Antes de seguir con la trama de estas verdaderas memorias, deseo a título de digresión, poner en el capítulo siguiente un cuento llamado «Filifor forrado de niño». Habéis visto cómo el maliciosamente didáctico Pimko me procuró un culeíto infantil; habéis visto las convulsiones idealísticas de la juventud nuestra, la impotencia de vivir, la calamidad de la desproporción y desarmonía, la tristeza del artificio, la melancolía del aburrimiento, la ridiculez de la ficción, la tortura del anacronismo y las locuras de los culeítos, de los rostros, como además, de otras partes del cuerpo. Habéis oído las palabras, palabras vulgares que luchaban con palabras nobles, y otras palabras igualmente huecas e inconsistentes, recitadas por los pedagogos, y habéis presenciado cómo la cosa, compuesta de palabras vacías, se terminó del modo infame en medio de unos visajes absurdos. Así, ya en la aurora de su juventud, el hombre se imbuye de la fraseología y la mueca. En tal yunque se forja la madurez nuestra. En breve veréis otras muecas y otro duelo, la lucha mortal de los profesores G. L. Filifor de Leyden y Anti-Filifor de Colomba, donde también aparecen palabras y partes del cuerpo. Mas no habrá que buscar por eso una vinculación estrecha entre esas dos partes de mi libro; y caería en un error el que creyese que incorporando a mi obra el relato «Filifor forrado de niño» no tuve únicamente el propósito de llenar un tanto el espacio libre del papel, disminuir en algo la enormidad de las hojas vacías que me asustan.
Pero si los eminentes conocedores y sabios, los Pimkos especializados en el arte de construir el culcalo por intermedio de la crítica de lo que llamamos «defectos de la construcción», me hiciesen este reparo: que, según ellos, el deseo de llenar el lugar vacío sobre el papel constituye una razón demasiado privada e insuficiente y que no es justo poner en una obra artística todo lo que en mi vida he escrito, contestaré, que, según mi humilde convicción, las sueltas partes del cuerpo y, además, las palabras, bastan para constituir un fortísimo esqueleto artísticamente constructivo. Y demostraré, que mi construcción, en lo que se refiere a la lógica y la precisión, no cede a las más lógicas y precisas construcciones. Mirad: la parte básica del cuerpo, el buen domesticado cuculquillo, está en la base; en el cuculcalao, pues, empieza toda acción; desde el cucailo, como desde el tronco principal, emanan las bifurcaciones de partes sueltas, como por ejemplo la del dedo, del pie, de los brazos, ojos, dientes y orejas, y asimismo unas partes se convierten en otras, gracias a sutiles y refinadas transformaciones. Y el rostro humano (comúnmente llamado también facha, jeta o carota) constituye la corona del árbol que con sus partes sueltas se levanta del tronco culeitiano; la facha, pues, concluye el ciclo que originó el buen cucucu. Después de haber alcanzado la facha ¿qué es lo que me queda? Solamente volver atrás hacia las partes sueltas para llegar de nuevo al culeitiano punto de partida, y para ese fin sirve mi cuento «Filifor». «Filifor» es un retroceso constructivo, un pasaje o, para expresarse con más precisión, una coda, un trino, o más bien un lapsus, un lapsus intestinal, sin el cual nunca podría penetrar al tobillo izquierdo. ¿No es esta una construcción férrea? ¿No basta para satisfacer las más especializadas exigencias? ¿Y qué me diréis, cuando hayáis logrado descubrir aún otras y más profundas vinculaciones entre todas esas partes, diversos pasajes desde el dedo hacia el hígado, y cuando se os descubra el papel místico de algunas partes preferidas, el sentido secreto, además, de ciertas articulaciones y, por fin, tanto el conjunto de todas las partes como también las partes de todas las partes? Os aseguro que es esta una construcción invaluable en el sentido de llenar el espacio, y con penetrantes análisis al respecto podéis llenar cien volúmenes, ocupando cada vez más sitio y cada vez logrando un sitio más alto y sentándoos cada vez más cómodamente y ampliamente en vuestro sitio. Pero ¿os gusta hacer pompas de jabón en las orillas del lago con el sol poniente, cuando los peces bailan en el agua y el pescador sentado en silencio se refleja de modo discreto en el espejo líquido de las aguas cristalinas?
Y os recomiendo mi método de intensificación por medio de la repetición, gracias a que, repitiendo sistemáticamente algunas palabras, giros, situaciones y partes, las intensifico forzando asimismo el efecto de la unidad del estilo casi hasta los límites de lo maniático. ¡Por la repetición, por la repetición se crea la mitología! Observad, sin embargo, que tal construcción parcial no sólo es una construcción, sino que en verdad constituye toda una filosofía, la cual presentaré aquí bajo la forma livianita y burbujeante de un folletín gracioso. Decidme, ¿cómo pensáis?, ¿acaso, según vuestra opinión, el lector no asimila sólo partes y sólo en partes? Lee, digamos, una parte o un pedazo e interrumpe para, dentro de algún tiempo, leer otro pedazo; y a menudo ocurre que empieza desde el medio o, aun, desde el final, prosiguiendo desde atrás hacia el principio. A veces ocurre que lee dos o tres pedazos y deja… y no es porque no le interese sino porque algo distinto se le ha ocurrido. Pero aun en el caso de leer el todo ¿creéis que lo abarcará con la mirada y sabrá apreciar la armonía constructiva de las partes, si un especialista no le dice algo al respecto? ¿Para eso, pues, el autor durante años corta, ajusta, arregla, suda, sufre y se esfuerza: para que el especialista diga al lector que la construcción es buena? ¡Pero vayamos más lejos aun, al campo de la experiencia cotidiana! ¿No ocurre acaso que cualquier llamado telefónico o cualquier mosca puede distraer al lector de la lectura justamente en ese supremo momento en que todas las partes y tramas se juntan en la unidad de la solución final? ¿Y si en ese momento entrase (digamos) su hermano y dijese algo? La noble labor del escritor se echa a perder a causa de una mosca, un hermano, o un teléfono, ¡oh, malas mosquitas! ¿por qué picáis a hombres que ya perdieron la cola y no tienen con qué defenderse? Mas preguntemos todavía si aquella obra vuestra, única, excepcional y tan trabajada, no constituye sólo una partícula de treinta mil otras obras, también únicas y excepcionales, que aparecen en el transcurso del año. ¡Malditas y terribles partes! ¡Para eso, pues, construimos el todo: para que una partícula de la parte del lector asimile una partícula de la parte de la obra y sólo en parte!
Es difícil no hacer chistes burbujeantes sobre este tema. No se puede eludir el chistecito. Porque ya desde hace tiempo hemos aprendido a eludir con una broma lo que nos embroma en forma demasiado mordaz e hiriente. ¿Aparecerá algún día el genio de la seriedad que sabrá afrontar ciertas mezquindades realistas de la vida sin caer en una torpe risotada? ¡Ay, pobre de ti, tono mío, mi tono de burbujeante folletín! Pero observemos todavía (para apurar hasta las heces el cáliz de la partícula) que aquellos cánones y principios de la construcción, que nos esclavizan tanto, son también producto de una parte solamente… y de una parte por cierto bastante insignificante. Una pequeña partícula del mundo, un mundito no mayor que el dedo meñique, un estrecho gremio de profesionales y estetas, que todo él puede caber en una confitería, amasándose sin cesar, extrae de sí postulados cada vez más refinados. Pero lo peor es que esos gustos ni siquiera son gustos en verdad; no, vuestra construcción les agrada tan sólo en parte, mucho más les gustan sus propios conocimientos acerca de la construcción. ¿Así que el creador trata de lucir su capacidad constructiva sólo para que el conocedor pueda lucir sus conocimientos al respecto? Silencio, sss…, misterio, he aquí que el creador crea, arrodillado ante el altar del arte, pensando en la obra cumbre, en la armonía, precisión, espíritu y superación; he aquí que el conocedor se da a conocer profundizando la creación del creador en un profundo estudio —después, de lo cual la obra va a los lectores—, y lo que era engendrado en un sudor total y completo, es recibido de modo sumamente parcial entre la mosca y el teléfono. Las pequeñas realidades os matan. Sois como quien desafía al monstruo a pelear; pero un perrito os pondrá la carne de gallina.
Y también preguntaré (para apurar todavía un trago de la copa de las partículas) si conforme a vuestro juicio una obra construida según todos los cánones expresa el todo o sólo una parte del todo. ¡Bah! ¿No consistiría la forma en la eliminación, la construcción no sería un empobrecimiento, el verbo puede expresar algo más que una parte de la realidad? El resto es silencio. Por fin ¿somos nosotros los que creamos la forma o más bien es ella la que nos crea? Bah, bah, conocí hace años a un escritor al que le salió, al comienzo de su carrera literaria, un libro en sumo grado heroico. Por pura casualidad ya en sus primeras palabras golpeó la tecla heroica, aunque hubiese podido igualmente empezar de modo escéptico o, por ejemplo, lírico, pero las primeras frases le salieron heroicas, en vista de lo cual y tomando en cuenta la armonía de la construcción, ya era imposible no intensificar y graduar el heroísmo hasta el final. Y tanto pulía, redondeaba y perfeccionaba, tanto ajustaba el comienzo al final y el final al comienzo que de todo eso resultó una obra llena de vitalidad y de la más profunda convicción.
¿Qué le quedaba por hacer, entonces, con esta su más profunda convicción? ¿Puede un creador responsable de su verbo confesar que todo eso sólo le vino por sí solo a la pluma y le salió heroico y que su más profunda convicción en realidad no es ni mucho menos su más profunda convicción, sino que, no se sabe cómo, desde el exterior se le pegó, prendió y adosó? ¡Imposible! En vano el desgraciado héroe de su heroísmo se avergonzaba y se ocultaba, tratando de esquivarse de esa partícula suya; la partícula, tras haberlo agarrado bien, ya no quería soltarlo, y tuvo que adaptarse a su partícula. Y tanto se adaptaba que, al final de su carrera literaria, se volvió idéntico a aquélla, heroico… acobardado por su heroísmo. Pero eludía a toda costa a sus camaradas y compañeros del período de la maduración, porque ellos no dejaban de extrañarse frente al todo que tan bien a su parte supo ajustarse. Y le gritaban:
—¡Eh, Picho! ¿Recuerdas aquel ombligo… aquel ombligo…? ¡Picho, Picho, Picho! ¿recuerdas el ombligo sobre el prado verde? ¿Ombligo? ¿Ombligo, Picho, dónde está?
Esas, pues, son las fundamentales, capitales y filosóficas razones que me indujeron a edificar la obra sobre la base de partes sueltas —conceptuando la obra como una partícula de la obra— y tratando al hombre como una fusión de partes de cuerpo y partes de alma, mientras a la Humanidad entera la trato como a una mezcla de partes. Pero si alguien me hiciese tal objeción: que esta parcial concepción mía no es, en verdad, ninguna concepción, sino una mofa, chanza, fisga y engaño, y que yo, en vez de sujetarme a las severas reglas y cánones del Arte, estoy intentando burlarlas por medio de irresponsables chungas, zumbas y muecas, contestaría que sí, que es cierto, que justamente tales son mis propósitos. Y, por Dios —no vacilo en confesarlo— yo deseo esquivarme tanto de vuestro Arte, señores, como de vosotros mismos, ¡pues no puedo soportaros junto con vuestro Arte, vuestras concepciones, vuestra actitud artística y todo vuestro medio artístico!
Señores, existen sobre la tierra ambientes menos o más ridículos, menos o más infamantes, vergonzosos y humillantes, y asimismo la cantidad de la estupidez no es igual en todas partes. Así, por ejemplo, el medio de los peluqueros me parece, a primera vista, más sujeto a la tontería que el medio de los zapateros. Pero lo que sucede en el medio artístico del orbe supera todos los récords de la estupidez y la infamia, a tal punto que un hombre normalmente decente y equilibrado no puede no inclinar su rostro inundado por el sudor de la vergüenza, frente a esas orgías infantiles y pretenciosas. ¡Oh, esos cantos sublimes que nadie escucha! ¡Oh, los coloquios de los enterados y el frenesí en los conciertos y aquellas íntimas iniciaciones y aquellas valorizaciones, discusiones, y los rostros mismos de esas personas cuando declaman o escuchan, celebrando entre sí el santo misterio de lo bello! ¿Por qué dolorosa antinomia todo lo que hacéis o decís, justamente en ese terreno, se convierte en ridiculez y vergüenza? Si, durante el curso de los siglos, un medio social cae en tales convulsiones de tontería, entonces, casi con toda seguridad, se puede arriesgar el juicio de que sus concepciones no responden a la realidad, que, sencillamente, vive de falsas concepciones. Pues, sin duda alguna, las concepciones vuestras constituyen la cumbre de la ingenuidad concepcionalista; y si queréis saber cómo y en qué sentido habría que transformarlas, y cuál debería ser la concepción justa y no ridícula os lo puedo decir en seguida, pero tenéis que prestar el oído.
¿Qué es, en realidad, lo que se imagina aquel que, en nuestros tiempos, siente la vocación de la pluma, del pincel o del clarinete? Él, ante todo, quiere ser artista. Quiere crear el arte. Anhela, entonces, con la belleza, la bondad y la verdad alimentarse a sí mismo y a sus conciudadanos, se propone ser Vate, Bardo, Sacerdote y regalarse en su ser a los demás, quemarse en el altar de lo sublime, procurando a la humanidad ese maná celestial tan deseado. Además quiere dedicar su Talento al servicio de la idea, y quizás conducir a la humanidad o a la Nación al mejor futuro. ¡Qué fines más nobles! ¡Qué magníficos propósitos! ¿No eran tales, acaso, los fines y propósitos de Shakespeare, Goethe, Beethoven o Chopin? Aquí está la cosa, sin embargo, que vosotros no sois Chopines ni Shakespeares, sino a lo mejor semi-Shakespeares y cuartos de Chopin (¡oh, malditas partes!) y por consiguiente esa actitud sólo destaca vuestra triste inferioridad e insuficiencia, y parecería como si quisierais por fuerza saltar al pedestal, rompiéndoos en torpes saltos vuestras partes del cuerpo muy preciosas.
Creedme: existe una gran diferencia entre el artista que ya se ha realizado y aquella muchedumbre infinita de semiartistas y cuartos de bardo que se empeñan en realizarse. Y lo que queda bien en el genio, en vosotros suena de modo distinto. Mas vosotros, en vez de procuraros concepciones y opiniones según vuestra propia medida y concordantes con vuestra realidad, os adornáis con plumas ajenas, y he aquí por qué os transformáis en eternos candidatos y aspirantes a la grandeza y la perfección, eternamente impotentes y siempre mediocres; os volvéis sirvientes, alumnos y admiradores del Arte, que os mantiene en la antesala. Resulta terrible, por cierto, ver cómo os esforzáis para lograr el fracaso, cómo se os repite vez tras vez, que todavía no, que no es eso, y vosotros sin embargo de nuevo empujáis con otra obra, y cómo tratáis de imponer esas obras, cómo os consoláis con pobres, secundarios éxitos, regalándoos mutuamente cumplidos, organizando banquetes y buscando cada vez nuevas mentiras para justificar vuestra razón de ser, tan sospechosa. Y ni siquiera tenéis ese consuelo de que para vosotros mismos lo que escribís y fabricáis tenga algún valor. Porque todo eso es sólo imitación, es aprendido de los maestros, y vosotros no hacéis otra cosa que agarraros al faldón de los genios, repitiendo tras ellos y peor que ellos, produciendo hacinamiento allí donde no hay lugar para el hacinamiento. Vuestra situación es falsa y, siendo falsa, tiene que engendrar frutos amargos, y ya dentro de vuestro gremio crece el mutuo desdén, la malicia y la desestimación, cada uno desprecia al otro y, además, a sí mismo; constituís una hermandad de autodesprecio… y, al final, os desestimaréis a muerte. ¿En qué, pues, consiste la situación del escritor secundario, sino en un solo, gran repudiamiento? El primer y despiadado repudiamiento se lo aplica el lector común, que terminantemente se niega a gozar de sus obras. El segundo e infame repudiamiento se lo aplica su propia realidad, que él no supo expresar, siendo copiador e imitador de los maestros. Pero el tercer repudiamiento y puntapié, el más infamante de todos, le viene de parte del arte, en el que quiso refugiarse, y el cual lo desprecia por incapaz e insuficiente. Y esto ya colma la medida del oprobio. Aquí ya empieza la completa orfandad. Esto ocasiona que el secundario se convierta en el objeto de una burla general, bajo el fuego graneado del repudiamiento. En verdad, ¿qué se puede esperar de un hombre repudiado tres veces y cada vez con más oprobio? ¿Acaso un hombre así acabado no debería desaparecer, esconderse en alguna parte para qué no se le viera? ¿Acaso la insuficiencia, desfilante en pleno día, ansiosa de honores, no debe provocar hipo al Universo?
Pero antes contestadme si, según vuestra opinión, las peras de agua son mejores y más jugosas que las peras de tierra, o si más bien estáis inclinados a conceder la primacía a éstas sobre aquéllas. ¡Oprobio, oprobio, señores, y oprobio, oprobio, oprobio! No, no soy filósofo ni teórico, no; yo de vosotros hablo, me refiero a vuestra vida, comprended, a mí me duele sólo vuestra situación personal. No es posible deshacerse. Hay el nopodermiento de romper la placenta que une con el rechazamiento humano. El alma rechazada —la flor no olida— los bombones que anhelaban gustar a alguien y no gustaron —la mujer desdeñada— siempre me ocasionaban un dolor casi físico, no se aguanta esa irrealización, y cuando encuentro en la calle a algún artista y veo que el vulgar repudiamiento está en la base de su existencia, que cada gesto suyo, palabra, fe, entusiasmo, coma, ofensa, concepción e ilusión huelen al común, desagradable repudiamiento, me avergüenzo. Y me avergüenzo no por tener compasión por él, sino porque convivo con él; y que su quimerismo me hiere en mi dignidad humana. Creedme, urge reformar la actitud del escritor secundario, pues, si no, todo el mundo caerá en un malestar muy serio. Y hay que asombrarse de que personas dedicadas ex profeso al perfeccionamiento del estilo y, cabría suponer, sensibles a la forma, permitan sin una protesta ser colocadas en una situación tan pretensiosa y falsa. ¿Acaso no comprenden que justamente desde el punto de vista del estilo y de la forma no hay nada más funesto en sus efectos? Pues el que se encuentra en una situación artificial no puede emitir ni una sola palabra que no sea artificial, y todo lo que diga, haga o piense se dirigirá forzosamente contra él y en su perjuicio.
¿Cuál entonces —preguntaréis— debería ser la concepción nuestra para que podamos por fin expresarnos de modo más adecuado a nuestra realidad, más razonable y a la vez más soberano? Señores, no está dentro de vuestras posibilidades convertiros, así no más, de hoy para mañana, en maduros vates; podéis, sin embargo, en cierta medida sanear esos males y recuperar la soberanía perdida, alejándoos de aquel arte que os procura un cuculio tan molesto. Ante todo, romped de una vez con esa palabra: arte, y también con esa otra: artista. Dejaos de hundiros en esas palabras que repetís con la monotonía de la eternidad. ¿No será cierto que cada uno es artista? ¿No será así que la humanidad crea el arte no sólo sobre el papel y la tela, sino en cada momento de la vida cotidiana? Cuando la doncella se pone una rosa, cuando en una charla amena se nos escapa un chiste jocoso, cuando alguien se confía al crepúsculo, todo eso no es otra cosa sino arte. ¿Para qué, entonces, esa división tremenda?: ah, yo soy artista, yo creo el Arte, si más conveniente sería decir con sencillez: yo, quizás, me ocupo del arte un poco más que otras personas. Y, en segundo lugar, ¿por qué ese culto, esa admiración, para ese solo arte que se expresa en lo que llamamos «obras»? ¿De dónde sacasteis esa ingenuidad de que el hombre admira tanto las obras del arte y nos desmayamos y morimos de pasmo escuchando una sinfonía de Beethoven? ¿Nunca os vino a la cabeza cuan impura, mezclada y agudamente inmadura es esta región de la cultura, región que queréis encerrar en vuestra fraseología simplista? El error que monótona y comúnmente cometéis consiste sobre todo en eso: que reducís el contacto del hombre con el arte casi exclusivamente a la emoción estética, concibiendo a la vez ese contacto en un sentido demasiado particular y apartado, justamente como si cada uno conviviese con él en la soledad más absoluta, herméticamente aislado de los demás hombres. Pero en realidad se efectúa aquí una fusión de un gran número de emociones diferentes, todavía multiplicadas por una fusión de muchos y diferentes hombres que mutuamente se influyen y sugestionan, induciéndose a estados de alma colectivos.
Así, cuando el pianista aporrea a Chopin sobre el estrado, decís: el encanto de la música de Chopin en la congenial interpretación del Gran Pianista arrastró y encantó a los Oyentes. Mas posiblemente y en realidad casi ninguno de los oyentes quedó encantado. Es posible que si ellos no hubiesen sido enterados de que Chopin era un gran Genio y aquel pianista un Gran Pianista, habrían recibido la cosa con menos encanto. También es posible que si cada uno de ellos, empalidecido por el entusiasmo, aplaude, grita y se contorsiona, esto se debe a que los demás también aplauden y se contorsionan; porque cada uno cree que los demás experimentan un goce enorme, una conmoción supraterrestre, y por eso él también empieza a demostrar señales de goce; y de tal modo puede ocurrir que en la sala nadie en absoluto sea encantado directa e inmediatamente, y sin embargo todos estén demostrando efectos de un excepcional encanto, pues cada uno se adapta a las manifestaciones y exteriorizaciones de su vecino. Y solamente cuando todos en su conjunto se hayan excitado y obligado entre sí a los aplausos, gritos, rubores, elogios, sólo entonces, digo, esas manifestaciones engendrarán en ellos el sentimiento de goce y admiración; porque debemos adaptar nuestros sentimientos a nuestras manifestaciones. Pero también es cierto que escuchando aquella música cumplimos algo como un acto religioso y ritual, y así como participamos en la Santa Misa, piadosamente postrados y arrodillados, del mismo modo participamos en un concierto de Chopin, postrándonos ante el Dios de lo Bello; y en este caso nuestra admiración constituye sólo un acto de formal homenaje. ¿Quién, sin embargo, podría decir cuánto hay en ese Bello de verdadero Bello y cuánto de procesos histórico-sociológicos? Bah, bah, es sabido que la humanidad necesita: ella elige este o aquel de sus numerosos creadores (pero ¿quién sabrá poner en claro todos los móviles de su elección?), y he aquí que lo eleva por encima de otros, empieza a aprenderlo de memoria, en él descubre misterios y hechizos, a él adapta su modo de sentir, y, si, con la misma obstinación y empeño, nos hubiésemos puesto a sublimar a alguno de los inferiormente geniales creadores, éste también, creo, se nos habría convertido en genio. ¿Acaso no veis, entonces, cuántos diversos y a menudo extraestéticos factores (cuya enumeración se podría prolongar con la monotonía de la eternidad) se reúnen en la Grandeza de nuestros maestros y en esta semioscura, turbia y fragmentaria convivencia nuestra con el arte que ingenuamente definís con esta frase: que el Poeta, inspirado, canta y el oyente, encantado, oye? Y he aquí por qué a veces suele ocurrir que todos al dicho poeta consideran como Grande, magnífico y maravilloso y, sin embargo, nadie nunca se ha deleitado con él. O, por ejemplo, que todos se desvanecen ante un Hermoso Cuadro pero la copia del mismo cuadro, aunque parecida al original como una gota de agua a otra, ya no provoca en ellos desmayos.
Déjense, pues, de esas deleitaciones con el Arte. Déjense de ser Artistas. Dejen —¡por Dios!— dejen todo vuestro modo de hablar del arte, aquellas síntesis, análisis, aquellas sutilezas, profundizaciones y todo ese sistema de hincharlo e inflarlo, y, en vez de imponer ficciones, dejaos crear por los hechos. Y ya sólo esto debería traeros un marcado alivio, liberándoos de vuestra limitación, abriéndoos a la Realidad, pero asimismo alejad todo temor de que este más amplio y sano método de considerar el arte pueda privaros de cualquier riqueza o grandeza, porque la realidad es más rica y grande que las ingenuas ilusiones y pobres mentiras. Y en seguida os demostraré qué riquezas os esperan en este nuevo camino.
Es cierto que el arte consiste en el perfeccionamiento de la forma. Mas vosotros —y aquí nos encontramos frente a otro cardinal error vuestro— os imagináis que el arte consiste en la creación de obras perfectas; aquel inmenso y panhumano proceso de crear la forma lo reducís a producir poemas o sinfonías; y aun nunca supisteis apreciar debidamente y aclararlo a los demás cuan enorme es el papel de la forma en nuestra vida. Aun en la psicología no supisteis asegurar a la forma el lugar debido. Hasta ahora seguimos juzgando que son los sentimientos, instintos o ideas los que rigen nuestra conducta, mientras a la forma la consideramos más bien como un inofensivo y suplementario adorno. Y cuando la viuda, acompañando al féretro de su marido, con ternura llora, nosotros pensamos que llora porque dolorosamente siente su pérdida. Cuando algún ingeniero, médico o abogado asesina a su esposa, hijos o amigo, opinamos que se deja llevar al asesinato por sanguinarios y rabiosos instintos. Cuando algún político tonta, mentirosa y estrechamente se expresa en su discurso público, decimos que es tonto porque tontamente se expresa. Pero en la Realidad el asunto se presenta así: que el ser humano no se exterioriza de modo inmediato y concordante con su naturaleza, sino siempre en una definida forma; y que esta forma, aquel estilo, modo de ser, modo de hablar y reaccionar, no proviene sólo de él sino que le es impuesto desde el exterior, y he aquí que ese mismo hombre puede manifestarse por afuera, ora sabia, ora tontamente, sanguinaria o angélicamente, madura o inmaduramente según qué forma, qué estilo se le presente, y cómo esté presionado y limitado por el prójimo. Y si los gusanos e insectos todo el día corren y vuelan buscando comida, nosotros, sin un momento de descanso, sin cesar, estamos en busca de forma y de expresión, batallamos con otros hombres por el estilo, por el modo de ser nuestro y, viajando en un tranvía, comiendo, divirtiéndonos o descansando o haciendo negocios, siempre y sin cesar buscamos la forma y nos deleitamos con ella, o sufrimos por ella, o nos adaptamos a ella, la rompemos y violamos, o nos dejamos violar por ella, amén.
¡Oh, poder de la Forma! Por ella perecen las naciones. Ella origina guerras. Ella origina que entre nosotros nazcan cosas que no son de nosotros. Sin ella no alcanzaréis a comprender la tontería, ni el mal, ni el crimen. Ella rige nuestros más minúsculos reflejos. Ella está en la base de toda nuestra vida colectiva. Empero, para vosotros, la Forma y el Estilo siempre constituyen sólo conceptos de orden artístico y, así como habéis estrechado el arte a la función de producir obras artísticas, del mismo modo reducís el concepto del estilo y de la forma: para vosotros el estilo es sólo el estilo sobre el papel, el estilo de vuestros cuentos. Señores, ¿quién azotará el cucalio que os atrevéis a volver a los hombres, cuando os arrodilláis ante el altar del arte? La Forma no es para vosotros algo viviente, humano, algo, diría, práctico y cotidiano, sino un atributo festivo del arte. Inclinados sobre vuestro papel os olvidáis hasta de vuestras propias personas y no os importa perfeccionaros en vuestro propio, personal y concreto estilo, sino perfeccionar no sé qué cuentos abstractos e imaginarios. En vez de que el arte os sirva, servís al arte, y he aquí por qué, me imagino, con mansedumbre de ovejas, permitís que os estorbe el desarrollo y os empuje a la eterna indolencia.
Mirad ahora cuan diferente sería la actitud de aquel que, en vez de empaparse de toda esa fraseología, fabricada por un millón de metafísicos-estéticos concepcionalistas, con mirada fresca abarcara el mundo, compenetrándose con la enorme influencia de la forma sobre la vida humana. Si, pues, él quisiese agarrar la pluma, ya no lo haría con el fin de convertirse en Gran Escritor y crear el Arte; sino para —digamos— expresar mejor su propia personalidad y explicarse a otras personas; o para organizarse y arreglarse interiormente, curando por medio de la confesión algunos complejos suyos o inmadureces; y también quizás a fin de agudizar y profundizar el contacto con los demás hombres haciéndolo más íntimo y creador, lo que puede ser de gran provecho para su alma y su desarrollo; o, por ejemplo, trataría de combatir tales o cuales hábitos, prejuicios, costumbres, principios que no convienen a su naturaleza; y aun, escribiría sencillamente para ganarse la vida. Claro está que no ahorrará esfuerzos para, que la obra atraiga y seduzca con su forma artística, pero su fin principal no será el arte sino su propia persona. Y tampoco escribirá para presuntuosamente educar, elevar, guiar, moralizar y edificar a los otros, sino para elevarse y desarrollarse a sí mismo. Y no escribirá porque ya es Maduro y consiguió la forma, sino justamente porque es todavía inmaduro y sólo en la humillación, ridiculez y sudor se esfuerza por atraparla, porque es él quien trepa pero no ha subido todavía y él quien se hace pero todavía no se ha hecho.
Y si, por casualidad se le ocurriese engendrar una obra indolente o aun estúpida, diría: ¡Bueno! Engendré estúpidamente, pero no firmé con nadie un contrato para la fabricación de obras sabias y perfectas. Expresé mi estupidez y me alegro por eso, pues la severidad humana que provoqué en contra mía me está trabajando, formando, me crea como de nuevo y me siento como si hubiese nacido otra vez. Veis entonces que el bardo con una filosofía sana está tan fuertemente arraigado en sí mismo que ni siquiera la estupidez y la inmadurez le asustan, ni le pueden perjudicar; con frente erguida, puede exteriorizarse a pesar de su indolencia, mientras que vosotros ya casi nada podéis exteriorizar porque el temor os quita la voz.
Y ya esto sólo, por sí mismo, os traería un serio alivio. Pero, además, solamente un bardo con este modo de tratar la cosa sería capaz de afrontar el problema que hasta ahora os hacía la cumbre de todo cumcalco, y es este posiblemente el básico, pavoroso y más genial (no vacilo en usar esa palabra) problema del estilo y de la cultura. De modo plástico así expondría yo el problema: Imaginad que un adulto y maduro vate, inclinado sobre sus papeles, está pugnando con la obra… y mientras tanto sobre su nuca se le ha posado un adolescente, o un semiaclarado semiculto, o una doncella, o alguna persona de alma mediana, o cualquier ser más joven, inferior y más oscuro, y he aquí que aquel ser, aquel adolescente, doncella, semiculto u otro cualquier turbio hijo de la subcultura le agarra la mente con sus fórceps, ataca su alma, la estrecha y la aprieta, la rejuvenece, inmadurece y la prepara a su modo, rebajándola a su nivel, ¡ah, en sus brazos! Pero el creador, en vez de afrontar al inoportuno, finge no notar su presencia y —¡qué loco!— cree que eludirá la violación, fingiendo no ser violado por nadie. ¿Acaso no es eso justamente lo que ocurre con vosotros, comenzando por los grandes genios y terminando por los pequeños y refinados bardos de segundo coro? ¿Acaso no es verdad que todo ser más maduro, superior, mayor y más perfeccionado depende, en mil diferentes maneras, de seres que se encuentran en estados de desarrollo más tempranos, y acaso esa dependencia no nos compenetra hasta la médula misma del espíritu nuestro, de tal modo, que es dable decir: el mayor por el menor está sin cesar creado? ¿Acaso escribiendo no debemos adaptarnos al lector? Hablando ¿no nos hacemos dependientes espiritualmente de aquel para el cual hablamos? ¿No estamos mortalmente enamorados de la juventud? ¿No debemos en cada momento buscar los favores de seres inferiores, ajustarnos a ellos, doblegarnos, someternos, ora a su prepotencia, ora a su hechizo, y esta violación dolorosa que sobre nuestras personas comete la semioscura inferioridad no será la más aguda y la más engendradora de las violaciones? Pero vosotros, hasta ahora, sólo sabéis esconder vuestras cabezas en la arena ante la violación y, ocupados en el cincelamiento de vuestras aburridas rimas, no tenéis ni tiempo ni gana para interesaros en eso. Mientras en realidad sois sin cesar violados, adoptáis un semblante como si nada ocurriese, ¡oh, porque vosotros sólo entre vosotros os divertís y la madurez vuestra es tan madura que sólo sabe convivir con la madurez!
Pero si os preocupaseis menos por el arte y más por vuestras personas, no os callaríais nunca frente a tal terrible violación de la persona; y el poeta en vez de que para otro poeta sus poemas escribiese, se sentiría penetrado y creado desde abajo por fuerzas que hasta ahora pasaba por alto. Comprendería que el único modo de liberarse de aquella presión formidable, es reconocerla; y trataría de que en su mismo estilo, su actitud, su tono, su forma tanto artística como cotidiana, se notase con toda evidencia esa vinculación con lo bajo. Ya no se sentiría sólo Padre, sino Padre y a la vez Hijo, y no escribiría sólo como sabio, como fino y como maduro, sino más bien como Sabio siempre entontecido, como Fino sin cesar brutalizado y como Adulto siempre rejuvenecido. Y si, alejándose de su escritorio, se encontrase accidentalmente con un niño, un adolescente, una doncella o un semiculto, ya no se aburriría con ellos y tampoco les daría protectoras, didácticas y pedagógicas palmadas en el hombro, enseñándoles con toda superioridad sus enseñanzas, sino más bien en un santo temblor se pondría a gemir y rugir y aun, quizás, caería de rodillas. En vez de huir ante la inmadurez encerrándose herméticamente en los así llamados cenáculos, concebiría que el estilo en verdad universal es sólo ese que, en convivencia con seres de diferente condición social, edad, educación y desarrollo, lenta y paulatinamente se crea. Y esto os llevaría por fin a una forma tan jadeante de creación y llena de enorme poesía que todos os convertiríais en grandiosos genios.
Mirad, entonces, qué esperanzas os trae la personal concepción mía, ¡y qué perspectivas! Pero si quisierais que ella se convirtiese en una concepción cien por cien creadora y definitiva, tendríais que dar todavía un paso adelante; y este paso es tan atrevido, agudo y terminante, tan ilimitado en sus posibilidades y demoledor en sus consecuencias, que sólo de lejos y en voz muy baja lo mencionarán mis labios. He aquí —ya llegó el tiempo, ya se puede empezar, ya sonó la hora en el reloj de los siglos—: tratad de oponeros a la forma, liberaos de la forma. Dejad de identificaros con lo que os define. Tratad de esquivaros de toda expresión vuestra. Desconfiad de vuestras opiniones. Tened cuidado de las fes vuestras y defendeos de vuestros sentimientos. Retiraos de lo que parecéis ser desde afuera y huid ante toda exteriorización, así como un pajarito ante la serpiente huye.
Pues —pero no sé, francamente, si ya hoy pueden mencionarlo mis labios— es erróneo el postulado de que el hombre debería ser definido, es decir, inquebrantable en sus conceptos, categórico en sus declaraciones, claro en sus ideologías, decidido en sus gustos, responsable de sus palabras y actos, preciso y cristalizado en todo su modo de ser. Contemplad de más cerca lo quimérico de ese postulado. El elemento nuestro es la inmadurez eterna. Lo que hoy podemos pensar, sentir y decir, forzosamente se convertirá en una tontería para los biznietos. Mejor sería, entonces, si hoy ya tratásemos todo eso como una tontería, adelantándonos al tiempo… y esa fuerza que os lleva a una definición prematura no es, como creéis, una fuerza enteramente humana. Pronto nos daremos cuenta que ya no es lo más importante morir por las ideas, estilos, tesis, lemas y credos, ni tampoco aferrarse y consolidarse en ellos, sino esto: retroceder un paso y tomar distancia frente a todo lo que se produce sin cesar en nosotros.
Retirada. Presiento (pero no sé si ya pueden confesarlo mis labios) que pronto llegará el tiempo de la Retirada General. Comprenderá el hijo de la tierra que él no se expresa en armonía con su ser verdadero sino siempre en forma artificial y dolorosamente impuesta desde el exterior, ora por otros hombres, ora por las circunstancias. Empezará entonces a temer aquella forma suya y a avergonzarse de ella así como hasta ahora se glorificaba y se consolidaba en ella. Pronto empezaremos a temer a nuestras personas y personalidades porque sabremos que esas personas no son del todo nuestras. Y en vez de vociferar y rugir: yo creo eso, yo siento eso, yo soy así, yo defiendo eso, diremos con más humildad: a través de mí, se cree —se siente —se dice —se hace —se piensa —se obra… El vate repudiará su canto. El jefe temblará ante su orden. El sacerdote temerá al altar más que hasta ahora, la madre enseñará al hijo no sólo principios, sino también cómo manejarlos… y defenderse contra ellos para que no le hagan daño. Y, por encima de todo, lo humano se encontrará un día con lo humano.
Largo y arduo será el camino. Porque hoy día tanto los individuos como naciones enteras ya saben manejar su vida psíquica casi a voluntad y son capaces de cambiar estilos, fes, principios, ideales, sentimientos según lo que se les antoje y según lo que le dicten sus intereses inmediatos; pero todavía no saben vivir y conservar su humanidad sin estilo; y estamos muy lejos de saber preservar nuestro calor interno, nuestra frescura y bondad humana contra el satanás del orden. Grandes descubrimientos se necesitan —poderosos golpes aplicados con mano débil y desnuda en la coraza dura de la Forma— una astucia sin par y gran honestidad de pensamiento y una inteligencia afilada hasta lo último, para que el hombre se salve de su rigidez exterior y logre reconciliar mejor el orden y el desorden, la forma y lo informe, la madurez y la inmadurez eterna y santa. Pero antes que eso acontezca decidme: ¿qué es lo que os gusta más: chiles o pepinos en estado fresco? ¿Y os agrada saborearlos cuando os encontráis sentados cómodamente a la sombra de un árbol, mientras vuestras partes del cuerpo se ven refrescadas por un vientecillo suave y dulce? Os pregunto esto con toda seriedad y con plena responsabilidad por la palabra y con el máximo respeto para todas vuestras partes, sin excepción alguna, pues sé que constituís parte de la Humanidad de la cual yo también soy parte, y que parcialmente participáis en una parte de una parte de algo que a su vez es una parte y de lo cual yo también soy una parte, por lo menos en parte, con todas las demás partículas y partes de partes de partes de partes de partes de partes de partes de partes de partes de partes. ¡Socorro! ¡Oh, malditas partes! ¡Oh, sanguinarias y horripilantes partes, de nuevo me asaltáis, perseguís, ahogáis y atragantáis por todas partes! Basta, entonces. Ya no hay caso. Ya no se puede. ¡Oh!, partes en las cuales quise refugiarme, ¿ahora vosotras contra mí? ¡Basta, basta, basta, dejemos esta parte del libro, pasemos a otra parte y —juro por Dios— en el capítulo que viene ya no habrá partes, no, no las habrá, porque me liberaré de las partes, las echaré afuera y me quedaré adentro (por mi parte al menos) sin partes!