X El desenfrenamiento pernal y el nuevo atrapamiento

Al día siguiente después de una noche torturadora me levanté al alba. Mas no para ir a la escuela. Me oculté detrás de la percha en el pequeño desván que separaba la cocina del baño. He ahí que, llevado por el ineludible desarrollo de la lucha, debía atacar psíquicamente a los Juventones en el baño. ¡Salud, cucucalo! ¡Salud, rey! Tenía que movilizar y dinamizar mi espíritu para la contienda decisiva con Kopeida y Pimko. Temblaba y el sudor me chorreaba, pero la lucha a vida o muerte no discierne los medios y no me estaba permitido desdeñar esta ventaja. Al enemigo, trata de verlo en el baño. ¡Mira cómo está ahora! ¡Míralo y no lo olvides nunca! Cuando caiga su vestimenta y junto con ella, tal una hoja otoñal, todo el esplendor de la distinción, de la elegancia y de la pinta, entonces sí que podrás abalanzarte sobre él con tu espíritu, como un león rugiente sobre la oveja. No hay que descuidar nada que pueda servir para la movilización, la dinamización, y para asegurar la superioridad sobre el enemigo, el fin justifica los medios, ¡la lucha, lucha, lucha ante todo, la lucha con la aplicación de los más modernos métodos, y nada más que la lucha! Eso proclamaba la sabiduría de las naciones. La casa dormía todavía cuando me puse al acecho. Desde el cuarto de la colegiala no llegaba ningún rumor, dormía calladamente; en cambio Juventón, el ingeniero, roncaba en su dormitorio azul claro como un capataz o un viajante de comercio.

Pero la sirvienta empieza a moverse en la cocina, surgen voces medio adormiladas, la familia se levanta para las abluciones y los ritos matinales. Agucé los sentidos. ¡Bestializado espiritualmente, era como un salvaje animal civilizado del Kulturkampf! Cantó el gallo. Primero apareció Juventona en una robe de chambre de color gris pálido y en zapatillas, a medio peinar. Iba tranquilamente, con la cabeza erguida, y sobre su cara se notaba una sabiduría especial, diría, una sabiduría de comodidades sanitarias. Antes de entrar en el baño se apartó por un momento, con la frente alta, hacia el retrete y desapareció allí cultural, consciente e inteligentemente, como mujer enterada de que no hay que avergonzarse de esta función natural. Salió de allí más orgullosa que cuando entrara, fortalecida, despejada y humanizada; ¡salió como de un templo griego! Entonces comprendí que, por cierto, entraba allí también como en un templo. ¿De ese templo, pues, sacaban su poder las modernas esposas de los ingenieros y los abogados? Cada día salía de ese lugar más perfecta y más cultural, llevando muy alto la bandera del progreso, y de aquí provenía la inteligencia y la naturalidad con las cuales me atormentaba tanto. Basta. Pasó al cuarto de baño. Cantó el gallo.

Y después apareció al trote Juventón en su pijama, carraspeando y escupiendo ruidosamente, apurándose para no llegar tarde a la oficina, con un diario, para no perder tiempo, con anteojos sobre la nariz, toalla sobre el pecho, limpiándose las uñas con la uña, zapateando con zapatillas y caprichosamente bailoteando con los talones desnudos. Al ver la puerta del retrete risoteó con una risita trasera, la misma de ayer, y penetró allí como un culto ingeniero-trabajador, juguetona y traviesamente, sobremanera chistoso. Se quedó un rato largo, fumó un cigarrillo, cantó la carioca y salió en extremo desmoralizado, tal un típico ingenierito-idiota, con facha tan cretinamente jocosa, abyectamente lujuriosa y vilmente entontecida, que habría saltado yo sobre esa facha, si por fuerza no me hubiese contenido. Cosa rara; mientras el retrete parecía ejercer una influencia constructiva sobre la esposa, sobre él actuaba destructivamente, aunque era, sin duda, ingeniero-constructor.

—Apúrate —gritó desenfrenadamente a la esposa que se lavaba en el baño—. ¡Apúrate! ¡Victorito se va a la oficina!

Bajo la influencia del retrete se llamó «Victorito», y se alejó con la toalla. Por un rajado en el vidrio eché cuidadosamente un vistazo al baño. La doctora, desnuda, se secaba la rodilla con la toalla y su cara de tonalidad más oscura, sabia y aguda, estaba suspendida sobre su gordamente blanco y desahuciado muslo, como el águila sobre el ternero. Y había en eso una terrible antítesis, parecía que el águila planeara impotente, no pudiendo arrebatar al ternerito que mugía al cielo, pero era que la doctora Juventona, de modo higiénico e inteligente contemplaba a su femenina, apática pierna. Saltó. Se puso firme, se tomó con las manos los costados y efectuó un mediocírculo con el torso de derecha a izquierda, con aspiración y espiración. ¡Desde la izquierda hacia la derecha con espiración y aspiración! Echó la pierna arriba, y su pie era chico y rosado. Después ¡otra pierna con otro pie! ¡Se puso a hacer cuclillas! Ante el espejo se pegó doce cuclillas, respirando por la nariz, hasta que los pechos sonaron a hueco, hasta que a mi las piernas se me iban y hubiera entrado en un bailoteo infernal, cultural. Salté a ocultarme detrás de la percha. Se aproximaba con pasos livianos la colegiala, me escondí como en la jungla, listo para el salto psicológico, bestializado… inhumanamente, archihumanamente bestializado… ¡Ahora, o nunca, sorprendiéndola justo al despertar, desordenada, tibia, descuidada, aniquilaré en mí su hermosura, sus baratos encantos de colegiala! Veremos si Kopeida y Pimko lograrán salvar a la colegiala del aniquilamiento.

Iba silbando, tenía un aspecto divertido en pijama, con la toalla alrededor del cuello, toda en un movimiento preciso y ágil, toda en actuación. Al cabo de un momento ya estaba en el baño, y me eché sobre ella con mi mirada. ¡Ahora, ahora o nunca, ahora que está tan debilitada y mamarrachada! Pero actuaba con tanta celeridad que absolutamente ningún mamarrachamiento se le podía pegar. Saltó en la bañera; abrió la ducha fría. Sacudía las mechas y su cuerpo proporcionado tiritaba, se encogía, y temblequeaba bajo el agua. ¡Oh, no yo a ella, ella a mí me agarró la garganta! La joven sin ser obligada por nadie, a la mañana, sin desayunar, se echaba agua fría, induciendo su cuerpo a tiritones ¡para recuperar su belleza diurna con una juvenil renovación en ayunas!

¡Debía a pesar mío admirar la disciplina de su hermosura muchachal! Por medio de la celeridad, precisión y agilidad supo esquivar el período más difícil, la transición entre la noche y el día; se había elevado como una mariposa en alas del movimiento. Más aun: prestó el cuerpo al agua fría para renovarse juvenil y agudamente, pues el instinto le decía que con una dosis de agudeza neutralizaría el mamarrachamiento. En verdad ¿qué podría resultar dañino para una muchacha aguda y renovada? Cuando cerró el grifo y se quedó desnuda, mojada, jadeante, era como si hubiese empezado a existir de nuevo. ¡Ay! Si en vez del agua fría hubiese usado agua caliente con jabón, de nada le habría servido. Sólo la fría podía por renovación imponer el olvido.

Abyectamente salí del desván. Ignominiosamente me arrastré hasta mi pieza, persuadido de que no servía espiar más, que, al revés, eso podía perderme. Diablos, de nuevo una derrota; en el fondo mismo del infierno moderno todavía sufría derrotas. Mordiéndome los dedos hasta sangrar, juraba no darme por vencido, sino seguir con la movilización y la dinamización, y escribí con lápiz sobre la pared del baño sólo estas palabras: veni, vidi, vici. Sepan por lo menos que vi, ¡siéntanse vistos! ¡Sepan que el enemigo no se adormece! ¡La motorización y la dinamización! Me fui a la escuela, en la escuela nada nuevo, el Enteco, el vate, Bobek, Hopek y acusativas cum infinitivo, Kotecki, caras, fachas, cucucalalaítos, el dedo en el zapato y el general nopodermiento cotidiano, ¡aburrimiento y aburrimiento! En Kopeida, tal como ya preveía de antemano, no se notaba ningún efecto de mi carta, a lo mejor un poquitito más que de costumbre acentuaba las piernas, pero a lo mejor sólo me parecía así. En cambio, a mí mis camaradas me miraban con asco y aun Polilla me preguntó:

—¡Eh, tú! ¿Dónde te has arreglado de tal modo?

Verdaderamente mi facha, después de la dinamización y la movilización, se volvió tan turbia que ya no sabía bien sobre qué estaba sentado, pero qué importa, la noche, la noche será decisiva, con temblor esperaba la noche, la noche decidirá, la noche pronunciará su fallo. En la noche, posiblemente, triunfaré. ¿Sucumbirá a la tentación Pimko? ¿El experimentado maestro magistral bicañal, se dejará conmover en su forma por una carta sensual-muchachal? De eso dependía todo. Ojalá Pimko —rogaba— se deje conmover, ojalá pierda la cabeza. Y de repente, espantado por la facha, el cuculo, la carta, Pimko, por lo que ya ocurrió, por lo que todavía iba a ocurrir; me echaba a huir, como un loco me levantaba de un salto en la clase… y me sentaba… pues ¿adonde tenía que huir, atrás, adelante, a la izquierda o a la derecha, ante mi propia facha y cunculo? ¡Cállate, cállate, no hay huida! La noche decidirá, la noche…

Durante el almuerzo no ocurrió nada que fuese digno de ser anotado. La colegiala y la doctora se mostraron muy lacónicas en su conversación y no lucieron su modernismo como de costumbre. Era evidente que temían. Sentían la movilización y la dinamización. Percibí que la doctora estaba sentada rígidamente y no sin cierto malestar de persona cuyas regiones traseras han sido atisbadas y —qué cómico—, esto le daba apariencias de una matrona, no preví tal efecto. En todo caso no cabían dudas de que había leído mi inscripción sobre la pared del baño. Trataba de mirarla con toda la perspicacia posible y dije pobre, repugnantemente, en forma abstracta, que mi mirada era asaz aguda y traspasante y que, entrando por la cara, salía por otro lado… Fingió no haber oído, pero el ingeniero a pesar suyo chilló de risa —espasmódicamente— y chilló un rato automáticamente. Juventón —si mis ojos no me engañaban— demostraba, bajo el efecto de los últimos acontecimientos, cierta inclinación hacia la inmundicia, enmantecaba grandes tajadas de pan y se llenaba los carrillos con enormes bocados, que masticaba ruidosamente.

Después del almuerzo traté de espiar a la colegiala por la cerradura, desde las 4 hasta las 6, sin fruto no obstante, porque ni una sola vez entró en la órbita de mi mirada. Se cuidaba, sin duda. Observé también que la madre me espiaba; repetidas veces entraba en mi pieza con cualquier pretexto y hasta me propuso ingenuamente ir al cine a sus expensas. La intranquilidad de los perseguidos aumentaba, se sentían amenazados, olfateaban al enemigo y al peligro, aunque no sabían bien qué era lo que amenazaba y adonde me proponía llegar; olfateaban y esto los desmoralizaba, la indefinición despertaba la intranquilidad pero la intranquilidad no tenía en qué concretarse. Y no podían hablar entre sí del peligro, pues las palabras se ahogaban en una oscuridad informe e indefinida. La doctora, a ciegas, trataba de organizar algo así como una defensa y, según comprobé, toda la tarde se dedicó a la lectura de Russell, mientras al esposo le dio a leer Wells. Pero Juventón declaró preferir los textos de canciones de cabaret y oí cómo de vez en cuando se estremecía de risa. En general, no conseguían ubicar su desasosiego. Juventona, por fin, empezó a hacer las cuentas caseras, retrocediendo al terreno del realismo económico, y el ingeniero ambulaba por la casa, se sentaba en cada mueble y canturreaba melodías bastante frivolas. Se sentían nerviosos sabiéndome en mi pieza sin dar señales de vida. Por eso, justamente, trataba de mantener el silencio. Silencio, silencio, silencio, a veces el silencio cobraba gran intensidad y el zumbido de la mosca sonaba en él como una trompeta, lo informe, en el silencio, se filtraba originando turbios charcos. Alrededor de las siete vi a Polilla, cuando se encaminaba a hurtadillas a la cocina, haciendo secretas señales a la sirvienta.

Al crepúsculo la doctora también principió a sentarse sobre las sillas y el ingeniero empinó algunas copas en la despensa. No podían encontrar ni lugar ni forma adecuados, no podían permanecer sentados, se sentaban y sobresaltaban como pinchados, y se movían en todas direcciones como minados, como perseguidos desde atrás. La realidad, salida de su cauce bajo el efecto de los fuertes impulsos de mi acción, se desbordaba, encenagaba, aullaba y gemía sordamente, y el oscuro, ridículo elemento de la fealdad, asquerosidad e inmundicia los cercaba, cada vez más palpable, y crecía sobre su temor creciente como levadura. Durante la cena, la doctora, apenas sentada, concentrábase entera en la cara y superiores partes de su ser, mas Juventón, al contrario, vino sin saco a la mesa, se ató la servilleta bajo el mentón y, enmantecando gruesas tajadas de pan, contaba chistes de cabaret y emitía ruidosas risotadas. Sabía que lo había visto en el lugar consabido y esto le hacía caer en un vulgar infantilismo, se adaptaba por entero a lo visto por mí, y se volvía pequeño, coqueto, risueño, ingenierito, cariñoso, caprichoso y chistoso. Trataba asimismo de guiñarme el ojo y hacerme cómicas señas de entendimiento, a las que naturalmente yo no contestaba, sentado con cara pobre y pálida. La muchacha estaba sentada con indiferencia, los labios cerrados, y se empeñaba en ignorar todo con heroísmo en verdad muchachal; se hubiera podido jurar que no sabía nada de nada. ¡Oh, temblando contemplaba yo aquel heroísmo que todavía aumentaba su beldad! Pero la noche decidirá, la noche pronunciará su fallo, si Pimko y Kopeida fallan, la moderna vencerá seguramente y entonces nada me salvará de la esclavitud.

Se acercaba la noche y, con ella, la hora de las decisiones.

Los acontecimientos no se dejaban prever; yo sólo sabía que debía colaborar con cada elemento deformador, ridículo, turbio, caricatural e inarmónico que naciera con cada elemento destructivo. Y me penetraba un temorcito debilucho, pobre, frente al cual el fuerte temor del asesino parecería juego de niños. Después de las 11 la colegiala se fue a dormir. Como antes ya había hecho yo con la tijera una ranura en la puerta, podía abarcar con mi mirada la parte del cuarto hasta entonces inalcanzable. Se desvistió pronto y en seguida apagó la luz, pero en vez de dormirse, se movía de costado a costado, sobre su duro lecho. Encendió la lámpara, tomó de la mesa una novela policial inglesa y se esforzó en leer. La moderna sondeaba con su mirada el espacio como si quisiera descubrir el sentido del peligro, adivinar su forma, ver por fin los contornos del espanto, comprender qué era lo que se tramaba contra ella. Ignoraba que el peligro no tenía ni sentido, ni forma: un no sentido algo carente de forma y ley, un elemento turbio, sin estilo, amenazaba su forma moderna: eso era todo.

Desde el dormitorio de los padres me llegaron voces. Fui corriendo a la puerta. El ingeniero, en calzoncillos, sumamente risueño y picante, otra vez contaba anécdotas que sin duda provenían del cabaret.

—¡Basta! —Juventona en robe de chambre se frotaba nerviosamente las manos—. ¡Basta, basta! ¡Cállate!

—Espera, espera, reinecita, permíteme, en seguida terminaré.

—No soy ninguna reinecita. Me llamo Juana. Sácate los calzoncillos o ponte los pantalones.

—¡Calzoncillitos!

—¡Cállate!

—¡Calzoncillitos, ji, ji, ji, calzoncillitos!

—Cállate, te digo…

—Calzoncillitos, calzonzuelos, calzonzuelitos…

—¡Basta! —apagó bruscamente la luz.

—Enciende, vieja.

—No soy ninguna vieja… No puedo mirarte. ¿Qué hay contigo? ¿Qué pasa con nosotros? ¡Vuelve en ti! ¡Pero si juntos vamos hacia los Tiempos Nuevos! ¡Somos luchadores y constructores del Mañana!

—Así es, así es, una gorda, ji, ji, ji, gorda langosta, ji, ji, ji, gorda langosta conmigo se acuesta. A pesar de su gordura era muy soñadura. Pero a él no se le antoja porque ya es muy floja…

—¡Víctor! ¿Qué dices? ¿Qué dices?

—¡Victorito se alegra! ¡Victorito está brincando! ¡Victorito trotando pega brincos!

—Víctor, ¿qué dices? ¡La pena de muerte! —gritó—. ¡Hay que abolirla! ¡La Época! ¡La Cultura! ¡El Progreso! ¡Nuestros anhelos! ¡Nuestros vuelos! Víctor, oh, por lo menos no tan gordamente, no con tanta pimienta, no con tanto diminutivo. ¿Qué te picó? ¡Zutka! ¡Oh, qué pesadilla! ¡Hay algo malo! ¡Algo fatal en el aire! La traición…

—La tracioncita —dijo Juventón.

—¡Víctor! ¡No! ¡Nada de diminutivo!

—La traicionzuelita, dice Victoritoritito…

—¡Víctor!

¡Empezaron a manotearse!

—La luz —jadeaba la Juventona—. ¡Víctor! ¡La luz! ¡Enciende! ¡Suéltame!

—¡Espera! —jadeaba el ingeniero chillando de risa—. ¡Espera que te dé una palmadituela, palmadituela en el cuellito!

—¡Jamás! ¡Suelta o morderé!

—Palmadituela, palmadituela en el cuellito, cuellitito, cuelliticito…

Y de repente soltó todos los diminutivos amorosos de alcoba, empezando por «mi gallinita» y terminando con el «chuchú». Retrocedí espantado. Aunque no carecía yo mismo de asquerosidad, no podía soportar eso. El infernal diminutivo que hace tiempo tan decisivamente pesara sobre mi destino, ahora dejaba sentir en ellos sus garras. Diabólico era este exceso del ingenierito; ¡oh, qué monstruoso el pequeño burgués cuando se pone a brincar y se desboca! ¿Qué tiempos son los nuestros? Se oyó una palmada. ¿Le dio en el cuello, en la cara o en las nalgas?

En el cuarto de la joven ya no había luz. ¿Dormía? No se oía nada y me imaginaba que dormía con la cabeza sobre el brazo, medio cubierta y cansada. De pronto gimió. No era ese un gemido entre sueños. Violenta, nerviosamente se movió sobre su sofá-cama. Yo sabía que se encogía y que sus ojos tendidos con temor escudriñaban la oscuridad. ¿Estaría ya tan afinada su sensibilidad que mi mirada la alcanzó a través de las tinieblas desde la ranura? El gemido era excesivamente hermoso, nacido de las profundidades de la noche, como si el mismo destino de la muchacha gimiese, clamando en vano, socorro.

De nuevo gimió sorda, desesperadamente. ¿Acaso presentía que en ese mismo momento su padre, pervertido por mí, palmeaba a la madre? ¿Había discernido las asquerosidades que de todos lados se acercaban? Me pareció ver a la moderna en la oscuridad, crispando sus manos y mordiéndose el brazo hasta el dolor. Como si quisiera con dientes penetrar en la belleza que tenía encerrada en ella misma. La fealdad que desde el exterior amagaba en los rincones la empujaba hacia sus propios encantos. ¡Cuántas riquezas, cuántos encantos poseía! El primer encanto, la muchacha. El segundo encanto, la colegiala. El tercer encanto, la moderna. Y todo eso estaba encerrado en ella como una nuez en su cáscara, no podía penetrar en este su arsenal, aunque sentía sobre ella mi infame mirada y sabía que el admirador rechazado deseaba destruir, envilecer, afear psíquicamente su hermosura.

Y no me extrañó nada que la joven, amenazada por la fealdad rinconal, se dejara llevar totalmente por la locura. Saltó de la cama. Se sacó la camisa. Se echó a bailar por el cuarto. Ya no le preocupaba si yo estaba mirando, más bien ella misma me desafiaba a la lucha. Sus piernas ligeramente llevaban su cuerpo, las manos aleteaban en el aire. Su cabecita acariciaba sus hombros. Con los brazos rodeaba su cabeza. Sacudía las mechas. Se acostaba sobre el suelo y se levantaba. Sollozaba, o al contrario, reía o canturreaba en voz baja. Saltó sobre la mesa, de la mesa al sofá-cama. Parecía que temía detenerse como perseguida por ratones y ratas, que con el vuelo de su movimiento deseaba elevarse por encima de lo atroz. No sabía ya a qué asirse. Por fin agarró un cinturón y se azotó la espalda con toda fuerza para sufrir juvenil, dolorosamente… ¡Me agarró la garganta! ¡Cómo la hacía sufrir la belleza, a qué no la obligaba, cómo la arrastraba, empujaba, tiraba y volteaba! Me moría en la cerradura con la facha inarmónica y abyecta, dividida por igual entre la admiración y el odio. Mientras, la colegiala, empujada por la belleza, daba brincos cada vez más apasionados. Y yo adoraba y odiaba, me sacudían escalofríos, la facha convulsivamente se me encogía y dilataba, tal el caucho planchado. ¡Dios, a qué no nos conduce el amor a la belleza!

En el comedor sonaron las doce. Se oyó un casi imperceptible golpear a la ventana. Tres veces. Me quedé helado. Empezaba. ¡Kopeida, Kopeida llegaba! La colegiala interrumpió sus brincos. El golpear se dejó oír de nuevo, apremiante. Se acercó a la ventana y entreabrió la cortina. Miraba…

—¿Eres tú?… —El murmullo llegó hasta ella desde la baranda, en la noche.

Tiró del cordón de la cortina. La luna inundó el cuarto. Vi que estaba de pie, en camisa, tensa, expectante…

—¿Qué hay? —dijo.

¡Tuve que admirar la maestría de la mocosa! Por cierto, la aparición de Kopeida ante la ventana era para ella inesperada. Otra, en su lugar, una anticuada, se hubiera atascado en convencionales exclamaciones y preguntas: ¡Perdón! ¿Qué significa eso? ¿Qué desea usted a esta hora? Pero la moderna comprendió instintivamente que el asombro sólo podía perjudicar… que era mucho mejor no mostrar asombro… ¡Oh, maestra! Se inclinó por la ventana, confianzuda, amigable, compañera…

—¿Qué hay? —repitió a media voz de muchacho, poniendo el mentón en las manos.

Como él la tuteó, tampoco ella lo trató de usted. Yo admiraba las increíbles transformaciones de su estilo; así, de los saltos, derecho a la conversación. ¿Quién podría adivinar que hacía un rato saltaba y bailaba? Kopeida, aunque también moderno, se quedó algo desorientado por la poco común cordura de la colegiala. En seguida, sin embargo, se adaptó a su tono y dijo con toda indiferencia de muchacho, con las manos en los bolsillos.

—Déjame entrar.

—¿Para qué?

Silbó y repuso brutalmente:

—Lo sabes muy bien. Déjame entrar.

Estaba excitado y su voz temblaba un tanto, pero ocultaba su excitación. Durante todo el tiempo yo temía que dijese algo de la carta. El hábito moderno, por suerte, no les permitía hablar mucho ni asombrarse uno del otro, tenían que fingir que todo se comprendía por sí mismo. La negligencia, la brutalidad, la brevedad y la audacia; ved cómo hacían brotar de ella la poesía, en vez de los gemidos, suspiros y mandolinas usados por los amantes de antaño. Sabía que sólo con despreocupación podría poseer a la muchacha y que sin despreocupación ni pensarlo. Pero, añadiendo un tanto de sentimentalismo sensual, moderno, dijo nostálgicamente con voz sorda, con la cara puesta en la parra silvestre que se enredaba en la pared.

—Tú también lo quieres.

Ella hizo un ademán como si quisiera cerrar la ventana. Mas de improviso —cual si este movimiento justamente la hubiera incitado a algo contrario— se detuvo… Cerró los labios. Un segundo se quedó inmóvil, sólo sus ojos giraron lentamente y con cuidado a todos lados. Sobre su semblante apareció una expresión de ultramoderno cinismo, y la colegiala, excitada por su expresión de cinismo, por sus ojos y labios a la luz lunar, en la ventana, inclinó medio cuerpo y con una mano que no era nada chistosa le revolvió el cabello.

—¡Ven! —susurró.

Kopeida no demostró ningún asombro. No le era permitido asombrarse ni por ella ni por sí mismo. La más leve duda podía arruinarlo todo. Tenía que proceder como si la realidad que creaban entre sí constituyese algo normal y cotidiano. ¡Oh, maestro! Así, pues, procedía. Subió a la ventana y saltó sobre el piso precisamente como si cada noche tuviese que meterse en la pieza de alguna ayer conocida colegiala. Ya en el cuarto se rio silenciosamente a lo que saliera. Ella le tomó por el cabello, le desvió la cabeza ¡y pegó labios a labios! ¡Diablos, diablos! ¡Si fuese virgen! ¡Si la muchacha fuese virgen! Si fuese virgen… y he aquí que se entregaba sin ninguna formalidad a cualquiera, al primero que golpeaba a su ventana.

¡Diablos, diablos! Me agarró la garganta. Porque, si era nada más que una común buscona y gozadora, bueno, no pasaba gran cosa, pero, si virgen, entonces, hay que confesarlo, la moderna sabía sacar una belleza en verdad salvaje de sí misma y de Kopeida. Con tanta insolencia, con tanto silencio, brutalidad y facilidad atrapar al muchacho por el cabello, agarrarme a mí por la garganta… ¡Ah! ¡Sabía que yo estaba mirando por la ranura y por eso no retrocedía ante nada con tal de vencerme con su belleza! ¡Temblé! Porque si al menos hubiese sido él quien la hubiera tomado por el pelo, pero no, ¡ella lo tomó por el pelo! ¡Oh, ahí, vosotras, señoritas que soléis casaros con mucha pompa y tras largas ceremonias, vosotras, las triviales, que permitís a veces que os roben un beso, ved cómo la moderna se abre al amor y a sí misma! Tumbó a Kopeida sobre el sofá-cama. Otra vez temblé. Comenzaba el desenfreno. La mocosa, evidentemente, jugaba la carta mayor de su hermosura. Yo rogaba que viniese Pimko; si Pimko fallaba estaba perdido, nunca, jamás me liberaría del salvaje encanto de la moderna. Me estrangulaba, agarrotaba ¡a mí, cuando era yo quien quería estrangularla, quien anhelaba vencerla!

Mientras tanto la joven, en el supremo florecimiento de su juventud, se abrazaba con Kopeida sobre el sofá-cama, preparándose para lograr con su ayuda la culminación de sus encantos. Así no más, de cualquier modo, sin amor y sensualmente, sin respeto por nadie ni por sí misma, sólo con ese fin, con el fin único de agarrarme por la garganta con su salvaje poesía colegialesca. ¡Diablos, diablos, vencía, vencía, vencía!

Por fin oí el golpear salvador a la ventana. ¡Por fin! Pimko llegaba con socorros. Se aproximaban momentos decisivos. ¿Conseguirá Pimko malograr? ¿No añadirá todavía más belleza, encantos? En eso pensaba, preparando detrás de la puerta mi facha para intervenir. En todo caso el golpear de Pimko trajo algún alivio, pues los obligó a interrumpir los transportes y Kopeida murmuró:

—Alguien golpea.

La colegiala saltó bruscamente del sofá-cama. Prestaron oídos por ver si de nuevo podían iniciar los transportes. Se repitió el golpear.

—¿Quién es? —preguntó la colegiala.

Detrás de la ventana se oyó un ardiente, gutural:

—¡Zutka!

Entreabrió ella la cortina haciendo señas a Kopeida para que retrocediera. Mas Pimko febrilmente se arrastró en la pieza antes de que ella pudiera decir algo. Temía se le viese desde la calle.

—¡Zutita! —murmuraba apasionada y físicamente—. ¡Zutita! ¡Colegialita! ¡Chica! ¡Tú, di tú! ¡Eres mi camarada! ¡Soy colega! —¡Mi carta lo embriagó! El bicañal y banal profesor tenía la boca dolorosamente torcida por la poesía—. ¡Tú! ¡Tutéame! ¡Zutita! ¿Nadie nos verá? ¿Dónde está mamá? —Pero el peligro le embriagaba aun más. —Qué… pequeña, chica… y qué insolente… sin tomar en cuenta la diferencia de edad, de posición social… ¿Cómo pudiste… cómo te atreviste… a mí? ¿Así que sentiste algo… por mí? ¡Tutéame! ¡Tú! ¡Tu! ¡Díme lo que te gustó de mí!

¡Ja, ja, ja, ja, ja, el pedagogo sensual!

—¿Qué? ¿Qué quiere usted?… —balbuceaba. Aquello con Kopeida ya se había terminado, aniquilado…

—¡Aquí hay alguien! —exclamó Pimko en la penumbra.

Le contestó el silencio. Kopeida se callaba. La moderna estaba en camisa entre ellos, sin ningún sentido, cual una pequeña damita.

Y entonces vociferé detrás de la puerta:

—¡Ladrones! ¡Ladrones!

Pimko giró varias veces como tirado por un cordel y logró alcanzar el armario. Kopeida quiso saltar por la ventana, no tuvo tiempo y se ocultó en otro armario. Me abalancé en el cuarto así como estaba, en pantalones y camisa. ¡Les tenía! ¡Estaban atrapados! Tras de mí acudieron los Juventones, él todavía palmeteante, ella palmeteada.

—¿Ladrones? —gritaba vulgarmente el ingenierito en pantalones, descalzo.

Se despertó en él el instinto de la propiedad privada.

—¡Alguien entró por la ventana! —exclamé.

Encendí la luz. La colegiala estaba acostada en la cama y fingía dormir.

—¿Qué pasa? —preguntó medio adormecida, en un estilo perfecto pero mentiroso.

—¡Una nueva intriga! —exclamó Juventona en robe de chambre, con la cabeza desgreñada y arreboladas las mejillas, mirándome con una mirada de basilisco.

—¿Intriga? —exclamé, levantando del suelo los tirantes de Kopeida—. ¿Intriga?

—Tirantes —dijo con torpeza el ingeniero.

—¡Son míos! —exclamó con insolencia Juventona hija.

La insolencia de la muchacha influyó agradablemente, aunque claro está, nadie le creyó. Abrí el armario de un puntapié y delante de los presentes apareció la parte inferior del cuerpo de Kopeida, es decir dos piernas en pantalones de franela bien planchados y livianas zapatillas sport. La parte superior estaba oculta por los vestidos colgados dentro del armario.

—Ah… Zutka —dijo Juventona.

La colegiala ocultó la cabecita bajo la frazada, se veían sólo las piernas y algo del cabello. ¡Con qué maestría jugaba la partida! Otra en su lugar hubiese empezado a rezongar algo, buscar justificaciones. Y ella sólo estiró sus piernas desnudas y moviéndolas tocaba sobre la situación —con piernas, con movimiento y encanto— como sobre una flauta. Los padres cambiaron una mirada.

—Zutka… —dijo Juventón.

Y se rieron ambos, él y Juventona. Desapareció en ellos el palmoteo, la asquerosidad y vulgaridad; reinó una extraña belleza. Los padres encantados, satisfechos, felices, riéndose bondadosa y alegremente, miraban el cuerpo de la muchacha, que siempre ocultaba la cabecita de modo caprichoso y arisco. Kopeida, viendo que no había por qué temer los severos principios de antaño, salió del armario y se paró, sonriente, un rubio con saco en la mano, un muchacho moderno atrapado por los padres de la muchacha. Juventón me miró de reojo con malicia. Triunfaba. Yo debía estar bajo el hechizo. Quise comprometer a la colegiala, ¡pero el moderno no la comprometía en nada! Para hacerme sentir más aun mi derrota, preguntó Juventona:

—¿Por qué está aquí el señor? ¡Al señor esto no le importa!

Hasta ahora, y deliberadamente, yo no había abierto el armario de Pimko. Esperaba a que la situación se consolidara en su carácter, logrando la plenitud del estilo moderno y juvenil. En silencio abrí el armario. Pimko, apretujado, se ocultó entre los vestidos; sólo un par de piernas, una pareja de piernas profesorales con pantalones arrugados, era visible, y esas piernas estaban de pie en el armario, inverosímiles, chifladas, adheridas.

La impresión era desconcertante, descalabrante. La risa murió en los labios de los Juventones. La situación tambaleó como apuñalada de refilón por un asesino. Era idiota.

—¿Qué es eso? —preguntó la madre, palideciendo.

Detrás de los vestidos se percibió una tos liviana y una risita convencional con las cuales Pimko preparaba el terreno para su aparición. Sabiendo que dentro de un rato tendría que soportar el ridículo, hacía preceder su ridiculez con su risita. Aquella risita detrás de los enseres femeninos tenía un aire tan verde que Juventón chilló de risa una sola vez y paró… Pimko salió del armario y saludó, ridículo en su exterior, en el interior infeliz… En mi interior sentía un rabioso sadismo, pero por fuera me eché a reír. En mi risa se disolvió mi venganza.

Pero los Juventones se quedaron atontados. ¡Dos hombres en dos armarios! Y en uno, un viejo. ¡Si fuesen dos jóvenes! O si, por lo menos, fueran dos viejos. Pero uno joven y otro viejo. Viejo y, además, Pimko. La situación no tenía eje —carecía de diagonal—, no se podía encontrar una glosa para esta situación. Maquinalmente miraron a la muchacha, pero la colegiala permanecía sin movimiento bajo la frazada.

Entonces Pimko carraspeando y con una risita implorante se propuso aclarar la situación y comenzó a hablar algo de la carta… que la señorita Zutka le escribió… que él quería con Norwid… pero que la señorita Zutka le tuteó… que «tú» le decía… que él también quería «tú»… y que sólo «tú»… No, nunca oí en mi vida nada más insípido y a la vez más tonto, el contenido privado y secreto de las divagaciones del viejito resultaba imposible en una situación bien aclarada por la lámpara en el techo, nadie quería comprender y por eso nadie comprendía. Pimko lo advertía, pero ya tenía cortada la retirada; el maestro, desalojado del maestro, se confundió totalmente, parecía increíble que fuera el mismo absoluto e infalible doctor bicañal que hace tiempo me hiciera un culculio. Ahogado en la melosa materia de sus aclaraciones, despertaba piedad con su blandura y me hubiese echado sobre él, pero se me ocurrió un ademán de indiferencia. Sin embargo, las oscuras y turbias aclaraciones de Pimko empujaron al ingeniero a la formalidad; era esto más fuerte que su desconfianza originada por mi participación en el asunto. Gritó:

—Le pregunto, ¿qué hace usted aquí a esta hora?

Esto a su vez dictó el tono a Pimko. Por un momento recuperó la forma.

—Le ruego no levantar la voz.

Juventón preguntó:

—¿Qué? ¿Usted se permite hacerme observaciones en mi casa?

Pero la doctora chilló al mirar por la ventana. Un semblante barbudo con una ramita en la boca apareció por encima de la verja. ¡Me había olvidado por completo del mendigo! Ese día, lo mismo que la víspera, también le había ordenado llevar una ramita pero me había olvidado de darle plata. El barbudo pacientemente esperó hasta la noche y, viéndonos por la ventana, presentó su floreciente y alquilada facha para recordarla. Se introdujo entre nosotros como un nuevo plato en el restaurante.

—¿Qué quiere este hombre? —exclamó la doctora. Un fantasma no la hubiese impresionado más. Pimko y Juventón se callaron.

El miserable, sobre el que por un momento se concentró la atención general, movía el gajo, tal unos bigotes; no sabía qué decir. Por eso dijo:

—Ayuden, por favor.

—Dadle algo. —La doctora bajó las manos, con los dedos crispados—. ¡Dadle algo! —gritaba histéricamente—. ¡Qué se vaya!

El ingeniero empezó a buscar monedas en los bolsillos del pantalón, pero no las encontró. Pimko pronto sacó el monedero, aferrándose convulsivamente a cada posible actitud nueva y esperando tal vez que Juventón en la confusión creciente aceptara de él algunas monedas, lo cual, claro está, debilitaría la enemistad. Pero Juventón no aceptó. Las cuentas menudas irrumpieron por la ventana y asaltaron a los hombres. Yo, por mi parte, me quedaba con mi facha, observando el desarrollo de los acontecimientos, listo para el salto, pero en verdad ya veía todo como a través de un vidrio. ¿Dónde estaban mi venganza, mi chapoteamiento en ellos y el rugido de la realidad quebrantada y los estallidos del estilo y mi triunfo sobre los escombros? La farsa empezaba a aburrirme algo. Se me ocurrían diversos pensamientos aislados, por ejemplo: dónde Kopeida compra las corbatas, si a la doctora le gustan los gatos, qué alquiler pagan…

Mientras tanto Kopeida permanecía inmóvil con las manos en los bolsillos. El moderno no se acercó a mí y me trataba como a un desconocido. Ya estaba bastante irritado por ser compañero de Pimko, en relación con la muchacha, para tener el menor deseo de saludar a un compañero escolar en camisa; una y otra camaradería le resultaban sumamente molestas. Cuando los Juventones y Pimko comenzaron a buscar monedas, Kopeida sin premura se dirigió hacia la puerta; abrí la boca para gritar, mas Pimko percibió la maniobra de Kopeida, se apuró a cerrar el monedero y se marchó tras él. De repente el ingeniero, viéndolos alejarse, se echó sobre ellos como el gato sobre el ratón.

—¡Permiso! —gritó—. ¡No se irán tan fácilmente!

Kopeida y Pimko se detuvieron. Kopeida, furioso por su camaradería con Pimko, se alejó de él; Pimko, sin embargo, bajo el efecto del movimiento, se acercó a él; y así estaban parados juntos como dos hermanos, uno joven… y otro mayor…

La doctora, en un terrible estado de nervios, agarró al ingeniero por el hombro:

—¡No hagas escenas! ¡No hagas escenas! —Con lo que naturalmente le incitó a hacer escenas.

—¡Perdón! —rugió Juventón—. ¡Creo que soy el padre! Yo pregunto ¿cómo y con qué fin ustedes entraron en el dormitorio de mi hija? ¿Qué significa eso? ¿Qué significa? —De repente me miró a mí y se calló, el pavor le salió a las mejillas, se dio cuenta de que ésta era agua para mi molino, para el molino del escándalo, y hubiese huido, hubiese huido, pero ya fue dicha la palabra, pues repitió una vez más—: ¿Qué significa eso? —pero calladamente, sólo para ser consecuente consigo mismo y rogando en su fuero interno que nadie recogiera la pregunta…

Reinó el silencio, pues nadie podía contestar. Cada uno de ellos tenía al fin alguna razón particular y propia, pero el conjunto carecía de todo sentido. El absurdo estrangulaba en el silencio. Y entonces se dejó oír bajo la frazada el sordo, desesperado llanto de la muchacha. ¡Oh, maestra! Sollozaba con muslos desnudos que sobresalían de la frazada, con muslos que tanto más sobresalían cuanto más sollozaba, y aquel llanto de la menor juntaba a Pimko, Kopeida y los padres, los involucraba a todos en una sola nota de demonismo y desesperación. El asunto en un abrir y cerrar de ojos dejó de ser ridículo y absurdo, recuperó el sentido y hasta un sentido moderno, aunque tenebroso, negro, dramático y trágico. Kopeida, Pimko, los Juventones se sintieron mejor, y yo me sentí peor, agarrado por la garganta.

—Vosotros la… depravasteis —murmuró la madre—. No llores, no llores, niña…

—¡Lo felicito, profesor! —gritó furiosamente el ingeniero—. ¡Usted responderá de eso!

Pimko parecía sentir algún alivio. Hasta eso le venía mejor que la desubicación completa que sufría. Así que la depravaban. La situación se volvía en favor de la muchacha.

—¡Policía! —grité—. ¡Hay que llamar a la policía! —Di un paso bastante arriesgado, pues la policía y la menor suelen componerse desde siglos en un conjunto armónico, bello y lúgubre, por eso los Juventones padres con orgullo levantaron sus cabezas, pero yo me proponía asustar a Pimko. Palideció, carraspeó, tosió.

—Policía —repitió la madre, deleitándose con la policía frente a las piernas desnudas de la muchacha—, policía, policía…

—Créanme —balbuceó el profesor—, créanme ustedes. Están equivocados, me acusan injustamente…

—¡Sí! —exclamé—. Soy testigo. Vi por la ventana. El profesor entró en el jardín para evacuar. La señorita Zutka miró por la ventana y el profesor tuvo que saludarla. Conversando con ella entró en la casa por un momento.

Pimko se quebrantó ante el temor a la policía. Cobardemente se asió a esa explicación, sin tener en cuenta su sentido repugnante e infame.

—Sí, justamente, sí, estaba apurado, entré en el jardín, olvidándome que ustedes vivían aquí… y la señorita me vio por la ventana, así que tuve que simular, ja, ja, ja, simular estar de visita… ustedes comprenderán… en una situación tan drástica, Quid pro quo, quid pro quo —repetía.

Sus palabras chocaron a los presentes de manera eminentemente repulsiva y desconcertante. La muchacha escondió las piernas. Kopeida fingió no haber oído. Juventona madre volvió la espalda a Pimko, pero, al darse cuenta de que era la espalda lo que volvía, se apresuró a ponerse de nuevo de frente. Juventón parpadeó. Ah, de nuevo se encontraron en la red de esta parte infernal del cuerpo; la vulgaridad les inundaba, y yo miraba curiosamente cómo los inundaba y hundía. ¿Era la misma en la cual yo me ahogaba hacía un rato? Sí, parecía que era la misma, mas ahora se limitaba sólo a ellos. La hija bajo la frazada no daba señales de vida. Y Juventón soltó una risotada —no se sabe qué le había picado—; puede ser que el quid pro quo de Pimko se le asociara con un cabaret que en su tiempo existía en Varsovia con este nombre. Estalló en una definitiva risita de menudo ingenierito, risita trasera, macabra y mímica. Estalló y, enfurecido contra Pimko por su propia risa, saltó y mezquina, arrogantemente le colocó y plantó una bofetada. La aplicó y se inmovilizó con la mano tendida, jadeante. Se volvió serio. Se volvió rígido. Traje el saco y los zapatos de mi pieza y comencé a vestirme poco a poco, sin perder de vista la situación.

El abofeteado exteriorizó un ruido extraño y un temblor, pero tengo la convicción de que en el fondo de su alma aceptó con agradecimiento la bofetada que lo clasificaba de algún modo.

—Me pagará por eso —dijo fríamente y con evidente alivio.

Saludó al ingeniero, el ingeniero lo saludó. Pimko, aprovechándose del saludo, apuradamente se dirigió hacia la puerta. En seguida Kopeida se adhirió a los saludos y se marchó tras Pimko, tratando de contrabandear su persona… Juventón sobresaltóse. ¿Qué? ¿Así que aquí se trata de enviar los padrinos de un duelo, y este granuja se va como si nada hubiese ocurrido, con toda tranquilidad? Entonces a él también hay que darle en la facha. El ingeniero se abalanzó con la mano tendida, mas en el último segundo pensó que no podía pegar en la cara a un mocoso, un escolar, un pibe; la mano se le recalcó de modo extraño y en vez de pegar, le agarró (no pudiendo frenar su empuje), le agarró por el mentón. Kopeida, agarrado tan ilegalmente, se enfureció más que si hubiera sido abofeteado y, además, el falso apresar incorrecto, tras un largo cuarto de hora de puro absurdo, liberó sus más primitivos instintos. Sabe Dios qué se engendró en su cabeza: que el ingeniero le había agarrado adrede, que si tú a mí, yo a ti; algún pensamiento así debió asaltarle y, cumpliendo con una ley (que se pudiera a lo mejor llamar «la ley de desviación»), se inclinó y agarró al ingeniero por debajo de la rodilla. Juventón se derrumbó, en tanto que Kopeida le mordía el costado izquierdo, le agarraba con los dientes y no soltaba; levantó la cara y paseaba su mirada loca por todo el cuarto, mordiendo el costado.

Me estaba poniendo la corbata y el saco pero me interrumpí, por curiosidad. Nunca me ocurrió ver algo parecido. La doctora se lanzó en socorro del marido, atrapó la pierna de Kopeida y tiraba con todas sus fuerzas. Esto produjo un desmoronamiento aun más completo. Además Pimko, que estaba a un paso del montón, cometió de improviso un acto muy raro, casi imposible de describir. ¿Acaso el maestro había perdido toda confianza en sí mismo? ¿Le faltó determinación para quedarse de pie, mientras ellos estaban en el suelo? ¿Le pareció que el acostarse no era peor que el estar erguido? Lo cierto es que por su propia voluntad se acostó en el rincón de espaldas y levantó las extremidades en una postura de total debilidad. Yo me hacía el nudo de la corbata. Y ni siquiera me conmoví cuando la muchacha saltó desde abajo de la frazada y brincó alrededor de los padres que se revolcaban junto con Kopeida, tal un juez en un match de boxeo, conjurándolos entre lágrimas:

—¡Mamita! ¡Papito!

El ingeniero, enloquecido por el montón hormigueante y buscando un punto de apoyo para sus manos, le agarró el pie, por encima del tobillo. La colegiala cayó. Se revolcaban los cuatro, calladamente, como en una iglesia, pues la vergüenza a pesar de todo les presionaba. En cierto momento vi que la madre mordía a la hija, Kopeida tiraba de la doctora, el ingeniero empujaba a Kopeida, después de lo cual se deslizó por un segundo el muslo de la joven sobre la cabeza de la madre.

Al mismo tiempo el profesor en el rincón comenzó a manifestar una inclinación cada vez más fuerte hacia el montón; acostado sobre la espalda, con las extremidades arriba, se orientaba sin embargo evidentemente hacia ese lado y, sin moverse, oscilaba hacia él, pues el hormiguero y el montón revueltos se le volvieron, sin duda, la única solución. Levantarse no podía, no tenía ninguna razón para levantarse, y quedarse acostado sobre la espalda tampoco podía. Bastó un pequeño roce (que ocurrió cuando la familia junto con Kopeida, revolcándose, llegó a sus cercanías); agarró a Juventón no sé dónde, no lejos del hígado, y el remolino le arrastró.

Yo terminaba de colocar mis cosas más necesarias en mi valijita y me puse el sombrero. Me aburrían. Salud, moderna, salud, Juventones y Kopeida, salud, Pimko; no, no me despido de vosotros porque no es dable despedirse de algo que ya no existe. Me alejaba, liviano. Qué bien, qué bien, sacudir el polvo de los zapatos y alejarse, no dejando nada detrás de sí, no, no alejarse sino marcharse… Había ocurrido en verdad que Pimko, el maestro clásico, me hizo el cuculiquillo, que fui alumno en la escuela, moderno con la moderna, que fui bailarín en el dormitorio, despojador de alas de moscas, espía en el baño, tra, la, la… Que anduve con cuculeíto, facha, muslo, tra, la, la… No, todo desapareció, ahora ya ni joven, ni viejo, ni moderno, ni anticuado, ni alumno, ni muchacho, ni maduro, ni inmaduro, era nadie, era nulo… Alejarse andando, ir alejándose y no sentir ni un recuerdo. ¡Dulce indiferencia! ¡Sin recuerdo! Cuando murió todo en ti y nadie todavía pudo alumbrarte de nuevo. Oh, vale la pena vivir para la muerte, sólo para saber que todo murió en ti, que ya no hay nada… vacío y ayuno, silencio y limpieza; y cuando estaba alejándome me parecía que no iba solo sino conmigo, al lado mío o dentro de mí o alrededor de mí iba alguien idéntico conmigo, mío —en mí, mío— conmigo, y no había entre nosotros amor, odio, deseos, asco, fealdad, hermosura, risa, partes de cuerpo, ni ningún sentimiento, ningún mecanismo, nada, nada, nada… Por un milésimo de segundo. Porque, cuando pasaba por la cocina, palpando en la oscuridad, me llamaron en voz baja desde la alcoba de la doméstica.

—Pepe, Pepe…

Era Polilla quien, sentado sobre la sirvienta, se ponía apresuradamente los zapatos.

—Aquí estoy. ¿Sales? Espera, saldré contigo.

El susurro me golpeó en el costado y me paré como alcanzado. No podía bien discernir su facha en las tinieblas pero, juzgando por la voz, debía ser terrible. La sirvienta jadeaba pesadamente.

—Ssss… Silencio… Vamos —bajó de la servidora—. Por aquí, por aquí… ten cuidado, una canasta.

Llegamos a la calle.

Madrugaba. Las casitas, los arbolitos y las verjas estaban colocados en línea recta, ordenados… y el aire, transparente cerca de la tierra, más arriba se condensaba en un vaho desesperado. El asfalto. El vacío. El rocío. Nada. Al lado mío Polilla arreglándose la ropa. Trataba de no mirarlo. Desde las ventanas abiertas de la casa, la luz eléctrica agonizante y el incesante jadeo de la revuelta. El fresco penetraba, el frío del insomnio; empecé a temblar y castañetear. Polilla percibió el jadeo de los Juventones tras la ventana y dijo:

—¿Qué pasa? ¿Masajean a alguien?

No contesté y él, viendo la valijita en mi mano, preguntó:

—¿Huyes?

Bajé la cabeza. Sabía que me iba a agarrar, que debía atraparme, pues estábamos los dos… y próximos. Mas no podía alejarme de él sin motivo. Se acercó, pues, y su mano tomó mi mano.

—¿Huyes? Entonces yo también huiré. Iremos juntos. Violé a la sirvienta. Pero no es eso, no es eso… ¡El peón, el peón! ¿Quieres? Huiremos al campo. Al campo iremos. ¡Allí hay peones! ¡En el campo! Iremos juntos, ¿quieres? ¡Al peón, Pepe, al peón, al peón! —repetía obcecadamente.

Yo tenía la cabeza erguida y rígida, sin mirar.

—Polilla ¿qué me importa tu peón?

Pero cuando empecé a caminar, él se encaminó conmigo, yo me encaminé con él y juntos nos encaminamos.