V Filifor forrado de niño

El príncipe de los Sintetistas, reconocido como el más glorioso de todos los tiempos, era, sin duda, el Doctor profesor de Sintesiología de la Universidad de Leyden, Sintetista Superior Filifor, originario de las regiones meridionales de Annam. Operaba conforme al espíritu patético de la Síntesis Superior, principalmente por medio de adición + infinidad, y en casos súbitos también por medio de multiplicación × infinidad. Era hombre de buena estatura, no poca corpulencia, barba hirsuta y rostro de profeta con anteojos. Mas un fenómeno espiritual de esa magnitud no pudo dejar de suscitar en la naturaleza su contrafenómeno, de acuerdo con el principio de acción y reacción de Newton y, por tal motivo, pronto nació en Colombo un eminente analista que obtuvo en la Universidad de Columbia el doctorado y profesorado en Análisis Superior y alcanzó rápidamente los más altos peldaños de la carrera científica. Era hombre hosco, menudo, lisamente afeitado, con rostro de escéptico con anteojos y la única misión interior de perseguir y humillar al eminente Filifor.

Operaba analíticamente y era su especialidad la descomposición del individuo en partes por medio de cálculos, especialmente por medio de papirotazos. Y así con un papirotazo en la nariz, incitábala a gozar de existencia independiente, moviéndose entonces la nariz espontáneamente de una parte a otra, con gran espanto del propietario. Ese arte lo aplicaba con frecuencia en el tranvía, si se sentía aburrido. Accediendo al llamado de su más profunda vocación, lanzóse en persecución de Filifor, y en una villa de España logró obtener el título nobiliario de Anti-Filifor, del cual estaba locamente orgulloso. Filifor —habiéndose enterado de que aquél lo perseguía— lanzóse también en su persecución y durante largo tiempo ambos sabios persiguiéronse sin resultado, porque el orgullo no le permitía admitir a ninguno de ellos que resultaba no solamente perseguidor sino también perseguido. Por consiguiente, cuando Filifor, por ejemplo, estaba en Bremen, Anti-Filifor corría de La Haya a Bremen no queriendo, o quizá no pudiendo, tomar en consideración que Filifor en ese mismo momento y con idéntico fin partía en el tren rápido de Bremen a La Haya. El choque entre los dos sabios impelidos —catástrofe de igual índole que las catástrofes ferroviarias más grandes— prodújose por absoluta casualidad en el restaurante de primera clase del Bristol Hotel, de Varsovia. Filifor, en compañía de la profesora Filifor, horario de trenes en mano, examinaba con atención las mejores combinaciones cuando, inmediatamente después de bajar del tren, entró jadeante Anti-Filifor llevando del brazo a su analítica compañera de viaje, Flora Gente de Mesina. Nosotros, es decir los que estuvimos presentes, doctores Teófilo Poklewski y Teodoro Roklewski, y yo, dándonos cuenta de la gravedad de la situación, procedimos de inmediato a tomar notas por escrito.

Anti-Filifor acercóse a la mesita y, en silencio, atacó con la vista al profesor, que se había levantado. Se esforzaron por dominarse espiritualmente: el Analista presionaba fríamente desde abajo; el Sintetista respondía desde arriba, con la mirada llena de resistente dignidad. Al no dar el duelo de las miradas resultados decisivos, los dos enemigos espirituales iniciaron el duelo verbal. El doctor y maestro del Análisis dijo: «¡Ñoquis!». El Sintesiólogo contestó: «¡Ñoqui!». Anti-Filifor rugió: «¡Ñoquis, ñoquis, o sea la combinación de harina, huevos y agua!». Filifor rebatió al momento: «¡Ñoqui, o sea el ser superior del ñoqui, el mismo Ñoqui supremo!». Sus ojos lanzaban relámpagos, agitábase su barba, era claro que había obtenido la victoria. El profesor de Análisis Superior retrocedió unos pasos dominado por furia impotente, mas de inmediato acudió a su mente una idea terrible: enfermizo, achacoso en comparación con Filifor, aprestóse a proceder contra su esposa, a quien el viejo y meritorio profesor amaba por encima de todo. He aquí el curso sucesivo del incidente, según el acta que fue levantada:

1. La profesora Filifor, muy entrada en carnes, gorda, bastante majestuosa, se hallaba sentada, sin pronunciar palabra, ensimismada.

2. El profesor doctor Anti-Filifor plantóse frente a la señora con sus útiles cerebrales y empezó a observarla con una mirada que la desvestía hasta lo más íntimo. La señora Filifor tembló de frío y de vergüenza. El doctor profesor Filifor la cubrió en silencio con la manta de viaje y fulminó al insolente con una mirada llena de inmenso desprecio. Sin embargo, mostró al hacerlo signos de inquietud.

3. Entonces Anti-Filifor dijo quedamente: «Oreja, oreja», y estalló en risa sarcástica. Bajo la influencia de esas palabras la oreja apareció inmediatamente en toda su desnudez y se hizo indecente. Filifor ordenó a su esposa que se cubriera las orejas con el sombrero; esto, sin embargo, no sirvió de mucho porque Anti-Filifor murmuró entonces como para sí mismo: «Dos orificios de la nariz», desnudando así los orificios de la nariz de la venerable profesora de modo a un mismo tiempo impúdico y analítico. La situación se tornó grave ya que no pudo ni hablarse de la ocultación de los orificios.

4. El profesor de Leyden amenazó con llamar a la policía. La balanza de la victoria comenzó a inclinarse claramente hacia Colombo. El maestro de Análisis dijo con intensa cerebración: «Los dedos de la mano, los cinco dedos». Por desgracia la robustez de la profesora no era suficiente para ocultar el hecho que, repentinamente, apareció a los reunidos en toda su inaudita vivacidad, es decir, el hecho de los cinco dedos de la mano. Los dedos estaban allí, cinco de cada lado. La señora Filifor, totalmente profanada trató con los restos de sus fuerzas de ponerse los guantes pero ¡cosa absolutamente increíble!, el doctor de Colombo le hizo al momento el análisis de orina y, riendo desmedida y estruendosamente, exclamó victorioso: «H2OC4, TPS, un poco de leucocitos y albúmina». Se levantaron todos, el doctor profesor Anti-Filifor se retiró con su amante, que soltó una risa vulgar, mientras que el profesor Filifor, con ayuda de los abajo firmantes, llevó sin demora a su esposa al hospital. Firmado: T. Poklewski, T. Roklewski y Antonio Swistak, testigos.

A la mañana siguiente nos reunimos Roklewski, Poklewski y yo, con el profesor, en derredor del lecho de la enferma, señora Filifor. Su descomposición avanzaba con mucha rapidez. Iniciada por el diente analítico del Anti-Filifor, la dama, en forma paulatina perdía su contextura. De tiempo en tiempo, gemía sordamente: «Yo pierna, yo oreja, pierna, mi oreja, dedo, cabeza, pierna», como si despidiera las partes de su cuerpo que ya empezaban a moverse autonómicamente. Su personalidad encontrábase en estado de agonía. Nos ensimismamos todos en busca de medios de salvación inmediata. Pero no había tales medios. Previa deliberación, con participación del docente S. Lopatkin, quien a las 7 y 40 llegó por vía aérea de Moscú, reconocimos una vez más la absoluta necesidad de métodos científicos violentísimamente sintéticos. Pero no había tales métodos. Entonces Filifor concentró todas sus facultades mentales, a tal punto, que retrocedimos un paso, y dijo:

—¡La bofetada! ¡Solamente una bofetada, y bien recia, es capaz de devolver el honor a mi esposa y sintetizar los elementos dispersos en cierto sentido superior en el honorable sentido de la bofetada! Por lo tanto, ¡manos a la obra!

No era tan fácil encontrar en la ciudad al Analista de fama mundial. Sólo al anochecer dejóse atrapar en un bar de primera clase. En estado de sobria embriaguez vaciaba botella tras botella, y cuanto más bebía más se desembriagaba; lo mismo sucedía con su analítica amante. Hablando con propiedad, embriagábanse más de sobriedad que de alcohol. Cuando entramos, los mozos, pálidos como el papel, escondíanse pusilánimes detrás del mostrador, y los amantes, en silencio, se entregaban a orgías interminables de sangre fría. Tramamos el plan de acción. El profesor debería efectuar, primero, un ataque falso con el brazo derecho en la mejilla izquierda y luego pegar con el izquierdo en la derecha, mientras que nosotros, es decir los testigos, doctores de la Universidad de Varsovia, Poklewski, Roklewski y yo, como también el docente S. Lopatkin, deberíamos proceder sin demora a labrar el acta. El plan era sencillo, la acción nada complicada, pero al profesor se le cayó el brazo levantado. Nosotros, los testigos, quedamos estupefactos. ¡No hubo bofetada! ¡No hubo, lo repito, bofetada! Hubo solamente dos rositas y algo así como una viñeta con palomitas.

Anti-Filifor había previsto con satánica destreza los planes de Filifor. ¡Ese Baco sobrio se había tatuado en las mejillas dos rositas de cada lado y algo semejante a una viñeta con palomitas! A consecuencia de eso las mejillas, y también por consiguiente la bofetada intentada por Filifor, perdieron todo sentido. En realidad, la bofetada aplicada a las rosas y a las palomitas no era bofetada, era más bien algo así como un golpe contra el papel pintado. No pudiendo admitir que el pedagogo y educador de la juventud, generalmente respetado, quedara en ridículo por golpear un papel pintado debido a hallarse enferma su esposa, le convencimos de que desistiera terminantemente de cometer acciones que podría luego deplorar.

—¡Perro! —rugió el anciano—. ¡Infame! ¡Ah, infame, infame perro!

—¡Montón! —contestó el Analista con inmenso orgullo analítico—. ¡Eres un montón! Yo también soy montón. Si quieres, dame un puntapié en el vientre. No me aplicarás a mí el puntapié en el vientre: patearás el vientre y nada más. ¿Querías provocar mi mejilla con tu bofetada? A la mejilla puedes provocarla pero no a mí; a mí no. ¡Yo no existo en absoluto! ¡No existo!

—¡He de provocarla! ¡Si Dios lo permite, la provocaré!

—¡Mis mejillas son impermeables! —rio Anti-Filifor.

Flora Gente, sentada a su lado, soltó la risa; el doctor cósmico de Ambos Análisis le dirigió una mirada sensual y salió. En cambio, Flora Gente quedóse. Estaba sentada en un alto taburete y nos miraba con desteñidos ojos de loro completamente analizado. A los pocos instantes, exactamente a las 8 y 40, el profesor Filifor, dos médicos, el docente Lopatkin y yo procedimos a celebrar una conferencia. El docente Lopatkin mantenía asida, como de costumbre, la lapicera. La conferencia tuvo el siguiente desarrollo:

LOS TRES DOCTORES EN LEYES. En vista de lo que acontece, no vemos posibilidad de resolver la querella por vía del honor y aconsejamos al muy respetado señor profesor no tomar en cuenta la ofensa, considerándola procedente de un individuo incapaz de ofrecer una reparación.

EL PROFESOR DOCTOR FILIFOR. No la tomaré en cuenta, pero mi esposa se muere.

EL DOCENTE S. LOPATKIN. A vuestra esposa no podremos salvarla.

EL DOCTOR FILIFOR. ¡No digan eso, no digan eso! ¡Oh, la bofetada, único remedio! Pero no hay bofetada. No hay mejillas. No hay medio de síntesis divina. ¡No hay honor! ¡No hay Dios! ¡Sí! ¡Hay mejillas! ¡Hay bofetada! ¡Hay Dios, Honor, Síntesis!

YO. Observo que al profesor le falla la lógica. O hay mejillas o no las hay.

FILIFOR. Señores, ustedes olvidan que todavía quedan mis dos mejillas. Sus mejillas no existen, pero las mías sí.

Aún podemos efectuar la jugada con mis dos mejillas intactas. Señores, quieran ustedes comprender mi pensamiento: yo no puedo abofetearlo pero él puede abofetearme. Será lo mismo. ¡Siempre habrá una bofetada y habrá Síntesis!

—¡Bah! ¿Cómo obligarlo a que abofetee al profesor?

—¿Cómo obligarlo a que abofetee al profesor?

—¿Cómo obligarlo a que abofetee al profesor?

—Señores —respondió con recogimiento el pensador genial—, él tiene mejillas, mas yo también las tengo. La base consiste aquí en cierta analogía, y por eso operaré no tanto lógica como analógicamente. Será mucho más seguro, ya que la naturaleza está regida por cierta analogía. Si él es rey del Análisis, yo soy rey de la Síntesis. Si él tiene mejillas, yo también las tengo. Si yo tengo esposa, él tiene amante. ¡Si el analizó a mi esposa, yo sintetizaré a su amante y de esta manera le arrancaré la bofetada que se niega a entregar!

Y sin más demora hizo una señal con la cabeza a Flora Gente. Enmudecimos. Ella adelantóse, moviendo todas las partes de su cuerpo, bizqueando con un ojo en mi dirección y con el otro en dirección al profesor, mostrando los dientes en una sonrisa a Stefan Lopatkin, echando la delantera hacia Roklewski y meciendo la trasera en dirección a Poklewski. La impresión era tal que el docente dijo en voz baja:

—¿De veras acometerá usted con su Síntesis Superior a esos cincuenta pedazos separados?

Pero el Sintesiólogo Universal poseía esta cualidad: que jamás perdía la esperanza. La invitó a la mesita, convidándola con una copa de Cinzano, y a guisa de introducción, para sondearla, dijo sintéticamente:

—Alma, alma.

Ella no contestó.

—¡Yo! —dijo el profesor inquisitiva e impetuosamente, queriendo despertar en ella su Yo abismado. Ella respondió:

—¡Ah, usted! Muy bien, cinco zlotys.

—¡Unidad! —gritó Filifor con violencia—. ¡Unidad Superior! ¡Igualdad en la Unidad!

—Para mí todo es igual —dijo ella con indiferencia—, anciano o niño.

Mirábamos desalentados a esta infernal analítica de la noche a quien el Anti-Filifor había adiestrado perfectamente a su manera, y educado para sí, quizá desde chica.

Sin embargo el Creador de las Ciencias Sintéticas no se desanimaba. Siguió un período de intensas luchas y esfuerzos. Le leyó los dos primeros cantos de Dante, por lo cual ella le pidió diez zlotys. Sostuvo una prolongada e inspirada disertación sobre el Amor Superior, amor que abarca y unifica todo, que le costó once zlotys. Le leyó dos magníficas novelas de las más conocidas autoras sobre el tema de la regeneración mediante el amor, por lo cual ella pidió ciento cincuenta zlotys y no quiso rebajar ni un céntimo. Y cuando trató de estimular su dignidad, Flora Gente exigió ni más ni menos que cincuenta zlotys.

—Por las extravagancias se paga, vejete —dijo—, para eso no hay tarifa.

Y abriendo y cerrando sus fatuos ojos de búho, no reaccionaba. Los gastos aumentaban y el Anti-Filifor, paseando por la ciudad, reía para sus adentros de tales esfuerzos desesperados.

En la conferencia subsiguiente realizada con la participación del doctor Lopatkin y tres docentes, el eminente investigador dio cuenta de la derrota en los siguientes términos:

—Me costó unas cuantas centenas de zlotys y no veo realmente la posibilidad de sintetizar. Recurrí en vano a las supremas unidades tales como la Humanidad, que todo lo convierte en dinero devolviendo el sobrante. Y mi esposa, mientras tanto, pierde el resto de la conexión interior. La pierna se lanza ya de paseo por el cuarto. Cuando dormita (mi esposa, naturalmente, no la pierna) tiene que sujetarla con las manos, pero las manos se niegan a obedecer. Es un terrible trastorno, una terrible anarquía.

EL DOCTOR EN MEDICINA T. POKLEWSKI. Y el Anti-Filifor hace circular rumores de que el profesor es un innoble vicioso.

EL DOCENTE LOPATKIN. ¿Y no se podría sorprenderla precisamente por medio del dinero? Permítanme. Veo aún confusa la idea que cruza mi mente, pero suceden cosas así en la naturaleza: tuve, por ejemplo, una paciente enferma de timidez. No pude curarla con audacia porque no la asimilaba, pero le apliqué una dosis tan fuerte de timidez que no la pudo aguantar. Y como no pudo soportar la timidez, se animó, y volvióse de pronto locamente audaz. El mejor método es el de per se, arremangarse, quiero decir «sólo en sí, sólo en sí». Habría que sintetizarla con dinero, mas reconozco que no veo cómo…

FILIFOR. Dinero… dinero… Pero el dinero forma siempre una cifra, una suma que nada tiene de común con la Unidad propiamente dicha. Sólo el céntimo es indivisible, pero el céntimo no causa ninguna impresión. Salvo… a menos que… ¡Señores! ¿Y si le diéramos una suma tan grande que la atolondrara?

Enmudecimos. Filifor se levantó bruscamente. Su barba negra agitábase. Entró en uno de esos estados hipermaníacos en que cae el genio indefectiblemente cada siete años. Vendió dos casas y un chalet en los alrededores de la ciudad y convirtió la suma obtenida de 850.000 zlotys, en zlotys sueltos. Poklewski lo miraba con asombro: simple médico de distrito no supo jamás comprender al genio, no supo comprenderlo y por eso precisamente no lo comprendía en absoluto. Mientras tanto, el filósofo, ya seguro de lo que hacía, envió al Anti-Filifor una invitación irónica, y éste, contestando la ironía con el sarcasmo, presentóse puntualmente a las 9 y 30 en un aposento del restaurante Alcázar, donde se realizaría el experimento decisivo. Los sabios no se dieron la mano. El maestro de Análisis rio, seco y malicioso:

—¡Bueno, póngase contento, señor, póngase contento! Mi chica no es, que digamos, tan propensa a la composición como su esposa a la descomposición; a ese respecto estoy tranquilo.

Pero él también entraba gradualmente en estado hipermaníaco. El doctor Poklewski empuñaba la lapicera y Lopatkin mantenía asido el papel.

El profesor Filifor procedió en esta forma: colocó primero sobre la mesa un único zloty. La Gente no reaccionó. Colocó un segundo zloty: nada. Agregó un tercer zloty: tampoco nada. Mas al poner el cuarto zloty, ella dijo: «¡Oh, cuatro zlotys!». Al notar que eran cinco bostezó, y al ver que eran seis, preguntó con indiferencia: «¿Qué pasa, viejito? ¿Exaltación de nuevo?». Sólo después de colocados 97 zlotys advertimos los primeros síntomas de extrañeza y al llegar a su mirada, que hasta ese momento se posaba en el doctor Poklewski, en el docente y en mí, comenzó a sintetizarse algo sobre el dinero.

Al llegar a cien mil, Filifor jadeaba pesadamente, Anti-Filifor empezaba a inquietarse un poco y la hasta ese momento heterogénea cortesana consiguió cierta concentración. Miraba, fascinada, el montón creciente, que en rigor dejaba de ser montón; trató de contar pero ya los cálculos no le salían bien. La suma dejaba de ser suma, convertíase en algo inabarcable, inconcebible, en algo superior a la suma, hacía estallar el cerebro por su enormidad, como el firmamento. La paciente gemía sordamente. El Analista se precipitó a socorrerla pero ambos médicos los sujetaron con todas sus fuerzas; en vano la aconsejaba cuchicheando que descompusiera el total en centenas o mediomillares pues el total no se dejaba desunir. Cuando el sacerdote triunfante del culto de la Síntesis desembolsó todo lo que tenía y coronó el montón, o más bien la enormidad, el monte Sinaí del dinero, con un zloty único e indivisible, pareció como si alguna Divinidad hubiera tomado posesión de la cortesana. La Gente levantóse e hizo aparecer todos los síntomas sintéticos, llanto, suspiro, sonrisa, pensatividad, y dijo:

—Señores, yo. Yo. Algo superior.

Filifor profirió un grito de triunfo y entonces el Anti-Filifor, con un alarido de terror, libróse de los brazos de ambos médicos y pegó a Filifor en la cara.

Ese golpe era el rayo, el relámpago de la síntesis arrancado de las entrañas analíticas, que disipó las sombrías tinieblas. El docente y los médicos felicitaron con emoción al profesor gravemente deshonrado. Su encarnizado enemigo se retorcía contra la pared, aullando atribuladamente. Mas ningún aullido pudo frenar el movimiento impreso a la carrera del honor, porque el asunto, hasta ese momento no honorable, había entrado en las vías del honor.

El profesor doctor G. L. Filifor, de Leyden, designó dos padrinos en las personas del doctor Lopatkin y la mía; el profesor doctor P. T. Momsen, con título nobiliario de Anti-Filifor, designó sus dos padrinos en las personas de los dos médicos asistentes; los padrinos de Filifor provocaron honrosamente a los padrinos de Anti-Filifor, y éstos, a su vez, provocaron a los de Filifor. Y a cada uno de estos pasos de honor la síntesis iba en aumento; el Columbiano se retorcía como si estuviera sobre ascuas, mientras que el Leydeño, sonriente, acariciaba su larga barba. En el hospital municipal, la profesora enferma empezaba a unificar sus partes, pidió leche con voz apenas perceptible y la esperanza nació en el corazón de los médicos. El Honor asomóse entre las nubes y sonrió dulcemente a los hombres. El combate definitivo se libraría el martes, a las siete de la mañana.

La lapicera sería confiada al doctor Roklewski, las pistolas al doctor Lopatkin, Poklewski debería tener el papel, y yo los sobretodos. El incansable luchador del signo de la Síntesis no abrigaba duda ninguna. Recuerdo lo que me decía la mañana anterior:

—Hijo mío, tanto podrá caer él como yo, pero quienquiera caiga, mi espíritu saldrá siempre victorioso, porque no se trata del acto de morir sino de la índole de la muerte; y la índole de la muerte es sintética. Si él cayese, rendirá con su muerte homenaje a la Síntesis; si me matase, matará de manera sintética. ¡Así, será mía la victoria más allá de la tumba!

Y en su exaltación de ánimo, deseando honrar más dignamente ese momento de gloria, invitó a ambas señoras, su esposa y Flora, en carácter de simples espectadoras. Yo estaba opreso por malos presentimientos. Temía… ¿Qué temía yo? Ni yo mismo lo sabía: durante toda la noche me torturó la incertidumbre y sólo en el lugar del duelo comprendí mi temor. La mañana era seca y luminosa, como un paisaje pintado. Los enemigos de alma paráronse frente a frente; Filifor saludó a Anti-Filifor y éste a aquél. Y entonces comprendí qué era lo que temía: era la simetría; la situación era simétrica y en ello consistía su vigor pero también su flaqueza.

Porque la situación tenía la propiedad de que a cada movimiento de Filifor correspondía un movimiento análogo de Anti-Filifor, y Filifor tenía la iniciativa. Si Filifor saludaba, Anti-Filifor debía saludar también. Si Filifor tiraba, Anti-Filifor debía tirar también. Y todo, hago notar, debía realizarse en el eje que unía a ambos combatientes, que era el eje de la situación. Pero, ¿qué sucedería si el segundo desviase hacia el costado? ¿Si descarriase, si hiciese una mala jugada para eludir las leyes férreas de la simetría y de la analogía? ¿Qué perturbaciones mentales, qué traiciones podría ocultar la cerebralidad del Anti-Filifor? Yo combatía tales pensamientos, cuando de repente el profesor Filifor levantó el brazo, apuntó recto al centro del corazón adversario y tiró. ¡Tiró y no dio en el blanco! Entonces el Analista levantó a su vez el brazo y apuntó al corazón de su antagonista. Casi, casi parecía inevitable que si aquél había tirado sintéticamente al corazón, también éste tendría que tirar sintéticamente al corazón. Parecía no haber otra salida, ninguna puerta de escape intelectual. Mas, en un abrir y cerrar de ojos, el Analista, en un esfuerzo supremo, suspiró quedo, dio un alarido, apartó del eje de la situación el caño de la pistola y disparó hacia un costado. El tiro pegó ¿dónde?: en el dedo meñique de la profesora Filifor que, acompañada de Flora Gente, estaba parada a corta distancia. ¡Ese tiro fue la cumbre de la maestría! El dedo meñique cayó cortado. La señora Filifor, asombrada, llevó su mano a la boca. Nosotros, los padrinos, perdimos por un momento el dominio de nosotros mismos y proferimos un grito de admición.

Y entonces ocurrió algo terrible. El Profesor Superior de Síntesis no pudo aguantarlo. Fascinado por la puntería, la maestría y la simetría, ofuscado por nuestro grito de admiración, también se desvió del eje, disparó, dio en el dedo meñique de Flora Gente y rio breve, seca y guturalmente. La Gente llevó su mano a la boca y nosotros proferimos el correspondiente grito de admiración.

Entonces el Analista disparó de nuevo y cortó el segundo dedo meñique de la profesora, que llevó su otra mano a la boca. Proferimos el grito de admiración. Un cuarto de segundo más tarde el tiro del Sintetista, disparado con infalible seguridad desde la distancia de diecisiete metros, cortó el dedo análogo de Flora Gente, quien llevó su mano a la boca; nosotros proferimos el grito de admiración. Y así siguieron las cosas. El tiroteo continuaba incesante, encarnizado, violento y magnífico como la magnificencia misma, y los dedos, las orejas, las narices, los dientes, caían como las hojas de un árbol agitado por el viento. Nosotros los padrinos no teníamos tiempo suficiente para proferir los gritos que nos arrancaba la puntería rápida como el relámpago.

Ambas señoras estaban ya privadas de todas sus extremidades y prominencias naturales y, si no cayeron muertas, fue, simplemente, por la falta de tiempo, pues no pudieron alcanzar a morir, y sospecho, además, que sentían cierto deleite exponiéndose a una puntería tan perfecta. Por último faltaron los cartuchos. El maestro de Colombo perforó, con su último tiro, la parte superior del pulmón derecho de la profesora Filifor; el maestro de Leyden al momento perforó en contestación la parte superior del pulmón derecho de Flora Gente. Proferimos una vez más gritos de admiración y luego reinó el silencio. Ambos troncos murieron, cayeron al suelo, y ambos tirantes se miraron.

¿Y qué? Ambos se miraron y no sabían bien por qué. Efectivamente: ¿qué? No había más cartuchos. Los cadáveres yacían por tierra. No había nada que hacer. Se acercaban las diez. En rigor el Análisis había vencido, pero ¿qué resultó de ello? Absolutamente nada. Igualmente hubiera podido vencer la Síntesis y tampoco hubiera resultado nada. Filifor tomó una piedra y la tiró contra un gorrión, mas no dio en el blanco y el gorrión voló. El sol empezaba a quemar. El Anti-Filifor tiró un terrón contra el tronco de un árbol y dio en el blanco. Mientras tanto pasó frente a Filifor una gallina; Filifor tiró, dio en el blanco, y la gallina corrió y se escondió en un matorral. Los sabios abandonaron sus posiciones y tomaron distinto camino.

Al anochecer Anti-Filifor estaba en Jeziorno y Filifor en Wawer. Uno, agazapado bajo una parva, cazaba conejos; el otro, si descubría un farol en un lugar apartado, hacía puntería desde una distancia de cincuenta pasos.

Y así recorrieron el mundo, apuntando a lo que podían con lo que podían. Cantaban aires populares y rompían gustosos las ventanas; les placía también estarse en los balcones y salivar en los sombreros de los transeúntes, y ¡había que ver qué alegría les proporcionaba conseguir dar en el blanco cuando se trataba de poderosos que viajaban en coche! Filifor se especializó hasta tal punto que podía escupir desde la calle a cualquiera que estuviese en un balcón. Y Anti-Filifor apagaba las velas tirando contra la llama cajitas de cerillas. Con más gusto aún cazaban ranas con escopetas de pequeño calibre, o gorriones con arco y flechas, o tiraban papeles y hierba al agua desde los puentes. Y el mayor placer era comprar un globo para niños y correr tras él, por campos y bosques, ¡oh! ¡oh!, acechando el momento en que estallaba con ruido, como alcanzado por una bala invisible.

Y cuando alguien del mundo científico recordaba el pasado glorioso, aquellas luchas del espíritu, el Análisis, la Síntesis y toda la gloria perdida irreparablemente, contestaban con cierta ensoñación:

—Sí, sí… recuerdo ese duelo…, ¡se disparaba bien!

—¡Pero profesor! —exclamé una vez, y junto conmigo Roklewski, quien durante ese tiempo se había casado y formado su hogar en la calle Krucza—, ¡pero profesor: habla usted como un niño!

Y el aniñado anciano nos respondió:

—Todo está forrado de niñadas.