XIV La fachalfarra o el nuevo atrapamiento

Al día siguiente, después del desayuno, la tía nos llevó aparte. La mañana era fresca, soleada; la tierra estaba húmeda y negra; grupos de árboles en el gran patio susurraban con su fronda azulada; bajo los árboles las gallinas caseras escarbaban y picoteaban. El tiempo se detuvo en la mañana y unos rayos dorados acariciaron el parquet del fumoir. Los perros caseros perezosamente vagaban de un rincón a otro. Las caseras palomas arrullaban. La tía estaba conmovida en su interior por una ola que le venía de las profundidades.

—Mi hijo —comenzó—, aclárame, por favor… Francisco me dijo que, según parece, este compañero tuyo se comunicaba ayer con el servicio. Me imagino que no será un agitador.

—¡Un teórico! —exclamó Alfredo—. ¡No te preocupes, mamá; un teórico que no sabe nada de la vida! Llegó a la campaña con teorías. ¡Un demócrata urbano!

Estaba todavía alegre y bastante señorial después de lo de ayer.

—Alfredo, él no es un teórico, ¡es un práctico! ¡Dice Francisco que le daba la mano a Quique!

Por suerte el viejo fámulo no había contado todo, y el tío, según pude comprobar, no estaba al tanto de lo sucedido. Fingí no saber nada y riéndome (cuan a menudo la vida nos obliga a risitas) mencioné algo sobre la ideología izquierdista de Polilla; así, por el momento, se terminó el asunto. Con Polilla, naturalmente, nadie habló de eso. Hasta el almuerzo jugamos al King, pues Isabel propuso ese juego social y no nos convenía negarnos; y hasta el almuerzo el juego nos atrapó en sus redes. Isabel, Alfredo, Polilla y yo, aburriéndonos y riéndonos, tirábamos cartas sobre el tapete verde, mayores sobre menores, o con triunfo de corazones. Alfredo jugaba seca, breve y rutinariamente, con un cigarrillo en la boca; tiraba las cartas con destreza y horizontalmente, levantaba las bazas con sus dedos blancos. Polilla se salivaba los dedos, estrujaba los naipes y observé que tenía vergüenza de ese juego señorial en demasía; a cada rato miraba la puerta temiendo ser visto por el peón; preferiría jugar al Sucio sobre el suelo. Sobre todo, el almuerzo me asustaba, pues preveía que Polilla no aguantaría la confrontación con el peón en la mesa. Y esos temores no me engañaron.

Sirvieron como entrada una mayonesa, después una sopa de tomates, milanesas de ternera y peras en vainilla, todo preparado con los dedos vulgares de la cocinera, y la servidumbre servía sobre la punta de los pies. Francisco, en guantes blancos, y el criadito descalzo, con servilleta. Polilla, pálido, con los ojos bajos, ingería los sutiles y culinarios platos que le presentaba Quique y sufría, alimentado con gollerías por el peón. Además la tía, deseosa de hacerle comprender de modo indirecto toda la impropiedad de sus excesos en la cocina, se dirigía a él con excepcional amabilidad y preguntaba por su familia y padre difunto. Obligado a hacer frases rotundas, contestaba, exasperado, lo más bajo posible para que el peón no oyera, y no se atrevía a mirarlo. Y quizás por eso, al llegar el postre, en vez de contestar a la tía, hundió en él su mirada, olvidado de todo, con sonrisa nostálgica y tímida, en la facha contorsionada y crispada y con una cucharita en la mano. Yo no podía codearlo pues estaba sentado del otro lado de la mesa. La tía se calló y el peoncito risoteó con un avergonzado risotear pueblerino, así como suele risotear el pueblo cuando lo miran los señores; y se tapó la boca con la mano. El mayordomo le dio en la oreja. En ese momento el tío encendía un cigarrillo y aspiraba el humo. ¿Había visto? Era eso tan evidente que temí que ordenara a Polilla levantarse de la mesa.

¡Mas Eduardo echó el humo por la nariz, no por la boca!

—¡Vino! —exclamó—. ¡Vino! ¡Traigan una botellita! —Se puso alegre y, echándose en el sillón tamborileó con los dedos sobre la mesa—. ¡Vino! Francisco, diga que saquen de la bodega la «abuelita Teresa». ¡Tomaremos una copita! ¡Quique, café! ¡Cigarros! ¡Al diablo con los cigarrillos!

Y, saludando con la copa a Polilla, empezó a contar sus recuerdos, de cómo en sus tiempos cazaba las codornices con el príncipe Severino. Y brindando especialmente en su honor, con prescindencia de las demás personas, seguía contando del peluquero en el hotel Brístol, el mejor peluquero que jamás encontró en su vida. Se calentó, se animó, la servidumbre redobló la atención y pronto llenaba las copas sirviéndolos con sus dedos. Polilla, parecido a un cadáver, con la copa en la mano, bebía, no sabiendo a qué se debían esas imprevistas atenciones del tío Eduardo; sufría terriblemente; pero tenía que ingerir el añejo y delicado vino con bouquet en presencia de Quique.

También para mí la reacción del tío era inesperada. Después del almuerzo me tomó del brazo y me llevó al fumoir.

—Tu amigo —dijo aristocrática y prácticamente a la vez—, pede… pede… Ejem… ¡Persigue a Quique! ¿Has visto? Ja, ja. Bueno, ojalá las damas no se enteren. ¡Al príncipe Severino también le gustaba eso de vez en cuando!

Extendió sus largas piernas. ¡Ah, con qué maestría aristocrática lo dijo! Con qué pulimento señorial en el que participaban cuatrocientos mozos de restaurante, setenta peluqueros, treinta jockeys y la misma cantidad de maitres d’hotel; con qué placer puso en evidencia su picante y hotelero conocimiento de la vida de un von vivant y grand seigneur. La verdadera racial señoría, cuando se entera de algo así como la degeneración o desviación sexual, no de otro modo manifiesta su viril madurez, aprendida de los mozos y los peluqueros. Pero a mí, esta sabiduría picante del tío me enfureció bruscamente como un gato enfurece al perro; me indignó la cínica facilidad de esta tan cómoda y señorial interpretación del caso. Olvidé todos mis temores. ¡Yo mismo, para hacerlo rabiar, divulgué todo! ¡Que Dios me perdone! Bajo el efecto de su madurez hotelera caí en la inmadurez y decidí convidarlo con un plato menos cocido y preparado que los de un restaurante de moda.

—No es lo que piensas, tío —contesté ingenuamente—, él sólo fra… terniza con él, así no más.

Eduardo se extrañó:

—¿Fraterniza? ¿Cómo fraterniza? ¿Qué quieres decir por «fraterniza»? —Tomado de improvisó, me miró de reojo.

—Fra… terniza —contesté—. Quiere fra… ternizar con él.

—¿Fra… terniza con Quique? ¿Cómo fra… terniza? ¿A lo mejor quieres decir… agita a la servidumbre? ¿Agitador? ¿El bolchevismo, eh?

—No, fra… terniza como muchacho con muchacho.

El tío se incorporó y echó la ceniza; se calló y buscaba palabras.

—Fraterniza —repitió—. ¿Fraterniza con el pueblo, eh?

Trataba de definir eso, hacerlo aceptable bajo el aspecto mundano y social; la fraternización puramente muchachal era para él indigerible, intuía que eso no se sirve en un buen restaurante. Lo que más le irritaba era que, siguiendo el ejemplo de Polilla, yo pronunciaba «fra… terniza» con cierto avergonzado y tímido tartamudeo. Eso lo confundió por completo.

—¿Fraterniza con el pueblo? —preguntó con cuidado.

Y yo:

—No, con el muchacho fraterniza.

—¿Con el muchacho? Bueno y ¿qué? ¿A la pelota quiere jugar con él o qué?

—No, sólo es su compañero, como muchacho; fra… ternizan como un muchacho con un muchachón.

El tío se puso colorado, quizás por primera vez desde que empezó a visitar las peluquerías. ¡Oh, aquel rubor a contrapelo de un adulto de mucho mundo frente a un ingenuo! Sacó el reloj, lo miró y le dio cuerda, buscando términos científicos, políticos, económicos, médicos, para encerrar en ellos la sentimentalmente resbaladiza materia como en una caja.

—¿Una perversión? ¿Eh? ¿Un complejo? ¿Fra… terniza? Comment fra… terniza? Mais qu’est-ce que c’est fra… terniza? Fraternité quoi, egalité, liberté? —Empezó en francés pero sin agresividad, al contrario, como alguien que se defiende huyendo al francés. Sin embargo estaba indefenso frente al muchacho. Encendió el cigarrillo y lo apagó, cruzó las piernas, se mesaba el bigotito—. ¿Fraterniza? What is that fra… terniza? ¡Al diablo! ¡El príncipe Severino…!

Con suave obstinación yo repetía siempre «fra… terniza» y ya por nada hubiese renunciado a la verde, blanda ingenuidad con la cual untaba al tío.

—Eduardo —dijo bondadosamente la tía, que se paró en la puerta con un cartucho de bombones en la mano—, no te irrites; él seguramente fraterniza en Cristo, fraterniza en el amor al prójimo.

—No —repuse con obstinación—. ¡No! Él fra… terniza desnudo, sin nada.

—¡Así que es un pervertido! —exclamó el tío.

—No, de ningún modo. Fra… terniza sin nada, sin perversión tampoco. Fraterniza como muchachón.

—¿Muchachón? ¿Muchachón? Pero, ¿qué es eso? Pardon, mais qu’est-ce que c’est muchachón? —decía haciéndose el sueco—. ¿Cómo muchachón con Quique? ¿Con Quique y en mi casa? ¿Con mi criado? —Se puso furioso; apretó el timbre—: ¡Yo le mostraré al muchachón!

El criado entró en el cuarto. El tío se aproximó a él con la mano tendida y quizá le hubiese pegado en la facha, corta y brevemente, pero se detuvo, desorientado; a medio camino, se tambaleó psíquicamente. No podía pegar, no podía entrar en contacto con la facha de Quique en esas circunstancias. ¿Pegar al muchacho porque es muchacho? ¿Pegar porque «fraterniza»? Era imposible. Y Eduardo, quien con facilidad golpearía por el café mal servido, bajó la mano:

—¡Fuera! —gritó.

—¡Eduardo! —exclamó bondadosamente la tía—. ¡Eduardo!

—Eso no sirve de nada —dije—. Al contrario, con cachetearle sólo aumentará la fraternización. Le gustan los sopapeados.

El tío parpadeó e hizo un ademán como sacudiéndose un gusano del chaleco, mas no dijo jota; ironizado por mi ingenuidad desde abajo, ese virtuoso de la ironía mundana, era como un esgrimista atacado por un pato. El experimentado y refinado hacendado demostró ser infantilmente ingenuo frente a la ingenuidad. Lo más curioso era que, a pesar de su mundo y experiencia, no se le ocurrió la sospecha de que yo podría aliarme contra él con Polilla y Quique, y que, a lo mejor, me alegraba viéndolo en sus trances señoriales; lo caracterizaba esa ciega confianza en los componentes de su esfera social que no admite ni siquiera la posibilidad de traición dentro de ese círculo. Entró el viejo Francisco, agitado, con patillas, en chaqueta y se detuvo en medio del cuarto.

Eduardo, que se había extralimitado algo, adoptó al verlo su normal y un tanto negligente actitud.

—¿Qué hay, Francisco? —preguntó con altanería, pero en su voz se notaba el servilismo del señor frente al viejo, maduro fámulo, el mismo que frente al vino añejo—. ¿Qué le trae, aquí? —El servidor me miró, pero el tío hizo un ademán—: Hable no más, Francisco.

—¿El señor habló con Quique?

—Y, bueno, hablé, hablé, Francisco.

—Es que quería solamente subrayar que hizo bien el señor de hablar con él. ¡Señor, yo ni un minuto lo dejaría aquí! Lo mandaría al diablo. ¡Se tomó demasiada confianza con los señores! ¡Señor, ya empieza a chismear la gente!

Tres muchachonas corrieron a través del patio, luciendo sus muslos desnudos. Tras ellas un perro rengo corría, ladraba. Alfredo penetró en el salón.

—¿Chismean? —preguntó el tío Eduardo—. ¿Qué es lo que chismean?

—Chismean de los señores.

—¿Chismean de nosotros?

Pero el viejo servidor, por suerte, no quiso decir más.

—Chismean de los señores —decía—. Quique se tomó confianza con este joven señorito que llegó ayer y ahora, con permiso, chismean de los señores y contra los señores sin ningún respeto. Sobre todo Quique y las muchachonas de la cocina. Si yo mismo oí cómo ayer chismeaban con el señorito hasta avanzada la noche, todo, todo le chismearon. ¡Chismean todo lo que pueden, chismean sin parar! ¡Chismean hasta que no sé yo cómo chismean! Señor, yo por mi cuenta echaría a ese granuja en un santiamén.

El mayordomo de gala se puso colorado como un tomate, ¡oh, ese rubor del viejo lacayo! Silenciosa y sutilmente le contestó el rubor del señor. Los señores permanecían sentados sin decir nada; no era conveniente preguntar, pero a lo mejor agregaría algo; estaban pendientes de sus labios; nada agregó.

—Bueno, ya, bueno, mi Francisco —dijo por fin el tío Eduardo— puede retirarse. —Y el servidor se fue así como vino.

«Chismean de los señores», no se habían enterado de nada más. El tío se limitó a hacer esta agria observación a la tía:

—Eres muy blanda con la servidumbre, querida, ellos se permiten demasiado. ¿Qué chismes son esos?

Y cambiaron de tema; todavía por un largo rato emitieron observaciones banales y preguntas fútiles, como por ejemplo: «¿Dónde estará Isabel? ¿Llegó el correo?». Bagatelizaban para no demostrar hasta qué punto les había herido el reticente relato de Francisco. Sólo después de bagatelizar durante más o menos un cuarto de hora, Eduardo se desperezó, bostezó y lentamente cruzó el parquet, en dirección al salón. Yo adivinaba lo que estaba buscando allí; buscaba a Polilla. Tenía que hablar con él, le acuciaba la necesidad psíquica de una inmediata aclaración y explicación, no podía más con esas dudas.

Tras él se fue la tía.

Empero Polilla no se encontraba en el salón; sólo Isabel, con un Manual del cultivo racional de cereales sobre las rodillas, estaba sentada y miraba a la pared, a la mosca; tampoco lo encontraron en el comedor ni en el boudoir. La casa dormitaba en el silencio de la siesta y la mosca zumbaba; afuera las gallinas merodeaban por los céspedes secos, picoteaban la tierra; el fox-terrier molestaba la cola del pomeranio mordisqueándola. El tío, Alfredo y la tía se desparramaron imperceptiblemente por la casa, cada uno por otro camino. La dignidad no permitía confesar qué estaban buscando. Pero la imagen de los señores puestos en movimiento, negligentes en apariencia y lentos, y sin embargo obstinados, era más temible que la imagen de la persecución más violenta, y en vano trataba yo de encontrar algún medio para conjurar el escándalo que se formaba, como un forúnculo, sobre el horizonte. Ya no tenía acceso a ellos. Ya se encerraron en sí mismos. Ya no podía hablar con ellos de eso. Al pasar por el comedor vi a la tía detenerse frente a la puerta de la cocina, detrás de la cual, como de costumbre, se oían charlas, chillidos y risoteos de las muchachas ocupadas en limpiar los platos. Pensativa, atenta, estaba parada con la expresión típica de una ama de casa que espía a su propia servidumbre; su bondad acostumbrada había desaparecido. Al verme, tosió y se fue. Y, al mismo tiempo, el tío se acercó por el jardín a las ventanas de la cocina y se detuvo entre los arbustos, mas, cuando la muchachona cocinal sacó la cabeza por la ventana llamó al jardinero:

—¡Nowak! ¡Nowak! ¡Diga a Zielinski que arregle ese caño!

Y se alejó lentamente por las alamedas seguido por el jardinero Nowak con la gorra en la mano. Alfredo se acercó a mí y me tomó del brazo:

—No sé si te gustaría a veces una vejancona, ya algo pasada, mujer campesina, porque a mí me gusta la campesina vieja. Enriquito Pac introdujo esa moda; me gusta la vieja. J’aime parfois une simple vieja, me gusta la vieja, ¡al diablo! ¡Me gusta la vieja! ¡Hallali, hallali!, me gusta una campesina simple y que sea vejancona.

¡Ajá! Temía que acaso la servidumbre hubiese dicho algo de su vieja, de la «viuda Josefa» con la cual se ahitaba entre los arbustos cerca del estanque; se justificaba con la extravagancia de la moda, introducía en eso al joven Pac. No contesté, viendo que ya nada podría salvar a los señores, puestos en movimiento, de la extravagancia; aquel astro loco subió de nuevo sobre mi firmamento y recordé todas mis aventuras desde que Pimko me hizo el culeíto, pero ésta parecía ser la peor. Me fui con Alfredo al patio donde pronto nos encontramos con el tío, quien salió de la alameda, seguido por el jardinero Nowak con su gorra en la mano.

—Tiempo magnífico —exclamó en el aire limpio—. ¡Magnífico!

En verdad, el tiempo era hermoso; sobre el fondo de azules lejanías los árboles goteaban su follaje dorado rojizo; el fox-terrier coqueteaba con el pomeranio. Polilla, sin embargo, no estaba. Vino la tía con dos hongos en la mano mostrándolos de lejos con dulce y bondadosa sonrisa. Nos concentramos delante del portal y como nadie quería confesar que en realidad buscábamos a Polilla, reinó entre nosotros una excepcional delicadeza y amabilidad. La tía bondadosamente preguntaba si alguien sentía frío. Los cuervos estaban posados sobre los árboles. En la puerta de entrada al patio estaban plantados los chicos, con los dedos sucios puestos en las carotas y, mirando a los señores, parloteaban, hasta que Alfredo los ahuyentó con un taconeo; pero después de un rato comenzaron a mirar a través de la empalizada, así que de nuevo los dispersó y el jardinero Nowaki les tiró unas piedras; huyeron, pero desde el aljibe otra vez reanudaron el mironear hasta que por fin Alfredo los dejó en paz. Eduardo ordenó traer manzanas y comía con ostentación, tirando las cáscaras. Comía contra los chicos: «Tereperepumpum», gruñó.

No se veía a Polilla, y nadie subrayaba con palabras esta ausencia, aunque todos necesitábamos urgentemente confrontación y aclaramiento. Si esto era una persecución, la persecución era increíblemente lerda, perfectamente indolente, casi sin moverse, y por eso temible. El señorío perseguía a Polilla, pero los señores y la señora apenas se movían.

Empero parecía estéril permanecer por más tiempo en el patio, sobre todo porque las criaturas siempre mironeaban a través de la empalizada, y Alfredo sugirió pasar al patio posterior. «Te mostraremos los establos», dijo, y sin apuro, paseando, nos dirigimos hacia allá, el tío Eduardo seguido por el jardinero con la gorra en la mano. Los chicos se trasladaron desde la empalizada a los alrededores del triguero. Detrás de la puerta empezó el barro, y los patos nos atacaron, pero el capataz saltó sobre ellos; el perro rengo enseñó sus dientes y gruñó, pero saltó sobre él el sereno. Los perros encadenados al lado de la caballeriza se pusieron a ladrar y aullar, irritados por el exotismo de la vestimenta; en verdad yo llevaba un traje gris, urbano, cuello, corbata y zapatos, el tío estaba en capote, la tía en una negra pleureuse con pieles y sombrerito con alas, Alfredo en medias escocesas y pantalones de golf. Un vía crucis era este —y lento—, el más penoso camino que jamás afronté; os enteraréis todavía de mis aventuras en el desierto y entre los negros, pero no puede competir un negro con esta peregrinación por el patio de Bolimowo. En ninguna parte un exotismo más profundo. En ninguna parte un veneno más mortal. En ninguna parte florecían bajo los pies más insanas fantasmagorías y flores raras; en ninguna parte estas orquídeas, estas mariposas archiorientales; oh, ningún lejano colibrí puede medirse con el exotismo de un pato que nunca fue tocado por nuestra mano. Oh, porque nada aquí era tocado por nuestras manos; los peones en la caballeriza no tocados, las muchachonas cerca del triguero no tocadas, no tocado el ganado y las gallinas, las horquillas, los arneses, cadenas y bolsas. ¡Salvajes gallinas, salvajes caballos, salvajes muchachonas y puercos salvajes! Sólo las fachas de los peones podían ser tocadas por la mano del tío y sólo la mano de la tía era tocada por las fachas de los peones, que impregnaban en ella sus pueblerinos y serviciales besos. Pero, fuera de eso, nada y nada y nada, todo desconocido, ignoto. Avanzábamos sobre nuestros tacones cuando las vacas hicieron su entrada en el patio, un enorme ganado llenó todo el camino, arreado e incitado por muchachitos apenas crecidos, y nos encontramos entre cuadrúpedos desconocidos, ignotos.

Attention! —exclamó la tía—. Attention, laissez les passer!

—¡Atasionlasepasé! ¡Atasionlasepasé! —corearon los chicos desde el triguero, pero el sereno y el capataz saltaron y alejaron tanto a la chiquillería como a las vacas. Desde el corral las muchachonas ignotas entonaron una canzoneta campestre (¡ay, ay, ay!), pero no se alcanzaba a comprender las palabras. ¿Quizás cantaban del señorito? Empero, lo más desagradable era que los señores parecían como cuidados por el pueblo y, aunque reinaban, dominaban y oprimían económicamente, desde el exterior todo eso tenía un aspecto cariñoso, como si la plebe acariciase al señorío y el señorío fuese objeto de mimos por parte de la plebe; y ya podía el capataz, como esclavo, llevar en sus brazos a la tía por encima de los charcos, más parecía que la acariciaba. Chupaban al pueblo económicamente, pero además del chupar económico se efectuaba un chupar de índole infantil; no sólo la sangre chupaban sino también la lechita, y en vano el tío, dura y virilmente, retaba a los peones, en vano la tía se dejaba besar las manos con bondad matriarcal de una madre; ni la bondad matriarcal, ni las más duras órdenes podían aniquilar el efecto de que el estanciero era un hijito del pueblo y la estanciera una hijita. Pues aquí el pueblo no estaba todavía tan estrujado por las influencias cultas como aquella chusma suburbana que huía de nosotros en los perros; era secular, virgen y tenía la fuerza de cien mil caballos de tiro acumulados y multiplicados.

No lejos del gallinero el ama de llaves metía bolitas en el gaznate de un pavo gordo, saturándole en exceso para honor del sabor señorial y preparándolo para sabrosa comida de los señores. Delante de la herrería cortaban la cola —por más distinción— a un potrillo de gala y Alfredo le dio unas palmadas en las ancas y le miró los dientes; el caballo, pues, formaba parte de esos contados objetos que era permitido tocar al señorito, y las ignotas y chupadas muchachonas le cantaron con redoblado entusiasmo: ¡ay, ay, ay! Pero el recuerdo de la vejancona no le permitió gozar como señorito; dejó el cuello del caballo y echó una mirada sospechosa a las muchachas por si acaso estaban risoteándose de él. Un viejo enjuto, gañán, también ignoto y algo chupado, se aproximó y besó a la tía en la parte del cuerpo permitida. Nuestra marcha alcanzó los límites de los establecimientos. Más allá, el camino y el tablero de campos, espacio. Desde lejos, desde lejos nos percibió un peón chupado que se había detenido con el arado, y en seguida dio un latigazo al caballo. La tierra húmeda no permitía el sentarse ni el permanecer sentado. A la derechita señorial, zanjas, trillados, potreros, talas; a la izquierdita señorial, el bosque eternamente verde, el verdor espinoso. No se veía a Polilla. La salvaje gallina casera picoteaba la avena.

De repente, a la distancia de unas centenas de pasos, Polilla se deslizó del bosque —no solo—, con el criadito al lado. No nos vio, no veía el mundo, hundido, ensimismado, hechizado por el peón. Se contoneaba y daba saltos cual un payaso presuntuoso y remilgado, a cada rato le agarraba la mano y le miraba en los ojos. El peón se mofaba en grande con su campesino, campestre risotear, y de confianza le daba palmaditas en el hombro. Iban por la orilla del bosquecillo, Polilla con el peón; no, ¡el peón con Polilla a su lado! Polilla, en su hechizamiento, a cada rato ponía la mano en el bolsillo y daba algo al peón, posiblemente monedas, y el peón, en su confianza, palmaditas le daba.

—Ebrios —murmuró la tía.

No estaban ebrios. El globo solar, inclinándose hacia el poniente, aclaraba y evidenciaba. El peón le dio un moquete en la mejilla al acostarse el sol…

Alfredo lanzó un grito:

—¡Quique!

El criadito se metió en el bosque. Polilla se detuvo como si se hubiese frenado en su andar, sacado del ensueño. Empezamos a caminar hacia él a través del trigal, en vista de que él hacia nosotros empezó a caminar. Mas Eduardo no quería arreglar cuentas en medio del campo, pues las criaturas siempre miraban desde el patio y el gañán chupado labraba.

—¿Quiere pasear por el bosque? —le propuso de repente con excepcional amabilidad.

Y a campo traviesa entramos en el oscuro bosquecillo. Sosiego. La controversia definitiva se realizó entre pinos bastante espesos; en gran estrechez estábamos parados muy cerca uno del otro. El tío Eduardo temblaba en sus adentros, pero redobló su amabilidad.

—Veo que la compañía de Quique le complace a usted —comenzó con sutil ironía.

Polilla contestó con voz chillona y con odio:

—Me complace…

Se hallaba metido bajo un pino espinoso, con la facha tapada por las ramas, cual un zorro acosado por la jauría. A dos pasos de él la tía entre los espinos, el tío Alfredo… Mas el tío inquirió con frialdad y sarcasmo apenas perceptible.

—Parece que usted fra… terniza con Quique.

Un chillido odioso y furioso.

—Fra… ternizo.

—Eduardo —observó la tía tiernamente—, vamos. ¡Aquí hay humedad!

—Este bosquecillo es muy espeso. Habrá que sacar cada tercer pino —dijo Alfredo al padre.

—¡Fra… ternizo! —aulló Pollilla.

No esperaba que lo condenarían a esa tortura. ¿Para eso entraron en el bosquecillo, para fingirse sordos? ¿Para eso le persiguieron tanto tiempo, para despreciarlo después de haberlo alcanzado? ¿Dónde las aclaraciones? ¿Dónde la explicación decisiva? Con toda perfidia cambiaron los papeles, no le atendían; tan orgullosos eran, tan prestos a despreciar, que aun renunciaron a las aclaraciones. Bagatelizaban. Pasaban por alto. No le atendían. ¡Ah, señores rabiosos e infames!

—¡Y usted trepó sobre el guardabosque! —gritó—. ¡Usted subió sobre el guardabosque por temor al jabalí! ¡Lo sé! ¡Todos charlan de eso! ¡Tereperepumpum! ¡Tereperepumpum! —le gritaba perdiendo en la ira el dominio de sí mismo—. ¡La vejancona Josefa! —añadió.

Eduardo apretó los labios y… silencio.

—¡Quique será largado! —dijo fríamente Alfredo al padre.

—Sí, Quique será despedido —contestó con frialdad el tío Eduardo—. Lo lamento, pero no acostumbro tolerar a un criado desmoralizado.

¡Se vengaban en Quique! Ah, señores fríamente infames, no sólo no se dignaban contestarle sino que despedían a Quique, a través de Quique le herían. Y del mismo modo, ¿acaso el viejo Francisco en la cocina no le dijo una sola palabra, pero amonestó al Quique y a la muchacha? El pino tembló y seguramente Polilla les hubiera saltado a los ojos. De repente un guardabosque, en uniforme verde y con escopeta al hombro, apareció entre los arbustos e hizo la venia.

—¡Trepe sobre él! —gritó Polilla—. ¡Trepe sobre él, porque el jabalí!… ¡¡El jabalí!!… ¡¡El jabalí!! —Y enloquecido echó a correr por el bosque. Corrí tras él.

—¡Polilla! ¡Polilla! —clamaba sin resultado y los pinos me golpeaban, ¡me arañaban la facha mía! Por nada quería permitir su soledad en el bosque. Saltaba sobre zanjas, barrancas, raíces y hoyos. Dejando atrás el bosquecillo, alcanzamos el bosque; aumentó la velocidad ¡y corría, corría cual un jabalí enfurecido!

De golpe vi a Isabel que paseaba entre los árboles y, aburriéndose, buscaba hongos entre el musgo. Corríamos derecho a ella y temí que él le causara algún daño con su furia.

—¡Huye! —exclamé. Mi voz tenía que ser apremiante, pues Isabel se dio a la fuga y Polilla, viendo que huía, ¡empezó a perseguirla! Sacaba yo de mí los restos de mi empuje para por lo menos alcanzarla al tiempo que él la alcanzase.

Felizmente Polilla tropezó con una raíz y cayó. Llegué.

—¿Qué? —gruñó, pegando la cara al musgo—. ¿Qué?

—Vuelve a la casa.

—¡Señores! —escupió esa palabra a través de los dientes—. ¡Señores! ¡Ándate, ándate! ¡Tú también, señor!

—¡No, no!

—¡Vaya que no! ¡Eres! ¡Señor! ¡Señor!

—Polilla, vete a la casa. ¡Hay que terminar esto! Esto terminará con una desgracia. Hay que interrumpir, cortar, ¡empezar de otro modo!

—¡Señor! ¡Señores, la peste! ¡No de’an! ¡No permiten! ¡La perra! ¡La perra! ¡Oh, Jesús! ¡Y a ti también t’an comprao!

—¡Déjate de eso, ese no es tu lenguaje! ¿Cómo hablas? ¿Cómo me hablas a mí?

—Mío, mío… ¡No daré! ¡Mío! ¡Déjelo! ¡Quieren echar a Quique! ¡A Quique! ¡Echar! ¡No permiti’é, mío, no permiti’é!…

—¡Vete a la casa!

¡Vergonzosa retirada! Se desesperó, gemía, balaba, se lamentaba con rústicos lamentos ¡oh, desgracia, desgracia, oh, vida! En el patio las muchachonas, los peones, se maravillaban y se asombraban del señor que emitía quejidos al modo de ellos. Oscurecía cuando llegábamos a la casa; le dije que esperara en nuestro cuarto del primer piso y me fui a hablar con el tío Eduardo. En el fumoir me encontré con Alfredo quien caminaba a largos pasos con las manos en los bolsillos. El señorito estaba rabioso en sus adentros y rígido en sus afueras. Me enteré por sus secas contestaciones que Isabel volvió del bosque medio muerta y, al parecer, había pescado un resfrío; la tía le estaba tomando la temperatura. Al Quique, que ya había vuelto a la cocina, se le prohibió la entrada a las habitaciones y a la mañana sería despedido. Subrayó más adelante que no me hacía responsable por los escandalosos excesos de «este señor», aunque, según su opinión, debería con más cuidado elegir mis amigos. Lamentaba no poder por más tiempo gozar de mi compañía, pero —añadió— no creía que nuestra permanencia en Bolimowo pudiese resultarnos agradable. Mañana a las nueve sale el tren para Varsovia, ya han sido dadas instrucciones al cochero. En lo que se refiere a la cena, nos gustaría, sin duda, cenar en nuestro cuarto; Francisco ya recibió la orden al respecto. Todo eso me comunicó en un tono semioficial que no admitía discusiones y en el carácter de hijo de sus padres.

—Por mi parte —masculló— reaccionaré de otro modo. Me permitiré castigar directamente a «ese señor» por la ofensa a mi padre y a mi hermana. Pertenezco a la corporación Asdoria.

¡Y una amenaza de abofeteamiento echó de sí! Comprendí lo que anhelaba. Quería descalificar aquella cara abofeteada, aquella que recibía de la plebe en la facha; quería, por intermedio del cachetear, eliminarla de la lista de caras honorables, señoriales.

Felizmente el tío Eduardo, al entrar en el cuarto, oyó esas amenazas.

—¿De qué «señor» hablas? —exclamó—. ¿A quién quieres abofetear, mi hijo? ¿A un pobre mocoso en edad escolar? ¡En el culeíto hay que darle unas palizas!

Alfredo se ruborizó y vaciló en su propósito honorable. Después de esas palabras del tío ya no podía abofetear; en verdad, teniendo veinte y pico de años no podía golpear honorablemente a un menor de diecisiete primaveras, sobre todo cuando esta particularidad de diecisiete había sido subrayada y destacada. Lo peor era, sin embargo, que Polilla, en realidad, se encontraba en el período de transición y si los señores podían considerarlo como mocoso, para la plebe, que madura más pronto, era ya todo un señor, y su rostro tenía para ellos el pleno valor de un rostro señorial. ¿Cómo era eso entonces: una cara bastante madura para que Quique pudiera pegarle como a una cara señorial, y demasiado poco para que los señores pudiesen obtener sobre ella su satisfacción? Alfredo miró al padre, furioso por esta injusticia de la naturaleza. Pero Eduardo no admitía la idea de que Polilla pudiese ser otra cosa que un mocoso, él, quien durante el almuerzo le trataba de igual a igual y con vino festejaba su supuesto homoerotismo, ahora rehusaba cualquier afinidad con él, lo trataba como a mocoso, a menor, ¡con la edad bagatelizaba! ¡El orgullo no permitía! ¡La raza hervía, la raza! El señor, a quien la Historia en su marcha inevitable quitaba los bienes y el poder, conservaba, sin embargo, su raza espiritual y corporal, ¡corporal sobre todo! Podía soportar la reforma agraria y el general públicopolítico igualamiento, pero se rebelaba su sangre al sólo pensamiento de una igualdad privada y corporalmente física, de una fra… ternización de personas. Aquí el igualamiento entraba ya en terrenos hundidos en las tinieblas de la persona, en milenarias malezas de la raza, ¡custodiadas por el instintivo y repulsivo reflejo del asco, el pavor, la abominación! ¡Que le quiten la fortuna! ¡Que introduzcan reformas! Pero que la mano señorial no busque la mano peonal, que las mejillas no busquen la pata vulgar. ¿Cómo, por propia voluntad, sólo por pura nostalgia, inclinarse, hacia el vulgo? ¿La traición racial, el culto de la servidumbre, culto del sirviente, culto directo, ingenuo, de los miembros, movimientos, dicharachos del servidor, enamoramiento del mismo ser del peón? ¿Y en qué situación queda el dueño cuyo servidor es objeto de tan manifiestas atenciones por parte de otro señor?

—¡No, no, Polilla no es ningún señor, es un simple menor y mocoso! Son extravagancias mocosas bajo la influencia de la propaganda bolchevique. Veo que las corrientes bolcheviques reinan entre la juventud escolar —repetía, como si Polilla fuese un simple menor revolucionario y no un amante racial—. ¡En el culeíto —carcajeaba—, en el culeíto dar!

Y de improviso por la ventana entreabierta invadieron nuestro oído ruidos y chillidos provenientes de los arbustos, en las cercanías de la cocina. La tarde era calurosa, el sábado… Los peones de la estancia vinieron hacia las muchachas cocinales y se calentaban… Eduardo sacó la cabeza por la ventana.

—¿Quién está ahí? —exclamó—. ¡Está prohibido!

Alguien se escondió en el matorral. Alguien se rio. Una piedra, arrojada con fuerza física, cayó delante de la ventana. Y alguien detrás de los arbustos, con voz cambiada a propósito, se puso a vociferar:

¡Eh, mamá mía, mamá mía, mamá, mamacha!

¡Eh, dieron al señor en la facha, dieron en la facha!

¡Ay, ay!

¡Y otra vez alguien chilló, se rio! Ya la noticia se había divulgado por el pueblo. Sabían. Las muchachas de la cocina lo habrían contado a los peones. Era de esperar, y sin embargo los nervios del hacendado no aguantaron la insolencia con la cual le cantaron ante sus ventanas. Dejó de bagatelizar, manchas rojas aparecieron sobre sus mejillas y en silencio sacó la pistola. Por suerte la tía llegó justo a tiempo.

—¡Eduardo! —exclamó bondadosamente—. ¡Eduardo, deja eso! ¡Deja eso! ¡Por favor, deja eso, no puedo soportar armas cargadas; si quieres tener eso contigo, saca los cartuchos!

Y del mismo modo que hacía un rato él bagatelizaba las amenazas de Alfredo, ahora ella lo bagatelizaba a él. Lo besó —con la pistola en la mano fue besado—, le arregló la corbata, con lo que ya totalmente imposibilitó la pistola, cerró la ventana porque había corriente y efectuó muchos actos similares, que disminuían y empequeñecían sin cesar. Echó sobre la balanza de los acontecimientos toda la redondez de su persona, que emanaba un suave calorcito materno y envolvía como en un algodón. Me tomó aparte y a hurtadillas me dio unos bombones que llevaba en una pequeña bolsita.

—¡Ay, traviesos, traviesos! —susurró con un bondadoso reproche—. ¿Qué habéis hecho? Isabel enferma, el tío enojado ¡ay, esos vuestros romances con el pueblo! Hay que saber comportarse con la servidumbre, no puede dársele confianza, hay que conocerlos, son incultos, primitivos, son como niños. Santiago, hijo del tío Estanislao, también durante un período tuvo la manía de andar con el pueblo —añadió, mirándome—, y tú eres algo parecido a él, aquí, en los extremos de la nariz. Bueno, no me enojo, pero no bajen al comedor para cenar porque el tío no quiere, os mandaré un poco de dulce para consuelo ¿y te acuerdas cómo te pegó nuestro anterior criado, Ladislao, porque lo habían llamado «loco»? ¡Qué infame! Todavía tiemblo. ¡Pegar a mi amorato! ¡Mi tesoro! ¡Mi todo! ¡Mi angelito!

Me besó en un súbito arranque de ternura y de nuevo me dio bombones. Me fui pronto con los bombones de la infancia en la boca y, alejándome, oí todavía cómo pedía a Alfredo que le tomase el pulso; y el señorito le tomaba el pulso mirando el reloj; tomaba el pulso a la madre, que, tendida sobre el canapé, miraba delante de sí el espacio. Con bombones subía a nuestro cuarto y me sentía algo irreal, pero frente a esa mujer todos se volvían irreales, tenía ella la extraña facultad de disolver a los hombres en la bondad, hundirlos en las enfermedades y mezclarlos con partes de cuerpo de otros hombres, ¿acaso por temor a la servidumbre? «Buena, porque estrangula», recordé la definición de Quique. «Estrangula, entonces cómo no va a ser buena». La situación se volvía peligrosa. Mutuamente se bagatelizaban, el tío por orgullo y la tía por miedo, y sólo a ello se debía que todavía no hubiese disparo, que ni Alfredo disparase con su mano sobre la facha de Polilla, ni el tío disparase la pistola. Con alivio pensaba en la despedida.

Encontré a Polilla acostado sobre el suelo, con la cabeza metida entre los brazos —tenía ahora inclinación a taparse la cabeza, envolverla, rodearla, cubrirla con los brazos—, no se movía, con la cabeza envuelta se lamentaba nostálgicamente y gemía de modo joven y campestre. «Eita, eita —balbuceaba—. ¡Ay, ay, ay!». Y otras palabras sueltas, grises y toscas como la tierra, verdes, como un joven follaje, campesinas, paisanas, jóvenes. Perdió los restos de vergüenza. Ni aun la entrada de Francisco que nos trajo la cena interrumpió sus lamentaciones y tiernos quejidos pueblerinos; alcanzó el límite tras el cual ya no se tiene vergüenza de aspirar a la servidumbre en presencia de la servidumbre y suspirar por el criadito en presencia del viejo mayordomo. Nunca hasta ahora había visto a ningún miembro de la clase culta en semejante estado de decaimiento. Francisco ni miraba en su dirección, pero las manos le temblaban de indignación mientras ponía la bandeja sobre la mesa, y golpeó la puerta al salir. Polilla no probó bocado y no podía consolarse; algo le murmuraba y canturreaba, algo se le nostalgiaba, algo anhelaba y ansiaba, algo sumergía en la neblina, con no se sabe qué peleaba, gruñía, no se sabía qué leyes desarrollaba… o, de nuevo, una sencilla rabia gañanesca le agarraba la tráquea. Sólo a los tíos culpaba por sus fracasos con el peón, ¡los señores tenían la culpa, los señores, si no fuera por sus impedimentos con seguridad habría fra… ternizado con Quique! ¿Por qué le impidieron? ¿Por qué echaban a Quique? En vano yo le explicaba que mañana debíamos partir.

—No me iré, digo, no me iré, ¡ni por pienso! ¡Que ellos se vayan si se les da lo mismo! Aquí está Quique, aquí yo. ¡Con Quique! Con mi Quique mío. ¡Ay, ay, ay, con el peoncito!

No podía hacerme comprender. Polilla estaba perdido en el peón, las consideraciones mundanas dejaron de existir para él. Y cuando por fin comprendió la imposibilidad de quedarse, se asustó, empezó a implorar que no dejáramos al peón.

—¡Sin Quique no m’iré! ¡No sotaré a Quique! Llevémolo, voy trabajar, le daré de comer. ¡Me moriré ante de irme sin Quique mío! ¡Pepito, por los clavos de Cristo, sin Quique no! Si nos echaran de la estancia, con los peones voy a vivir, en el rancho de la vejancona —añadió venenosamente—, con la vejancona me quedaré. ¿Y qué hay? De la ranchería no me pueden echá. ¡Allí cada uñó tiene derecho a vivir!

No sabía que hacer con ese lío. Era muy posible que se trasladara al rancho de la desgraciada vejancona de Alfredo la «viuda» como decía el peón, y desde allí persiguiera y comprometiera a los tíos, denunciando los secretos señoriales en un lenguaje plebeyo, él —traidor y delator—, para mofa de los brutos.

En ese momento una colosal bofetada estalló detrás de la ventana, en el patio. Los vidrios temblaron y los perros se pusieron a ladrar como locos. Miramos afuera. Delante de la casa se delineaba en la luz lunar el tío Eduardo con la escopeta en la mano y con los ojos hundidos en la oscuridad. Otra vez se echó el arma a la cara y disparó; el estampido resonó en la noche como un cohete. Se fue lejos por las regiones oscuras. Los perros se desenfrenaron.

—¡Al peón tira! —Polilla me atrapó convulsivamente—. ¡Al Quique le apunta!

Eduardo disparaba para espantar. ¿De nuevo le habría contado algo la servidumbre? ¿Disparó porque sus nervios ya no aguantaban y porque ya estaba cargado con un disparo desde el momento en que hubo sacado la pistola del cajón? ¿Quién sabría qué pasaba en él? ¿Era esto un acto de terror nacido del orgullo y de la soberbia? El señor embravecido manifestaba con el estampido, más allá de los lejanos caminos y los álamos solitarios en el campo, que estaba en pie y armado. La tía corrió a la entrada y pronto lo convidó con bombones, le puso un chal al cuello, lo hizo entrar en la casa. Pero la detonación ya se había expandido irrevocablemente. Cuando los perros de la estancia se acallaron por un momento, oí la respuesta lejana de los perros en la ranchería y atravesó mi cabeza la visión de la sensación entre el pueblo, los peones, las muchachas, los campesinos preguntándose uno al otro:

—¿Qué pasa, por qué dispararían en la estancia? ¿El patrón tira? ¿Por qué tirará?

Y el chisme de lo de la bofetada, que el joven señor había recibido de Quique en la facha, de boca en boca corría desencadenado por el gigantesco, ostentoso disparo. No pude dominar los nervios. Tomé la decisión de una inmediata fuga, me asusté de la noche en esta casa subterráneamente señorial, llena de envenenadas miasmas. ¡Huir! ¡Huir en seguida! Pero Polilla no quería sin Quique. Entonces, para huir lo más pronto posible, consentí en llevar al peón con nosotros. Sería igualmente despedido. Por fin decidimos que esperaríamos hasta que todo durmiera en la casa y entonces me dirigiría al criadito, le induciría a la fuga y en caso de resistencia se lo ordenaría. Volveré con él donde Polilla y entonces entre los tres celebraremos consejo de cómo escapar al campo. Los perros conocían a Quique. El resto de la noche lo pasaríamos en el campo ¡y después por tren a la ciudad! ¡A la ciudad, a la ciudad! A la ciudad donde el hombre es más pequeño, está mejor ubicado entre los hombres y se parece más al hombre. Los minutos se prolongaron una eternidad. Preparábamos la valija y contábamos la plata; la cena, casi no tocada, fue envuelta en un pañuelo.

Después de las doce, habiendo comprobado que la oscuridad reinaba en la casa, me saqué los zapatos y descalzo salí al pequeño corredor para pasar silenciosamente a la cocina. Cuando Polilla cerró la puerta, privándome del último rayo de luz, cuando emprendí la acción y empecé a penetrar a ciegas en la casa adormecida, comprendí cuan loca era mi empresa y alocado mi propósito: lanzarme al espacio para raptar al peón. ¡Sólo el acto saca toda la locura de la locura! Avanzaba paso tras paso, el parquet a veces crujía, por encima del techo los ratones se tropezaban y bifurcaban. Detrás de mí, en el cuarto, se quedó Polilla, el rústico; más allá, en la planta baja, el tío, la tía, Alfredo e Isabel, a cuyo servidor me dirigía silencioso y descalzo; delante de mí, en la cocina, aquel servidor, como fin de todas esas actuaciones. Debía tener mucho cuidado. Si alguien me descubriese aquí, en el corredor oscuro, ¿podría explicarle el sentido de mi excursión? ¿Por qué caminos se llega a esos torcidos y anormales caminos? La normalidad es un equilibrista sobre el abismo de la anormalidad. ¡Cuántas ocultas demencias contiene el orden cotidiano! Ni sabes cómo ni cuándo el desarrollo de los acontecimientos te induce a raptar un peón y huir afuera. Más bien a Isabel habría que raptar. Si había que raptar a alguien, entonces a Isabel; lo normal, lo lógico sería raptar a Isabel de la estancia, si a alguien, entonces a Isabel, a Isabel y no al estúpido e idiotico peón. Y en la negrura del corredor me invadió la tentación de raptar a Isabel, de un rapto claro y razonable de Isabel; ¡ah, a Isabel raptar claramente! ¡Eh, raptar a Isabel! A Isabel raptar maduramente, de modo señorial y noble, como tantas veces ya se había raptado. Tuve que defenderme contra ese pensamiento, demostrándome a mí mismo su falta de sentido, y sin embargo, cuanto más me introducía en la casa sobre las traidoras planchas del suelo, tanto más me atraía la normalidad, me tentaba aquel rapto natural y sencillo, en oposición a ese rapto enredado. Tropecé en un hueco; bajo mis pies había un hueco, hueco en el suelo. ¿De dónde ese hueco? Me parecía conocido. Salud, salud; era este mi agujero, fui yo quien lo hice hace años. El tío me regaló una hachita el día de mi santo, con la hachita cavé el hueco. La tía vino corriendo. Aquí estaba parada, me amonestaba; recordaba, como vivientes, fragmentos de gritos, acentos de severidad, ¡y yo desde abajo paff con la hachita en su pierna! ¡Ay, ay! gritó. Su grito todavía estaba aquí —me detuve como si me hubiese agarrado por la pierna la escena, ya no existente aquí y sin embargo existente—, aquí, en este lugar. Le pegué en la pierna con mi hacha. Vi en las tinieblas con claridad cómo le pegué no se sabe por qué, sin querer, y cómo gritó. Gritó y saltó. Mis actos presentes se mezclaban y entreveraban con actos realizados en tiempo perfecto, pluscuamperfecto; de repente me atrapó un temblor, las mandíbulas se me apretaron. Por Dios, pude haberle cortado la pierna si hubiese golpeado con más fuerza, ¡bendita mi debilidad! Mas ahora ya tenía fuerzas. ¿Y por qué, en vez de buscar al peón, no ir al dormitorio de la tía y hacharle la pierna? No, no, niñería. ¿Niñería? Pero, por Dios omnipotente, el peón también era una niñería, si me dirigía al peón podría asimismo ir y hachar a la tía, lo uno era igual a lo otro. ¡Hachar, hachar! Oh, niñería. Con cuidado tanteaba con los pies pues cada crujido más fuerte podía traicionarme, pero me parecía que como niño tanteaba y como niño avanzaba. Oh, niñería. Triple era la niñería que se me pegó, ante una sola sabría defenderme, pero triple era. Primera, la niñería de esta incursión al criadito-peón. Segunda, la niñería de recuerdos de lo vivido aquí hace años. Tercera, la niñería del señorío; como señor, también era niño. Oh, existen lugares en la tierra menos o más pueriles, pero la hacienda campestre es, quizás, el lugar más pueril. Aquí los señores y el pueblo mutuamente se meten y se mantienen en el niño, aquí cada uno es niño para cada uno. Introduciéndome, descalzo, en el corredor, enmascarado con la noche, penetraba como en mi pasado señorial y en mis años impúberes y absorbía y arrastraba el mundo sensual, corporal, infantil e incalculable. Ceguera de actuaciones. Automatismo de impulsos. Atavismo de instintos. Fantasía señorial, pueril. Avanzaba como en un anacronismo de una superenorme bofetada, que era a la vez una tradición secular y una infantil palmada, que liberaba de un solo golpe al señor y al niño. Tanteé el pasamanos de la escalera, sobre el cual antaño me deslizara, deleitándome con el automatismo del empuje ¡desde arriba hacia el mismo fondo! El infante, el infantón rey, el niño, donniño empujado, oh, si ahora hachara a la tía ya no se levantaría… y me asusté de mi propia fuerza, de mis garras, puños y zarpas, me asusté del varón en el niño. ¿Qué estoy haciendo aquí, sobre esta escalera, adónde y con qué fin voy? Y de nuevo me vino a la cabeza el rapto de Isabel como la única razón posible de la excursión, la única solución masculina, la única colocación del varón… ¡Raptar a Isabel! ¡A Isabel raptar virilmente! Me defendía contra ese pensamiento, pero me cosquilleaba… zumbaba en mí…

Abajo, en el desván, me detuve. Sosiego; nada se movía en parte alguna, se fueron a dormir, como cada día a la hora acostumbrada, seguramente la tía mandó a todos a la cama y los envolvió en frazadas. Otra cosa, que ese descanso no era en verdad descanso, pues cada uno bajo su frazada seguía el hilo de los acontecimientos vividos. En la cocina, también silencio; sólo por la ranura de la puerta brillaba la luz, el criadito limpiaba los zapatos, y sobre su facha no percibí ningún cambio, era normal. Entré despació, cerré la puerta, el dedo puse sobre los labios y susurrándole en la oreja, con las máximas precauciones, empecé mis argumentos. Que en seguida tome la gorra, deje todo y se vaya con nosotros, que a Varsovia nos vamos. Horrible papel, preferiría no sé qué, en vez de esas sugestiones tontas y para colmo dichas en voz baja. Tanto más, que no se dejaba convencer. Le decía que el patrón lo iba a echar, que era mucho mejor para él huir lejos, a Varsovia, con Polilla que le procuraría medios; no comprendía, no podía comprender. «¿Pa qué me sirve este largarme?», decía con instintiva desconfianza, frente a todas las ocurrencias señoriales, y otra vez me vino la idea de que Isabel aceptaría con más facilidad, que con Isabel aquel murmullo nocturno sería menos injustificado. La carencia de tiempo no permitía coloquios tan largos. Le di en la facha y le ordené… entonces me obedeció. Pero le di a través de un trapo. A través de un trapo le pegué en el fachón izquierdo, tuve que colocar un trapo y a través de él pegar para evitar el ruido —¡oh, oh!—; a través del trapo, en la noche, pegaba al peón en la facha. Obedeció, aunque el trapo despertó en él alguna duda; al vulgo no le gustan desviaciones de la norma. «Ven, la gran perra», ordené y salí al desván, él detrás de mí. ¿Dónde estará la escalera? Oscuridad.

En el fondo gimió una puerta y la voz del tío preguntó:

—¿Quién es?

Rápido agarré al criadito y lo empujé al comedor. Nos escondimos detrás de la puerta. Eduardo se acercaba lentamente y entró también, se deslizó muy cerca de mí.

—¿Quién es? —preguntó con cautela para no hacer el tonto en caso de no haber nadie.

Después de echar la pregunta, dio un paso tras ella hacia el fondo del comedor. Se detuvo. No tenía fósforos y la negrura era impenetrable. Se volvió, pero tras algunos pasos se paró y se quedó quieto y callado completamente y de súbito; ¿le alcanzó en las tinieblas el específico pueblerino olor del peón, la afinada piel señorial presintió la presencia de las patas y de la facha? Estaba tan cerca que podría alcanzarnos con la mano, más justamente eso le inducía a no alargar las manos, estaba demasiado cerca, la cercanía le atrapó en sus pinzas. Se inmovilizó y esta inmovilidad suya, despacio al comienzo, y después cada vez con más celeridad, se condensaba en la expresión de susto. No creo que fuese cobarde, aunque, como se contaba, de miedo trepó sobre el guardabosque; no, no era por temor que no podía moverse, sino que temía porque no podía moverse, porque una vez que se había callado y frenado, ya después con cada segundo que pasaba se le volvía más difícil, por razones puramente formales, emprender de nuevo el movimiento. El susto ya hacía rato estaba en él y ahora sólo se incorporó y lo atragantó, su fina nuez de hacendado le subió a la garganta. El peón ni chistó. Y así estábamos parados los tres a medio metro entre nosotros. La piel se despertó, el cabello se erizó. Yo no interrumpía eso. Calculaba que por fin el tío recuperaría el dominio de sí mismo y se alejaría, posibilitándonos el alejamiento y la consiguiente huida por el desván hacia la escalera, pero no tomé en cuenta que el pavor creciente influiría de modo paralizante, pues ahora, como ya lo sabía con certeza, sucedió en él una interna trasmutación y alteramiento, y ya no temía porque no podía moverse sino que no podía moverse porque temía. Adivinaba en su rostro la seriedad propia del espanto, debía tener una cara concentrada, seria en extremo… y yo, a mi vez, empecé a temer, no a él, sino a su susto. Si retrocedíamos o efectuábamos el más leve movimiento, podía abalanzarse sobre nosotros y atraparnos. Si tenía una pistola, podía disparar; aunque no, estábamos demasiado cerca de él para que pudiera disparar, podía físicamente, pero no podía psíquicamente, porque el hombre debe adelantar el disparo con un interno, anímico disparo, y para eso faltaba la distancia. Podía, empero, abalanzarse con las manos. Pero ignoraba lo que se mantenía delante de él y en qué hundiría sus manos. Nosotros conocíamos su físico, él ignoraba el nuestro. Yo quería desconspirarme, quería decir «tío» o algo así. Después de tantos segundos o quizás aun minutos ya no podía, ya era tarde, ¿cómo justificar el silencio? Tenía ganas de reírme como si fuese pellizcado por alguien. Crecimiento, agigantamiento. Agigantamiento en la negrura. Hinchamiento y agrandamiento junto con encogimiento y tendimiento, eludimiento y no sé qué desnudamiento general y singular, tensión paralizadora y parálisis tensa, colgamiento sobre un finísimo hilo y, además, conversión y mutación en algo, traslación y también caimiento en un sistema acumulativo y sublevante, como si yo estuviera sobre una estrecha planchuela llevada a la altura del octavo piso, con excitación de todos los órganos. Y subcosquilleo. En el desván se dejaron oír unas pisadas, pero el nopodermiento de moverse era tal que ninguno de nosotros se movió. Alfredo llegaba en zapatillas.

—¿Quién es? —preguntó.

Dio un paso en el comedor, repitió «¿Quién es?» y se calló, se inmovilizó, habiendo presentido que algo se ofrecía allí. Sabía que su padre tendría que estar por aquí, pues había oído antes los pasos y preguntas de Eduardo; entonces ¿por qué no contestaba el padre? Pero al padre le taponaron los seculares espantos y pavores, ¡ja, ja, ja, no podía, no podía, porque temía! Y al hijo le taponó el pavor del padre. Se asustó con toda la cantidad de susto ya producido y se calló como por siglos. A lo mejor, al comienzo, se sintió de modo algo indefinido, pero en seguida la indefinición cobró una definición temerosa y se acrecentaba sobre sí misma. Da capo crecimiento, hinchamiento, agigantamiento, elevamiento a la 101 potencia, alargamiento y ensachamiento, afinamiento, acariciamiento, estiramiento y tensión, ahogamiento en lo monótono, expulsamiento y suspendimiento, sin fin, sin fin, sin límites, se hundía hacia abajo y arriba, con Alfredo un poco más allá. Atragantamiento y no atragantamiento, obstáculo, el llevar la cabeza erguida, desintegración y explotar, descascaramiento largo, cavilamiento, expulsamiento e introducimiento, transfiguramiento y tensión, tensión… ¿Minutos? ¿Horas? ¿Qué ocurrirá? Por la cabeza me volaban mundos. Me acordé: era aquí donde aceché para asustar a la nurse —el mismo lugar—, y por poco me habría reído. Sssst. ¿De dónde la risa? Basta ya, hay que terminar, interrumpir, qué pasará si la niñería por fin se pone en evidencia, si me descubren después de tanto tiempo junto con el peón, cosa rara, injustificable, ¡oh, Isabel, con Isabel estar, con Isabel, no con él reprimir el aliento! Con Isabel no sería infantil. De repente di un paso insolente y me oculté detrás de la cortina, seguro de que no se atreverían a moverse: Desde luego, no se atrevieron. Resultó en la oscuridad, además del miedo, algo así como indolencia, porque no sólo se les hacía imposible romper el silencio, sino también molesto; a lo mejor tenían ese propósito, pensaban en eso, pero no sabían cómo emprenderlo. Hablo aquí del silencio de ellos. Porque mi propio silencio lo había interrumpido con el movimiento. Quizás pensaban ahora sólo en el lado formal del problema, buscaban apariencias, pretextos, alguna justificación exterior; lo peor era que uno paralizaba al otro con su presencia, y ambos pensadores permanecían parados, sin poder terminar e interrumpir, mientras el colgamiento y el cavilamiento operaban siempre, sin cesar. Habiendo recuperado la posibilidad de moverme, decidí atrapar al peón, empujarlo y salir pronto con él al desván, pero apenas tomé la decisión —luz, luz—, sobre el suelo un leve reflejo, el chirriar, pisadas, Francisco, Francisco viene con la luz, se delinea la pierna del tío, ¡a la luz, a la luz, a la evidencia! ¡Por suerte estaba detrás de la cortina! ¡Pero a ellos el viejo fámulo les sacó a la luz junto con todo lo que pasaba en la oscuridad! Y aparecieron el tío, Alfredo, el criadito, ¡tuvieron que aparecer! El tío con el cabello un tanto erizado a un paso del peón, cara a cara, y Alfredo plantado más allá, como un bastón.

—¿Anda alguien por acá? —preguntó con voz gruñona el mayordomo, alumbrando con una pequeña lámpara de alcohol; pero preguntó tardíamente, sólo para justificar su llegada. Desde luego les veía como sobre la mano.

Eduardo se movió. ¿Qué habría pensado Francisco viéndolo al lado del criadito? ¿Por qué estaban juntos? No podía retroceder en seguida, pero se movió, y con esto, rompió su vinculación con Quique; después de lo cual dio un paso al lado.

—¿Qué haces aquí? —gritó, transformando dentro de sí el temor en rabia.

El criadito no contestó. No encontró ninguna contestación. Estaba parado con gran naturalidad, pero le faltó la lengua. Estaba a solas con los señores. Y el callar del hijo del pueblo, su noaclaración, arrojaba una sombra sospechosa. Francisco miró al tío. ¿Los señores con Quique en la oscuridad? ¿Acaso el patrón también le daba confianza? El viejo servidor, erguido con su lámpara, se cubría lentamente de rubor y ardía como un resplandor del crepúsculo.

—¡Quique! —exclamó Alfredo. Todas esas exclamaciones no estaban bien ubicadas en el tiempo, se sucedían demasiado pronto o demasiado tarde, y me encogí detrás de la cortina—. Había oído que alguien andaba por aquí —comenzó Alfredo incoherentemente a izquierda y derecha—. Había oído que alguien andaba. Andaba. ¿Qué hacías tú aquí? ¿Qué hacías? ¡Di! ¿Qué querías aquí? ¡Contesta! ¡Contesta, caramba! —se exaltaba en un horrible desconcierto.

—Es sabido de qué se trata —dijo tras un largo, mortífero silencio, el fámulo, rojo como el fuego—. Es sabido, señor.

Se acarició las patillas.

—Los cubiertos están en el cajón y mañana el señor tenía que echarlo. Así que se proponía… robar.

¡Robar! ¡Robar quería! Se había encontrado la interpretación: quería robar y había sido descubierto. Todos, sin excepción de Quique, sintieron un gran alivio, y yo también, detrás de la cortina, me alivié algo. Eduardo se apartó del criadito y se sentó a la mesa. Recuperó su normal y señorial trato con el peón, junto con toda la seguridad de sí mismo. ¡Quería robar!

—Ven aquí —dijo Eduardo—; ven, te digo… Cerca, más cerca…

No temía ya el acercamiento y evidentemente se deleitaba con lo que ya no temía. «Más cerca —repetía—, más cerca». Y Quique se aproximaba, desconfiada y lerdamente. «Aun más cerca». El peón casi lo tocaba, y entonces levantó el brazo ¡y lo moqueteó y sopapeó en la facha cual Mane, Thecel, Phares!

—¡Yo te enseñaré a robar!

¡Oh, deleite del golpear a la luz después de aquel temor en las tinieblas, pegar a la cara que espantaba, pegar dentro de los límites definidos por el claro concepto del robo! ¡Oh, deleite de una relación normal después de tantas anormales relaciones! Alfredo, siguiendo el ejemplo del padre ¡le dio en los dientes como en los jardines colgantes de Semíramis! Con fuerza lo moqueteó. Detrás de la cortina me retorcí como traspasado.

—¡No robé! —dijo el peón, tomando aire.

Sólo eso esperaban. Eso les permitió explotar la apariencia del robo hasta los últimos límites. «¿No robaste?», dijo Eduardo e inclinándose en la silla le aplicó una azotaina en el hocico. «¿No robaste?», dijo el señorito y le dio en el hocico corta, secamente. Se abalanzaron. «¿No robaste? ¿No robaste?». Y con esa pregunta, repetida siempre, sin cesar, golpeaban y buscaban con las manos la carota y la encontraban y castigaban de modo condensado, como sobre resortes, amplia, estrepitosamente. «¡Yo te enseñaré a robar! ¡Yo te enseñaré a robar!». ¡Ah, y empezó! Maldita la noche hinchadora. Maldita la oscuridad agigantadora, la oscuridad denunciadora; sin aquel baño en la negrura no habría ocurrido eso. ¡Se dio a divertirse el hacendado rural! Bajo el pretexto del robo, pegaba por su rubor, por la fraternización con Polilla y por todo lo que había sufrido.

—¡Esto es mío! ¡Mío! —repetía—. ¡Mío! —repetía—. ¡Mío, la gran perra!

Y poco a poco se cambiaba el sentido del aquel «mío», ya no se sabía si se trataba de los cubiertos de plata o del cuerpo y del alma, del cabello, de las costumbres, manos, del señorito, distinción, cultura y raza; parecía que golpeando y moqueteando quería enseñar al peón su propia persona, no lo que tenía y poseía, no sus bienes, sino a sí mismo. A sí mismo se enseñaba. ¡Terror! ¡Terror! ¡Atemorizar, violentar, imponer, que no se atreva a fra… ternizar, ni a charlar, ni a maravillarse, que acepte al señorío como a Dios! ¡Con su mano señorial, delicada, le clavaba en el hocico su ser! ¡Así el fox-terrier inculca al ovejero el culto del fox-terrier! ¡La lechuza a la urraca! ¡El toro al perro! Detrás de la cortina me restregaba los ojos, quería gritar, pedir socorro, mas no podía. Y Francisco con la pequeña lámpara de alcohol alumbraba. ¡La tía! ¡La tía! ¿Me engañaban los ojos, o por la puerta vi a la tía con sus bombones? Me electrizó la esperanza de que la tía quizas salvara, suavizara, neutralizara. ¡No! Levantó las manos como para un grito, pero en vez de gritar sonrió sin pies ni cabeza, hizo uno que otro movimiento indefinido y se retiró al fumoir. Fingió que no estaba, no aceptó lo que había visto, no lo asimiló, la dosis era demasiado fuerte; se disolvió en sí misma y hacia atrás, o más bien se desparramó hacia atrás, de modo tan nebuloso, que me invadieron dudas de si habría estado allí. Eduardo perdía fuezas —y de nuevo se abalanzó, para imponerse—, mientras Alfredo se abalanzaba desde al lado y también se imponía él mismo, se imponía y se imponía; con todo poder, potencia y prepotencia. Entre los dientes apretados echaban palabras jadeantes, como por ejemplo: «¡Así que yo trepé al guardabosque! ¡Trepé al guardabosque! ¡Así que quieres fra… ternizar! ¡Así que yo tengo una vejancona!». Y pegaban para, de una vez por todas, aplastar y aniquilar todo eso, pero nunca en la pierna, nunca en la espalda, ¡sino que con sus manos daban, golpeaban, pegaban en la facha! No se peleaban con él, no le pegaban a él, ¡sino le daban en la facha! Y eso era permitido. Mientras tanto, el viejo Francisco alumbraba, y cuando se les desvanecieron las manos, observó con tacto:

—Los señores te enseñarán. Los señores te enseñarán.

Terminaron por fin. Se sentaron. El peón tomaba aire, la sangre le corría de la oreja, tenía la facha y la cabeza golpeadas hasta lo último. Se convidaron con cigarrillos y el viejo saltó con el fósforo. Parecía que habían terminado. Mas Alfredo echó un círculo de humo.

—¡Sírvanos la cañita! —exclamó, y tomando en abundancia la madura caña añeja, empezaron a amaestrar al peón para convertirlo en añejo sirviente.

«Ya nosotros te enseñaremos. Te amaestraremos». Y empezó, empezó de nuevo… hasta que creí que mis sentidos me engañaban. Pues nada engaña tanto como los sentidos. ¿Podría ser esto verdad? Escondido detrás de la cortina, con los pies descalzos, no estaba seguro de si veía la realidad o sólo la continuación de las tinieblas. ¿Con los pies descalzos se puede ver la realidad, con los pies descalzos? ¡Sácate los zapatos, escóndete detrás de la cortina y mira! ¡Mira descalzo! ¡Bodrio horripilante! «¡Esto, aquello, trae! —gritaban—. ¡Copitas! ¡Servilletas! ¡Pan, panecitos! ¡Fiambres! ¡Jamón! ¡Sirve! ¡Corre!». El peón corría y se apresuraba, cumpliendo todas las órdenes. Y empezaron a comer delante de él, a saborear, tomar y tragar, imponían el comer, imponían el comer señorial. «¡Los señores beben!», exclamó Eduardo, tomando y vaciando una copita de la madura caña añeja. «¡Los señores comen!», le secundaba Alfredo. «¡Como lo mío! ¡Lo mío tomo! ¡Yo bebo lo mío! ¡Como lo mío! ¡Lo mío, no lo tuyo! ¡Mío! ¡Conoce a los señores!» gritaban y se ponían ante su nariz, imponían todas las particularidades propias para que no se volviera a atrever hasta el fin de sus días a criticar y a poner en duda, a maravillarse ni a asombrarse, para que los aceptase como una cosa en sí. Ding an sich! Y gritaban: «¡Cumple órdenes!». Echaban de sí órdenes, no se acababan las órdenes, mientras el peón cumplía y cumplía. «¡Bésame en el pie!». Besaba. «Échate a mis pies». Se echaba. Y Francisco, como con una trompeta, acompañaba con tacto:

—¡Los señores te amaestrarán! ¡Los señores te enseñarán!

¡Amaestraban! Sentados a la mesa manchada de caña, a la luz de la pequeña lámpara de alcohol. Era permitido, pues amaestraban a un peón campestre para criado. Yo quería gritar ¡no, no, basta! pero no podía. Me avergonzaba de ver lo que veía. No sabía si lo veía así, como era, si no me equivocaba, y cuánto había de lo mío en el bodrio que se extendía ante mí; quizás si mirase en zapatos, no vería eso. Y temblaba de que mirada ajena de tercera persona se abarcara junto con esa escena y como parte de la escena. Me encogía por los golpes fachales que recibía el peón, me golpeaban la desesperación y el pavor, y sin embargo tenía ganas de reír, me reía sin querer, como alguien cosquilleado en el talón, ¡oh, Isabel, si Isabel estuviese aquí, raptar a Isabel, con Isabel huir como maduro varón! Mientras ellos amaestraban siempre, amaestraban añeja, señorialmente al muchachón, inmaduro, con elegancia, hasta con brillantez, recostados en sus sillas tras la mesa, tomando la vieja machucha caña.

Polilla apareció en la puerta.

—¡Lárgalo! ¡Lárgalo!

No gritó. Chilló guturalmente. Marchó sobre el tío. ¡De repente vi que se veía todo! ¡Se veía! Detrás de las ventanas había una muchedumbre. ¡Los peones, las muchachonas, los trabajadores, gañanes y mozas, los lugareños y los aldeanos, los vecinos y las vecinas, la servidumbre del campo y la servidumbre casera, todos miraban! Las ventanas no estaban cubiertas. Les atrajo el bochinche nocturno. Contemplaban con respeto cómo los señores hacían correr a Quique, cómo le estaban enseñando, cómo le educaban y amaestraban pa’criado. «¡Polilla, ten cuidado!» grité. Demasiado tarde. Eduardo tuvo todavía tiempo de volverle el costado despectivamente y de modo suplementario dio al criado en la trompa. Polilla avanzó, agarró al peón, lo envolvió con los brazos, lo apretó contra su pecho.

—¡Mío! ¡No daré! ¡No daré! ¡Lárgalo! —aullaba—. ¡Lárgalo! No daré.

—¡Mocoso! —rugió Eduardo—. ¡En el culeíto! ¡En el culeíto! ¡En el culeíto te daré, mocoso!

Junto con Alfredo se arrojó sobre él. El chillar muchachal de Polilla llenó de furia a los señores. ¡Bagatelizar sobre su culeíto! ¡Quitar todo valor a su fraternización, en presencia de Quique y del vulgo de detrás de la ventana, dar en el culeíto! «Ei tá, ei tá, ei tá», chilló Polilla, encogiéndose de modo extraño. Saltó detrás del peón. Y éste, como si hubiese recuperado el atrevimiento frente a los señores por efecto de la fra… ternización con Polilla, ¡en una fraternización súbita dio en la facha a Eduardo!

—¡Qué que tú quieres! —gritó ordinariamente.

¡Se rompió la bisagra mística! La mano del servidor cayó sobre el semblante del señor. ¡Golpe, mazazo y estrellas en los ojos! Eduardo a tal punto estaba desprevenido, que se desplomó. La inmadurez se derramó por todas partes. El crujido de un vidrio roto. Oscuridad. Una piedra tirada de afuera terminó con la lámpara. Cedieron las ventanas; el pueblo se impuso y empezó a penetrar lentamente, se pobló la oscuridad con partes de cuerpo campesinales. Ambiente pesado como en la oficina del administrador. Patas y manos —no, la plebe no tiene manos—, patas, enorme cantidad de patas macizas, pesadas. El pueblo, animado por la excepcional inmadurez de la escena, perdió el respeto y también deseó fra… ternizar. Oí todavía el chillar de Alfredo y el chillar del tío; parecía que los tomaban juntos de algún modo entre sí y empezaban con ellos lerda e indolentemente, pero ya no veía por la oscuridad… Salté de detrás de la cortina. ¡La tía! ¡La tía! Recordé a la tía. Corrí descalzo al fumoir, atrapé a la tía que, sobre el canapé, trataba de no existir y ¡a tirarla, a empujarla en el montón! para que se mezclara con el montón. «Niño, niño, ¿qué haces?». Suplicaba y pataleaba y me convidaba a bombones, pero yo justamente como niño tiro y tiro, tiro al montón, a la tía, ya la tienen, ya la agarran. ¡Ya la tía en el montón! ¡Ya en el montón! Me lancé a través de los cuartos. No huir; correr, sólo correr, nada más que correr, correr, perseguirse a si mismo y redoblar el correr con piececitos desnudos. Corrí al portal. La luna salía de entre las nubes, pero no era luna sino culeíto. Un culeíto de gran magnitud por encima de las cumbres de los árboles. Un culeíto infantil sobre el mundo. Y el culeíto. Y nada más que el culeíto. Ahí ellos revolcándose en el montón y allí allí el culeíto. El temblar de los arbustos bajo el soplo suave. Y el culeíto.

Una desesperación mortal me atrapó y me apretó. Estaba infantilizado hasta lo último. ¿Adónde correr? ¿Volver a la casa? Allí nada, amasamiento, amazacotamiento y revolcamiento en el montón. ¿Adónde dirigirme, qué emprender, cómo ubicarse en el mundo? ¿Dónde colocarse? Estaba solo, peor que solo, infantilizado. No podía más estar solo, sin vinculación con nada. Corrí por el camino, saltando por encima de las ramitas secas, tal un saltamonte. Buscaba un contacto con algo, una nueva, aunque sólo fuese vinculación y dependencia temporaria, para no quedarme en lo vacuo. Una sombra se deslizó del árbol. ¡Isabel! ¡Me atrapó!

—¿Qué sucedió? —murmuraba—. ¿Los gañanes asaltaron a papá y mamá?

La atrapé. «Huyamos», le dije. Juntos huíamos a través de los campos en la lejanía desconocida, y ella era una raptada y yo un raptor. Corríamos por un sendero entre los campos, hasta que nos faltó el aliento. El resto de la noche lo pasamos sobre un pequeño herbal a orillas del agua, escondidos en las cañas, temblando de frió y castañeteando. Los saltamontes silbaban. Al alba un nuevo cuculio, cien veces más deslumbrante y rojo, hizo su aparición en el cielo y llenó el mundo de rayos, obligando a todos los objetos a proyectar sombras alargadas.

No sabía qué hacer. No podía explicar y aclarar a Isabel lo que sucediera en la estancia, pues me avergonzaba y, además, no encontraba palabras. Ella, por su parte, posiblemente adivinaba más o menos, pero también se avergonzaba y de ningún modo podía expresarse. Permanecía sentada entre las cañas y tosía, porque la humedad la penetraba. Conté mi dinero; tenía alrededor de 50 zlotys y algunas monedas.

Teóricamente había que dirigirse a pie a cualquier estancia próxima y allí buscar ayuda. Sin embargo, cómo desembuchar la cosa en esa estancia, cómo presentar la historia; la vergüenza impedía hablar y hubiera preferido más bien pasar toda mi vida en las cañas antes que exponer eso a otras personas. ¡Jamás! Era mejor admitir que había raptado a Isabel, que juntos nos fugamos de la casa paterna; esto era mucho más maduro, más fácil de admitir. Y admitiéndolo, no hacía falta aclarar y explicar nada, porque la mujer siempre admitirá que se la ama. Podíamos bajo ese pretexto alcanzar a hurtadillas la estación, tomar el tren para Varsovia y comenzar allí una nueva existencia en secreto. Y ese secreto estaría justificado por el rapto.

Así que deposité un beso sobre sus mejillas y expresé mis ardores, pidiendo disculpas por haberla raptado; y explicaba que su familia nunca hubiese consentido en nuestra unión, porque yo no estaba bastante bien situado; que desde el primer momento se encendió en mí el amor y comprendí que en ella también se encendía.

—No había otro remedio sino raptarte, Isabel —decía—, y fugarnos juntos.

Al comienzo se extrañó un tanto, pero ya al cabo de media hora de mis declaraciones empezó a hacer muecas, a mirarme (pues yo la miraba a ella) y a mover los dedos. Se olvidó por completo de los gañanes en la estancia; ya le parecía que realmente había sido raptada por mí. Eso la halagaba sobremanera, ya que hasta entonces sólo hacía labores o estudiaba, o estaba sentada y mironeaba algo, o se aburría, o paseaba, o miraba por la ventana, o tocaba el piano, o trabajaba filantrópicamente en la institución «Solidaridad», o rendía exámenes de agricultura, o flirteaba y bailaba al son de la música, o viajaba a los balnearios, o cultivaba la conversación y decía algo. Hasta entonces no había existido, en espera de encontrar a alguien que la poseyera. ¡Y he aquí que no sólo lo encontró sino que, además, la raptó! Por eso movilizó toda su capacidad de amor y me amó, pues yo la amaba.

Y mientras tanto, el cucucalalio se desplazaba hacia arriba y lanzaba millones de fulgurantes rayos sobre un mundo que era como una imitación del mundo, hecha de cartón, pintada en verde y alumbrada desde arriba por un brillo ardiente. Por senderos apartados, eludiendo las aglomeraciones humanas, íbamos a la estación y el camino era largo, veintitantos kilómetros. Ella iba y yo iba, yo iba y ella iba, y así juntos, mutuamente manteniendo nuestro andar, íbamos bajo los rayos del despiadado, luciente, reluciente, resplandeciente, centelleante cucucalcalillio infantil e infantilizador. Los saltamontes saltaban. Las chicharras chirriaban en el pasto. Los pajaritos se posaban sobre los árboles y volaban. Pero Isabel me aseguraba que conocía el camino, pues miles de veces viajó por allí en el coche, en el quitrin o en el landó. El calor sofocaba. Por suerte pudimos reconfortarnos con leche chupada a una vaca solitaria. Y después caminábamos. Y durante todo el tiempo, en vista de mi declaración amorosa, tuve que mantener una conversación amorosa y demostrar atenciones, como, por ejemplo, ayudarla en los puentecitos tendidos a través de los riachuelos, apartarle las moscas, preguntar por su cansancio y muchas otras atenciones y manifestaciones de sentimiento. Contestando a lo cual, ella también me preguntaba, me apartaba las moscas y se deshacía en atenciones. Estaba terriblemente agotado. Oh, cuando llegué a Varsovia, me libraré de Isabel y comenzaré a vivir de nuevo. Quería aprovecharla sólo como pretexto y apariencia, para poder con relativa madurez alejarme del montón de la estancia y alcanzar Varsovia, mas por el momento tenía que interesarme por ella y en general seguir con aquella conversación íntima de dos seres que gozan de sí mismos. Isabel, como ya se ha dicho, subyugada por mi sentimiento, se volvía cada vez más activa. Y el cucocacumcalailo, inverosímilmente fulgurante y elevado a la altura de mil millones de kilómetros cúbicos, asolaba el valle del mundo.

Era ella una señorita del campo, educada por su madre y mi tía Hurlecka, nacida Lin, y por la servidumbre, y hasta entonces había estudiado un poco en la Escuela de Jardinería, o un tanto pelado las ciruelas, o desarrollado su mente y corazón, o se había sentado un poco, o de modo suplementario había trabajado en una oficina, como una fuerza suplementaria, o tocado el piano un comino, o andado y dicho algo, mas ante todo había esperado, esperado y esperado a quien llegaría, la amaría y la raptaría. Era una gran especialista del esperar, pasiva, tímida y por eso se le enfermaban las muelas, pues se prestaba a la sala de espera del dentista y sus muelas lo sabían. Así que ahora, cuando por fin el esperado había aparecido y la había raptado, cuando llegó el día solemne, se lanzó a una actividad intensa y comenzó a lucirse delante de mí y a mostrarse, haciendo muequitas, sonriendo y dando saltitos, revirando los ojos, enseñando los dientes y la alegría de vivir, gesticulando, o canturreando melodías bajo la nariz. Además, sacaba y evidenciaba esas partes del cuerpo que tenía mejores, mientras ocultaba las peores. Y yo tenía que mirar y contemplar y fingir que eso me interesaba e interesarme por eso… y el cuculaicamcacaleo suspendido y altivo, dominando el mundo desde el inconmensurable azul de los cielos, lucía, resplandecía, brillaba, y calentando, quemando, agostaba las yerbas y las plantas. Isabel, sabiendo que en el amor se es feliz, era feliz y me miraba con clara y tranquila mirada, obligándome a mirarla también. Y decía:

—Quisiera tanto que todos fueran felices, como nosotros; si todos fueran buenos, todos serían felices. —O decía—: Somos jóvenes, nos amamos… ¡Nos pertenece el mundo!

Y se apretaba contra mí y yo tenía que apretarme contra ella.

Y, convencida de que la amaba, se me abrió y empezó a contarme sus secretos y a hablar conmigo, sincera e íntimamente, lo que no se le ocurrió nunca con nadie. Pues hasta entonces había temido a los hombres y, educada por mi tía Hurlecka, nacida Lin (ya perdida dentro del montón) y por la servidumbre, en cierto aislamiento aristocrático, nunca se había confiado a nadie por temor de ser criticada y juzgada mal, y era como no solucionada, no definida y no demarcada internamente, e insegura del efecto que producía. Necesitaba de benevolencia, no podía sin benevolencia, podía hablar sólo con aquel que ya de antemano y a priori estuviera bien dispuesto para con ella… Pero ahora, viendo que la amaba y considerando que había logrado conseguir un ardiente adorador a priori, incondicional, que todo lo dicho por ella aceptaría con amor, porque amaba, empezó a confesarse y exhibirse, a contar sus tristezas y alegrías, sus gustos e inclinaciones, entusiasmos, ilusiones y desencantos, aspiraciones, sentimentalismos, recuerdos y todos los menudos detalles. ¡Ah, encontró por fin al que la amaba, delante del cual se podía explayar, segura de la impunidad, de que todo será recibido con amor y calor! Y yo debía darle la razón y aceptar, encantarme… Y decía:

—El ser humano debe perfeccionarse espiritual y corporalmente, ¡ser siempre bello! En las tardes me gusta poner la frente sobre el vidrio y cerrar los ojos. Me gusta el cine, pero prefiero la música.

Y yo tenía que consentir; y parloteaba que a la mañana, después de despertarse, debía frotarse la naricita, segura de que la naricita no podía ser indiferente para mí, y estallaba en risa y yo estallaba también. Y después decía con tristeza:

—Sé que soy tonta. Sé que no domino bien nada. Sé que no soy linda.

Y yo debía negarlo. Pero ella sabía que negaba, no en nombre de la realidad y de la verdad, sino porque amaba y por eso ella aceptaba esa negación con deleite, encantada de haber encontrado un adorador incondicional a priori, que amaba y aceptaba todo, todo calurosa, afablemente…

¡Oh, tortura que debía aguantar para salvar por lo menos la apariencia de la madurez por esos senderos entre las eras, cuando allá lejos se revolcaba y manoseaba bochornosamente el pueblo con los señores, mientras el cuculaculalambo suspendido en las alturas, terrible, despiadado, cenital, vomitaba lanzas de rayos, millares de flechas! ¡Oh, tibia afabilidad, mortal cariño, mutua admiración, el querer! ¡Oh insolencia de esas mujercitas tan golosas del amor, tan prontas a la armonización amorosa, tan listas a convertirse en el objeto de la adoración! ¿Cómo se atrevía, siendo blanda, nula e insignificante, a admitir mis ardores y aceptar mi culto, glotonamente saturarse con mi homenaje? ¿Existiría en la tierra y bajo el cuculeíto quemante, ardiente, cosa más atroz que aquel calorcito femenino, aquel poderoso, íntimo idolatrarse y acurrucarse? Y lo peor fue que para retribuir mi admiración y completar el sistema de la adoración mutua, se puso a maravillarse de mí y con interés, con atención, empezó a preguntar por mí, no porque en verdad se interesara, sino a título de retribución, porque sabía que de interesarse ella por mí, yo tanto más me interesaría por ella. Y a su vez me saturaba de su adoración, acurrucada, enamorada, susurrando que yo le había gustado tanto, que a primera vista le había impresionado, que era tan atrevido, tan valiente…

—Me raptaste —decía embriagándose con su hablar—. Cualquiera no sería capaz de eso. Me amaste y me raptaste, sin pedir permiso, me raptaste sin temer a mis padres… me gustan esos tus ojos atrevidos, valientes, felinos…

Y bajo su admiración yo me retorcía como bajo el azote de Satanás, mientras el culanculuilalaibo, enorme, infernal, resplandecía y atravesaba desde arriba como el signo definitivo del universo, la clave de todos los enigmas, la esencia, el denominador último de las cosas. He aquí que, apretada contra mí, me engatusaba calurosa y tímidamente, me mitologizaba con indolencia, así como le convenía a ella, y yo sentía que adoraba mis cualidades y particularidades, que buscaba y encontraba, que se calentaba y ardía. Me tomó la mano y empezó a acariciarla, mientras yo acariciaba la suya, y mientras el cumculecacocailo, infantil, infernal, lograba su cenit y culminación, ametrallando verticalmente desde arriba hasta los fondos últimos de aquí abajo.

Y suspendido en la misma cumbre del espacio, arrojaba sus rayos dorados, plateados, sobre todo este valle y entre todos los horizontes. Mientras Isabel, cada vez más, se apretaba contra mí, más estrechamente se unía conmigo y me introducía cada vez más en ella. Me venían ganas de dormir. No podía ya caminar, ni escuchar, ni contestar, y sin embargo debía caminar, escuchar y contestar. Andábamos por no sé qué prados y en esos prados el pasto era verdemente verde y verdeante, abundante en amarillas manzanillas, pero las manzanillas eran tímidas, escondidas en el pasto algo húmedo, resbaladizo, encharcado, vaporizante bajo el ardor cruel del cielo. Muchas amapolas aparecieron por ambos costados del sendero, pero las amapolas eran un tanto anémicas. Un poco más allá en las laderas, muchos melones.

Sobre las aguas, en las húmedas fosas, lilas de agua, pálidas, descoloridas, delicadas y blanquecinas en una completa quietud, bajo el calor que chamuscaba desde arriba. E Isabel siempre se apretaba y seguía con sus confidencias. Y el culalalo atravesaba el mundo. Los árboles enanos eran, en su contextura, como raquíticos y abúlicos, parecían más bien hongos y eran tan medrosos que cuando toqué a uno en seguida se rompió. Abundancia de piantes gorriones. Arriba nubarroncitos rojizos, blanquecinos y azulosos, cual papel de seda, pobrecitos y sentimentales. Todo impreciso en sus contornos y tan confuso, silencioso y pudibundo, sumido en la espera, no nacido y no definido, que en realidad nada estaba aquí delimitado y apartado, sino que cada cosa se juntaba con las otras en una sola masa espesa, blancuzca, apagada y silenciosa. Pequeños, delgados riachuelos susurraban, mojaban y vaporizaban o bullían, formando burbujas y pompas. Y este mundo se achicaba como si se estrechase, encogiese y, encogiéndose, se distendiese, y presionando se cerrase alrededor de la garganta, como un dogal que delicadamente estrangulaba. Y el cumculio infantil pavorosamente golpeaba desde arriba. Me froté la frente.

—¿Qué región es ésta?

Entonces ella volvió a mí su pobre cara encantada y contestó cariñosamente y con pudor, apretándose contra mi hombro:

Esta es mi región.

Esto me agarró por la garganta. Aquí me condujo. Entonces sí, entonces de ella era todo esto… Pero yo tenía ganas de dormir, la cabeza se me dobló, me faltaban fuerzas. ¡Oh, separarse, alejarse un paso por lo menos, rechazarla, golpear con mi rabia, decir algo que fuese enemistoso, destrozar, ser malo, ah, ser malo con Isabel! ¡Ah, ser malo con Isabel! Debo, debo —pensaba soñoliento con la cabeza caída sobre el pecho—, debo ser malo con Isabel. ¡Oh, fría cual hielo, salvadora, tonificante maldad! El tiempo apremia, debo ser malo… Pero cómo ser malo con ella, si soy bueno, si me abarca, me penetra con su bondad y con la mía la penetro, y si se aprieta contra mí y yo me aprieto contra ella… ¡Nadie ni nada me ayuda! Sobre esos prados y campos, entre las tímidas yerbas, estamos juntos —ella conmigo y yo con ella— y nadie, nadie que pueda salvarme.

Solo estoy, y con Isabel y con el cuculacanto concentrado, inmovilizado en el permanecer absoluto, lúcido y reluciente, infantil e infantilizante, hermético, enigmático, hundido y acumulado en sí y cenital en su mortal culminación… ¡Oh, tercero! ¡Ayuda, socorro! Ven, tercer hombre, a nosotros dos, ven salvación, aparece, que me agarre a ti, sálvame. Que venga aquí, en seguida, pronto, el tercer hombre, extraño, desconocido, fresco y frío y limpio, lejano y neutral, cual ola del mar, que golpee con su extrañez en esta intimidad vaporizante, que me arranque de Isabel… ¡Oh, tercero, ven, dame la base para resistir, permíteme tomar de ti, ven soplo vivificante, ven fuerza, arrástrame, sácame y aléjame! Pero Isabel se me apretó con más cariño, calor y ternura.

—¿Por qué gritas y clamas? Estamos solos…

Y me acercó su facha. Y a mí me faltaron las fuerzas, el sueño sumergió la vela y no podía; tuve que besar su facha con mi facha pues ella con su facha besó mi facha. ¡Y ahora venid fachas! ¡No, no me despido de vosotras, extrañas y desconocidas fachadas de extraños, desconocidos fachendos que me vais a leer, salud, salud, graciosos ramilletes de partes del cuerpo, ahora justamente que empieza! Llegad y acercaos a mí, comenzad vuestro estrujamiento, hacedme una nueva facha para que de nuevo tenga que huir de vosotros en otros hombres, y correr, correr, correr a través de toda la humanidad. Pues no hay huida ante la facha sino en otra facha y ante el hombre podemos refugiarnos sólo en otro hombre. Y ante el culeíto ya no hay ninguna huida. ¡Perseguidme si queréis! Huyo con mi facha en las manos.