VI La seducción y consiguiente arrastramiento a la juventud

Justo en el momento culminante de la atroz violación psicofísica que efectuó Polilla sobre Sifón, se abrió la puerta y entró en la clase como deus ex machina Pimko, siempre infalible en toda su personalidad excepcional.

—¡Qué bien, juegan a la pelota, niños! —exclamó, aunque era evidente que no jugábamos a la pelota y que no había ninguna pelota—. ¡A la pelota, a la pelota juegan! ¡Con qué gracia uno tira la pelota al otro, con qué soltura la agarra el otro! —Y viendo los rubores sobre mi cara, pálida y crispada por el pavor, añadió—: ¡Oh, qué colorcitos! Se ve que la escuela te resulta saludable y la pelota también, mi Pepito. Vamos —dijo—; te llevaré a casa de la señora Juventona, donde alquilé una pieza para ti. Desde hoy vas a vivir en casa de Juventona.

Y me llevó, hablándome durante el camino del señor Juventón, quien era ingeniero-constructor y de su esposa.

—Es un ambiente moderno —observó—, moderno en exceso, que responde a las nuevas corrientes y por lo tanto ajeno a mi ideología. Sin embargo, noto en ti cierta inclinación hacia el amaneramiento, la pose; parece que todavía finges ser adulto… bueno, los Juventones pronto te curarán de ese defecto, ellos te enseñarán a ser natural. Me olvidé de decirte que tienen, además, una hijita, Zutka Juventona, colegiala —masculló, estrechando mi mano y observándome por debajo de las gafas—. Colegiala —dijo— también muy moderna. Ejem, no es esta una compañía muy feliz para ti, indudablemente el peligro es bastante serio, pero, por otro lado, nada mejor que una colegiala moderna para atraer a la juventud… ya ella sabrá despertar en ti el patriotismo de tu edad juvenil.

Los tranvías pasaban. Había flores en las ventanas de algunas casas. Alguien tiró desde el último piso un hueso de ciruela sobre Pimko pero no dio en el blanco.

¿Qué? ¿Qué? ¿Colegiala? Adiviné el plan de Pimko; quería servirse de la colegiala para definitivamente encerrarme en la juventud. Calculaba que si me enamoraba de la joven colegiala me pasarían las ganas de ser adulto. Ni un solo momento de respiro tanto en la escuela como en la casa para que no apareciera ninguna posibilidad de huida. ¡No había tiempo que perder! Pronto le mordí el dedo y emprendí una veloz fuga. Una mujer madura cruzaba justamente la esquina y hacia ella me lancé con el rostro hecho un trapo, atontado y convulso, ¡lejos, lejos, de Pimko y de su colegiala atroz! Pero el Gran Empequeñecedor me alcanzó con celeridad de rayo y me atrapó por el cuello.

—¡A la colegiala! —gritó—. ¡A la colegiala! ¡A la juventud! ¡A los Juventones!

Me puso en un fiacre y me llevó a la colegiala por calles llenas de gente, de sol, de pajaritos.

—¡Adelante, adelante, por qué miras atrás, detrás de ti no hay nada, sólo yo estoy al lado tuyo! —Y apretándome la mano gruñía, echando saliva—. ¡A la colegiala, a la colegiala moderna! ¡Ya sabrá la colegiala enamorarle de la juventud! ¡Ya lo empequeñecerán los Juventones! ¡Ya le harán un culeíto! ¡Cu, cu, cu! —gritó con tanta fuerza que el caballo empezó a cocear y el cochero se acomodó mejor sobre su pescante, mostrándole la espalda con sumo desprecio.

Pero, al entrar a una de esas pequeñas, baratas casitas que abundan en barrios modernos, pareció vacilar, se desinfló y —¡qué raro!— era como si perdiese una parte de su absolutismo notorio.

—Pepe —murmuró, sacudiendo y moviendo la cabeza—, hago por ti un gran sacrificio. Sólo por tu juventud lo hago. Por ella me expongo a ese encuentro. ¡Ejem, la colegiala, la moderna colegiala!

Y me besó, como si, atemorizado, quisiese conseguir mi favor, pero a la vez como despidiéndose de mí para siempre.

Y en seguida, golpeando con el bastón y en estado de gran nerviosidad, empezó a recitar poemas, hacer citaciones, expresar pensamientos, juicios, aforismos, conceptos, todo de primera calidad y muy imponente, pero al mismo tiempo parecía estar enfermo y amenazado en la misma esencia de su ser pedagógico. Mencionaba nombres desconocidos para mí de unos literatos amigos y oía cómo repetía en voz baja las opiniones halagadoras que ellos emitieron sobre él y emitía a su vez opiniones halagadoras sobre ellos. Tres veces, además, firmó con el lápiz sobre la pared «Pimko» tal un Anteo adquiriendo fuerzas al contacto de su propia firma.

Miraba yo extrañado al Maestro ¿Qué significaba eso? ¿Temía él también a la colegiala moderna? ¿O solamente fingía? ¿Cómo podría ser que un maestro tan magistral y nasal temiera a la colegiala? Pero ya la sirvienta nos abría la puerta y entrábamos juntos, el profesor casi humildemente, sin su superioridad notoria, y yo con la cara hecha un trapo, ajada e imposiblemente malaxada. Pimko golpeó con el bastón, preguntó: «¿Está la señora?». Al mismo tiempo apareció por una puerta, en el fondo, la colegiala. La moderna.

Dieciséis años, sweater, faldas, zapatos sport con suela de goma, deportiva, ágil, tersa, elástica, ¡flexible e insolente! ¡Viéndola temblé en mi espíritu y en mi cara! Comprendí en seguida que era un fenómeno muy poderoso, más poderoso quizás que Pimko y tan absoluto como él en su género. Me recordaba a alguien —¿a quién sería?—; ¡ah, me recordaba a Kopeida! ¿No os olvidasteis de Kopeida? Era igual a él, pero más fuerte, del mismo tipo pero más intensa, la perfecta colegiala en su aire colegial, perfectamente moderna en su modernismo. Y doblemente joven —una vez por la edad y otra vez por su modernismo—; era eso, juventud por juventud.

Me asusté, pues, enfrentándome con algo más fuerte que yo, y mi susto me volvió aun más tembloroso cuando vi que no era precisamente ella quien temía al profesor, sino que, al contrario, el profesor temía… y, no sin timidez, saludaba a la moderna colegiala.

—¡Beso sus manitas! —exclamó con alegría y cortesía forzadas—. ¿Usted no está en la playa? ¿No en el Vístula? ¿Estará la mamá en casa? ¿Qué agua tenemos hoy en la piscina? ¿Fría, no es cierto? Fría es la mejor. Yo mismo tomaba baños fríos hace años.

¿Qué? ¿Qué? En la voz de Pimko creí percibir la vejez adulona frente a una juventud deportiva. Retrocedí un paso. La colegiala no contestó a Pimko; miró solamente y, después de haberse puesto entre los dientes la llave inglesa que llevaba en la mano derecha, tendió a Pimko su mano izquierda con tanto desgano y despreocupación como si no se tratase de Pimko… El profesor se confundió, no sabía qué hacer con esta juvenil izquierda tendida hacia él y, por fin, la estrechó con ambas manos. Yo saludé con una inclinación. La joven se sacó la llave de entre los dientes y dijo:

—Mi madre no está en casa, pero en seguida volverá. Pasen…

Y nos introdujo en un hall moderno, donde se quedó de pie mientras nosotros tomamos asiento en un sofá-cama.

—¿Mamá seguramente está en la sesión del Comité? —dijo Pimko iniciando la conversación mundana.

La moderna contestó:

—No sé.

Las paredes estaban pintadas en azul claro, las cortinas eran color crema, en el rincón una radio; los mueblecitos modernos, consecuentes, limpios, sencillos y sobrios, dos armarios empotrados en la pared y una mesita. La colegiala estaba en la ventana, como si no hubiera nadie en el cuarto, y se levantaba la piel quemada por el sol. Nuestra presencia no existía para ella —no hacía caso de Pimko—, y empezaron a correr los minutos. Pimko estaba sentado, se cruzó de piernas, entrelazó las manos y hacía molinete con los pulgares, tal un huésped que no cuenta con una recepción debida. Se movió, carraspeó dos, tres veces, tosió, tratando de sostener la conversación, pero la moderna nos volvió la espalda y continuaba levantándose la piel. Pimko, pues, no dijo nada y se limitó a quedarse sentado, pero su sentar sin conversar era incompleto e insuficiente. Me restregué los ojos. ¿Qué pasaba? Pues, algo pasaba, esto era cierto. ¿El sentar soberano de Pimko incompleto? ¿El maestro insuficiente? ¿El maestro? La insuficiencia exigía un complemento. ¿Conocéis ese malestar cuando algo ya se terminó y nada nuevo todavía ha empezado? Un vacío se forma en la cabeza. De repente vi que la vejez salía del maestro. No me había advertido hasta entonces que el profesor ya estaba por encima de la cincuentena, nunca me vino eso antes a la cabeza, como si el Maestro Absoluto tuviese que ser eterno y fuera del tiempo. ¿Viejo o maestro? ¿Cómo viejo o maestro? ¿Por qué no decir sencillamente: un viejo maestro? No, no, no se trata de eso, pero ¿qué es lo que de nuevo se trama en contra mía? (porque era seguro que algo tramaban en contra mía: él y la colegiala). Por Dios ¿por qué está sentado? ¿Por qué vino aquí para estar sentado al lado mío y frente a la colegiala? Su sentar me resultaba tanto más molesto porque yo estaba sentado junto a él. Si me levantase esto no sería tan terrible. Pero era casi imposible levantarse, en verdad no había motivo para hacerlo. No, no, no se trata de eso, pero ¿por qué está sentado en presencia de la colegiala, por qué, de modo viejo, está sentado frente a la joven colegiala? ¡Misericordia! ¡No hay misericordia! ¿Por qué está sentado con la colegiala ahí? ¿Por qué su vejez no es una vejez normal sino una vejez colegialesca? De repente me vino el susto pero no podía largarme. La vejez colegialesca —la vejez viejo-juvenil: he ahí qué incompletas, turbias, repugnantes formulas me galopaban en la cabeza.

Y de pronto un canto se dejó oír en el cuarto. No creía a mis oídos. El maestro cantaba un aria a la colegiala.

El estupor me hizo recuperar los sentidos. No, no cantaba, canturreaba. Pimko, resentido por la indiferencia de la colegiala, canturreaba algunas notas de una opereta, subrayando así la falta de cortesía, la mala educación, la incorrección de la joven Juventona. ¿Así que cantaba? ¡Obligó al viejito a cantar! ¿Éste era el temible, absoluto, eficaz Pimko, aquel viejito dejado sobre el sofá-cama y obligado a canturrear a la colegiala?

Me encontraba muy debilitado. Entre tantas aventuras desde la mañana, ni una vez fue permitido a los músculos de mi cara relajarse, las mejillas me quemaban como después de una noche en tren. Mas parecía que ahora el tren estaba por detenerse. Pimko cantaba. Me avergoncé de haberme dejado dominar tanto tiempo por el inofensivo viejito al que una común colegiala no prestaba ninguna atención. Mi cara poco a poco empezaba a volver a la normalidad, me acomodé sobre el asiento y en breve recuperé el pleno equilibrio, y —¡oh, felicidad!— la treintena perdida.

Me levanté para salir tranquilamente, aun sin protestas, cuando el profesor me agarró la mano. Era ahora distinto; envejeció, emblandeció, tenía un aspecto pobre, apocado, ¡la compasión despertaba!

—¡Pepe —me susurró en la oreja—, no tomes ejemplo de esa muchacha moderna, perteneciente a la nueva generación de la posguerra, a la época de los deportes y del jazz! ¡El salvajismo de las costumbres posguerras! ¡La desintegración de la cultura! ¡Falta de respeto! El hambre de gozar, la sed de vivir de la nueva generación. Empiezo a creer que este ambiente no te resultará saludable. Dame tu palabra de que no sucumbirás a las influencias de esta desenfrenada muchacha. Tenéis algún parecido —decía como en la fiebre—, tenéis algo en común, ya sé, ya sé, tú también eres un muchacho moderno, ¡qué error de mi parte traerte aquí, a la moderna muchacha!

Lo miré como a un loco. ¿Yo, con mi treintena, parecido a una moderna colegiala? Consideré que Pimko era tonto. Mas él todavía me prevenía contra la colegiala moderna.

—¡Nuevos tiempos! —decía—. ¡Vosotros, los jóvenes, la generación presente! Menospreciáis a los viejos, y entre vosotros os tuteáis en seguida. ¡Falta de respeto, falta del culto al pasado, el dancing, la América, carpe diem, vosotros, los jóvenes!

Y comenzó a adular terriblemente mi supuesta juventud y mi modernismo, diciendo más o menos que nosotros, la juventud moderna, o que para nosotros sólo piernas, o nos adulaba de otro modo todavía, mientras la colegiala se levantaba la piel con suma indiferencia, ni siquiera dándose cuenta de lo que pasaba a sus espaldas.

Comprendí por fin qué propósito tenía Pimko; quería sencillamente enamorarme de la colegiala. Su cálculo era el siguiente: quería entregarme en seguida a la colegiala, pasarme a ella de mano a mano para que no me escapase. Me injertaba un ideal, seguro de que, si alguna vez, como ocurrió a Polilla y Sifón, yo conseguía un ideal definido de la juventud, me quedaría aprisionado para siempre. Al profesor le era, al fin, bastante igual en qué clase de muchacho me convirtiera, a él le importaba sólo que no me escapase del muchacho. Si lograse enamorarme de entrada e inspirarme con el moderno ideal de la juventud, podía tranquilamente dejarme aquí y dedicarse a sus muchas otras actividades que no le permitían personalmente mantenerme en el achicamiento perpetuo. Y paradoja: Pimko, quien, según parecía, ante todo apreciaba su propia superioridad, consintió aceptar el papel humillante de un viejito de antaño, indignado por la moderna generación de las jóvenes para, de tal modo, atraerme a la colegiala. Con su indignación de un tío viejito nos aliaba contra él, con su vejez y antigüedad se proponía embaucarme con la juventud y el modernismo. Pero Pimko alimentaba todavía otro propósito y no menos importante. No le bastaba el enamorarme; quería, además, vincularme con ella, no de otro modo, sino en forma lo más inmadura posible; no respondería a sus anhelos si yo me enamorase de ella con un amor simple, no, anhelaba que me calentase justamente con esa especialmente barata y asquerosa poesía moderna-antigua que nace de la combinación de un viejito de preguerra con una colegiala posguerra. Todo eso estaba muy ingeniosamente planeado pero era en demasía tonto, y ya seguro de mi completa liberación oía las torpes alabanzas del tío ridículo. ¡Tonto! ¡Yo era tonto! Yo era estúpido porque no sabía que sólo la poesía estúpida es en verdad atrayente y fascinadora.

Y de la nada se originó un conjunto terrible, una atroz constelación poética: allí, en la ventana, la colegiala moderna indiferente, aquí, sobre el sofá-cama, el viejito profesor y yo, entre ellos, asaltado por la poesía viejo-juvenil. ¡Por Dios! ¡Mi treintena! ¡Salir, salir lo más pronto posible! Pero, como si el mundo se hubiese quebrantado y reorganizado sobre nuevos fundamentos, la treintena se volvió de nuevo pálida y lejana, mientras la colegiala en la ventana cobraba cada vez más sabor. Y el maldito Pimko seguía.

—Piernas —me excitaba al modernismo—, piernas, ya os conozco, conozco vuestros deportes, la ley de la nueva generación americanizada, preferís las piernas a las manos, para vosotros sólo las piernas valen, los muslos. El espíritu no significa nada, todo ¡los muslos! ¡Deportes! ¡Los muslos —me adulaba terriblemente—, los muslos, muslos, muslos!

Y así, como en la escuela nos había impuesto el problema de la inocencia, que tanto aumentó la inmadurez de los alumnos, así ahora me convidaba con los muslos modernos. Y yo con gusto oigo cómo junta mis muslos con los muslos de la generación y ya siento una crueldad juvenil frente a los muslos viejos. Y había en eso algo así como una camaradería de muslos con la colegiala, más un secreto entendimiento muslesco, más el patriotismo de la pierna, más la insolencia del muslo joven, más la poesía piernal, más el juvenil orgullo muslesco, y además el culto del muslo. ¡Infernal parte del cuerpo! No necesito añadir que todo eso sucedía en silencio a espaldas de la colegiala, que estaba de pie, sobre sus muslos, en la ventana, y se levantaba la piel sin prestar atención a nada.

Sin embargo me hubiese por fin desasido de los muslos y huido, si no fuera que de improviso se abrió la puerta y una nueva persona apareció en el cuarto; la entrada de una persona nueva y desconocida me acabó de hundir.

Era la Juventona madre, una mujer bastante entrada en carnes, pero culta y proselitista, con rostro agudo y responsable de un miembro del Comité de Ayuda para las criaturas de pecho, o para combatir la plaga de la mendicidad infantil en la Capital. Pimko se incorporó en el canapé, como si no supiese nada de nada, distinguido y cordial profesor, de cierta edad y de una nariz narizada.

—¡Ah, mi estimada señora! Siempre actuando, siempre activa, seguramente llegamos de la sesión del Comité, ¿no será cierto? Le traje a mi Pepe, del que usted consintió con tanta bondad encargarse, este es Pepe, este caballero. Pepe, saluda a la señora, hijo mío. ¡Qué!

Pimko de nuevo adoptó un tono protector y altivo. ¿Saludar a esta vieja, yo, joven? ¿Saludar con respeto? Tuve que saludar y la Juventona me tendió una mano, diminuta, pero gorda, y miró no sin estrañeza mi rostro, que oscilaba entre la treintena y la quincena.

—¿Cuántos años tiene este muchacho? —oí que preguntaba a Pimko, alejándose con él aparte, y el profesor contestó bondadosamente:

—Dieciséis, dieciséis, querida señora, dieciséis cumplió en abril. Tiene un aspecto demasiado serio, a lo mejor es esto una pequeña pose para parecer adulto, pero tiene un corazón de oro, ¡tiú, tiú!

—Ah, poseur —dijo la Juventona.

En vez de protestar me senté y quedé sentado sobre el canapé como clavado. La increíble estupidez de esta insinuación impedía todas las aclaraciones. Y empecé a sufrir como un demonio. Porque Pimko se alejó con la Juventona hacia la ventana, justamente allí donde se hallaba la colegiala, e iniciaron una conversación íntima, mirándome de vez en cuando. Pero el maestro notorio, expresamente, aunque en apariencia accidentalmente, levantaba la voz por momentos. ¡Y qué tortura! Porque oía que me juntaba consigo mismo frente a la Juventona; así como antes me había juntado con la colegiala en contra suya, ahora estaba juntándome con él. No sólo me presentó como un poseur presuntuoso, que se daba aires de adulto, sino que, además, se explayaba sobre mis sentimientos para con él, elogiaba las altas calidades de mi mente y de mi corazón (un solo defecto, que le gusta la pose, pero esto le pasará con la edad) y, como hablaba con no sé qué viejo sentimentalismo y con voz típicamente anacrónica de un maestro anticuado y pasado de moda, parecía, pues, que yo también estaba pasado de moda y no era nada moderno. Y organizó esta situación diabólica: aquí yo, sobre el canapé, sentado, tengo que fingir que no oigo, allí la colegiala, en la ventana, no sé si oye, y más allá en el rincón Pimko sacude la cabeza, carraspea y se emociona por mí, incitando los gustos y las inclinaciones de la doctora progresista. ¡Oh, sólo aquél que abarca en toda su extensión lo que significa entrar en contacto con una persona desconocida y cuan arriesgado es este proceso, abundante en trampas y engaños, podrá comprender mi impotencia frente a Pimko y la Juventona! ¡De modo falso me introducía en la casa de los Juventones y más aún —expresamente levantaba la voz para que yo oyera que me introducía de modo falso— por medios traidores me introducía en los Juventones e introducía a los Juventones en mí!

En efecto la Juventona me dirigió una mirada de compasión e impaciencia.

Seguramente la charla dulzona de Pimko la puso nerviosa y, además, esas emprendedoras doctoras de hoy día, enardecidas con el colectivismo y la emancipación, detestan todo artificio y pose en los jóvenes y sobre todo no pueden soportar que adopten la pose de ser adultos. Como progresistas y tendientes hacia el futuro, alimentan un culto de la juventud, el más ardiente que jamás se haya alimentado, y nada puede irritarlas más que cuando un joven ensucia su edad con la pose. Peor aun: no sólo no les gusta eso sino que, además, les gusta su disgusto, pues eso les permite sentir su propio progresismo, modernismo; siempre están listas para dar rienda suelta a tal disgusto. Por eso no era necesario repetirlo dos veces a la doctora; ésta, por otra parte, bastante gorda, podría cimentar sus relaciones conmigo sobre la base de la fórmula: modernismo-anacronismo, todo dependía del primer acorde, porque sólo al primer acorde podemos elegir libremente; lo que sigue, constituye pura consecuencia. Mas Pimko atacó con su arco de viejo profesor la cuerda moderna de la doctora y en seguida le salió el tono.

—Ah, no me gusta —dijo ella con disgusto—, no, no me gusta. Un joven viejito, blasé y seguramente poco deportivo. Odio la pose. Pero, profesor, compárelo con mi Zutka (sencilla, sincera, natural); he aquí a qué conducen vuestros anacrónicos métodos.

Al oír eso perdí los restos de fe en la eficiencia de mis protestas; no, ya no me creerá nunca que soy adulto, pues, por efecto de mi presencia, gozaba más con los encantos de sí misma y de su hija. Y cuando a la madre le gusta más su hija con alguien, ya no hay caso, ya tienes que ser así, como es necesario para los encantos de la hija. ¿Podía yo protestar? ¿Quién dice que no podía? Podía en cada momento levantarme y a pesar de todas las dificultades aclarar sencillamente que no tenía dieciséis años sino treinta. Podía, pero no podía, porque me faltaban ganas; ¡ya solamente me importaba demostrar que no era un muchacho anticuado! ¡De eso solamente tenía ganas! Rabiaba por el hecho de que la colegiala oyera la charla de Pimko, lo que tal vez originara en su mente un pésimo concepto de mí. Este asunto tapó el asunto de mi treintena notoria. La treintena empalideció ¡y esto me enardeció, me quemó, me empezó a doler!

Sentado sobre el sofá-cama no podía gritar que Pimko mentía a conciencia; entonces he aquí que me enderezo en mi asiento, estiro las piernas, trato de lograr una apariencia audaz y desenvuelta, estar sentado de modo moderno, y grito mudamente con mi cuerpo que no es cierto, que no soy así, sino distinto; ¡muslos, muslos, muslos! Me inclino hacia adelante, animo la mirada y, sentado de modo natural, denuncio las mentiras de Pimko con mi figura entera. Si la colegiala se da vuelta que vea… Pero de improviso oigo que la Juventona madre dice en voz baja a Pimko:

—En verdad es imposiblemente amanerado, vea usted: a cada rato adopta poses.

No podía moverme. Cambiar mi actitud significaría que cambiaba porque había oído y esto resultaría aún más artificial; por lo demás, ya cualquier cosa que hiciera resultaría artificial. Mientras, la colegiala se da vuelta de la ventana, me abarca con su mirada tal como estoy, sentado, no pudiendo salir de mi actitud artificialmente natural, y noto en su rostro una expresión inamistosa. Con lo cual menos aún puedo escapar. Y veo, cómo en la muchacha crece una aguda, juvenil antipatía hacia mí, una antipatía pura, como un golpe limpio en la cancha.

La Juventona interrumpió la conversación y preguntó a la hija a lo camarada, con compañerismo:

—¿Por qué miras así, Zutka?

La colegiala sin dejar de mirarme se vuelve leal —se hace leal—, leal, sincera, abierta, y con un mohín echa de sí:

—Él todo el tiempo escuchaba. ¡Lo oyó todo!

¡Oh! ¡Esto fue dicho con dureza! Quise protestar, pero no podía, y la Juventona dijo al profesor bajando la voz y saboreando con gusto el empuje de la muchacha:

—Ellas ahora son muy sensibles en lo que se refiere a la lealtad; están locas sobre ese punto. La nueva generación. Esto es la moral de la Gran Guerra. Nosotros todos somos hijos de la Gran Guerra, nosotros y los hijos nuestros —la doctora saboreaba visiblemente—. La nueva generación —repitió.

—Cómo le brillaron los ojitos —dijo con bondad el viejito.

—¿Ojitos? Mi hija no tiene «ojitos», profesor, sino ojos. Nosotros tenemos ojos. Zutka, quédate tranquila con los ojos.

Pero la muchacha se enfurruñó y encogió los hombros, rechazando a la madre. Pimko se indignó en seguida y observó aparte:

—Si usted, señora, considera eso conveniente… En mis tiempos una jovencita nunca se hubiera atrevido… ¡Encoger los hombros! ¡Frente a la madre!

Y he aquí que la Juventona, con satisfacción, con entusiasmo, con gusto dijo:

—¡La época, profesor, la época! ¡Desconoce usted la generación nueva! Profundos cambios. Gran revolución de costumbres, el viento que desmorona, sacudimientos subterráneos y nosotros sobre ellos. ¡Época! ¡Hay que transformarlo todo! Destruir en la patria todos los viejos lugares y dejar sólo lugares nuevos.

Empero la colegiala que, no sin menosprecio, escuchaba aquella discusión de los viejos, eligió un momento propicio y me aplicó un puntapié, corto, seco, en la pierna, a hurtadillas y a estilo de los pillos, sin cambiar de actitud ni tampoco de expresión del rostro. Tras habérmelo aplicado, recogió la pierna y se quedó impasible, ajena a lo que decían Pimko y la madre. Mientras, la madre sin cesar se iba sobre la hija, la hija eludía a la madre, como si por ser más joven estuviese orgullosa de ser más joven.

—¡Le dio un puntapié! —exclamó el profesor—. ¿Ha visto usted? ¡Un puntapié! Nosotros aquí charlamos y ella tranquilamente ¡le da un puntapié! Pero ¡qué salvajismo, qué atrevimiento, qué insolencia de la nueva desenfrenada generación! ¡Con la pierna le dio el puntapié!

—¡Zutka, tranquila con las piernas! Y usted, profesor, no se conmueva tanto, no es nada —sonrió—. No pasará nada a su Pepe. En el frente durante la Gran Guerra ocurrían cosas peores. Yo misma, como enfermera, a menudo era agredida a puntapiés por simples soldados.

Encendió un cigarrillo.

—En mis tiempos —dijo Pimko—, las jóvenes… ¿Pero qué hubiese dicho de eso el gran poeta nuestro, Norwid?

—¿Norwid? ¿Quién es? —preguntó la colegiala.

Y preguntó perfectamente, con ignorancia deportiva de la joven generación y con asombro propio de la Época, sin comprometerse demasiado en la pregunta, sólo para dejar saborear un poco su no saber deportivo. El profesor se agarró la cabeza:

—¡No sabe nada de Norwid! —exclamó.

La Juventona madre sonrió:

—¡La época, profesor, la época!

El ambiente se volvió simpatiquísimo. La colegiala no sabía nada de Norwid y esto era para Pimko. Pimko se indignaba con Norwid y esto era para la colegiala. La madre se gozaba en la Época. Solamente yo estaba excluido de la compañía y no podía… No, no podía tomar parte en la conversación ni comprender esta transformación de papeles, consistente en que el vejestorio con los muslos inferiores se asociaba en contra mía con la colegiala y que yo debía constituir el contrapunto de su melodía. ¡Oh, infernal Pimko! Pero mientras yo permanecía sentado así, callado y pateado por ella, parecía que estuviese ofendido, resentido, y Pimko inquirió con benevolencia:

—¿Por qué te callas, Pepe? Hay que hablar de vez en cuando… ¿Te enojaste con la señorita?

—¡Se enojó! —exclamó con mofa la deportista.

—Zutka, pide disculpas al caballero —dijo con énfasis la doctora—. El caballero se ofendió contigo, pero, caballero, no siga con su enojo, no hay que ser tan resentido. Zutka le pedirá perdón, naturalmente, pero por otra parte hay que confesar que somos algo amanerados… esto es pura verdad… Más naturalidad, más vida, vea cómo somos nosotras, yo y Zuta. Bueno, bueno, ya trataremos de desacostumbrar al joven de su manera, cuente con nosotros, profesor. Ya le daremos una buena escuela.

—Creo que bajo ese aspecto la convivencia con ustedes le hará mucho bien. Bueno, Pepe, despeja la frente.

Y cada una de esas manifestaciones, de modo definitivo y según parecía de una vez por todas, arreglaba, precisaba y definía. Arreglaron todavía las condiciones económicas, después de lo cual Pimko me besó en la frente.

—Adiós, muchacho, no llores, te iré a visitar cada domingo y en la escuela tampoco te perderé de vista. Mis respetos, estimada señora, hasta pronto, hasta pronto, señorita Zuta, tiú, tiú; ¡sea buena con Pepe!

Salió y aún en la escalera se oían sus carraspeos y tosecitas, thu, thu, thu, hem, hem, hem, thu, thu, eh, eh, eh… Yo sólo atiné a dar un salto con mis protestas y explicaciones.

Pero la Juventona madre me condujo a un pequeño, muy moderno cuartito al lado del hall, que servía al mismo tiempo (lo comprobé después) como dormitorio de la Juventona hija. «Aquí —dijo—. Cuarto. El baño al lado. El desayuno a las siete. Sus cosas están aquí; las trajo la sirvienta». Y antes que lograra balbucear gracias, se fue a la sesión del Comité para combatir la poco europea plaga de la mendicidad infantil en la Capital. Me quedé solo. Me senté en la silla. Silencio. La cabeza me zumbaba. Estaba sentado en nuevas condiciones, en mi habitación nueva. Después de tantas personas que viera desde la mañana, se impuso de repente un completo desierto y sólo al lado, en el hall, se movía y removía la colegiala. No, no era eso una soledad; era eso una soledad con la colegiala.