III Atrapamiento y consiguiente malaxación

El maestro cada vez con más frecuencia miraba su reloj, los alumnos también sacaban sus relojes y los miraban. Por fin sonó el timbre salvador, el Enteco desapareció en medio de una frase empezada; el auditorio se despertó y prorrumpió en un rugido tremendo. Sólo Sifón se quedó silencioso, concentrado y ensimismado.

Pero, al desaparecer el Enteco, el problema de la inocencia, sofocado durante la clase por la monotonía del Vate, se enardeció de nuevo. De súbito los escolares saltaron de cabeza de las divagaciones oficiales a las aguas turbias del muchachón y del adolescente, y la realidad poco a poco se trasladó al mundo de los Ideales, ¡oh, déjame soñar!

Y he aquí que de nuevo en el aire sofocante y pesado florecían los rubores y se agigantaba la controversia. Los nombres de varios doctrinarios y teóricos, numerosas teorías y puntos de vista saltaban, asaltaban, batallaban y, por encima de las cabezas calenturientas, competían las concesiones y los sistemas. ¡El comunismo! ¡El fascismo! ¡La juventud católica! ¡La juventud patriótica! ¡La juventud ética! ¡Los boy-scouts! ¡La juventud heroica! ¡La juventud cívica! Caían palabras cada vez más rebuscadas. Fue evidente que cada partido político les rellenaba las cabezas con un ideal diferente del muchacho y, además, los diversos pensadores las rellenaban por su cuenta con sus propios gustos e ideales; y que esas cabezas estaban rellenas además por el cine, la novela popular y la prensa. He aquí, pues, que diferentes tipos de adolescente, muchacho, muchachón, Komsomol, Joven Deportivo, Jovencito Piadoso, Pícaro, Joven Esteta, Joven Filósofo, Joven Escéptico y Joven Cínico, irritados, tunosos, se apedreaban y atacándose se arrojaban salivazos mientras que desde abajo se oía sólo el gemido de los heridos y los gritos:

—¡Eres ingenuo!

—¡No, el ingenuo eres tú!

Pues todos aquellos ideales, sin excepción alguna, no estaban hechos a medida y eran imposiblemente estrechos, rígidos, mal ajustados y malogrados; los echaban al juego de la disputa y retrocedían, como catapultas, asustados por lo que habían echado, no pudiendo ya hacer retroceder las palabras pronunciadas.

Habiendo perdido todo contacto con la vida y la realidad, malaxados por todas las corrientes, ideologías, facciones, siempre tratados con afán pedagógico y encerrados en la falsedad ¡daban un concierto eminentemente falso! Y a cada rato, ¡los muy tontos! Falsos en su patetismo, horripilantes en su lirismo, fatales en su sentimentalismo, infelices en la ironía, el chiste, la broma, presuntuosos en sus vuelos y repulsivos en sus caídas. Y así andaba el mundo. Así el mundo andaba y evolucionaba. Tratados de modo artificial, ¿podían no ser artificiales? Y siendo artificiales, ¿podían expresarse de modo que no fuese infamante? Por eso un nopodermiento terrible flotaba en el aire bochornoso, la realidad poco a poco se transformaba en el Mundo del Ideal, y sólo Kopeida no se dejaba arrastrar por nada sino que tiraba papelitos, contemplando sus propias piernas…

Mientras tanto Polilla y Bobek al lado preparaban no sé qué cuerdas; y Bobek hasta se sacó los tirantes.

El frío me hormigueó por la espalda. Si Polilla realizaba su plan de violar la inocencia de Sifón por las orejas, entonces, por Dios, la realidad… la realidad se convertiría en una pesadilla y lo grotesco aumentaría hasta tal punto que ni siquiera se podría soñar en la huida. Había que oponerse a toda costa. ¿Cómo podía, sin embargo, oponerme solo a todos y, además, con el dedo en el zapato? No, no podía. ¡Oh, dadme un solo rostro no torcido! Me aproximé a Kopeida. De pie en la ventana, miraba el patio, silbaba entre dientes, en sus pantalones de franela… y me pareció que éste por lo menos no alimentaba en sí ningún ideal. ¿Cómo empezar?

—Quieren violar a Sifón —dije sencillamente—. Sería mejor disuadirlos de eso. Si Polilla violara a Sifón, el ambiente se volvería imposible…

Y no sin temor, me quedé esperando. ¿Qué sonido, qué melodía, qué voz sacaría de sí Kopeida…? Pero Kopeida no contestó ni una sola palabra, sino que de improviso saltó con ambas piernas al patio. Allí siguió silbando entre dientes.

Me quedé desorientado. ¿Qué era eso? Se me esquivó. ¿Por qué saltó afuera en vez de contestar? Ello no era normal. ¿Y por qué las piernas? ¿Por qué sus piernas se destacaban en primer plano, al frente? Al frente tenía las piernas. Me pasé la mano por la frente. ¿Al frente? ¿Sueño? ¿Realidad? Pero no había tiempo para pensar. Polilla se me acercó. Sólo ahora me di cuenta de que Polilla había oído lo que yo había dicho a Kopeida.

—¿Por qué te metes? —gritó—. ¿Quién te permitió chismear de nuestros asuntos con ese Kopeida? ¡A él eso no le interesa! ¡No te atrevas a hablar de mí con él! —Retrocedí un paso. Estalló en las peores maldiciones.

—Polilla, no hagas eso con Sifón —murmuré.

—¿Por qué no?

—Porque no.

Apenas dije esto, estalló de nuevo:

—¿Sabes dónde puedes meterte a tu Sifón? En el… ¡Perdón! ¡En mi mayor estimación!

—No hagan eso —suplicaba—, no se metan en eso. ¿Acaso no te ves haciendo eso? Oye, ¿tú te has imaginado eso? ¿Lo has visto? Sifón, atado, en el suelo y tú violando su inocencia a la fuerza y por las orejas. ¿Te ves haciendo eso?

El rostro de Polilla se crispó de modo más repugnante aun:

—Veo que tú también eres un digno adolescente. Sifón te ha influido, ¿no es cierto? ¿Y sabes dónde me meto yo al muchachito? ¡Me lo meto en el… en mi mayor estimación! —Y me dio un puntapié en el tobillo.

Buscaba palabras, pero, como siempre, no las hallaba.

—Polilla —murmuré— deja eso… déjate de hacer de ti mismo algo… algo… algo… ¿Acaso porque Sifón es inocente tú tienes que ser indecente?

Me miró.

—¿Qué quieres de mí?

—No hagas el tonto.

—No hacer el tonto —masculló. Se enturbiaron sus ojos—. No hacer el tonto —dijo con nostalgia—. Claro está… hay muchachos que no se hacen los tontos. Hay… hijos de porteros, aprendices y peones. Trabajan en el campo o barren las calles… esos sí que deben reírse de Sifón y de mí, de nuestras bagatelas, naderías.

Se sumergió en uno de esos dolorosos pensamientos dejando por el momento la trivialidad y la vulgaridad premeditadas, y el rostro se le sosegó. En seguida, sin embargo, se sobresaltó, como quemado por hierro candente.

—¡Culeíto! ¡Cucucaleíto! —gritó—. ¡No! ¡No quiero permitir que consideren a los colegiales unos inocentes! ¡Tengo que violar por las orejas a Sifón! ¡C…, c… y c…! —Una vez más se crispó abyectamente y vomitó un montón de asquerosidades, tan asquerosas, que retrocedí un paso.

—Polilla —murmuré maquinalmente con temor—. ¡Huyamos! ¡Huyamos de aquí!

—¿Huir?

Prestó oídos, dejó de vomitar y me interrogó con la mirada. Se volvió más normal; me agarré a eso como el náufrago se agarra a la tabla.

—¡Huyamos!; ¡huyamos! —murmuraba—. ¡Deja eso y huyamos!

Vaciló. Su rostro se quedó como suspendido… indeciso. Y yo, viendo que la idea de la fuga actuaba sobre él favorablemente y, temblando porque de nuevo pudiera caer en lo grotesco, buscaba algo para animarlo.

—¡Huir! ¡En la libertad! ¡Podríamos huir donde los peones!

Conocía su nostalgia por la vida verdadera de los peones. Creía que se dejaría pescar con el anzuelo del peón. Ah, ya no me importaba lo que yo decía; se trataba sólo de mantenerlo lejos de lo asqueroso para que no se me contorsionara de repente. Sus ojos brillaron; y me dio un codazo fraternal en el vientre.

—¿Te gustaría? —preguntó en voz baja y amigablemente.

Se rio con una risa baja y pura. Yo también me reí con la misma risa, pura y baja.

—Huir —dijo—. Huir… donde los peones… Hacia esos verdaderos muchachos que cuidan los caballos en la ribera y se bañan…

Entonces percibí algo atroz: he aquí que en su rostro apareció algo nuevo, algo como nostalgia, una hermosura especial de muchacho culto, escolar, que está por huir junto a los peones. Pasó de la brutalidad al canto. Me tomó confianza y dejó la máscara: sacó de sí el lirismo.

—Jay, jay —dijo con voz cantarina y baja—. Comer con los peones la galleta, trotar en pelo a caballo por el campo…

Sus labios se entreabrieron en una amarga y extraña sonrisa, su cuerpo se volvió más flexible y ágil, en el cuello y en los hombros apareció algo como esclavitud… Era ahora un colegial, hambriento de la libertad campesina, y ya abiertamente, sin restricción alguna, me lució los dientes. Retrocedí un paso. Mi situación era terrible. ¿Tenía que lucirlos yo también? Si no los luzco será capaz de estallar de nuevo en maldiciones, pero, si los luzco… ¿no será aúnpeor? ¿No era la hermosura confidencial que me ofrecía en esos momentos más grotesca todavía que su fealdad anterior? ¡Al diablo! ¡Al diablo!; ¿para qué le habría tentado con aquel peón? Al fin no los lucí, sino que compuse los labios y silbé… y así estábamos parados, uno frente al otro, luciendo los dientes y silbando o riendo silenciosamente, y el mundo parecía organizarse sobre la base del muchacho que luce sus dientes y huye, cuando de repente un rugido sarcástico estalló a dos pasos de nosotros, ¡de todas partes! Retrocedí un paso. Sifón y Conejo, con un montón de otros, se agarraban sus vientres inocentes, riéndose a carcajadas y rugiendo, con rostros despectivos y maliciosos.

—¿Qué hay? —saltó Polilla, atrapado.

Conejo se desternillaba:

—¡Hua, hua, hua!

Y Sifón exclamó:

—¡Te felicito, Polilla, te felicito! Por fin sabemos qué se oculta en ti. ¡Te hemos atrapado! ¡Sueñas con el peón! ¡Quisieras saber sobre el pasto galopar con un peón! ¡Finges ser un muchachón brutal y cínico, pero en el fondo eres nada más que un sentimental soñador peonesco!

Bobek rugió con toda la vulgaridad que pudo:

—¡Cierra la boca! ¡La m…! ¡La p…!

Mas ya era tarde. Ya ni los más atroces insultos podían salvar a Polilla atrapado en flagrante delito de sueños íntimos. Se ruborizó hasta inflamarse y Sifón añadió, triunfante:

—¿Han visto qué hermosas muecas hacía?

Parecía que Polilla iba a echarse sobre Sifón, pero no lo hizo. Parecía que lo aniquilaría con un insulto supervulgar, ¡pero no lo aniquiló! Atrapado in fraganti, no pudo hacerlo y se escudó en una fría, mordaz amabilidad.

—Ah, Sifón —inquirió con aparente dejadez para ganar tiempo—. Ah, entonces tú crees que yo hago muecas. ¿Y tú no las haces?

—¿Yo? —repuso Sifón—. Yo no.

—¿No? ¿Por qué entonces no me miras un poco de frente? Quisiera, si esto no te molestara, verte cara a cara, así… directamente.

—¿Por qué? —preguntó Sifón algo inquieto y sacó el pañuelo; pero Polilla de repente se lo arrebató de las manos ¡echándolo por tierra!

—¿Por qué? ¡Porque no puedo aguantar más ese rostro tuyo! ¡No puedo aguantarlo, digo! Deja de tener ese rostro, déjalo, por favor, porque si no, te mostraré un rostro tan terrible que verás… verás… ya te mostraré… te mostraré…

—¿Qué me mostrarás? —preguntó el otro.

Pero ya Polilla gritaba como afiebrado:

—¡Mostraré! ¡Mostraré! ¡Muéstrame y yo te mostraré también! Basta ya de hablar, vamos, muéstranos ese adolescente tuyo en vez de gastarte la boca y yo también te mostraré lo mío: ¡veremos quién aguantará más! ¡Muestra! ¡Muestra! Basta ya de frases, basta de esas delicadas, discretas muequitas, de esas que uno oculta delante de sí mismo; ¡cuernos, recuernos! Te desafío a grandes, verdaderos muecones, muecones a toda jeta ¡y verás entonces, verás lo que te mostraré! ¡Basta de hablar! ¡Muéstrame y yo también mostraré!

¡Qué locura! ¡Polilla desafiaba a Sifón a hacer muecas! Todos se callaron y le miraban como si estuvieran chiflado mientras Sifón se preparaba a una contestación sarcástica. Pero el rostro de Polilla expresaba una rabia tan furiosa que pronto aquél percibió todo el terrible significado del desafío. ¡Muecas! ¡Muecas, aquella arma y a la vez tortura! Ahora la lucha sería hasta lo último. Algunos se atemorizaron, viendo a Polilla sacar a la luz del día aquel temible instrumento que hasta entonces nadie se atrevía a usar sino con el mayor cuidado y a hurtadillas. ¿Cómo? Polilla se proponía hacer en público lo que ellos se permitían únicamente a solas con el espejo, a puertas cerradas cuando nadie los veía. Y yo retrocedí un paso, pues comprendí que Polilla, enfurecido, quería envilecer con sus muecas no sólo a Sifón ¡sino a los peones, a los muchachos, a sí mismos, a mí y a todo el mundo!

—¿Te asustaste? —preguntó a Sifón.

—Yo no tengo vergüenza de mis ideales —dijo Sifón, no pudiendo ocultar, sin embargo, una leve preocupación—. Yo no tengo vergüenza. —Pero su voz temblaba algo.

—¡Entonces ya nos hemos arreglado, Sifón! El plazo: hoy después de las clases. El lugar: aquí mismo. Elige tus árbitros, los míos serán Bobek y Hopek; en cuanto al superárbitro (aquí la voz de Polilla se volvió más diabólica) en cuanto al superárbitro… propongo este nuevo que hoy llegó a la escuela. Es una persona imparcial.

«¿Qué? ¡A mí! ¡A mí me proponía como superárbitro! ¿Sueño? ¿Realidad? ¡Pero yo no quiero! ¡No quiero! ¡No quiero ver eso! ¡No puedo presenciarlo! ¡No, no, no, no puedo!». Salté para protestar pero el temor general cedió a una gran excitación, todos empezaron a vociferar «¡Bueno! ¡Vamos! ¡Adelante!» y, al mismo tiempo, sonó el timbre, se abrió la puerta y un hombrecito barbudo entró en la clase y se sentó sobre la tarima.

Era el mismo cuerpo que en la sala de profesores había emitido el juicio de que los precios bajan… un viejecito cordial en extremo, una palomita blanca con una pequeña verruga sobre su nasal nariz. Silencio mortal reinó cuando abrió el registro. Fijó la mirada clara, simpática, en el comienzo de la lista y todos los que empezaban con A temblaron. Bajó la mirada al final de la lista y todos los pertenecientes a la letra Z sintieron las cosquillas del susto. Pues nadie había preparado los deberes; en el fervor de la discusión, habían olvidado copiar la traducción latina y, fuera de Sifón, que, siendo ejemplar alumno, podía siempre, podía a cada momento, nadie, en verdad, podía. Empero, el viejito, sin darse cuenta en lo más mínimo del temor que despertaba, plácidamente paseaba su mirada sobre la cadena de apellidos, vacilaba, meditaba y coqueteaba consigo mismo, hasta que por fin expresó con fe y confianza:

—Mydlak.

Pero pronto se puso en evidencia que Mydlak era incapaz de traducir a César, prescripto para el día y, lo que era peor, ignoraba que animis oblatis era un ablativus absolutus.

—Oh, compañero Mydlak —dijo el bondadoso viejo con reproche—. ¿Usted ignora qué significa animis oblatis y qué forma gramatical es esta? ¿Por qué no lo sabe?

Y le puso un uno, muy sinceramente afligido; pero en seguida resplandeció y en un nuevo acceso de confianza llamó a Koperski… seguro de que destacándolo de tal modo le iba a hacer feliz e instigándole con la mirada, gestos y toda su persona a los deleites de la noble emulación. Pero ni Koperski, ni Kotecki, ni Kapusta, ni aun Kolek sabían qué quiere decir animis oblatis; se mantenían inmóviles ante la pizarra, en un silencioso silencio hostil. El viejito manifestaba su desencanto pasajero con un breve uno en el registro y de nuevo, como recién llegado de la luna, llamaba a otros en renovado flujo de confianza, cada vez esperando con toda seguridad que el recién elegido supiera apreciar el honor y contestar dignamente. Nadie contestaba. Ya casi diez unos había marcado en el registro sin darse cuenta todavía de que su confianza era rechazada por un frío espanto, de que nadie deseaba su confianza. ¡Qué confianzudo! ¡No había remedio contra la confianza! Aunque declaraban dolor de cabeza, el maestro les decía encantado:

—¡Qué bien! ¿Duele Bobkowski? Pero esto nos viene perfectamente, aquí tengo una interesante máxima de malis capitis, adecuada para este caso. ¿Qué? ¿y experimenta usted una necesidad imperiosa de ir al baño? ¡Oh, compañero Bobkowski! ¿Y por qué? ¿Para qué? Si esto también lo encontraremos en los antiguos. En seguida le presentaré el famoso passus del libro quinto, donde todo el ejército de César, después de haber ingerido unas carnes cedizas, sufría el mismo destino. ¡Todo el ejército, Bobkowski! Y ¿para qué quiere usted mismo de modo indolente hacer eso, si tiene al alcance de la mano una descripción tan genial y clásica? ¡Esos libros son vida, señores, son vida!

Todos se habían olvidado de Sifón y Polilla —se habían dejado las querellas—; se esforzaban en no existir, en no ser; los escolares se encogían, se agrisaban y esfumaban, retraían el vientre, las manos, las piernas… pero nadie se aburría… no, ni qué hablar de aburrimiento… porque todos temían lúgubremente y cada uno sólo esperaba el zarpazo de la fe infantil cebada con textos. Y los rostros —como ocurre a los rostros—, bajo la presión del miedo, se transformaban en una sombra, ilusión de rostros, y no se sabía qué era más ilusorio, loco, quimérico: los rostros o los inconcebibles acusativus cum infinitivo, o la sádica confianza del viejo chiflado. La realidad poco a poco se convertía en el Mundo de los Ideales, oh, déjeme soñar ahora, soñar…

Pero el maestro, después de haber puesto un uno a Bobkowski, inventó un nuevo problema: ¿cómo era la tercera persona del plural del passivum futurum conditionalis del verbo colleo, colleavi, colleatum, colleare? Y este pensamiento le entusiasmó.

—¡Muy curioso! —exclamó frotándose las manos—. ¡Curiosísimo e instructivo! ¡Vamos, compañero! ¡Un problema lleno de fineza! He aquí el campo propicio para demostrar la eficiencia mental. Porque si de olleare es olandum sim, entonces… y… y… ¡Vamos, señores!

Los señores desaparecían de susto. Y, vamos… y… ¡Collan… collan!… Nadie contestaba. El viejito todavía no perdía la esperanza, repetía su: y… y… y… callan… collan…, resplandecía, coqueteaba, excitaba, estimulaba y llamaba a la sabiduría, a la felicidad y a la plenitud del goce. De repente percibió que nadie quería y nadie podía. Se apagó y dijo con voz sorda: ¡Collandus sim! ¡Collandus sim!, repitió humillado por el no querer general y añadió:

—¿Cómo es eso, señores? ¿Es posible que no aprecien? ¿No ven, acaso, que collandus sim educa la inteligencia, desarrolla el intelecto, forma el carácter, perfecciona en todo sentido y enseña a fraternizar con el pensamiento antiguo? Porque vean que si de olleare es ollandus, entonces de colleare tiene que ser collandus en vista, sobre todo, de que el passivum futurum de la tercera conjugación se termina en dus, dus, dus con excepción sólo de las excepciones: ¡Us, us, us, señores! Us, us, us, pero no advierten qué germen de perfeccionamiento contiene esta terminación.

Entonces se levantó Kotecki y gimió:

—¡Por Dios! ¡Por Dios! ¿Cómo desarrolla, si no desarrolla? ¿Cómo perfecciona, si no perfecciona? ¿Cómo educa, si no educa nada? ¡Oh, Dios mío… Dios mío!

EL MAESTRO. ¿Qué, señor Kotecki? ¿Us no perfecciona? ¿Usted sostiene que esta terminación no perfecciona? ¿Que esta terminación no enriquece? ¿Cómo puede ser eso, Kotecki?

KOTECKI. Esta terminación no me enriquece. Esta terminación no perfecciona. ¡Nada! ¡Oh, Dios!

EL MAESTRO. ¿Cómo no enriquece? Pero Kotecki ¿entonces no sabe usted que el conocimiento del latín constituye la base de toda riqueza? Pero por favor, Kotecki, ¿acaso, según usted sería posible que tantos y tan expertos pedagogos durante años enseñasen, y en tiempos como los nuestros, algo carente de todo valor educativo? Pero, Kotecki, si nosotros enseñamos el latín con tanto sacrificio y tanto empeño, eso prueba que debe ser enseñado el latín. Confíe en mí Kotecki, su mente común no puede apreciar debidamente esas ventajas. Para comprenderlas hay que convertirse, después de largos estudios, en una mente nada común.

KOTECKI. Y yo no puedo… no lo aprecio. ¡Dios!

EL MAESTRO. ¡Oh, Cristo, pero, por favor, oh Misericordia! ¿Acaso no hemos traducido durante el año anterior setenta y tres líneas de César, en las que describe César cómo ubicó sus cohortes sobre el montículo? ¿Acaso esas setenta y tres líneas y, además, el vocabulario, no fueron para Kotecki la revelación mística de todas las riquezas del mundo antiguo? ¿No le enseñaron el estilo, la claridad de pensamiento, la justeza de expresión y el arte bélico?

KOTECKI. ¡Nada! ¡Nada me enseñaron! ¡Ningún arte! ¡Oh, yo solamente temo al uno! ¡Yo temo al uno! ¡Oh, no puedo, no puedo! —Empezó a amenazar el nopodermiento general; el maestro percibió que aun a él le amenazaba y que perecería seguramente si no lograba superar en seguida su propia impotencia con una doble dosis de fe y confianza.

—Pylaszczkiewicz —exclamó el solitario abandonado por todos— hágame el favor de recapitular sin demora lo que hemos aprendido en los últimos tres meses, demostrando toda la profundidad del pensamiento junto con todos los deleites del estilo, y yo confío, confío, ¡oh, confío, porque tengo que confiar! —Sifón, quien, como ya se ha dicho, podía siempre y nunca se sentía imposibilitado, se levantó y, con toda facilidad, comenzó:

Al día siguiente César, habiendo convocado la reunión y castigado la impaciencia y la codicia de los soldados, porque creía que ellos habían decidido, según su propio juicio, adonde debían ir y qué hacer, y que, después de dada la señal de retroceso, habían declarado que no podían ser contenidos por los tribunos militares, explicaba cuánto significaba la incomodidad del sitio, lo que se refería a Avancum, donde habiendo aprisionado a los enemigos sin jefe y sin caballería, había perdido una segura victoria y bastantes perjuicios había causado durante la lucha la incomodidad del lugar. Qué digna de admiración es la grandeza de alma de aquellos que no se dejan detener ni por el poder de las fortificaciones, ni por la altura de las montañas, ni por las murallas de la urbe; y asimismo hay que castigar la excesiva libertad y audacia de aquellos que creen saber más que el jefe sobre la victoria y el resultado de las acciones; hay que desear en el soldado tanta disciplina y dominio de sí mismo, como valor y grandeza de alma. Y después, avanzando adelante, decidió la retirada y ordenó dar la señal de ella, para que diez legiones dejasen de pelear, lo que fue realizado, pero los soldados de las demás legiones no oyeron el sonar de las trompetas, porque les separaba de aquel lugar un valle bastante ancho. Entonces, los tribunos militares, pues así ordenó César, los contuvieron, pero fueron excitados por la esperanza de la victoria, y por la posible fuga de los enemigos durante la lucha, hasta tal punto que no les parecía difícil lo que podían alcanzar con el valor y sin retirada y no se contuvieron hasta llegar a las murallas de la urbe y sus puertas, pero entonces de todas las partes de la urbe se dejó oír un ruido, con lo cual los que se asustaron por el ruido repentino juzgaron que el enemigo estaba en las puertas y dejaron la urbe.

—¡Collandus sim, señores! ¡Collandus sim! ¡Qué claridad, qué estilo! ¡Qué profundidad, qué pensamiento! ¡Collandus sim, qué tesoro de sabiduría! ¡Ah, respiro, respiro! Collandus sim y siempre, y sin cesar y hasta el fin collandus sim, collandus sim, collandus sim —de repente sonó el timbre, los alumnos profirieron un rugido salvaje y el viejito pestañeó y salió.

Y en el mismo momento todos dejaron los sueños oficiales para irrumpir con los rostros en sus íntimos sueños, los del muchacho y del adolescente, y la realidad poco a poco se convertía en el mundo de los Ideales. ¡Oh, permítanme soñar, soñar! ¡Expresamente lo hizo! ¡Expresamente me designó como superárbitro! ¡Para obligarme a mirar, a ver eso! Se obstinó —envileciéndose quería también envilecerme—; no podía soportar que yo le hubiera inducido a una debilidad pasajera con el peón. Pero ¿podía yo exponer mi rostro a esta escena? Sabía que, si asimilaba aquella idiotez tremenda, mi rostro nunca volvería a ser normal y la fuga se tornaría imposible. ¡No, no, que hagan todo lo que quieran pero no delante de mí, no delante de mí! Moviendo con suma nerviosidad el dedo dentro del zapato, le agarré por la manga, y con los ojos suplicantes balbucee: «Polilla…». ¡Me rechazó!

—¡Oh, no, mi adolescentucho! ¡No hay caso! ¡Eres el superárbitro y basta!

¡Me llamó adolescentucho! ¡Qué palabra más repugnante! Era una crueldad de su parte, y comprendí que todo estaba perdido y que con suma velocidad nos acercábamos a lo que más temía: ¡al completo disparate, a lo grotesco! Mientras tanto, una curiosidad insana, salvaje, se apoderó hasta de los que ni se metían en nada; las narices se dilataban, los rubores quemaban ya, y claro estaba que el duelo de muecas iba a ser un duelo a muerte y no un palabrerío vano. Cercaron a ambos y gritaban: «¡Empiecen! ¡Cógelo! ¡Cógelo! ¡Adelante!». Solamente Kopeida se desperezó con tranquilidad suprema, tomó su cuaderno y se fue a la casa con sus piernas.

Sifón estaba sentado sobre su adolescente, resentido y erizado tal una gallina sobre sus huevos, era evidente que a pesar de todo se había atemorizado algo y prefería retroceder. Pero Conejo en seguida apreció las enormes ventajas que tenía Sifón gracias a sus altos ideales y conceptos nobles.

—¡Le tenemos! —soplaba al oído de Sifón excitándole—. ¡No te asustes, piensa en tus principios! Teniendo principios puedes en nombre de ellos fabricar fácilmente todas las muecas que quieras, mientras que él carece de principios y deberá fabricarlas, no en nombre de ningún principio, sino por su propia cuenta.

Bajo la influencia de esos consejos la cara de Pylaszczkiewicz mejoró un tanto y pronto resplandeció por entero, pues, en verdad, los principios le daban el poder de poder siempre y con cualquier intensidad. Al ver eso Bobek y Hopek tomaron a Polilla aparte y le suplicaron que no se expusiera a un desastre seguro:

—No te eches a perder a ti y a nosotros, mejor ríndete en seguida, ¡él es mucho más muecador que tú! Polilla, finge que estás enfermo, desvanécete y te excusaremos después; todo se arreglará de cualquier modo.

Contestó sólo esto:

—No puedo, ya están echados los dados. ¡Fuera! ¡Fuera! Lo que queréis es que yo sea cobarde. Echad a esos mirones. Que nadie mire, excepto los árbitros y el superárbitro.

Pero la cara se le alargó y dio muestras de un malestar pronunciado, lo que contrastaba tanto con la tranquila seguridad de Sifón que Pucho murmuró: «¡Pobre de él!». Y muchos, invadidos por el presentimiento de algo atroz, se largaron callada y apresuradamente, cerrando con cuidado la puerta.

De pronto, en la clase vacía y cerrada, quedaron sólo siete personas, es decir, Pylaszczkiewicz y Polilla, Bobek, Hopek, Conejo, un tal Pyzo, segundo padrino de Sifón, y yo, en el medio, como juez supremo, enmudecido superárbitro de los árbitros. Y sonó la irónica, aunque preñada de amenazas, voz de Conejo, quien, algo pálido, leía en un papelito las condiciones del encuentro:

Los adversarios se colocarán cara a cara y se atacarán con sus caras espetándose una serie de muecas, de modo que, a cada constructiva y positiva mueca de Sifón, Polilla contestará con una contramueca destructiva y negativa en grado sumo. Deberán hacerse las muecas más drásticas, personales, íntimas, entrañadas y privadas, más hirientes y demoledoras, sin ningún freno, para lograr la decisión definitiva.

Se calló. Sifón y Polilla ocuparon sus puestos; Sifón se frotó las mejillas, Polilla movió la mandíbula y Bobek expresó, castañeteando los dientes: «¡Podéis empezar!». Y justamente cuando decía eso, que «podéis empezar», justamente, cuando decía que «había que empezar», la realidad sobrepasó definitivamente sus límites, lo insustancial culminó en: pesadilla, la inverosímil aventura se volvió sueño, dentro del cual, yo, atrapado, no podía moverme. Parecía como si mediante un largo adiestramiento se alcanzase por fin ese grado donde se pierde el rostro. Y no sería nada extraño que Polilla y Sifón hubiesen tomado sus rostros arrojándoselos entre sí. Balbuceé:

—¡Ah, tengan piedad, tengan piedad por sus rostros, tengan piedad por mi rostro, por lo menos!…

Pero ya Sifón adelantaba su facha y disparaba la primera mueca, tan violentamente, que también mi rostro se contorsionó ¡como si fuese de gutapercha! Es decir: Sifón parpadeó como quien sale de la oscuridad a la luz, miró a diestro y siniestro, con piadoso asombro, empezó a revolver los ojos, los giró hacia arriba, los desorbitó, abrió la boca, lanzó un pequeño grito como si hubiese visto algo en el techo, adoptó una expresión de admiración, persistió en ella, encantado, inspirado; después puso su mano sobre el corazón y exhaló un suspiro.

Polilla se contrajo con toda su musculatura y lo golpeó desde abajo con la consiguiente demoledora contramueca: también revolvió los ojos, también los giró hacia arriba, también los desorbitó en pleno goce de la idiotez. Y movió la facha así preparada hasta que una mosca se posó en el tabique de su nariz: entonces se la comió.

Sifón no prestó en absoluto atención a eso, como si la pantomima de Polilla fuera nula (tenía sobre su rival la superioridad de actuar por principios, no por sí mismo), sino que estalló en llanto ardiente, piadoso; sollozaba, llegando así al ápice de la humillación, de la revelación y de la emoción. Polilla también estalló en llanto y sollozó con abundancia, hasta que una gota pendió de su nariz y entonces la vertió en la escupidera llegando así a la cumbre del asco. Este insolente atentado a los más sagrados sentimientos hizo perder momentáneamente el equilibrio a Sifón: no aguantó, lo advirtió a pesar suyo e, irritado, al margen de los sollozos, echó sobre el atrevido una mirada pulverizadora. ¡Descuidado! ¡Polilla esperaba justamente eso! Cuando notó que había logrado atraer desde las alturas la mirada de Sifón, en seguida enseñó los colmillos e hizo estallar su facha de modo tan abominable que aquél, herido en lo vivo, resopló. ¡Parecía que Polilla dominaba! Bobek y Hopek exhalaron un suspiro. ¡Prematuramente! ¡Lo exhalaron prematuramente!

Porque Sifón, advirtiendo a tiempo el yerro de haberse infiltrado en el rostro de Polilla y que la irritación le hacía perder el dominio de su propia facha, efectuó con rapidez el retroceso, compuso sus facciones y de nuevo giró la mirada hacia arriba; además levantó la mano, ¡y de pronto, alzó el dedo, indicando arriba! ¡El golpe era poderoso!

Polilla en seguida alzó el mismo dedo y escupió sobre él, se lo puso en la nariz, se rascó con él, lo humilló como podía, como sabía; se defendía atacando y atacaba defendiéndose, el dedo de Sifón, invencible, inalcanzable, permanecía siempre señalando las alturas. Y no causó ningún efecto que Polilla mordiera su dedo, se limpiara los dientes con él, se rascara el talón e hiciera todo lo humanamente posible para tornarlo asqueroso —¡oh, desgracia; desgracia!—; el dedo de Sifón, invicto, inconmovible, persistía dirigido hacia arriba sin ceder en lo más mínimo. La situación de Polilla se volvía terrible porque ya había gastado todas sus asquerosidades, mas el dedo de Sifón siempre y siempre indicaba lo alto. ¡El espanto invadió a los árbitros y al superárbitro!

—¡Victoria! —gritó Conejo.

Polilla tenía un aspecto terrible. Retrocedió hacia la pared, gimiendo, echando baba por el hocico entre estertores convulsivos; agarró el dedo y tiró y tiró, queriendo arrastrarlo, arrancarlo de raíz, echar, aniquilar esa vinculación con Sifón, recobrar la independencia. ¡No podía, aunque tiraba con todas sus fuerzas, despreciando el dolor! ¡El nopodermiento se dejó sentir de nuevo! Mas Sifón podía siempre podía sin cesar, olímpicamente tranquilo, con el dedo hacia arriba. ¡Oh, qué horror! He aquí dos caricaturas frente a frente y, entre ellas, yo, el superárbitro, aprisionado para siempre, prisionero del semblante ajeno, de la ajena mueca. Mi rostro, cual un espejo de los rostros suyos, también se retorcía; el espanto, el asco, el pavor, dejaban en él su estigma. Payaso entre dos payasos ¿cómo podía yo hacer algo que no fuera una payasada? Mi dedo, en el zapato, trágica mente secundaba a sus dedos y yo hacía muecas… hacía muecas… y sabía que me aniquilaba a mí mismo con mis muecas. ¡Nunca! ¡Nunca ya escaparé de Pimko! Nunca volveré a mí mismo. ¡Oh, qué horror!, ¡y qué silencio! Pues el silencio era por momentos absoluto; no, ningún ruido de armas. Únicamente: muecas y gestos silenciosos.

De improviso rompió el silencio un grito espantoso de Polilla:

—¡A él! ¡A él! ¡A él!

—¿Cómo? ¿Qué? ¿Todavía… algo? ¿Todavía algo más? ¿Acaso no basta ya? Polilla dejó el dedo, se arrojó sobre Sifon y le aplicó un sopapeadísimo sopapo. Bobek y Hopek se arrojaron sobre Conejo y Pyzo, respectivamente, y les aplicaron respectivos sopapos. Cayeron. Un montón de cuerpos en el suelo y, por encima de ellos, yo, inmóvil, tal un superarbitro.

En breves instantes Pyzo y Conejo estaban ya atados con los tirantes; Polilla se sentó sobre Sifón y comenzó a jactarse descaradamente:

—¡Ah, mi adolescentucho inocente! ¿Creías vencerme? El dedito arriba y todo arreglado ¿no es cierto? ¡Ah, ah…! (Aquí abusó del más atroz vocabulario).

—Suéltame —gimió Sifón.

—¿Soltar? ¡En seguida te soltaré! Te soltaré en seguida pero no sé si te soltaré igual que eres ahora. Sí, sí, en seguida… pero antes charlaremos un rato. Dame tu orejita. Te acordarás de mí. Dame tu orejita. Por suerte se puede todavía penetrar al interior por vía de las orejas… entraré… entraré… dame, te digo, la oreja…

Se inclinó sobre él y empezó a hablar en voz baja. Sifón chilló como un lechón asesinado y saltó tal un pez sacado del agua. ¡Polilla le apretó! Y se efectuó una verdadera persecución en el suelo porque Polilla buscaba con su boca una y otra oreja de Sifón, quien, cabeceando, trataba de que sus orejas huyeran. Y rugió por fin… Viendo que no podía huir, rugió para tapar las mortíferas palabras de Polilla que le iniciaban y le enteraban. Rugía de modo lúgubre, terrible, se hizo todo él un grito primitivo y desesperado. ¡No! ¡Era increíble que los ideales pudiesen emitir semejante rugido del bisonte salvaje en la selva! El verdugo rugió también:

—¡Mordaza! ¡Mordaza! ¡Métele mordaza! ¿Qué esperas? ¡Mordaza! ¡Métele el pañuelo!

¡Me vociferaba a mí! ¡Era yo quien debía poner la mordaza! Pues Bobek y Hopek, a horcajadas sobre sus árbitros respectivos, no podían moverse. ¡No, no quería! ¡No podía! Me quedé inmóvil y me heló el asco de todo gesto, de toda palabra, de toda forma de expresión. ¡Oh, superárbitro! Mi treintena, treintena, ¿dónde está la treintena mía, dónde está mi treintena? ¡Ya no hay treintena! Y de improviso Pimko aparece en la puerta de la clase, de pie, con zapatos amarillos de gamuza, un sobretodo gris y el bastón en la mano. Estaba de pie. De un modo tan absoluto y definitivo como si hubiese estado sentado.