Y de nuevo me di a las protestas y aclaraciones. Era necesario actuar. No podía permitir que se consolidara para siempre el estado en el cual me habían dejado. Toda demora amenazaba consolidar el estado. Rígido sobre mi silla no hacía nada para colocar y ubicar mis efectos, que por orden de Pimko había traído la sirvienta. Ahora —pensaba— ahora es la única ocasión para rectificar, aclarar y lograr un entendimiento. Pimko no está. La Juventona madre se fue. Ella está sola. No perder tiempo, el tiempo trae consigo la rigidez, la pesadez, ahora, en seguida, ir, aclarar, mostrarme a ella en mi verdadero aspecto, mañana ya será tarde.
¡Mostrarme, mostrarme, con qué vehemencia deseaba mostrarme a ella, qué ganas tenía de mostrarme! Bah, pero mostrarme ¿como quién? ¿Como adulto y con mi treintena? No, no, no, nunca, jamás, oh, en este momento no anhelaba ya liberarme de la juventud, confesar la treintena, el mundo mío se quebrantó, ya no veía al mundo fuera del mundo bello de la colegiala moderna, el deporte, la agilidad, la insolencia, los muslos, las piernas, el salvajismo, el buque, el bote, ¡tal era la nueva columnata de mi realidad! no, no ¡era como moderno como quería mostrarme! El Maestro, Sifón, Polilla, el duelo, todo lo que existía hasta ahora, fue echado al margen y pensaba sólo: «¿Qué piensa de mí la colegiala? ¿Pimko logró convencerla de que soy un poseur antimoderno?». Y el único problema mío era: ahora mismo, pronto, entrar en su cuarto, aparecer ante ella como moderno, natural, para que comprendiera que Pimko había mentido y que en realidad yo era distinto e igual a ella, compañero de edad y de época, pariente de muslo…
Aparecer, pero ¿bajo qué pretexto? ¿Cómo aclararle, si casi no la conocía y socialmente me era ajena, aunque ya disponía de mí en su fuero interno? El acceso a ella me era extremadamente difícil en las capas más profundas del ser; era accesible sólo en las bagatelas, yo no podía hacer mucho más que golpear la puerta y preguntar a qué hora servían la cena. El puntapié que me aplicó de ningún modo facilitaba mis propósitos; era ese un puntapié marginal, efectuado con el pie, sin la participación del rostro, y lo que me importaba a mí era justamente su rostro. Sentado en la silla, tal un animal en la jaula, me frotaba las manos: ¿cómo, bajo qué pretexto, empezar con la joven Juventona y conmigo mismo?
Entonces sonó el timbre del teléfono y oí los pasos de la colegiala.
Me levanté, con cuidado entreabrí la puerta del hall y eché un vistazo: no había nadie, el departamento estaba vacío, el crepúsculo caía y ella arreglaba por teléfono una cita con su amiga, a las 7, en la confitería, con Polito y Baby (tenían sus apodos, su lenguaje propio): vendrás, en punto, seguro, sí, no, bueno, me duele la pierna, me torcí un tendón, idiota, foto, ven, vendrás, vendré, alboroto, estupendo, fenómeno, te juro. Aquellas palabras confiadas por una moderna a otra moderna en voz baja y en el tubo del aparato, cuando nadie estaba presente, me conmovieron intensamente. ¡Propio lenguaje! —pensé— ¡propio moderno lenguaje! Y entonces me pareció que la muchacha, teniendo la boca ocupada en la conversación y los ojos libres, mientras el aparato la inmovilizaba, se volvía más accesible y fácil a mis propósitos. Podía mostrarme a ella sin ninguna aclaración, aparecer… sin comentarios.
Pronto me arreglé la corbata y el cuello, me mojé el cabello, poniendo en evidencia la raya, pues sabía que esta línea recta sobre la cabeza no carece de importancia en circuntancias dadas. La línea, no se sabe por qué, era moderna. Pasando por el comedor tomé un escarbadientes y aparecí (el teléfono estaba en la antesala); me destaqué en la puerta con toda impasibilidad, me paré apoyándome en el marco. En silencio me presenté entero y entre los labios sostenía el escabardientes. El escabardientes era moderno. No os imaginéis que sea fácil pararse así, con el escarbadientes, y fingir libertad de movimientos cuando todavía se está paralizado, ser agresivo cuando uno se siente mortalmente pasivo.
La Juventona mientras tanto decía a su amiga: no, no es necesario, la perra, bueno, ándate, no andes con él, anda con ella, la foto, la broma, perdón, un momento. Dejó el tubo y preguntó:
—¿Quiere hablar por teléfono?
Y preguntó en un tono social, frío, como si no fuera yo quien hubiera sido pateado por ella. Contesté con un movimiento negativo de cabeza. Quería que se diera cuenta de que estaba allí sin ningún otro motivo que yo y tú, y que tengo derecho a pararme en la puerta durante tu conversación telefónica, como compañero en el modernismo e igual en edad. Colegiala, comprende que entre nosotros las aclaraciones están de más, que sencillamente y sin formalidades puedo juntarme contigo. Arriesgaba mucho porque, si me exigiese aclaraciones, no podría explicar nada y una terrible artificialidad me obligaría en seguida al retroceso. Pero si aceptase mi actitud, si diese en silencio su consentimiento… ¡naturalidad que apenas me atrevía a soñar! Y entonces yo en verdad podría ser con ella moderno. Polilla, Polilla, pensaba con temor, recordando cómo torció atrozmente el gesto después de las primeras sonrisas. Con la mujer era, en todo caso, más fácil. La diferencia del cuerpo permitía más, daba más podermiento.
Pero la Juventona, con el tubo pegado a la oreja y, sin mirarme, conversó todavía bastante tiempo (y el tiempo de nuevo empezaba a amenazarme con su peso). Por fin dijo: Bueno, en punto, seguro, cine, a rivederci, y colgó el tubo.
Se fue a su cuarto. Saqué el escarbadientes de la boca y me fui a mi cuarto. Había allí una silla, cerca del ropero, junto a la pared, al lado, no para sentarse sino para poner la ropa; sobre esa silla me senté rígido y me froté las manos. Me ignoró; ni se dignó mofarse. Bueno, pues, si una vez hemos empezado, no se puede dejar, mientras la madre está ausente hay que arreglar eso, ensaya otra vez, porque ella ahora, después de tus manifestaciones, tan poco felices, en verdad definitivamente podrá llegar a la conclusión de que eres un poseur y, en todo caso, tu pose se consolida, crece, ¿por qué te has sentado aquí, al lado, junto a la pared, por qué te frotas las manos? Frotarse las manos en el cuarto, sobre una silla, es esto la antítesis de todo modernismo, es típicamente anticuado. ¡Por Dios!
Me callé, escuchando qué pasaba detrás de la pared.
La Juventona se movía, como todas las muchachas suelen moverse en sus cuartos. Y moviéndose, seguramente se consolidaba en sus opiniones acerca de mí, que era poseur y amanerado. Ser rechazado a mi cuarto, estar así, en soledad, mientras ella se mueve cerca de ti, he ahí lo terrible. ¿Pero cómo empezar con ella, cómo empezar de nuevo, qué hacer? No tenía pretextos —aun si los tuviese no podría usarlos— porque el asunto era demasiado interior para los pretextos.
Mientras tanto caían las tinieblas y la soledad, esa soledad mentida de uno que, estando solo, no está, sin embargo, solo, sino en una espiritual y dolorosa vinculación con otra persona detrás de la pared, y empero está lo bastante solo para que el frotar de las manos, el mover de los dedos y otros fenómenos similares sean absurdos, imposibles. El crepúsculo, pues, y esta falsa soledad me subían a la cabeza, me cegaban, me privaban de mi conciencia diurna y me empujaban en la noche. ¡Cuántas veces la noche en el día irrumpe! Solo, en este cuarto, en la silla, en esta acción, carecía demasiado de todo sentido, no podía quedarme así más tiempo. Los procesos que vividos junto a alguien y a la luz del día no son temibles, se vuelven inaguantables. A compañero. La soledad es pugnante, expulsante.
Tras una tortura que se prolongaba, de nuevo abrí la puerta y aparecí en el hall, todavía cegado por la soledad. Me detuve y comprobé que ahora tampoco sabía cómo empezar con ella ni, en fin, cómo prenderme a ella: era siempre delimitada y cerrada. ¡Qué cosa infernal este preciso y terminante contorno de la forma humana, esa fría línea demarcatoría: la formal!
Inclinada, con el pie sobre la silla, se empeñaba en lustrar el zapato. Había en eso algo clásico y me pareció que a la muchacha le importaba menos el brillo del zapato que consolidarse misteriosamente en su tipo por intermedio del pie, del tobillo, y mantenerse en un buen estilo moderno. Eso me dio más valor. Creía que la moderna, sorprendida junto con su pierna, sería más indulgente, menos formal…
Me acerqué y me detuve próximo a ella, a la distancia de uno a dos pasos; en silencio me propuse a ella, sin mirar, con la mirada hacia dentro. Recuerdo todavía hoy perfectamente cómo me acerqué, cómo me paré a un paso, en el mismo límite de ese círculo espacial donde ella empezaba, cómo replegaba todos mis sentidos para poder acercarme lo más posible y esperaba. ¿Para qué? Para que ella no extrañase nada. Esta vez sin escarbadientes y sin ninguna actitud especial. Que me acepte o que me rechace, yo trataba de ser en absoluto pasivo, neutral. Sacó el pie de la silla y se incorporó:
—¿Necesita algo? —preguntó vacilante, oblicua y lateralmente, tal una persona a la cual otra se aproxima demasiado sin motivo; y cuando se incorporó, la tensión entre nosotros creció todavía.
Sentía que le gustaría alejarse, pero, como yo estaba demasiado cerca, no podía hacerlo.
—¿Necesita algo?
—No —murmuré.
Bajó las manos. Me miró de reojo.
—¿Son bromas? —preguntó a la defensiva por cualquier eventualidad.
—No —murmuré—, no.
La mesa estaba al lado mío. Más allá la estufa. Sobre la mesa un cepillo y un cortaplumas. El crepúsculo se acentuaba, la luz intermedia entre la noche y el día nivelaba un tanto todas las fronteras y la temible línea demarcatoria. Detrás del tul de las tinieblas yo era sincero, sincero con todas mis fuerzas, propicio para la colegiala, listo.
No fingía. Si ella aceptase que yo no estaba fingiendo resultaría fingida mi anterior artificialidad con Pimko. ¿Por qué me imaginaba que una muchacha no puede rechazar al hombre que exige de ella su aceptación? ¿Creía que la colegiala en la oscuridad sucumbiría a la tentación de hacer de mí algo más conveniente para ella? ¿Por qué no habría de gustarle tener a su alcance alguien simpático y adecuado? Prefería ciertamente tener en su casa un camarada americano que un anticuado, resentido y desgraciado poseur. ¿No tocaría entonces sobre mí su melodía en el crespúsculo, si yo me prestaba a ello? Toca, toca tu melodía sobre mí, esa melodía moderna que todos cantan en las confiterías, las playas, los dancings, esa melodía pura de la juventud mundial en pantalones de tenis. Canta sobre mí el modernismo del blanco pantalón de tenis. ¿No quieres?
La Juventona, sorprendida de tenerme a su lado se sentó sobre la mesa, apoyando el mentón entre las manos no sin un grano de cierto humor físico; su cara se destacó del crepúsculo, indecisa entre la extrañeza y el juego… y parecía que se sentaba como para tocar su melodía… Así las americanas se sientan sobre la borda del bote. Y ya en el mismo hecho de sentarse había algo que me hizo temblar, por lo menos había un tácito consentimiento en prolongar la situación. Parecía como si se hubiese colocado más cómodamente con fines de aprovechamiento… y con el corazón latente observé que ponía en movimiento algunos de sus encantos. Inclinó la cabecita, impaciente movió la pierna, apretó caprichosamente los labios, y al mismo tiempo sus grandes ojos modernos se volvieron al lado, no sin cuidado, hacia el comedor, escrutando si por casualidad la sirvienta no espiaba. ¿Qué diría la sirvienta si nos viese juntos en una situación tan extraña? ¿Nos sospecharía de excesiva artificialidad? ¿O de ser naturales en exceso?
Pero este riesgo justamente gusta a las muchachas, a esas muchachuelas tenebrosas que sólo en las tinieblas pueden demostrar todo lo que saben. Sentí que había conquistado a la colegiala con la salvaje naturalidad de mi artificio. Metí las manos en los bolsillos del saco. Tendido hacia ella, la acompañaba en silencio pero fervorosamente, con todas mis fuerzas, simpático, de nuevo simpático… Esta vez el tiempo me era propicio. Cada segundo, profundizando lo artificial, profundizaba también lo natural. Esperaba que de repente me dijera algo, como si nos hubiésemos conocido desde siglos, que, por ejemplo, me dijera algo de la pierna, que la pierna le dolía porque se había torcido un tendón.
—Me duele la pierna porque me torcí un tendón. Tú tomas whisky, Annabelie…
Y ya estaba por decirlo, movió los labios… cuando de repente se le ocurrió decir algo totalmente distinto. Sin querer, de modo formal preguntó:
—¿En qué puedo servirle?
Retrocedí un paso mientras ella, picada por lo que había dicho, sin perder, empero, nada de la clase y de la pinta de una joven moderna que está sentada sobre la mesa balanceando las piernas en el aire, al contrario, logrando aún más clase y pinta, repitió con una formal y fría insistencia:
—¿En qué le puedo servir?
Di vuelta y me alejé, pero mi espalda, alejándose, la picó aún más, porque ya detrás de la puerta oí:
—¡Chiflado!
Rechazado, repelido, me senté en mi silla junto a la pared. «Se acabó —murmuré—. Me aplastó». ¿Por qué me aplastó? Algo la mordió, prefirió pasar sobre mí a andar conmigo. Mi silla aquí, cerca de la pared, te saludo, pero habrá que arreglar las cosas, la valija está en el medio, no hay toallas. Me senté humildemente en la silla y casi en la oscuridad me puse a meter la ropa —hay que arreglar, mañana hay que ir a la escuela— sin embargo, no encendía la luz, no, tratándose de mí no valía la pena. Qué pobre me sentía, qué miserable, pero está bien, está bien, si pudiera solamente no moverme más, sentarme y estar sentado y no desear nada, nada, hasta el fin.
Sin embargo, al cabo de unos minutos se hizo evidente que, a pesar de mi agotamiento y mi miseria, de nuevo debía estar activo. ¿No habrá descanso? Ahora, debía por tercera vez dirigirme a su cuarto y mostrarme a ella como chiflado y embromador para que supiese que todo lo anterior era de mi parte una consciente y expresa bufonada y que fui yo quien le tomó el pelo y no ella a mí. Tout est perdu sauf l’honneur, como dijo Francisco I. A pesar de mi miseria y del cansancio me incorporé y otra vez empecé a prepararme para hacer mi entrada en su cuarto. Los preparativos duraron bastante tiempo. Por fin entreabrí la puerta y, primeramente, metí la cabeza. Una luz cegadora. Encendió la lámpara. Cerré los ojos. Me alcanzó una observación impaciente:
—Se ruega golpear antes de entrar.
Contesté con los ojos cerrados y moviendo la cabeza:
—Su siervo y esclavo.
Me metí del todo en el cuarto, deslizándome humorísticamente —¡oh! ¡este deslizamiento de un miserable!— decidí hacerla rabiar, pues, según la vieja máxima, la rabia perjudica la belleza. Suponía que lograría ponerla nerviosa y entonces, conservando la sangre fría bajo la máscara bufona, podría conseguir la superioridad. Gritó:
—¡Es usted un mal educado!
Me sorprendieron esas palabras en la boca moderna, tanto más porque sonaron de modo tan auténtico como si la buena educación constituyese en verdad la última instancia de las desenfrenadas colegialas posguerreras. ¡Con qué maestría saben las modernas manejar alternativamente su buena y mala educación! Me sentí bruto. Era demasiado tarde para retroceder; el mundo sólo existe gracias a que siempre resulta demasiado tarde para retroceder. Repuse inclinándome ante ella:
—Me pongo a sus pies.
Se levantó y se dirigió a la puerta. ¡Fatalidad! Si saliese ahora dejándome con mi bufonada ¡todo perdido! Salté adelante y la atajé. Se paró.
—¿Qué quiere?
El temor se adueñaba de ella.
Y yo, como no podía ya retroceder, obligado por la consecuencia de mi movimiento, empecé a ir sobre ella. Y yo sobre ella, chiflado, bufón, poseur, un gorila contra la señorita, un payaso y embromador imposible, con una torpe arrogancia —ella retrocede detrás de la mesa— y yo sobre ella deslizándome, con idiotez símica, señalo la dirección con el dedo, y hacia ella voy, borracho, bruto, malicioso, asaltante. ¡Ella hacia la pared y yo tras ella! ¡Pero maldición! Persiguiéndola con toda locura veo al mismo tiempo que frente a mi idiotez no pierde nada de su gracia, mientras yo me vuelvo inhumano; ella junto a la pared, pequeña, inclinada, pálida, con brazos caídos y levemente flexionados en el codo, jadeante y como tirada por mí contra la pared, con ojos desorbitados e increíblemente silenciosa, tensa por el peligro, está hermosísima —como del cine, moderna, poética, artística— y el miedo, en vez de afearla, la embellece.
Un momento más. Me acercaba a ella y fatalmente tenían que presentarse nuevas soluciones —me pasó por la mente que he aquí el fin, que debo con mi mano agarrar esa carita—; ¡enamorado estaba, enamorado! Cuando de repente un chillido llegó desde la antesala. ¡Era Polilla quien atacaba a la sirvienta! No habíamos oído el timbre. Vino para visitarme en mi nuevo domicilio, y habiéndose encontrado a solas con la servidora, quiso violarla.
Pues el duelo con Sifón tuvo tal efecto sobre Polilla que ya no podía liberarse de sus muecas terribles y cayó en ese sistema infernal de no poder, en general, más que de un modo asqueroso. Al ver a la sirvienta, no se olvidó de ser con ella tan brutal y ordinario como podía. La sirvienta armó un barullo. Polilla le dio un puntapié en el vientre y entró en el cuarto con una botella de aguardiente bajo el brazo.
—¡Salud, Pepe, hermano! Te hago una visita. ¡Traje cañita y chinchulines! ¡No, jo, jo, pero qué facha tienes! ¡Bueno, bueno, la mía no es mejor!
Que la facha a la facha dé en la facha.
¡He aquí nuestro destino!
Emborráchate con tu facha
¡y que la facha te fache!
—¿Qué clase de Sifón te regaló esa facha? ¿Esa mocita ahí, en la pared? ¡Mis saludos más respetuosos!
—Me enamoré, Polilla, me enamoré…
Polilla contestó con la sabiduría de un borracho:
—Ah, por eso tienes esa facha. ¡Tu mano Pepito! Pero ¡qué facha te hizo! ¡Si te pudieses ver, qué aspecto tienes! Bueno, bueno, la mía tampoco está mal. ¡Choca los cinco! Ven, ven, que te vas a secar los sesos, vamos a tus apartamentos, trae pan para el chorizo. ¡Tengo una botellita para las penas! ¿Para qué afligirse? ¡Nos procuraremos un alivio con la botellita! ¡Mis respetos muy respetuosos a la señorita… bonjour… au revoir… a rivederci! Allons, allons!
Una vez más me dirigí hacia la moderna. Quería decir algo, explicar —decir no sé qué palabra única que me pudiese salvar—, pero Polilla me agarró y, tambaleando, nos marchamos a mi pieza, ebrios no del alcohol sino de nuestras fachas. Prorrumpí en sollozos y le conté todo lo de la colegiala, sin omisiones. Me escuchó bondadosamente como un padre y cantó:
La facha
se emborracha
¡de bombacha!
—¡Apura, apura, ¿por qué no tomas?! ¡Echa un trago al coleto! ¡Da la facha a la botella, la botella da a la facha!
Su cara siempre era terrible, espantosamente ordinaria y vulgar y devoraba el chorizo metiéndoselo en el agujero facial, junto con el papel engrasado.
—Polilla, ¡yo quiero liberarme! ¡Quiero liberarme de ella! —exclamé.
—¿Liberarte de la facha? —preguntó—. Caracoles.
—¡Liberarme de la colegiala! Polilla, ¡yo tengo treinta años! ¡Treinta años!
Me miró con asombro, pues, en mis palabras hubo un dolor sincero. Pero en seguida prorrumpió en risa.
—¡Y, déjate de j…! ¡Treinta años! Te caíste de la higuera, pajarón —y usó otras expresiones que no voy a repetir—. ¡Treinta años! Sabes —sorbió de la botella y escupió—. No sé de dónde pero conozco a esta tipa. La conozco de vista. Kopeida anda tras ella.
—¿Quién anda?
—Kopeida. Ese de nuestra clase. Le gustó porque él es también así, moderno. ¡Bebe, bebe no más! No se puede hacer otra cosa. ¿Piensas que yo me liberé? Hice un trapo de mi facha pero el peón siempre me duele.
—¿Cómo, si has violado a Sifón?
—Lo he violado pero me quedé con la facha. Mira —se asombró—. ¡Qué pareja nosotros! ¡Yo con el peón y tú con la colegiala! ¡Bebe esta cañita! ¡El peón —se puso soñador de repente—, el peón! Pepe, si se pudiese huir al campo, a los peones. Al campo, al prado, huir, fugarse —balbuceaba—. Al peón… al peón…
Pero a mí su peón no me importaba nada. ¡Sólo la moderna! ¡Cómo envidiaba a Kopeida! ¡ah, así que Kopeida andaba tras ella! Empero si andaba «tras ella» y no «con ella» esto significaba que no se conocían… No me atrevía a preguntar. Y así permanecimos con nuestras fachas, cada uno absorbido en sus pensamientos y echando un trago de vez en cuando. Polilla se levantó tambaleando.
—Ya debo irme —declaró en voz baja—. A lo mejor viene la vieja. Saldré por la cocina —murmuró—, veré todavía a la sirvienta. Tu sirvienta no está mal, no está mal… No es un peón, naturalmente, pero, al fin, del pueblo. Puede ser que tenga un hermano peón… —Salió. Y yo me quedé con la colegiala. La luz de la luna plateaba el sutil polvo que en gran cantidad flotaba en el aire.