con sorpresa que los únicos asientos vacíos eran los del recinto del jurado. Hasta donde sabía, la audiencia no había recibido más publicidad que los anuncios legales de los periódicos. Tal vez el público de los anuncios legales era mayor de lo que se imaginaba. Pero era más probable que parte de la gente fueran visitantes casuales que no tenían verdadero interés en el caso: la señora que había salido de compras y quería descansar los pies entre dos visitas, el infante de marina que parecía estar saliendo de una borrachera; un grupito de alumnas de bachillerato con cuadernos y carpetas; una muchacha adolescente delgada como un junco, que tenía en brazos un bebé dormido y llevaba peluca rubia y unas gafas de sol tan grandes como platos de té.
Algunos espectadores eran asistentes habituales a la sala de audiencias; iban allí porque les resultaba emocionante y porque no tenían otro lugar donde ir. Una alemana de mediana edad hacía punto con rapidez y ecuanimidad a lo largo de procesos por desfalco, divorcios, robos a mano armada y violaciones. Un par de ancianos jubilados, uno de ellos con muletas y el otro apoyado en un bastón blanco, aparecían aunque cayera piedra para presenciar los casos más aburridos. Llevaban bocadillos en los bolsillos y a mediodía se los comían en las escalinatas y les daban las migas a las palomas. A Gallagher, que los veía desde las ventanas de su despacho, le parecía una excelente manera de pasar el mediodía.
Aunque no hubiera tenido tantos años de práctica, a Gallagher le habría resultado fácil distinguir a la gente que tenía estrecha vinculación en el caso: la mujer y la madre de Osborne, que trataban de tener aspecto fresco y tranquilo en la calurosa mañana; algunos rancheros con la piel que parecía de cuero y que se sentían incómodos y fuera de lugar con ropas de ciudad; el expolicía Valenzuela, casi irreconocible con un llamativo traje a rayas y corbata anaranjada; y sentado en la mesa de los letrados, el abogado de la señora Osborne, Ford, un hombre de palabra lenta y maneras suaves pero con un genio feroz que le había costado cientos de dólares en multas por desacato.
—¿Está listo, señor Ford?
—Sí, Señoría.
—Proceda, entonces.
—Este es un procedimiento para establecer la muerte de Robert Kirkpatrick Osborne. En apoyo de los alegatos contenidos en la presentación de Devon Suellen Osborne me propongo exponer una considerable cantidad de pruebas. Solicito la indulgencia del tribunal respecto de la manera de presentar las pruebas.
»Señoría, el cuerpo de Robert Osborne no ha sido encontrado. Para la ley californiana, la muerte es una presunción irrefutable después de una ausencia de siete años. La presunción de muerte antes de que haya transcurrido ese período de siete años requiere primero la presentación de pruebas circunstanciadas, es decir, que debe haber pruebas suficientes a partir de las cuales pueda llegarse razonablemente a la conclusión de que la muerte se ha producido; y en segundo lugar exige que la ausencia por cualquier otra causa que la muerte sea incongruente con la naturaleza del ausente.
»Lo que sigue es una cita del caso del Pueblo contra L. Ewin Scott: Cualquier prueba, hechos o circunstancias concernientes al pretendido difunto, referentes al carácter, larga ausencia sin comunicación con amigos o parientes, hábitos, condición, afectos, vinculaciones, prosperidad y objetos de la vida que habitualmente controlan la conducta de una persona y son motivo de las acciones de dicha persona, y la falta de cualquier prueba que muestre el motivo o causa del abandono del hogar, la familia o los amigos, o la riqueza por parte del pretendido difunto, son prueba competente de la cual puede inferirse la muerte del ausente de quien no se tienen noticias, sea cual fuere la duración o brevedad de tal ausencia. Fin de la cita.
»Nos proponemos demostrar. Señoría, que Robert Osborne era un joven de veinticuatro años, bien dotado mental y físicamente, que su matrimonio era feliz y que era propietario de un próspero rancho; que su relación con familia, amigos y vecinos era buena y que disfrutaba de la vida y tenía la vista puesta en el futuro.
»Si pudiéramos seguir a un hombre durante un día cualquiera de su vida llegaríamos a saber mucho sobre él, su carácter, su estado de salud, sus finanzas, intereses, aficiones, proyectos y ambiciones. No se me ocurre mejor manera de presentarles un fiel retrato de Robert Osborne que reconstruir, en la forma más completa que me sea posible, su último día. Ruego a Su Señoría que tenga paciencia conmigo si solicito a los testigos detalles que puedan parecer impertinentes y opiniones, suposiciones y conclusiones que serían inadmisibles como prueba en un caso de litigio.
»El último día fue el 13 de octubre de 1967. Comenzó en el rancho Yerba Buena, donde Robert Osborne nació y vivió la mayor parte de su vida. El tiempo era caluroso, como había sucedido desde comienzos de la primavera, y el río estaba seco. Estaban recogiendo una cosecha tardía de tomates y embalándolos para despacharlos y estaba ya programada la recolección de dátiles. El rancho era un lugar activo y Robert Osborne un hombre activo.
»El 13 de octubre se despertó, como de costumbre, antes de que amaneciera y empezó a prepararse para el día. Mientras se duchaba, su esposa, Devon, también se despertó, pero se quedó en la cama, ya que estaba en los primeros meses de un embarazo difícil y tenía orden del médico de hacer tanto reposo como le fuera posible… Quisiera presentarles a mi primer testigo, Devon Suellen Osborne.
La sala de audiencias se estremeció, comentó, susurró, cambió de postura y de pronto todo volvió a sosegarse, cuando Devon se adelantó hacia el estrado. «¿Jura usted…?». Devon juró con voz inexpresiva, levantando sin vacilar la mano derecha. A Ford le costaba recordar a la muchacha llorosa y desesperada de un año atrás.
—¿Quiere darme su nombre para que conste, por favor?
—Devon Suellen Osborne.
—¿Dónde vive?
—Rancho Yerba Buena, Carretera Rural número 2.
—En el caballete hay un mapa. ¿Lo ha visto antes?
—Sí, en su oficina.
—¿Tuvo oportunidad de examinarlo?
—Sí.
—¿Es la auténtica reproducción de parte de la propiedad conocida como Rancho Yerba Buena?
—En mi opinión, sí.
—¿Es usted propietaria de parte del Rancho Yerba Buena, señora Osborne?
—No. Se escrituró a nombre de mi marido cuando cumplió los veintiún años.
—¿Cómo se llevaron los asuntos del rancho durante la primera parte de la ausencia de señor Osborne?
—No se hizo nada. Se amontonaban las cuentas, los cheques no se podían cobrar, las compras estaban paralizadas. Fue entonces cuando busqué su ayuda.
—Señoría —relató Ford volviéndose hacia el juez Gallagher—, le aconsejé a la señora Osborne que esperara a que hubieran transcurrido noventa días desde la fecha en que habían visto por última vez a su marido y entonces solicitara al Tribunal que la designaran albacea de la propiedad del ausente. La designación fue concedida, y a partir de entonces la señora Osborne informó periódicamente al Tribunal, por intermedio de mi oficina, de los cobros, desembolsos y todo movimiento financiero.
—Su situación actual, señora Osborne, ¿es la de albacea de la propiedad? —interrogó el juez Gallagher.
—Sí, Señoría.
—Prosiga, señor Ford.
Ford se dirigió al mapa y señaló el pequeño rectángulo que llevaba la letra O.
—¿Esta es la vivienda del rancho, señora?
—Sí.
—¿Fue allí donde vio usted por última vez a su marido antes del amanecer del 13 de octubre del año pasado?
—Sí.
—¿Tuvieron ustedes alguna conversación en ese momento?
—Nada que tuviera importancia.
—En la reconstrucción del último día de un hombre, es difícil decidir qué es lo más importante. Díganos las cosas que recuerde, señora Osborne.
—Todavía estaba oscuro. Me desperté cuando Robert volvió de ducharse y encendió la lámpara del escritorio. Me preguntó cómo me encontraba, y le dije que muy bien. Mientras se vestía hablamos de distintas cosas.
—¿Hubo algo fuera de lo común en la forma en que se vistió esa mañana?
—Se puso pantalones y chaqueta de sport en vez de ropa de trabajo, porque iba a ir a la ciudad.
—¿Aquí, a San Diego?
—Sí.
—¿Quiere describirnos la ropa que se puso, señora Osborne?
—Era un pantalón ligero de gabardina gris y una chaqueta de dacron con dibujo escocés en gris y negro.
—¿Y por qué venía a San Diego?
—Por varias razones. Por la mañana tenía que ir al dentista, después iba a pasar a ver a su madre, y más tarde tenía que recoger una raqueta de tenis que había encargado, una de esas nuevas de acero. Le recordé que era el cumpleaños de Dulzura, nuestra cocinera, y que tendría que comprarle un regalo.
—¿Y en realidad hizo todas esas cosas?
—Sí, salvo el regalo, que lo olvidó.
—¿No tenía también una cita para comer?
—Sí.
—¿Sabe usted sobre qué iban a tratar?
—Sobre los problemas de la mano de obra eventual en la agricultura californiana.
—¿Asistió a ella?
—Sí. Robert tenía la idea de que el problema había que resolverlo en su origen, en la cosecha misma. Pensaba que si se podían regular las cosechas con medios químicos, con hormonas por ejemplo, tal vez se las podría convertir en un trabajo estable, de todo el año, que permitiera dar ocupación permanente al personal agrícola y terminar con la mano de obra eventual.
—Muy bien, señora Osborne, ¿qué hizo su marido esa mañana después de vestirse?
—Se despidió de mí y me dijo que estaría de vuelta en casa para cenar alrededor de las siete y media. También me pidió que vigilara a su spaniel Maxie, que se había escapado la noche anterior. Yo creía que Maxie debía de haber olido alguna perra en celo y se había ido tras ella, pero Robert sospechaba que podía ser algo más siniestro.
—¿Por ejemplo?
—No lo dijo. Pero a Maxie nunca le dejaba acercarse al cobertizo, ni al comedor de los peones, y por la noche dormía dentro de casa.
—¿Lo hacían para proteger al perro o para protegerse ustedes?
—Las dos cosas. En ciertas épocas del año había bastantes extraños por el rancho. Maxie era nuestro perro guardián y nosotros… bueno, me figuro que se podría decir que éramos su «gente guardiana».
La desacostumbrada expresión provocó algunas risas, que se difundieron por la sala y resonaron levemente en las paredes.
—¿Así que el perro no era amigo de ninguno de los peones del rancho? —interrogó Ford.
—No.
—Si alguien hubiera atacado a su marido, ¿cree usted que el perro le habría defendido?
—Estoy segura.
Ford se sentó a la mesa de los letrados y extendió las manos delante de sí, con las palmas hacia arriba como si intentara leer en ellas tanto el pasado como el futuro.
—¿Cuándo y dónde se casaron usted y Robert Osborne? —prosiguió.
—El 24 de abril de 1967, en Manhattan.
—¿Qué edad tenía entonces el señor Osborne?
—Veintitrés años.
—¿Hacía mucho que le conocía usted?
—Dos semanas.
—Si estaba usted dispuesta a casarse con él después de una relación tan breve, debo suponer que le había hecho una impresión muy grande.
—Sí.
Una impresión muy grande.
Se habían encontrado un sábado por la tarde en un concierto de la Filarmónica. Devon había llegado durante el primer número del programa y sé había deslizado en su asiento, silenciosamente y con aire de disculpa. Cuando sus ojos se acostumbraron a la oscuridad se dio cuenta de que el asiento de su izquierda estaba ocupado por un muchacho de pelo rubio, que llevaba gafas y cada dos minutos se giraba para mirarla. En el descanso la siguió hasta el vestíbulo. Devon no estaba acostumbrada a manejar ese tipo de situación que no había provocado; que le hizo sentirse un poco incómoda y le despertó bastante curiosidad. El muchacho daba la impresión de haber entrado en la sala de conciertos por error, o quizá porque alguien le había regalado una entrada y quería aprovecharla.
«—¿Por qué me mira de ese modo? —le abordó Devon.
»—¿De qué modo? No me he dado cuenta.
»—Pero lo sigue haciendo.
»—Disculpe —rogó con una sonrisa tímida y casi melancólica—. No me daba cuenta. Es que me recuerda a alguien.
»—Alguien agradable, espero.
»—Sí, era agradable.
»—¿Ya no?
»—No.
»—¿Por qué?
»—Murió —y después de un momento de vacilación agregó—: Mucha gente piensa que la maté. No es cierto, pero cuando la gente quiere creer algo, no es fácil evitarlo».
Entonces fue Devon quien se le quedó mirando, y algo empezó a latirle rápidamente en la nuca como una señal de alarma.
«—No debería andar diciendo cosas así a desconocidos.
»—Es la primera vez que lo digo. Quisiera…
Pero Devon ya había empezado a alejarse.
»—Espere, por favor —pidió el muchacho—. ¿La asusté? Lo lamento. Fue una tontería, pero es que desde que llegué a Nueva York no hablo con nadie y usted parecía tan simpática y dulce como Ruth.
Se llamaba Ruth, pensó Devon. Parecía simpática y dulce y mucha gente piensa que este muchacho la mató y tal vez estén en lo cierto.
»—Lamento haberla asustado —se disculpó—. ¿Quiere esperar un momento, por favor?
»—Las apariencias engañan —respondió Devon dándose la vuelta para mirarle—. No soy simpática ni dulce, así que es mejor que deje de pensar cosas raras.
»—Pero…
»—Y le sugiero que por el placer del concierto se vaya a sentar a algún otro sitio.
»—De acuerdo».
Durante la hora siguiente el asiento de la izquierda de Devon permaneció vacío. Sintió impulsos de mirar a su alrededor para ver si él estaba sentado en las inmediaciones, pero se obligó a mantener los ojos fijos en el escenario, a concentrarse en la música y a aplaudir cuando todos aplaudían.
Terminado el concierto, le esperaba en el vestíbulo.
«—Señorita, ¿me permite un minuto? Estuve pensando que cometí una estupidez y que no es raro que se haya asustado.
»—No me asusté, me molesté.
»—Lo lamento. La única excusa que tengo es que quería jugar limpio con usted desde el comienzo.
»—¿Qué comienzo? —interrogó ella—. No ha habido ningún comienzo. Y ahora, por favor…
»—Me llamo Robert Osborne, Robert Kirkpatrick Osborne.
»—Devon Suellen Smith.
»—Bonito nombre. Me gusta».
Mientras le explicaba que sus padres habían querido ponerle un nombre diferente que compensara el Smith, Devon se dio cuenta de que se había equivocado y el muchacho tenía razón: había un comienzo.
La cosa siguió mientras tomaban café con éclairs en Schrafft, y a la mañana siguiente se encontraron para dar un paseo por Central Park. Era el primer domingo caluroso del año y el parque debía estar lleno de gente, pero Devon sólo se acordaba de haber visto a Robert, que se adelantaba hacia ella a través del césped, con los bolsillos rebosantes de cacahuetes que había comprado para dárselos a las ardillas. Le habló de su rancho en California, que en realidad era una granja, y le contó que allí las ardillas vivían en hoyos cavados en el suelo, y no en los árboles. Le habló de Maxie, el spaniel; de su padre, que había muerto años atrás al caerse de un tractor; de la tierra, que era un desierto irrigado, y del río enloquecido que tan pronto era una inundación como un erial. Cuando el día terminó Devon sabía que su vida había cambiado repentinamente y que nunca volvería a ser la misma.
—… responder mi pregunta, por favor, señora Osborne.
—Disculpe, no le escuchaba.
—¿Su marido era un hombre corpulento?
—Medía un metro ochenta y cinco y pesaba cerca de ochenta kilos.
—¿Estaba sano?
—Sí.
—¿Activo y fuerte?
—Sí.
—¿Tenía alguna incapacidad física? Por ejemplo, ¿llevaba gafas?
—Sí.
—¿De qué clase?
—Era corto de vista… creo que miope es la palabra exacta.
—¿Tenía más de un par?
—Sí. Además de las corrientes usaba gafas de sol graduadas, especialmente cuando conducía. A comienzos de verano se había acostumbrado a las lentes de contacto y las usaba para nadar y jugar al tenis y en otras ocasiones en que las gafas corrientes le habrían resultado molestas.
—Las lentes de contacto ¿se las recetó y adaptó un oculista?
—Sí.
—¿Recuerda usted su nombre?
—El doctor Jarrett.
—¿Dónde tiene el consultorio?
—Aquí en San Diego.
Ford consultó algunos papeles que tenía sobre la mesa.
—Muy bien, señora Osborne, usted nos dijo que una de las razones que tenía su marido para venir a la ciudad era recoger una nueva raqueta de tenis que había encargado. ¿Llegó a probar la raqueta durante la tarde?
—Sí, jugó varios sets en uno de los campos de Balboa Park.
—¿Usó las lentes de contacto?
—Sí.
—¿Está segura?
—Estoy segura de que las tenía puestas cuando volvió a casa.
—¿Y las siguió usando durante la cena?
—Sí.
—Y después de cenar, cuando salió a buscar a su perro, Maxie, ¿todavía llevaba las lentes de contacto?
—Sí.
—¿Quién tiene esas lentes actualmente, señora Osborne?
—La policía.
—Y las gafas de sol graduadas, ¿dónde están ahora?
—En la guantera del automóvil.
—¿Donde las dejó él?
—Sí.
—¿Y qué hay de sus gafas corrientes? ¿Dónde están?
—No lo sé.
—¿Quiere decir que se perdieron o desaparecieron?
—Nada de eso.
—¿Cuándo fue la última vez que las vio, señora?
—Hace tres semanas. Si le interesa el momento exacto, fue el día que usted me llamó por teléfono para decirme que se había fijado la audiencia. Las gafas de mi marido estaban con las demás cosas suyas que había embalado en unas cajas que pensaba guardar en el desván. Después me di cuenta de que con eso no hacía más que postergar lo inevitable, de modo que decidí darlo todo al Ejército de Salvación con la esperanza de que pudiera serles de alguna utilidad. Sé que Robert habría estado de acuerdo.
—¿Lo entregó usted personalmente al Ejército de Salvación?
—No. La madre de Robert se ofreció para hacerlo.
—Cuando usted guardó las cosas en las cajas, ¿estaba segura de cuál sería el resultado de esta audiencia?
—Estaba segura de que mi marido había muerto. Hace mucho tiempo que estoy segura de eso.
—¿Por qué?
—Porque nada impediría que Robert se pusiera en contacto conmigo, si estuviera vivo.
—¿El matrimonio de ustedes era feliz?
—Sí.
—¿Y estaban esperando un hijo?
—Sí.
—¿Llegó a su término el embarazo, señora Osborne?
—No.
Devon evocó el viaje al hospital, en la parte de atrás del jeep de Estivar, con Dulzura sentada silenciosamente a su lado con un extraño aire de dignidad y un coche patrulla que le abría paso con el aullido de la sirena. Pasó mucho tiempo hasta que volvió a su casa desde el hospital. El otoño casi había terminado, los peones eventuales se habían ido, las cosechas ya habían sido recogidas.
El viaje de regreso fue más tranquilo. No hubo escolta policiaca y Devon volvió en un taxi y no con el jeep, acompañada por Agnes Osborne y no por Dulzura. La señora mayor se dirigía a ella con una voz baja e inexpresiva que no daba indicación alguna de que la pérdida del niño hubiera sido para ella un golpe más doloroso que para Devon. Devon tendría otras oportunidades, pero para la anciana era el final de la línea. Le dijo a Devon todo lo que tenía que hacer, con el aire de estar leyéndolo en alguna lista que hubiera escrito en algún rincón del cerebro: dormir mucho y tomar aire fresco, evitar las preocupaciones, ser valiente, hacer ejercicio, buscar la ayuda de alguna persona más responsable que Dulzura, buscar entretenimientos, comer muchas proteínas…
«—… estás prestando atención, Devon.
»—Sí.
»—Tal vez sea mejor que este año no celebremos la Navidad, que de todos modos es una fiesta tan emotiva. Puede que te convenga tomarte unas vacaciones sola. ¿No tienes una tía en Buffalo?
»—Por favor, no sé preocupe por mí.
»—Me espanta que te quedes sola en el rancho. No es nada seguro. Dulzura no es de confianza, deberías saberlo.
»—Sé que bebe un poco de vez en cuando.
»—Bebe una enormidad cada vez que puede echar mano de una botella. Y en cuanto a Estivar, ¿cómo se puede saber de qué lado va a estar en una emergencia? En los últimos veinticinco años aprendió inglés y sabe manejar el rancho y mejoró sus modales, pero sigue siendo tan mejicano como cuando cruzó la frontera… ¿Qué pasó con tu tía de Buffalo?
»—Murió.
»—Todo el mundo se muere. Ay, Dios, no lo puedo aguantar. Todo el mundo se muere…».
Ford se levantó, contorneó lentamente la esquina de la mesa de los letrados y se paró, reclinándose contra la barandilla del vacío recinto de los jurados. Lo hacía deliberadamente, para darle a Devon tiempo de dominarse.
—Señora Osborne, usted nos dijo que antes de salir de casa por la mañana del 13 de octubre su marido le dijo que volvería a las siete y media para cenar. ¿Volvió a esa hora?
—Sí.
—Y cenaron ustedes juntos.
—Sí.
—¿La cena fue agradable?
—Sí.
—Y al terminar de comer, el señor Osborne salió en busca de su perro Maxie.
—Eso mismo.
—¿Qué hora era?
—Más o menos las ocho y media.
—¿Qué hizo usted después de que él saliera de casa?
—Ese día nos había llegado por correo un nuevo álbum de discos y me puse a escucharlo.
—¿Era un álbum grande?
—Tres discos, o sea seis caras.
—¿Qué tipo de música?
—Sinfónica.
—En la mayor parte de las sinfonías hay pasajes durante los cuales hay que dar bastante volumen si uno quiere escucharlos bien. ¿Subió usted el volumen, señora?
—Sí.
—Pero entonces los pasajes más elevados se oirían muy fuertes, ¿no es cierto?
—Sí, señor.
—¿En qué parte de la casa está instalado el equipo estereofónico?
—En el salón principal.
—¿Y allí se sentó usted a escuchar el álbum?
—Me quedé allí pero no estuve solamente sentada. Anduve dando vueltas, pasé el plumero, ordené un poco y di un vistazo al diario de la tarde.
—¿Las ventanas estaban abiertas o cerradas?
—Cerradas. La noche era calurosa y la casa se mantiene más fresca cuando está cerrada.
—¿Y las cortinas?
—Las había abierto cuando se puso el sol.
—¿Hacia dónde dan las ventanas del salón?
—Al este y al sur.
—¿Qué se ve desde las ventanas que dan al este?
—De día se puede ver el lecho del río, y más allá el rancho de Leo Bishop.
—¿Y de noche?
—Nada.
—¿Y desde las ventanas que miran al sur?
—Se puede ver Tijuana, tanto de día como de noche.
—Y el camino arbolado que conduce al rancho, ¿también se ve desde el salón principal?
—No, porque queda al oeste de la casa. Se ve desde el estudio y la cocina, y desde dos de los dormitorios del piso superior.
—Pero no desde el salón donde usted se había quedado escuchando música.
—No, desde allí, no.
Ford volvió a la mesa de los letrados y se sentó.
—A medida que pasaba el tiempo y su marido no volvía, ¿empezó usted a preocuparse, señora Osborne?
—Primero me dije que no había de qué preocuparse, que Robert había nacido en el rancho y lo conocía palmo a palmo. Pero alrededor de las diez decidí mirar en el garaje para ver si Robert se había llevado el automóvil para buscar a Maxie, en vez de ir a pie como solía. Desde la cocina encendí las luces de fuera. Dulzura estaba en su cuarto, que está junto a la cocina, y oí que tenía la radio puesta.
—¿La puerta del garaje estaba sin llave?
—Sí.
—Y el automóvil del señor Osborne estaba dentro.
—Eso es.
—¿Qué hizo usted entonces, señora?
—Volví a entrar en la casa y llamé por teléfono a Estivar.
—¿El capataz?
—Sí. Tiene su casa al otro lado del estanque.
—¿Contestó inmediatamente?
—No. Se acuesta alrededor de las nueve y en ese momento eran casi las diez, pero dejé que el teléfono sonara hasta despertarlo. Cuando contestó le dije que Robert no había vuelto y él me dijo que me quedara en cama con puertas y ventanas cerradas mientras él y Cruz salían a buscarlo con el jeep.
—¿Cruz?
—Es el hijo mayor de Estivar y tiene un jeep con luces buscahuellas.
—¿Hizo usted lo que le decía Estivar?
—Sí. Esperé junto a la ventana de la cocina. Desde ahí podía ver las luces del jeep mientras recorría los caminos de tierra que atraviesan el rancho.
—¿No observó ninguna otra actividad, vehículos en movimiento, gente, luces?
—No.
—¿Desde alguna de las ventanas de la casa se pueden ver el comedor y el cobertizo de los peones?
—No, porque una hilera de tamariscos separa la casa principal de los locales para el personal.
—¿Cuánto tiempo estuvo esperando en la cocina, señora?
—Unos cuarenta y cinco minutos, hasta las once menos cuarto.
—¿Qué pasó después?
—Volvió Estivar.
—¿Estaba solo?
—Sí.
—¿Qué le dijo?
—Dijo que era mejor avisar a la policía.
—¿Lo hicieron?
—Estivar llamó a la oficina del comisario de Boca del Río.
—¿A qué hora llegaron los hombres del comisario, señora Osborne?
—Poco después de las once. Los dirigía Valenzuela y había otro hombre más joven. No recuerdo su nombre, pero fue el que encontró toda esa sangre en el comedor de los peones.
—¿Le informaron a usted de eso?
—Indirectamente. A eso de las once y media Valenzuela volvió a casa y preguntó si podía usar el teléfono para hablar con la comisaría de San Diego. Le oí decir que habían encontrado sangre, que daba la impresión de que hubiera habido un homicidio.
—¿Qué hizo usted entonces, señora Osborne?
—Dulzura se había levantado y preparó café. Creo que tomé un poco. Pronto se oyó una sirena. Nunca había oído una sirena en el rancho, que es tan silencioso durante la noche. Miré por la ventana de la cocina y vi destellos de luces rojas y varios automóviles que se acercaban por el camino.
Además de la sirena había oído a Dulzura, que rezaba en español, en voz muy alta, como si tuviera algo mal conectado. Después, de pronto, el reloj de cuco que había sobre el fogón empezó a dar la medianoche, como si les recordara burlonamente que hacía tres horas que Robert se había ido y que tal vez fuera demasiado tarde para plegarias y policías.
Devon fue al estudio y se encerró, procurando aislarse del ruido de la casa. Por primera vez tomó conciencia, físicamente, del niño que llevaba en las entrañas, pesado e inerte como un querubín de mármol.
Marcó el número de la casa de Agnes Osborne en San Diego y su suegra atendió a la tercera llamada, con voz ligeramente fastidiada, como si hubiera estado viendo algún programa nocturno de TV y le molestara la interrupción de una llamada, posiblemente equivocada.
«—¿Madre?
»—¿Eres tú, Devon? ¿Por qué no estás acostada a estas horas? El médico te dijo…
»—Creo que le ha pasado algo a Robert.
»—… que durmieras mucho. ¿Qué has dicho?
»—La policía está aquí, buscándolo. Salió a buscar a Maxie y no ha vuelto y en el comedor de peones hay sangre, una enormidad de sangre».
Después de un largo silencio volvió a oírse la voz de la anciana señora, obstinadamente optimista.
«—No es la primera vez que encuentran sangre en el comedor de peones. Vaya, recuerdo que ha habido una docena de camorras y algunas bastante graves. Es frecuente que los hombres se peleen entre ellos, y todos llevan cuchillo. ¿Me oyes, Devon?
»—Sí.
»—Lo que pasó probablemente es esto: mientras Robert andaba buscando al perro oyó que en el comedor había alguna pelea y entró a ver qué pasaba. Y si alguno de los hombres estaba mal herido debe haberlo llevado en el automóvil al médico de Boca del Río.
»—No.
»—¿Qué quieres decir con no?
»—Que no salió con el automóvil. El automóvil está aquí».
Hubo otra larga pausa.
«—Voy para allá —resolvió Agnes Osborne—. Piensa en el niño y no te alteres demasiado. Estoy segura de que debe haber una explicación lógica y de que Robert se va a divertir mucho cuando sepa que la policía le ha estado buscando. ¿Tienes algún tranquilizante para tomar?
»—No.
»—Te llevaré alguno.
»—No quiero».
Qué necesidad había de tranquilizar a la petrificada madre de un querubín de mármol…
—… más preguntas por ahora —decía Ford—. Está libre por el momento, señora Osborne.
La observó con interés mientras Devon descendía del sitio de los testigos y volvía a su lugar entre los espectadores. Su larga experiencia en asuntos testamentarios había hecho que Ford sospechara de esas mujercitas insignificantes. Por lo general, si no se quedaban con la tierra, tendían a heredar suculentas tajadas de bienes terrenales.
—El testigo señor Segundo Estivar —llamó.