Y a la mañana siguiente la escuela y Sifón, Polilla, Bobek, Hopek, Kotecki y el accusativus cum infinitivo, el Enteco, el vate y el nopodermiento cotidiano, ¡oh, oh, oh, el aburrimiento, el aburrimiento! ¡Y de nuevo lo mismo! De nuevo el vate vaticina, el poeta canta, el maestro con el poeta se gana la vida, los alumnos en los bancos sufren de una postración aguda, el dedo se mueve dentro del zapato, y aburrimiento, ¡oh, aburrimiento! Y de nuevo presiona el tedio y bajo la presión del tedio, del vate y del pedagogo la realidad se transforma poco a poco en el mundo de los Ideales, oh, permítanme soñar, soñar, y ya nadie sabe discernir entre lo real y lo que no existe, entre la verdad y la ficción, entre lo que se siente y lo que no se siente, entre lo natural y lo artificial, presuntuoso, falso… y lo que debiera ser se mezcla fatalmente con lo que es, descalificándose uno al otro, privándose mutuamente de toda razón de ser ¡oh, gran escuela de lo irreal! Así que yo también durante cinco largas horas soñaba con mi ideal, y la facha se me inflaba tal un globo, sin trabas, porque en este mundo ficticio, irreal, no había nada que la pudiese devolver a la norma. Así que yo también tenía mi ideal propio: la moderna colegiala. Estaba enamorado. Soñaba con un melancólico amante, triste pretendiente. Después de haber fracasado en conquistar a mi amada —después del fracaso en, ridiculizar a la amada— un gran desconsuelo me dominó, sabía que todo estaba perdido.
Comienzo una cadena de días monótonos. Estaba aprisionado. ¿Qué puedo decir de esas jornadas mellizas? A la mañana iba a la escuela, de la escuela volvía a la casa de los Juventones. No me proponía ya ni huir, ni aclarar o protestar; al contrario, me complacía en ser colegial, porque como colegial estaba más próximo a la colegiala. Ay, ay, casi me olvidé de mi vieja treintena. Los maestros me demostraban mucha simpatía, el director Piorkowski me daba palmaditas en el cucuquillo y durante las controversias ideológicas yo también cobraba colores y gritaba:
—¡El modernismo! ¡Sólo el muchacho moderno! ¡Sólo la moderna colegiala!
De lo que se reía Kopeida. ¿Os acordáis, creo, de Kopeida, del muchacho más moderno en toda la escuela?
Me esforzaba por hacerme amigo suyo, sacar el secreto de sus relaciones con la Juventona hija, pero él me eludía tratándome con más desprecio aúnque a los otros, como si presintiera que fui rechazado por su hermana espiritual, la moderna colegiala. En general, la severidad con la que los escolares rechazaban a diversos tipos entre la juventud era enorme: los limpios odiaban a los sucios, los modernos tenían asco de los anticuados y así en adelante. ¡Así en adelante, adelante! ¡Y adelante!
¿Qué más se puede decir? Sifón murió. Violado a través de las orejas, no pudo volver a sí mismo, no pudo de ninguna manera eliminar lo que le fue inyectado por vía orejal. En vano se esforzaba; durante horas enteras trataba de olvidar las palabras iniciadoras que tuvo que oír en contra de su voluntad. Le invadió una profunda aversión hacia su tipo malogrado y andaba con un disgusto interno, cada vez más pálido, padecía de un hipo incesante, escupía, se atragantaba, jadeaba, tosía, pero no podía y, por fin, sintiéndose indigno, se colgó una tarde de la percha. Lo que provocó una enorme sensación; hasta en la prensa aparecieron noticias. Pero Polilla no sacó de eso ningún provecho, la muerte de Sifón no mejoró en nada el estado de su facha. Sifón murió y ¿qué hay con eso? Las muecas que Polilla hizo durante el duelo se le pegaron a la cara; no es tan fácil terminar con las muecas, la cara una vez desencajada ya no vuelve en sí, no es de goma. Seguía, pues, andando con una facha tan antipática que aun Bobek y Hopek, sus amigos, lo eludían como podían. Y cuanto más se volvía grotesco tanto más, claro está, por el peón suspiraba; y cuanto más suspiraba tanto más, claro está, la facha se volvía grotesca. Nos juntó la miseria: él suspiraba por el peón, yo por la moderna, y así el tiempo pasaba en mutuos suspiros, pero la realidad era siempre tan inaccesible e inalcanzable como si tuviésemos una erupción en la cara. Me contó que tenía esperanzas de poseer a la sirvienta de los Juventones; aquella noche, saliendo por la cocina bajo los efectos del aguardiente, le robó un beso, pero ello no le satisfizo de ningún modo. «No es eso —decía—, no es eso». ¿Robar un beso a una sirvienta? Es verdad que es una muchachona descalza, llegada derecho del campo y, según me enteré, tiene un hermano peón, pero no es eso, caramba, miércoles, caracoles… (y usó otras expresiones que no voy a repetir) la hermana no es el hermano, la sirvienta casera no es un peón campestre. Voy por ella en las tardes cuando esa tu Juventona está en la sesión del Comité, la requiebro cuanto puedo, aun en estilo gañán la trabajo, pero todavía no quiere aceptarme como suyo.
Y así se le formaba el mundo: con la sirvienta en el segundo plano, con el peón en el primero. Pero mi mundo se trasladó totalmente desde la escuela a la casa de los Juventones.
La Juventona percibió pronto, con la perspicacia propia de la madre, que estaba enamorado de la hija. No necesito añadir hasta qué punto ese descubrimiento excitó a la doctora, ya excitada bastante por Pimko. Un joven anticuado y amanerado que no sabía ocultar su admiración por los atributos modernos de la colegiala, constituía, por decirlo así, una lengua con la cual ella podía sentir y saborear todos los encantos de la hija y hasta los propios. Me transformé pues en la lengua de esta gorda mujer y cuanto más anticuado, falso, artificial yo era, tanto mejor ellas sentían su modernismo, sinceridad, sencillez. Y esas dos realidades pueriles —la moderna y la antigua— excitándose una a la otra, aguijoneándose y provocándose con millares de circuitos de los más extravagantes, se acumulaban y se apilaban en un mundo cada vez más fragmentario y verde. Llegó a tal punto, que la Juventona, vieja ya directamente, empezó a hacer gala y a vanagloriarse delante de mí de su modernismo que, sencillamente, era el sustitutivo de su juventud. Durante la comida y en ratos libres se efectuaban sin cesar conversaciones sobre la Libertad de las Costumbres, la Época, los Movimientos Revolucionarios, los Tiempos de Posguerra, etcétera, y la vieja estaba chocha por ser, mediante la Época, más joven que un joven que era más joven que ella. Hizo de sí una jovencita, de mí un viejito. «¿Qué tal nuestro joven viejito? —decía—. ¿Nuestro huevo podrido?».
Y con el refinamiento de una doctora moderna me torturaba con su energía vital y su experiencia de la vida, y con lo que conocía de la vida y con lo que le dieron de puntapiés cuando estaba de enfermera durante la Gran Guerra y con su entusiasmo y sus horizontes y su liberalismo de mujer progresista, activa, audaz, y también con su hábito moderno, su higiene cotidiana y su ostentación en visitar el baño. ¡Cosas raras, raras! Pimko me visitaba de vez en cuando. El viejo maestro se deleitaba con mi cuculillo. «¡Qué cuculillo —murmuraba— incomparable!». Y según sus posibilidades todavía aguijoneaba a la Juventona, forzando hasta la exageración su genre de pedagogo anacrónico e indignándose con todas sus fuerzas contra la colegiala moderna. Observé que en otras ocasiones, con Piorkowski por ejemplo, no estaba ni la mitad tan viejo y tampoco tenía anticuados principios; y yo no podía comprender si eran los Juventones los que provocaban en él el anacronismo, o si, al contrario, era él quien despertaba el modernismo en los Juventones, o si por fin, mutuamente se complementaban en pro de la suprema razón de la rima. ¿Quién creaba aquí a quién, la moderna colegiala al viejito o el viejito a la moderna colegiala? Pregunta bastante estéril e innecesaria. Hay que ver, sin embargo, cómo se cristalizan mundos enteros entre los muslos de dos personas.
De cualquier modo ambos se sentían perfectamente en ello, él como un pedagogo de viejos principios y concepciones, ella como desenfrenada, y gradualmente las visitas del maestro se hacían más largas y cada vez se dedicaba menos a mí, concentrándose en la colegiala. ¿Tengo que decirlo? Estaba celoso de Pimko. Sufría espantosamente viendo cómo esa pareja se complementaba, cómo armonizaba, rimaba la canzoneta, cómo improvisaban juntos un pequeño y picante poema viejo-juvenil, y era denigrante ver cómo el anticuado con sus muslos mil veces peores estaba, sin embargo, más armonizado que yo con la moderna. Sobre todo el poeta Norwid se convirtió en pretexto de mil jugarretas; el bondadoso Pimko no podía perdonarle su ignorancia al respecto, esto ofendía sus más sagrados sentimientos; ella de nuevo prefería saltar con garrocha y así él se indignaba y ella se reía, él le reprochaba y ella se rebelaba, él suplicaba y ella saltaba, ¡siempre, siempre, siempre! Admiraba la sabiduría y la sagacidad con las que el maestro, no dejando ni por un momento de ser maestro, actuando siempre en maestro, lograba sin embargo gozar de la moderna colegiala por efecto del contraste y por medio de la antítesis, cómo con su maestro la excitaba a colegiala, mientras ella con su colegiala lo excitaba a maestro. Mis celos eran terribles, aunque yo mismo también excitaba antitéticamente y era excitado por ella, pero, ¡por Dios!, yo no quería ser antiguo con ella, ¡yo quería ser moderno con ella!
¡Ay, dolor, dolor, dolor! No podía y no podía liberarme de ella. De nada sirvieron todos los intentos de liberación. El sarcasmo con el cual me defendía contra ella en mis pensamientos no surtía ningún efecto. Por cierto, ¿qué valor tiene un sarcasmo barato detrás de la espalda? Y además, mi sarcasmo no era otra cosa sino homenaje. Pues en el fondo del sarcasmo se ocultaba el deseo dramático de agradarle; si ironizaba era únicamente para adornarme, tal un faisán, con las plumas de mi ironía, y sólo porque no había sido aceptado. Pero la ironía se volvía contra mí, haciéndome una facha aún más asquerosa y terrible. Y no me atrevía a manifestar esa ironía en su presencia; se encogería de hombros. Porque una muchacha, parecida en eso a todos los demás seres humanos, nunca se asustaría de aquel que la ironizara por no haber sido aceptado… Y el bufón ataque que contra ella emprendí entonces, en su cuarto, tuvo solamente por resultado que desde ese momento se cuidara mucho de mí, me ignorara, como sólo las modernas colegialas saben ignorar, dándose sin embargo perfectamente cuenta de mi enamoramiento por sus modernos encantos. Aumentaba, pues, esos encantos con una refinada crueldad de mocosa, pero eludía con cuidado toda coquetería que la pudiese hacer depender de mí. No para mí, sino para sí misma, se volvía cada vez más salvaje, insolente, atrevida, aguda, ágil, deportiva y muslesca y se dejaba arrastrar afanosa por los encantos modernos. Y se quedaba sentada después de cenar, oh, madura en su inmadurez, segura de sí misma, impasible y sola para sí misma, mientras yo estaba sentado para ella y no podía ni por un solo segundo no estar sentado para ella; en ella estaba, ella me abarcaba en sí junto con mi ironía; sus gustos, sus sabores eran para mí decisivos y podía gustar de mí mismo sólo en la medida en que a ella gustaba. ¡Tortura, hallarse por entero en una moderna colegiala! Y nunca, ni una sola vez, lograr atraparla en la más mínima falla de su estilo moderno, nunca ningún agujero por el cual pudiese fugarme a la libertad, salvarme.
Esto justamente era lo que me hechizaba en ella, la madurez y soberanía en la juventud, la seguridad de estilo. Mientras nosotros, en la escuela, padecíamos de barrites, mientras sin cesar nos salpicaban diversos granitos, ideales, mientras la indolencia nos perseguía en nuestros movimientos y, a cada paso, nos acechaba una «gaffe», su extérieur era magníficamente acabado. La juventud no era para ella una edad transitoria; para la moderna la juventud constituía el único aceptable, cabal y debido período de la vida humana —despreciaba la madurez o, más bien, la inmadurez era para ella, madurez—; no admitía barbas, bigotes, nodrizas ni madres con hijos y de allí provenía su poder mágico. Su juventud no necesitaba ningún ideal porque por sí sola era un ideal. No debe extrañar que yo, torturado por la juventud idealista, estuviera tan sediento de aquella juventud ideal. ¡Pero no me quería! ¡Me hacía una facha! Y cada día me hacía una facha más terrible.
Dios santo ¡cómo me hacía sufrir en mi sentido estético! Oh, no conozco cosa más cruel que cuando una persona hace a otra una facha. Todo le resulta bueno para empujar a su víctima al ridículo, a lo grotesco, a la mascarada, pues tu fealdad nutre su propia belleza, ¡oh, créanme, hacer el culeíto no es nada en comparación con hacer la facha! Por fin he llegado al extremo de soñar en la física destrucción de la colegiala. Afear su carita. Perjudicarla, cortar la nariz. Pero el ejemplo de Polilla y Sifón demostraba que la prepotencia física no sirve de mucho, no, el alma no tiene nada que ver con la nariz, el alma sólo por la superación espiritual se libera. ¡Y qué podía emprender mi alma si se hallaba dentro de ella, si yo estaba en ella, si ella me encerraba en sí! ¿Es posible salirse de alguien por sus propias fuerzas cuando no se tiene ningún apoyo, ningún contacto con nada sino a través de él, cuando su estilo te domina completamente? No, por tus propias fuerzas es imposible, irrealizable, salvo que algún tercero te ayudase, te tendiera por lo menos el dedo meñique. ¿Y quién podía ayudar? ¿Polilla, que no frecuentaba a los Juventones (iba sólo a la cocina pero en secreto) y nunca asistía a mis luchas con la colegiala? ¿Juventón, Juventona, Pimko, todos confabulados con la colegiala? ¿O por fin, la mercenaria sirvienta, ser carente de voz? Y mientras, la facha se volvía cada vez más espantosa; y cuanto más espantosa era tanto más la madre y la hija se consolidaban en su estilo moderno y tanto más espantosa me hacían la facha. ¡Oh, estilo, instrumento de la tiranía! ¡Maldición! ¡Pero se equivocaron las brujas! Pues llegó el momento en que, accidentalmente, a causa del Juventón (sí, del Juventón) se debilitó el yugo del estilo y yo recuperé un tanto mi poder. Entonces, entero me lancé al ataque. ¡A ella, a ella, sobre el estilo, sobre la hermosura de la moderna colegiala!
Cosa extraña, al ingeniero debo la salvación. Si no fuese por el ingeniero habría quedado aprisionado para siempre, fue él quien sin querer procuró que se originara una pequeña traslación y que de repente la colegiala se encontrara en mí, no yo en la colegiala; sí, el ingeniero me encajó su hija y le quedaré agradecido hasta la muerte. Recuerdo cómo empezó eso. Me acuerdo: vuelvo de la escuela para almorzar, los Juventones ya están sentados a la mesa, la sirvienta trae una sopa de papas, la colegiala también está sentada, sentada perfectamente con mucha cultura física y en zapatos con suela de goma.
No tomó mucha sopa; en cambio bebió un vaso de agua y comió una tajada de pan, eludía la sopa; este alimento tibio, aguadizo, demasiado fácil, debía seguramente perjudicarle en su tipo y cabe suponer que quería quedarse el mayor tiempo posible hambrienta, por lo menos hasta que llegara la carne, porque la muchacha moderna hambrienta tiene más clase que la muchacha moderna saciada. La Juventona madre también tomó muy poca sopa y a mí no me preguntó nada de cómo me había ido en la escuela. ¿Por qué no preguntó? Porque no le gustaban esas preguntas maternas y, en general, el estilo madre le disgustaba un tanto, no le agradaba la madre. Prefería la hermana.
—Sírvete, Víctor, la sal —dijo alcanzando la sal al marido, en el tono de una fiel compañera y lectora de Wells, y añadió, con la mirada hundida un poco en el futuro, un poco en el espacio, con acento de rebeldía humanitaria frente a la infamia del mal social, de la injusticia y del abuso—. La pena de muerte es un anacronismo.
Y entonces Juventón, aquel ingeniero y consciente urbanista que estudiara en París y trajera de allá su toque europeo negrucho, su modo de vestir negligente, en zapatos amarillos trenzados que se destacaban mucho en él, con el cuello de la camisa desprendido y con gafas de carey, carente de prejuicios, pacifista activo y admirador de la científica organización del trabajo, con chistes y anécdotas científicas y con chistes de cabaret, dijo, tomando la sal:
—Gracias, Juana. —Luego añadió con voz de un consciente pacifista pero no sin un grano de estudiante de la politécnica—: En Brasil hunden barriles enteros de sal mientras aquí un grano vale 6 céntimos. ¡Políticos! Nosotros, los profesionales. La reorganización del mundo. La Liga de las Naciones.
Y entonces la Juventona respiró profundamente y dijo con inteligencia y con la visión de un futuro mejor, uniéndose a la lucha de la Polonia de ayer y aspirando a la Polonia de mañana:
—Zutka, ¿quién era ese muchacho que te acompañaba a la casa? Si no quieres, puedes no contestar. Sabes que no te controlo en nada.
Juventona hija comió un pedacito de pan, indiferente.
—No sé —dijo.
—¿No sabes? —dijo la madre con placer.
—Se me pegó en la calle —dijo la colegiala.
—¿Se te pegó? —dijo Juventón.
En verdad preguntó maquinalmente. Pero la pregunta resultó algo pesada y podía producir el efecto de una recriminación paternal bastante anticuada. Por eso la Juventona madre intervino:
—¿Y qué hay de raro en eso? —exclamó, pero con una desenvoltura algo (podía ser) exagerada—. ¡Se pegó a ella, gran cosa! ¡Que se pegue! ¿A lo mejor tienes una cita con él, Zutka? ¡Perfectamente! ¿A lo mejor quieres hacer con él una excursión en bote por todo el día? ¿O quieres pasar el weekend con él y quedarte toda la noche? Quédate entonces —dijo servilmente—, quédate tranquila. ¿O puede ser que quieras quedarte con él sin dinero, que quieras que él pague por ti, o, al contrario, prefieres pagar por él, para que él sea mantenido por ti? En ese caso te daré plata. Pero seguramente ambos os arreglaréis sin dinero, ¿eh? —exclamó, presionando con todo el cuerpo.
La doctora en verdad galopó algo lejos, pero la hija ágilmente esquivó a la madre, que con excesiva evidencia quería gozar por su intermedio.
—Cómo no, cómo no, mamá —dijo a guisa de respuesta, sin servirse más albóndigas porque la carne picada no le resultaba provechosa, como demasiado fofa y, qué sé yo, fácil. La moderna tenía mucho cuidado con sus padres, no les permitía nunca acercarse demasiado.
Pero ya el ingeniero retomaba el tema lanzado por su mujer. Como la esposa había insinuado que a él le chocaba la conducta de su hija, quiso demostrar lo contrario. De tal modo ellos retomaban alternativamente sus temas. Y exclamó:
—¡Claro está que no hay nada de malo en eso! Zutka, si deseas tener un hijo natural, ¡sírvete no más! ¿Qué hay de malo? El culto de la virginidad se acabó. ¡Nosotros, los ingenieros constructores de la nueva realidad social no admitimos el culto de la virginidad propio de viejos estancieros!
Ingirió un trago de agua y calló, temiendo haber galopado demasiado lejos. Pero entonces la Juventona retomó el tema e indirecta, impersonalmente, empezó a sugerir a la hija un hijo natural; expresaba su liberalismo, subrayaba la extraordinaria facilidad de la juventud contemporánea bajo ese aspecto, etc., etc. Este era el caballo de batalla favorito de ellos. Cuando uno bajaba de él, atemorizado por haberse dejado llevar demasiado lejos, el otro en seguida subía y galopaba. Tanto más extraño resultaba aquel galope cuanto en verdad, como ya se ha dicho de todos ellos (del Juventón también), no les gustaban las madres ni los hijos. Pero hay que comprender que ellos subían sobre aquel pensamiento, no desde el lado de la madre, sino de la colegiala, y no del hijo legítimo, sino del natural. Sobre todo la Juventona madre anhelaba, con el hijo natural de su hija, colocarse a la vanguardia de los tiempos y le hubiera gustado que fuese un niño engendrado accidentalmente, de modo fácil, atrevido, insolente, entre los arbustos y durante una excursión deportiva con un camarada de la misma edad, así como cuentan las novelas modernas, etc. Además, ya el solo hecho de hablar de eso, el solo hecho de que los padres aconsejábanlo a la colegiala, realizaba en parte el deseo. Y gozaban de esa idea con tanto más atrevimiento cuanto que sentían mi nopodermiento frente a ella; en verdad, no sabía todavía defenderme contra el hechizo de los dieciséis años entre los arbustos.
Pero no tomaron en cuenta que yo aquel día ya estaba demasiado hundido, hasta para envidiar. Bueno, desde dos semanas atrás me hacían la facha sin cesar y la facha al fin y al cabo se había vuelto tan fatal que en verdad ya ni podía sentir envidia. Comprendí que el muchacho del que hablaba la Juventona no era otro sino, seguramente, Kopeida, pero qué hay con eso, igual, melancolía, tristeza, tristeza y miseria, miseria y cansancio enormes, la resignación. En vez, pues, de acercarme a la idea desde su lado verdeazul, orgulloso, fresco, me acerqué de modo miserable. Y… qué… el niño es un niño, pensaba, imaginándome el parto, la nodriza, las enfermedades, las suciedades infantiles, los gastos y también que la criatura con su calor infantil y la leche aniquilaría muy pronto a la muchacha, transformándola en una madre pesada y tibia. Por eso expresé de modo miserable, mental, inclinándome hacia la colegiala:
—Mamita…
Y pronuncié eso con gran tristeza, pobreza y no sin cierto calorcito; encerré en esta expresión todo aquel calorcito mamitiano que ellos no querían admitir en su visión del mundo, aguda, fresca, juvenil. ¿Para qué lo dije? Así, no más. La muchacha, como toda muchacha, era ante todo una esteta, la hermosura era su tarea principal, pero yo, aplicando a su tipo la tibia, sentimental y algo descuidada expresión «mamita» creaba algo repulsivamente mamarrachal y antihermoso. Y pensaba que a lo mejor estallaría con eso. En verdad, sabía que me esquivaría y que la antihermosura se quedaría en mí, pues tales eran las relaciones entre nosotros que todo lo emprendido contra ella se me pegaba, como si escupiese contra el viento.
Y de golpe y porrazo ¡qué risotada se mandó el Juventon!
Risoteó sin querer, sorprendido, risoteó guturalmente agarró la servilleta, se avergonzó; risoteaba con ojos desorbitados, risoteaba hipando en la servilleta, convulsa y automáticamente, contra su voluntad. ¡Hasta me asombré! ¿Qué fue lo que le cosquilleó en el sistema nervioso? ¿Esta palabra mamita? Le hizo reír el contraste entre su muchacha y mi mamita, lo asociaba con algo, a lo mejor con el cabaret o, posiblemente, mi voz triste y quejumbrosa le condujo al desván del género humano. Tenía la particularidad, común a todos los ingenieros, de ser gran aficionado al cabaret y mi expresión sin duda no era del todo ajena al cabaret. Y risoteaba con tanto más intensidad cuanto había cantado un momento antes las alabanzas del hijo natural. Las gafas cayeron de su nariz.
—Víctor —dijo la Juventona.
Y yo todavía eché leña al fuego:
—Mamita, mamita…
—¡Perdón, perdón… —risoteaba—, perdón, perdón!… ¡Pero! ¡No puedo! Perdón…
La muchacha se inclinó sobre su plato y de pronto percibí, casi físicamente, que a través de la carcajada paternal la había alcanzado mi palabra —así que la alcancé, fue alcanzada—, sí, sí, no me equivocaba, la risa del padre cambió la situación, me sacó de la colegiala. ¡Por fin podía alcanzarla! Me quedé silencioso…
Los padres también lo comprendieron, corrieron en su socorro:
—Me extraña, Víctor —dijo la Juventona—, los comentarios de nuestro viejito no son nada jocosos. ¡Es esta una pose, nada más!
El ingeniero se dominó por fin:
—¿Qué, crees que yo reía de eso? Nada parecido, ni siquiera oí bien. Recordé algo…
Pero sus esfuerzos aun agravaban la situación de la colegiala. Aunque no alcancé a comprender bien lo que pasaba, repetí todavía unas veces «mamita, mamita» en el mismo tono pobre, indolente, y la repetición transmitió más fuerza aún a la palabra, pues el ingeniero de nuevo chilló con una risa corta y entrecortada, gutural y sofocada. Y seguramente su risa le hizo reír, porque de repente relinchó, a rienda suelta y tapándose la boca con la servilleta.
—¡Hágame el favor de no meterse en la conversación! —me gritó la doctora sumamente irritada, pero su irritación aumentaba aún más el malestar de la hija, que al fin sacudió los hombros:
—Déjalo en paz, mamá —dijo con aparente despreocupación, pero esto también la hundía. ¡Qué raro! Tan radicalmente cambió la situación entre nosotros que ahora cada palabra los hundía más. En verdad, me agradaba el ambiente. Sentía que recuperaba mi podermiento frente a la colegiala. Pero todo me era igual; y sentí que recuperaba el podermiento justamente porque todo me era igual; y sabía también que si trocase la tristeza y la indolencia, la miseria y la pobreza, por el triunfo, en seguida mi podermiento resultaría aniquilado, pues, para expresarme con justeza, era eso un mágico superpodermiento fundado y basado en un declarado y resignado nopodermiento. Entonces, para consolidarme en mi pobreza y demostrar hasta qué punto todo me era indiferente, y cómo era indigno de todo, comencé a chapotear en la compota, metía adentro migas, restos, hojitas de ensalada y lo revolvía con el dedo. Tenía una facha… qué importa, para mí todo era bueno. «¡Ah, diablos, qué importa!», pensaba soñoliento, y añadía todavía un poco de sal, de pimienta y dos escarbadientes, ah, igual, de todo comeré, cualquier cosa sirve para mí, igual… Y era como si estuviese sentado en un foso mientras revoloteaban sobre mí los pajaritos… Descansaba…
—¿Qué hace?… ¿Qué hace?… ¿Por qué, señor, ensucia la compota?
La Juventona preguntó en voz baja pero con nerviosismo. Levanté mi mirada indolente por encima de la compota.
—Yo así no más… a mí igual… —murmuré dolorosa y asquerosamente.
Me di a ingerir mi compota; y, por cierto, esa compota ya de ningún modo ofendía mi espíritu. Es difícil expresar el efecto que tuvo eso sobre los Juventones; no esperaban un éxito tan fuerte.
El ingeniero chilló por tercera vez con una risa cabaretal, cocinal, traseral. La muchacha se inclinó sobre su plato y comía su compota en silencio, correcta, disciplinada, hasta heroica. La doctora palideció, y me miraba como hipnotizada y con evidente espanto. ¡Temía! «¡Es una pose! ¡Pose! —balbuceaba—. No comas… ¡No permito! ¡Zutka! ¡Víctor! ¡Zutka! ¡Zutka! ¡Víctor, impide, no permitas!». Oh… yo comía siempre —¿y por qué no comer?— de todo comeré, un ratón muerto, todo es igual… Eh, Polilla —pensaba— bueno, bueno… bueno… Igual, qué importa, cualquier cosa tragaré, igual, qué importa, igual…
—¡Zutka! —gritó estridentemente la Juventona. Era insoportable para la madre ver al admirador de la hija consumiendo todo sin discriminación. Mas entonces la colegiala, que justamente había terminado su compota, se levantó de la mesa y salió. La Juventona salió tras ella, el Juventón también salió, hipando convulsivamente y tapándose la boca con el pañuelo. No se sabía si habían terminado la cena o si huían. Yo sabía: ¡huían! ¡Salté para perseguirlos! ¡Victoria! ¡Adelante, ataca, persigue, golpea, mata, atrapa, domina, acecha, presiona; estrangula, sofoca, sin piedad! ¿Temían? ¡Asustar! ¿Huían? ¡Perseguir! Silencio, tranquilo, tranquilo, tranquilo, no dejes la miseria y la pobreza, no cambies al mendigo por el vencedor, es el mendigo quien te trajo la victoria. ¿Temían que yo les anarquizara a la muchacha lo mismo que a la compota? ¡Oh, ahora ya sabía cómo romper el estilo de la colegiala! Y podía mental, intelectualmente, rellenarla con todo lo que me diera la gana, mezclar, chapotear, remover, desmigajar, desquiciar, sin restricción alguna. Pero tranquilo, tranquilo…
¿Quién iba a creer que el risoteo subterráneo del Juventón me devolvería la capacidad de resistencia? Mis actos y pensamientos recuperaron su garra. No, la batalla no estaba ganada. Pero ya, por lo menos, podía actuar. Sabía cómo actuar. La compota me aclaró todo. Así como embarré la compota, convirtiéndola en una anárquica mezcolanza, así podía también aniquilar el modernismo de la colegiala, rellenándola con elementos ajenos y heterogéneos, mezclándola con todo. ¡Cógelo, cógelo! ¡Adelante sobre el moderno estilo, sobre la hermosura de la moderna colegiala! Pero silencio… silencio…