En silencio me fui a mi cuarto y me acosté sobre el canapé. Tenía que preparar el plan de acción. Temblaba, y el sudor me anegaba, pues sabía que, en mi peregrinaje, debía ahora descender hasta el fondo mismo del infierno. Pues nada de lo que tiene buen gusto puede ser, en verdad, atroz (como ya la misma palabra «gusto» lo indica); sólo el disgusto, lo que no gusta, es auténticamente vomitable. Qué lindos, qué románticos y clásicos son esos asesinatos, violaciones, vaciamientos de ojos, que abundan en la prosa y la poesía; el ajo con chocolate, esto sí que es terrible, no los magníficos y atrayentes crímenes en Shakespeare. No, no me hablen de esos vuestros sufrimientos rimados, mimados, que nunca ofenden el buen gusto y que nos tragamos fácilmente como unas ostras, no me hablen de los bombones de la infamia, del budín de la atrocidad, las masitas de la miseria, los dulces del dolor y golosinas de la desesperación. ¿Y por qué una autora que pone su dedo heroico en las más sangrientas heridas sociales, describiendo sin temor la muerte por hambre de una familia obrera, compuesta de seis o de diez personas, por qué, pregunto, ella nunca se atrevería a hurgarse el oído en público con el mismo dedo? Porque esto sería mucho más terrible. La muerte por hambre o, durante la guerra, la muerte de un millón de hombres, es algo que se puede tragar y aun con gusto, pero existen siempre en el mundo combinaciones incomibles, vomitables, malas, inarmónicas, repugnantes y repulsivas, ¡ay, diabólicas!, que no aguanta la sensibilidad humana. Y sin embargo nuestro primer deber es gustar a los demás, debemos gustar, gustar, ¡que muera el esposo, la esposa e hijos que el corazón se haga pedazos, pero con gusto, con gusto! Sí, lo que debía emprender en nombre de la Madurez y para liberarme del hechizo de la colegiala era ya una actuación antigastronómica y en contra del estómago, frente a la cual se rebela el paladar.
Además, no me hacía ilusiones; mi éxito durante la cena era bastante dudoso, se refería más bien a los padres; la muchacha salió sin daño serio, quedaba siempre lejana e inalcanzable. ¿Cómo alcanzarla en su moderno estilo? ¿Cómo hacerla entrar en la órbita de mi actuación a pesar de la distancia que nos separaba? Pues, además de la distancia psíquica, existía también la física; nos veíamos sólo durante el almuerzo y la cena. ¿Cómo afearla, cómo rellenarla mentalmente, a distancia, es decir, cuando no estaba con ella, cuando ella estaba sola? Únicamente, pensaba, atisbando y acechando. Esta función me era ya facilitada por ellos hasta cierto punto, porque desde el comienzo mismo de nuestra convivencia me tomaron por espía y atisbador. Quién sabe —pensaba siempre con indolencia pero no sin esperanza— si, poniendo el ojo en el agujero de la puerta, no veré en seguida algo en ella que me rechazará, porque muchas bellezas se comportan, solas en su cuarto, en forma repugnante hasta la locura. Mas por otra parte arriesgaba mucho, porque algunas de las colegialas, sujetas a la disciplina del encanto, se cuidan tanto en la soledad como en público. Así que, en lugar de la fealdad, podía ver la belleza y la belleza vista en la soledad resulta todavía más aplastante. Recordaba cómo, habiendo entrado de improviso en su cuarto, encontré a la colegiala acercando un trapo a su pie en una actitud muy estilizada; sí, pero por otro lado el solo hecho de atisbarla, ya en cierta medida la afeaba e infamaba; cuando feamente miramos a la hermosura algo de nuestra mirada se pega a ella.
Así razonaba de modo algo afiebrado; por fin pesadamente me levanté del canapé y me dirigí a la cerradura de la puerta. Empero, antes de aplicar la mirada al ojo, miré por la ventana; el día era magnífico, fresco, otoñal; en la calle, iluminada por el otoño, Polilla a hurtadillas se acercaba a la entrada de servicio. Seguramente para visitar a la sirvienta. Sobre la quinta vecina las palomas volaron bajo el sol claro, en la lejanía se dejó oír una bocina, una nurse jugaba con un niño y los vidrios se bañaban en el sol ya declinante. Delante de la casa se paró un mendigo, un miserable viejo, barbudo y velludo, desgraciado y desesperado. El barbudo me sugirió una idea; con desgarbo y pesadamente salí a la calle y corté una ramita verde del árbol.
—Vea —dije—, aquí tiene 50 centavos. Le daré todavía un zloty, pero debe ponerse esta ramita en la boca y tenerla así hasta la noche.
El barbudo se puso el verdor en la boca y, no se sabe por qué, el joven verdor en su vieja boca me proporcionó un alivio. Bendiciendo al dinero que sabe conseguir aliados, volví a la casa. Acerqué el ojo a la cerradura. La colegiala se movía como todas las muchachas suelen moverse en su cuarto. Algo arreglaba en los cajones, sacó un cuaderno —lo puso sobre la mesa—, y veía su perfil, el perfil de una típica colegiala, inclinado sobre el cuaderno.
Espié miserablemente, sin descanso, desde las 4 hasta las 6 (mientras el mendigo llevaba la ramita en la boca sin cesar), en vano esperando que tal vez se traicionara al evidenciar, por algún reflejo nervioso, su derrota durante el almuerzo, mordiéndose, digamos, los labios o frunciendo las cejas. Nada de eso. Como si nada hubiese ocurrido. Como si yo no existiese. Como si nunca nada hubiese perturbado su colegialismo. Y aquel colegialismo, con el tiempo, se volvía cada vez más frío, cruel, más indiferente e inaccesible, y se podía dudar de la posibilidad de perjudicar a la colegiala, que en la soledad se comportaba del mismo modo que en público. Casi se podía dudar de que algo hubiese ocurrido durante el almuerzo. Alrededor de las 6 la puerta se abrió de improviso: apareció la doctora.
—¿Trabajas? —preguntó con alivio, escudriñando a la hija atentamente—. ¿Trabajas?
—Preparo el deber de alemán —contestó la hija.
La madre suspiró varias veces.
—Trabajas, está bien. Trabaja, trabaja.
La acarició tranquilizada. ¿También ella sospechaba un quebrantamiento en la hija? Zutka hurtó la cabecita. La madre quiso decir algo, abrió la boca y la cerró; se contuvo. Echó alrededor una mirada inquisitiva.
—¡Trabaja! ¡Trabaja! ¡Trabaja! —decía con nerviosismo—. Sé activa, intensa. Por la noche escápate al dancing, escápate al dancing, escápate al dancing. Vuelve tarde, duérmete con un sueño de piedra…
—¡No me trastornes la cabeza, mamá! —exclamó duramente la colegiala—. ¡No tengo tiempo!
La madre la miró con admiración oculta. La dureza de la colegiala la tranquilizó por completo. Comprendió que la hija no se había ablandado nada durante la cena. Y, a mí, me oprimió la garganta aquella brutal dureza de la colegiala. Su dureza era dirigida contra ella misma y nada nos conmueve tanto como ver a la amada cruelmente dura no sólo frente a nosotros, sino hasta en nuestra ausencia, practicando su brutalidad e intransigencia, como ejercitándose para cualquier eventualidad. Además, la poesía de la muchacha se acentuaba dolorosamente en su brutalidad. Cuando la madre se ausentó, inclinó sobre el cuaderno el perfil y, lejana y cruel, se puso a preparar los deberes soberanamente.
Sentía que si por más tiempo permitía a la joven ser poética en la soledad y si no establecía de inmediato un contacto directo entre ella y yo, el asunto podía tomar un giro bastante trágico. En vez de afearla le añadía más encanto, en vez de atraparla yo por la garganta, ella me atrapaba por la garganta. Tragué saliva ruidosamente detrás de la puerta, para que supiera que estaba mirándola. Se sobresaltó y no volvió la cabeza —lo que demostraba que se había dado cuenta—; hundió la cabecita entre los hombros, alcanzada. Pero en el mismo momento su perfil dejó de existir en sí y sólo en sí, por lo que, de súbito y manifiestamente, perdió toda poesía. La muchacha, con su perfil bajo mi mirada, luchaba un largo rato, obstinada, silenciosamente, y la lucha consistía en que ni siquiera movió los párpados. Seguía escribiendo y se comportaba como si no fuese espiada por nadie.
Sin embargo al cabo de unos minutos el ojo de la cerradura, que la contemplaba con mis ojos, empezó a molestarla. Para manifestar su independencia y consolidar su impasibilidad, expresamente sorbió por la nariz con ruido, vulgar, feamente, como si quisiera decir: «Mira, no me importa nada, sorbo». Así las jovencitas demuestran su máximo desprecio. ¡Eso esperaba! Cuando, cayendo en un error táctico, sorbió, sorbí también con la nariz detrás de la puerta, no demasiado fuerte pero con claridad, como si, contagiado por ella, no pudiese contenerme. Se calló cual un pajarito —este diálogo nasal era inadmisible para la muchacha—, pero la nariz, una vez movilizada, ya no la dejó en paz; tras una breve vacilación tuvo que sacar el pañuelo y sonarse, después de lo cual todavía con largos intervalos, imperceptiblemente y con nerviosismo, sorbió. Le contestaba con mi nariz detrás de la puerta vez tras vez. Me felicitaba de haber evidenciado la nariz en ella con tanta facilidad, la nariz de la joven era mucho menos moderna que las piernas de la joven, más fácil de superar. Subrayando y acentuando en ella la nariz, daba un gran paso adelante. Si pudiera provocarle un catarro nervioso, si fuera posible ¡resfriar el modernismo!
Y ella no podía, después de tantos sorbos, levantarse y tapar la cerradura con algún trapo; eso equivaldría a confesar que tragaba nerviosamente y por mi causa. Silencio, traguemos miserable y desesperadamente, ¡ocultémonos con la esperanza! No aprecié bastante, sin embargo, la sabia picardía de la muchacha. De golpe, con un ademán amplio, enérgico, se secó la nariz con la mano —con todo el brazo—, y este movimiento atrevido, deportivo, juguetón y divertido, cambió la situación en su favor, adornó los sorbos con encanto. Me agarró la garganta. En ese momento —apenas tuve tiempo de alejarme del agujero— entró en mi cuarto, de improviso, la doctora.
—¿Qué hace? —dijo, contemplando, no sin sospechas, mi actitud indefinida en medio del cuarto—. ¿Por qué… está ahí? ¿Por qué está de pie? ¿Por qué no prepara sus deberes? ¿Acaso no practica ningún deporte? ¡Hay que ocuparse de algo! —profirió con rabia.
Temía por la hija. En mi indefinible postura en el medio del cuarto olfateaba una oscura maquinación contra su hija. No hice ningún movimiento aclaratorio y me quede en el medio, apáticamente, como un desgraciado y como frenado, hasta que la Juventona no aguantó más y me volvió la espalda. Su mirada cayó sobre el mendigo delante de la casa.
—¿Qué tiene aquél? ¿Por qué lleva una ramita en la boca?
—¿Quién?
—El mendigo. ¿Qué significa eso?
—No sé. Se la puso y la tiene.
—Habló con él. Lo vi por la ventana.
—Hablé.
Me sondeaba el rostro. Vacilaba como un péndulo. Presentía que la ramita contenía algún sentido oculto y enemistoso contra la hija, pero no podía saber que la rama verde en la boca se había convertido para mí en un atributo del modernismo. La sospecha de que era yo quien había ordenado al barbudo llevar el verdor era demasiado absurda, no se dejaba formular en palabras. Miró con desconfianza mi mente y salió. ¡Cógela! ¡Pegar! ¡Agarrar! ¡Perseguir, a ella, a ella! ¡Esclava de mi fantasía! ¡Víctima de mi capricho! ¡Silencio, silencio! Salté hacia el agujero de la puerta. A medida que se desarrollaban los acontecimientos me resultaba cada vez más difícil conservar mi primitiva actitud de desesperación y de miseria; la lucha picaba, una malicia bestial aventajaba a la postración y resignación. La colegiala desapareció. Habiendo oído voces detrás de la puerta, comprendió que yo ya no estaba mirando y esto le permitió salir de la trampa. Se fue a la calle. ¿Percibirá el gajito en el mendigo, adivinará para quién lo lleva el barbudo? Aunque no adivinara, la rama en el barbudo, la ácida, verde amargura en el agujero bucal del mendigo, tenía que debilitarla, era eso demasiado contrario a su moderna visión del mundo. El crepúsculo caía. Las linternas bañaban la ciudad de morado. El hijito del portero volvía del almacén próximo. Los árboles perdían su hojarasca en el aire limpio, transparente. Un avión bramaba en el azul del cielo. La puerta de entrada sonó, anunciando la salida de la Juventona madre. La doctora, intranquila, turbada, presintiendo algo malo en el aire, se apersonó en la sesión del comité deseosa de procurarse —para cualquier eventualidad— algún elemento maduro, mundano, social.
LA PRESIDENTA. Señoras, en la orden del día tenemos, para tratar, la plaga de las criaturas abandonadas.
LA DOCTORA JUVENTONA. ¿De dónde sacaremos fondos?
El crepúsculo caía y el mendigo se quedaba en la calle con su verdor joven, una disonancia. Yo estaba solo en la casa. No sé qué «sherlockholmesada» empezaba a insinuarse en los cuartos vacíos, algo detectivesco penetraba el ambiente mientras estaba así, en las tinieblas, buscando cómo proseguir mi acción tan felizmente comenzada. En vista de que habían huido, decidí revisar la casa: a lo mejor lograría alcanzarlas en esta su aura casera. En el dormitorio de los Juventones —claro, pequeño, limpio y austero— el olor del jabón y de la salida de baño, ese calorcito culto, moderno y civilizado que huele a lima de uñas, calentador a gas y a pijama. Un rato largo me quedé en medio de la pieza, aspirando la atmósfera, analizando los elementos y buscando cómo y de dónde sacar el ingusto reinante, cómo asquerosear el ambiente.
En apariencias, no había a qué pegarse. La limpieza, el orden y la luz, decencia y austeridad; el dormitorio era, a simple vista más simpático que los dormitorios a la antigua moda. Pero ignoraba a qué se debía que la robe de chambre del doctor moderno, su pijama, su esponja, su crema de afeitar, sus zapatillas, pastillas de agua mineral y el instrumento gimnástico de la esposa, la cortinita clara, amarilla en la ventana moderna, causaran una impresión tan desagradable. ¿Estandardización? ¿Filisteísmo? No, no era eso. No. ¿Por qué? Me detuve, no pudiendo descubrir la fórmula del ingusto, careciendo de palabra, gesto, acto con los cuales pudiera pescarlo, concretarlo; mi mirada alcanzó un libro dejado sobre la mesita. Eran las memorias de Chaplin, abiertas allí donde cuenta cómo Wells bailó solo delante de él una danza de su invención. «Después H. G. Wells bailó magníficamente un baile de su fantasía». El baile solo del escritor inglés me ayudó a pescar el ingusto ambiente como con un anzuelo. ¡He aquí el comentario adecuado! Este cuarto no era otra cosa sino justamente Wells bailando solo delante de Chaplin. Pues ¿qué era Wells en su danza? Era utopista. El viejo moderno creía que le estaba permitido expresar libremente su alegría de bailar, se obstinaba en su derecho a la alegría y armonía… pirueteaba con la visión de un mundo que llegará un día tras milenios, danzaba solo, adelantándose a los tiempos, bailaba teóricamente porque consideraba que tenía derecho… Pero ¿qué era este dormitorio? También utopía. ¿Dónde había aquí lugar para esos ronquidos y gruñidos que el hombre profiere en sueños? ¿Dónde lugar para la obesidad de la esposa? ¿Dónde lugar para la barba del Juventón, barba afeitada pero sin embargo existente in potentia? El ingeniero era, indudablemente, barbudo, aunque cada día echaba su barba al lavabo junto con la crema de afeitar, y este cuarto estaba afeitado. Antes la selva susurrante constituía el dormitorio de la humanidad; ¿dónde, sin embargo, había lugar para los susurros, la oscuridad, la negrura del bosque, en este cuarto claro, entre las toallas? Qué pobre —y estrecha— era esta limpieza azul y clara, incompatible con el color de la tierra y del hombre. Y los Juventones me parecieron tan espantosos en su cuarto como Wells en su baile solitario delante de Chaplin.
Pero solamente cuando yo mismo emprendí un baile mis pensamientos tomaron cuerpo y convirtiéronse en acto, ridiculizando poderosamente todo alrededor y evidenciando el ingusto. Danzaba y mi danza sin pareja en la soledad y el silencio se hinchaba de locura hasta causarme pavor. Después de haber bailado frente a las toallas, pijamas, cremas, camas y demás instrumentos higiénicos de los Juventones, me retiré rápidamente, cerrando tras de mí la puerta. ¡Les inyecté mi baile en su interior moderno! Pero adelante, adelante, ahora al cuarto de la colegiala, ¡allí bailar, afear!
Mas el dormitorio de la joven, o, mejor dicho, el hall donde dormía y estudiaba, era infinitamente menos propicio al arreglo ingustante. Ya el solo hecho de que careciendo de dormitorio propio, durmiera en el rincón del hall, emanaba encantadoras y cautivantes sugestiones. Había en eso el gran apuro de nuestro siglo, un nomadismo de la colegiala y no sé qué carpe diem vinculado por pasajes secretos con la fácil, apurada, similar a un coche, naturaleza de la juventud contemporánea. Había que suponer que se dormía en seguida de poner la cabecita (cabecita y no cabeza; ya tenían ojos, pero todavía tenían cabecitas) sobre la almohada, y eso de nuevo hacía pensar en la intensidad y el ritmo acelerado de la vida actual. Además, la falta de un dormitorio sensu stricto me impedía una acción semejante a la que efectué en el cuarto de los padres. La colegiala, en verdad, dormía no privada sino públicamente, no tenía vida nocturna propia y la dura publicidad de la muchacha la juntaba con Europa y América, con los campos de trabajo, con los cuarteles, las banderas, los hoteles y las estaciones, creaba perspectivas enormemente vastas, excluía la posibilidad de un rincón propio. La ropa, encerrada en el sofá-cama, tenía un papel marginal, no se destacaba, sólo constituía un suplemento al sueño. No había tocador. La colegiala se miraba en el gran espejo de la pared. Ningún espejo manual. Al lado del sofá-cama una pequeña mesita, negra, escolar, sobre la cual había libros y cuadernos. Sobre los cuadernos, una lima de uñas; sobre la ventana, un cortaplumas, barata pluma fuente, manzana, programa de concursos, fotografía de Fred Astaire y otra de Gingers Rogers, atado de cigarrillos opiados, cepillo de dientes, zapatilla de tenis y, dentro de ella, una flor, un clavel dejado accidentalmente. Eso era todo. Qué poco era, ¡y qué mucho!
Me quedé en silencio ante el clavel ¡tenía que admirar a la colegiala! ¡Qué picardía! Echando el clavel en la zapatilla mataba dos pájaros de un tiro, agudizaba el amor con el deporte, ensalzaba el deporte con el amor. Echó la flor en la zapatilla de tenis sudada, y no en una zapatilla común, pues sabía que a las flores sólo no perjudica el sudor deportivo. Asociando el sudor deportivo con la flor, despertaba una simpatía hacia su sudor, le adjuntaba algo florido y lindo. ¡Oh, maestra! Mientras las anticuadas, ingenuas, banales, cultivan las azaleas en los tiestos ella en una zapatilla echa la flor, en una zapatilla deportiva. ¡Y la picara con toda seguridad lo hizo así no más, inconsciente, accidentalmente!
Meditaba qué hacer frente a eso. ¿Echar la flor a la basura? ¿Metérsela al mendigo barbudo en el agujero bucal? Pero todos esos mecánicos y artificiales procedimientos significarían sólo eludir la verdadera dificultad; no, había que neutralizar el hechizo de la flor, allí donde estaba, y no por fuerza física sino psíquica. El barbudo, con su gajito verde en la espesura de la barba, permanecía fielmente delante de las ventanas, una mosca zumbaba sobre el vidrio, desde la cocina se percibía el monótono parloteo de la sirvienta, a la que Polilla tentaba con el peón, más allá un tranvía chillaba en la esquina —con una sonrisita dudosa me quedaba entre esos sonidos diversos—; la mosca zumbó con más fuerza. La atrapé; y arrancándole las patas y las alas, hice de ella una bolita sufriente, pavorosa y metafísica, no del todo redonda mas por cierto bastante abismal, y la uní a la flor, silenciosamente la puse dentro de la zapatilla. El sudor que en esta oportunidad me bañó la frente demostró ser más potente que los florecientes sudores del tenis. ¡Como si me hubiese aliado con el diablo contra la moderna! La mosca, con su sordo, mudo sufrimiento descalificaba la zapatilla, la flor, la manzana, los cigarrillos, y todo el reino de la colegiala, y yo, parado con una malévola sonrisa, prestaba oído a lo que ahora ocurría en el cuarto y en mí, sondeando el ambiente, tal un loco; y pensaba que no sólo los chiquillos suelen torturar gatos y pajaritos, sino que a los grandes y adultos muchachos también se les ocurre torturar, ¡para dejar de ser muchachos de la colegiala, para imponerse a alguna colegiala suya! ¿No es por eso, acaso, que hacían sufrir Trotzky, Torquemada? ¿En qué consistía la colegiala de Torquemada? Silencio, silencio.
El barbudo verdeante permanecía en su puesto, la mosca sufría calladamente en la zapatilla, ahora china, bizantina, en el dormitorio de los Juventones mi baile permanecía, empecé a buscar más profundamente entre las cosas de la moderna. Abrí el ropero, mas la ropa no respondió a mis esperanzas. Los pantalones interiores no perjudicaban a la muchacha, habían perdido su espíritu casero… eran más parecidos a shorts de ejercicios gimnásticos. En cambio dentro del cajón, que abrí con un cuchillo, un montón de cartas, la correspondencia amorosa de la colegiala. Me eché sobre ella mientras el barbudo, la mosca, el baile actuaban siempre, sin cesar.
¡Oh, el pandemónium de la colegiala moderna! ¡Qué contenidos encerraba aquel cajón! Sólo entonces me enteré de cuan terribles misterios son dueñas las colegialas contemporáneas, y qué pasaría si alguna quisiera traicionar lo que se le hubiera confiado. Pero esos misterios se hunden en las jóvenes como una piedra en el agua, son demasiado lindos, demasiado hermosos para poder contarlos… y aquellas que no están enmudecidas por la belleza no reciben tales cartas… Hay algo ultraconmovedor en eso de que sólo las personas sujetas a la disciplina de la hermosura tienen acceso a ciertos vergonzosos contenidos psíquicos de la humanidad. ¡Oh, la muchacha, ese receptáculo de la vergüenza, cerrado con la llave de la beldad! Aquí, en este templo, cada uno, joven o viejo, depositaba tales cosas que posiblemente preferiría morir tres veces seguidas y quemarse a fuego lento, antes que fuesen dadas a la publicidad… Y el rostro del siglo, el rostro del siglo XX, del siglo de la confusión de las edades, aparecía dudoso como un Sileno.
Había allí, entre otras, cartas amorosas de los escolares, tan desagradables, irritantes, provocadoras, indolentes, empecinadas, fatales, infamantes y vergonzosas, que nunca nada parecido había visto la historia, ni la antigua, ni la medieval. Y si algún muchacho de Asiría, de Babilonia o de Grecia, o aun de Polonia antigua, hubiese leído eso, sin duda se hubiera puesto colorado, ¡se agarraría a trompadas! ¡Oh, qué cacofonías! ¡Qué falsedades más rascantes de esta canción amorosa! Como si la misma naturaleza en su ilimitado desprecio para con los miserables mozos, rellenos de tanta ideología, les hubiese quitado la voz frente a la joven, con el fin de impedir la procreación del género de los escolares. Y sólo esas cartas que de miedo no expresaban nada eran soportables: «Zutka, con Marísita y Luis, mañana, en la cancha, avisa, Enrique». Sólo tales no eran comprometedoras… Encontré sendas cartas de Bobek y Hopek, vulgares en su contenido y en su forma ordinarias, que trataban de lograr las apariencias de la madurez mediante una brutalidad excesiva. Se dejaban atraer como las mariposas nocturnas al fuego, a sabiendas de que se quemarían…
Pero las cartas de los estudiantes universitarios eran no menos temerosas, aunque mejor enmascaradas. Se veía cómo cada uno de ellos temía y se esforzaba, cómo se cuidaba y medía las palabras, para no caer directamente en el abismo de su inmadurez, de sus muslos. Los muslos no les dejaban en paz, había una antítesis irreductible entre el muslo, adormecido e inconsciente en su verdor primitivo, y todo lo que podía soñar la cabeza. Mas por eso justamente no se mencionaba nunca a los muslos; en cambio se hablaba mucho del sentimiento, de asuntos sociales, económicos o mundanos, del bridge y de las carreras hípicas y aun del cambio de la estructura estatal. Sobre todo los políticos, esos gritones de la «vida estudiantil», con suma habilidad ocultaban sus muslos, y sin embargo mandaban sistemáticamente a la colegiala todos sus programas, proclamaciones y declaraciones ideológicas. «Zutka, ¿quiere usted enterarse de nuestro programa?» escribían, pero en los programas tampoco había nada de los muslos, salvo si no les ocurría esporádicamente un lapsus linguae. Por ejemplo en vez de «el trémolo de la bandera» se escribía «el tremuslo de la bandera». Y también en vez de decir «el muro de la patria» se expresaron «el muslo de la patria». Fuera de esos dos casos los muslos nunca trascendieron. Asimismo en los escritos, por otra parte, bastante lujuriosos, mediante los cuales las viejas tías, que publicaban en la prensa notas sobre la «época del jazz» y la «desnudez en la playa», trataban de entrar en un contacto espiritual con la colegiala para salvarla de la perdición, los muslos estaban estrictamente ocultados. Al leerlas, se tenía la sensación de que en absoluto no se trataba en ellas de los muslos.
Además, montones de esos, comunes hoy día, volúmenes de versos, en cantidad no menor de trescientos o cuatrocientos, se acumulaban en el fondo mismo del cajón, sin haber sido —hay que confesarlo— asimilados y ni aun abiertos por la cuerda colegiala. Estaban provistos de dedicatorias concebidas en tono interior, sincero, honesto, que con suma energía exigían la lectura de la muchacha, obligaban a la lectura; con expresiones rebuscadas y mordaces condenaban el no leer de la muchacha, mientras elogiaban y exaltaban hasta el cielo el leerlos, amenazaban con la expulsión de la élite por el no leer y clamaban que la joven leyera en vista de la soledad del poeta, la labor del poeta, la misión del poeta, la vanguardia del poeta, la inspiración del poeta y el alma del poeta. Lo más raro, sin embargo, era que aquí tampoco se mencionaban los muslos. Aun más raro, los títulos de los volúmenes no contenían ni un comino de muslos. Sólo auroras y Auroras Nacientes y Nuevas Auroras y la Nueva Alba y la Época de la Lucha y la Lucha de la Época y la Época Difícil, y la Época Joven y la Juventud en Guardia y la Guardia de la Juventud y la Juventud Luchadora y la Juventud en Marcha y Adelante jóvenes y la Amargura Joven y los Ojos jóvenes y la Boca Joven y la Primavera Joven y mi Primavera y Primavera y Yo y los Ritmos Primaverales y el Ritmo de Ametralladoras, Semáforos, Antenas, Hélices y Mi Despertar y Mi Caricia y Mis Nostalgias y Mis ojos y Mis Labios (de los muslos ni sombra), todo escrito en tono poético, con rebuscadas asonancias o sin rebusca de asonancia, y con atrevidas metáforas o con embriaguez del verbo. Pero pocos muslos, casi nada, no se podía pescar ni un muslo. Los autores con gran maestría poética, y muy hábilmente, se ocultaban detrás de la Belleza, la Perfección Técnica, la Lógica Interna de la Obra, la Férrea Consecuencia de las Asociaciones, o tras la Conciencia de las Clases, la Lucha, el Amanecer de la Historia y otros semejantes, objetivamente antimuslescos elementos. Mas en seguida se hacía evidente que esos versitos, en su complicado y esforzado arte que a nadie servía para nada, constituyen sólo una complicada cifra, y que debe existir alguna real y suficiente razón que obliga a tantos insignificantes soñadores a componer esas extravagantes charadas. Y después de meditar un rato logré traducir a un idioma comprensible el contenido de la siguiente estrofa:
EL VERSO
Los horizontes estallan como botellas
la mancha verde crece hacia el cielo
me traslado de nuevo a la sombra de los pinos
y desde allá
tomo el último trago insaciable
de mi primavera cotidiana.
MI TRADUCCIÓN
Los muslos, los muslos, los muslos,
los muslos, los muslos, los muslos, los muslos
el muslo.
Los muslos, los muslos, los muslos.
Además —y aquí empezaba el verdadero pandemónium de la colegiala— además había todo un montón de íntimas cartitas de parte de los jueces, abogados y procuradores, farmacéuticos, comerciantes, estancieros, médicos, etc. ¡de todos aquellos brillantes e imponentes personajes que tanto me impresionaran siempre! Me asombraba, mientras la mosca seguía con sus sufrimientos mudos. ¿Entonces ellos también, a pesar de las apariencias, mantenían relaciones con la moderna colegiala? ¡Increíble —repetía— increíble! ¿Entonces la Madurez les resultaba tan pesada que, en secreto para la esposa y los hijos, mandaban largas epístolas a la moderna colegiala del 2º año? Naturalmente, aquí todavía menos se podía encontrar algo de los muslos; al contrario, cada uno detalladamente explicaba por qué iniciaba ese «intercambio de ideas», confiando en que «Zutka» lo comprendería, no tomaría eso a mal, etc., etc. Después rendían homenaje a la moderna en palabras torcidas, pero serviciales, conjurándola entre líneas a que se dignara soñar con ellos, naturalmente en secreto. Y cada uno, sin mencionar empero los muslos, subrayaba y destacaba cuanto podía el muchacho Moderno en él encerrado. El fiscal: «Aunque llevo una toga, soy en realidad un muchacho para los recados. Soy disciplinado. Hago lo que me ordenan. No tengo opiniones propias. El presidente del tribunal puede retarme delante de todos y tengo que levantarme y pedir permiso para hablar, tal un muchacho». El político aseguraba: «Soy muchacho, nada más que un muchacho político, muchacho histórico». Un suboficial escribía lo siguiente: «Tengo que obedecer ciegamente. A la orden tengo que sacrificar la vida. Soy esclavo. Mira que los jefes siempre nos llaman “muchachos”, sin tomar en cuenta la edad. No creas en mi partida de nacimiento, esto es un detalle puramente exterior, la esposa y los hijos son nada más que un suplemento… soy un muchacho militar, con alma fiel y ciega de muchacho, y hasta los soldados dicen que soy perro, sí, sí “¡soy un perro!”». El estanciero: «Ya estoy en bancarrota, mi esposa irá a trabajar como muchacha de cocina, mis hijos tendrán vida perra y yo no soy ningún hacendado, sino un muchacho exilado, muchacho perdido. Siento un goce secreto». Empero los muslos en toutes lettres ni una sola vez eran mencionados. En los post scriptum imploraban la discreción absoluta, subrayando que su carrera terminaría para siempre si una sola palabrita de tales confidencias trascendiese. —Sólo para Ti. Guarda eso para Ti. ¡No digas nada a nadie!— ¡Increíble! Esas cartas me evidenciaron de golpe todo el poder de la moderna colegiala. ¿Dónde no se encontraba su encanto? ¿En qué cabeza no estaban sus muslos? Bajo la influencia de esos pensamientos las piernas se me movieron solas y ya estaban por bailar en honor de los muchachos Viejos del siglo XX, ejercitados, hostigados y castigados con el latigazo, cuando en el fondo del cajón percibí un gran sobre del ministerio ¡y en seguida reconocí la escritura de Pimko! La carta era seca.
«No voy —escribía Pimko— a tolerar más su escandalosa ignorancia dentro de lo abarcado por el programa escolar.
»La cito a presentarse a mi despacho del ministerio, pasado mañana, viernes a las 16:30, a fin de explicarle, aclararle y enseñarle al poeta Norwid y eliminar una falla en su educación.
»Hago observar que cito legal, formal, y culturalmente, como profesor y educador, y que, en caso de desobediencia, mandaré a la directora una moción por escrito para que la expulsen del colegio.
»Subrayo que no puedo soporta más la falla y que, como profesor, tengo derecho a no soportarla. Ruego cumplir, pues. T. Pimko, Dr. en Fil. y Prof. Honoris Causa. Varsovia».
¿Tan lejos habíase llegado entre ellos? ¿La amenazaba? ¿Entonces así era la cosa? Tanto tiempo ella le coqueteó con su ignorancia que por fin el maestro mostraba sus garras. Pimko, no pudiendo arreglar una cita con la colegiala en tanto que Pimko, la citaba en su calidad de profesor de enseñanza superior y normal. Ya no se contentaba con el flirteo en la casa, bajo la mirada de los padres; aprovechaba la autoridad de su puesto, quería imponerle a Norwid por vía legal y formal. Ya que no podía hacer otra cosa, quería por lo menos hacerse sentir a la muchacha con Norwid. Yo guardaba la carta en la mano profundamente asombrado, no sabiendo… si esto sería para mi bien… o para mi mal. Pero debajo de esta carta había en el cajón otra, una hoja extraída de una libreta, algunas frases escritas con lápiz, ¡y reconocí la letra de Kopeida! ¡Sí, Kopeida, no cabía la menor duda, Kopeida! Febrilmente agarré la hoja. Lacónica, estrujada, apurada; todo indicaba que fue tirada por la ventana.
«Me olvidé dejarte mi domicilio (aquí seguía el domicilio de Kopeida). Si quieres conmigo yo también quiero. Avísame, H. K.».
¡Kopeida! ¿Os acordáis de Kopeida? ¡Ah, en seguida comprendí todo! ¡No me engañaron mis presentimientos!
Kopeida era aquel desconocido muchacho que acompañaba a la colegiala (como se había dicho durante la cena). Kopeida tiró por la ventana esta hoja. Conoció a la joven en la calle y he aquí que ahora le hacía una proposición complementaria ¡cuán inmediata y moderna! «Si quieres conmigo yo también quiero», proponía de modo concreto y breve… La vio en la calle, sintió su sex appeal, le habló… y ahora le había arrojado un papelito pasando frente a la ventana, sin formalismos innecesarios, según las nuevas costumbres de los jóvenes entre sí… ¡Kopeida! Y ella… ella por cierto ni siquiera conocía su apellido pues no se había presentado…
Todo eso me agarró por la garganta.
¡Y aquí de nuevo Pimko, el viejo Pimko, que cultural, legal, oficial y formalmente se imponía como profesor que era! ¡Debes, debes satisfacerme en lo que se refiere a Norwid, pues yo soy tu dueño, tu maestro, eres mi esclava, colegiala!… Aquel tenía derecho a ella como hermano, compañero de la misma edad, moderno, y este como maestro de la enseñanza normal y pedagogo diplomado.
Otra vez me agarraron la garganta. ¿Qué significaban las confidencias de los estancieros, los gemidos de los abogados, o las ridículas charadas poéticas, frente a esas dos cartas? Estas cartas anunciaban el desastre y la catástrofe. El peligro mortal e inminente consistía en que la muchacha estaría dispuesta a sucumbir a Pimko y a Kopeida, sin sentimiento, sólo cumpliendo con su modalidad, exclusivamente porque ambos tenían derecho a ella, uno un derecho moderno y privado, otro un derecho antiguo y público. Mas entonces su encanto aumentaría enormemente… y ya no me salvarían los bailes y moscas de mi acción, me estrangularía con su encanto. Si con todo asentimentalismo físico y moderno se entregara a Kopeida… O si fuera a Pimko, obedeciendo su orden de maestro… La muchacha que va al viejo porque es colegiala… La muchacha que se entrega al joven porque es moderna…
¡Oh, este culto, esta obediencia, esta esclavitud de la muchacha frente a la colegiala y a la moderna! Ambos sabían qué hacían cuando se dirigían a ella con tanta crudeza y brevedad, sabían que justamente por eso la muchacha estaría dispuesta a sucumbir… El experimentado Pimko no esperaba que se asustara de sus amenazas; descontaba más bien que sucumbir bajo amenaza ante un viejo es hermoso, casi tan hermoso como sucumbir ante un joven sólo por la razón de que se expresa en lenguaje moderno. ¡Oh, la esclavitud hasta la autoaniquilación frente al estilo, oh, la obediencia de la muchacha! Sí, sí, esto era inevitable… Y entonces… ¿qué haré, dónde me esconderé… ante esa nueva marea y crecimiento? Ved qué raro era eso. Ambos a fin de cuentas destruían el encanto moderno de la colegiala… Pues Pimko se proponía aniquilar su ignorancia deportiva en materia de poesía. Y con Kopeida peor aun: el asunto podría terminar en mamita. Pero el preciso momento de la destrucción multiplicaba hasta lo infinito todos los encantos… ¿Para qué habría explorado ese cajón? Bendita la ignorancia. Si no me hubiera enterado, hubiera podido seguir con mi acción emprendida contra la colegiala. Pero ya sabía, y esto me debilitó terriblemente.
Penetrantes y conmovedores secretos de la vida íntima de una adolescente, el contenido demoníaco de un cajón colegial. Hermosura… ¿Con qué afearla? ¿Cómo ingustarla? La mosca sufría sin movimiento, sin voz. El barbudo llevaba la rama. Con las cartas en la mano pensaba qué emprender, qué hacer, cómo contrarrestar el inevitable y poderoso crecimiento de los encantos, hechizos, hermosuras y añoranzas.
Hasta que, por fin, en una profunda confusión de sentidos, se me ocurrió una intriga, tan extravagante que mientras no emprendiera su realización, parecería irreal. Arranqué una hoja del cuaderno. Escribí con la clara y grande letra de la colegiala: «Mañana, jueves, a las 12 de la noche golpea a la ventana del portal, te dejaré entrar. Z».
Puse la hoja en un sobre. Escribí la dirección de Kopeida. Y escribí otra carta idéntica: «Mañana, jueves, a las 12 de la noche golpea a la ventana del portal, te dejaré entrar. Z». Puse la dirección de Pimko. El plan consistía en esto: Pimko, habiendo recibido en contestación a su carta, formal y legal, una cartita donde lo tuteaban… de un modo cínico, sencillamente perdería la cabeza. Para el viejo sería este un verdadero golpe. Se imaginaría que la colegiala quería tener con él una cita sensu stricto. La insolencia, el cinismo, la corrupción, el demonismo de la moderna, tomando en cuenta la edad, la clase social, la educación, lo embriagarían por completo. No lograría mantenerse en su papel de profesor, no se mantendría en su legalidad y formalidad. Secreta, ilegalmente, correría a la ventana y golpearía. Entonces se encontraría con Kopeida.
¿Qué pasaría después? No sabía. Pero sabía que armaría un barullo, despertaría a la familia, sacaría este asunto a la luz, ridiculizaría a Pimko con Kopeida y a Kopeida con Pimko. Y veríamos entonces qué aspecto tendrían esos amores, qué quedaría del encanto.