Y he aquí ante nosotros —¡no, no puedo creer a mis ojos!— un edificio bastante chato, la escuela, adonde Pimko me arrastra, me empuja, a pesar de mis lloros y protestas. Hemos llegado durante el recreo: en el patio paseaban seres intermedios, de 10 a 20 años, ingiriendo el desayuno: pan con queso o con manteca. En la empalizada que rodeaba el patio había agujeros por donde miraban las madres, nunca bastante saturadas de sus tesoritos. Pimko aspiró voluptuosamente el olor escolar con su instrumento nasal de dos caños.
—Ox, ox, ox —exclamó—, picho, picho, picho…
Mientras tanto, un rengo intelectual, probablemente maestro, se acercó a nosotros con demostraciones de excepcional respeto.
—Profesor —dijo Pimko— he aquí el pequeño Pepe al cual yo quisiera colocar en segundo año. Pepito, saluda al señor profesor. Hablaré en seguida con el director, y mientras tanto, le dejo a Pepe para que se inicie en la vida colegial.
Quise contestar, pero hice una reverencia, un leve vientecillo sopló, las ramas de los árboles se movieron y con ellos un manojito de cabellos de Pimko.
—Espero que se comportará bien —dijo el viejo pedagogo acariciándome la cabecita.
—Bueno, ¿cómo anda la juventud? —preguntó Pimko en voz baja—. Veo que pasean… muy bien. Pasean, charlan y las madres los observan… muy bien. No hay nada mejor para un muchacho en edad escolar que una madre bien colocada detrás de un muro.
—Sin embargo todavía no son bastante ingenuos —se quejó amargamente el maestro—. Todavía no podemos sacar de ellos bastante frescura e ingenuidad juvenil. No, no se imagina, colega, cómo son de obstinados y mal dispuestos en ese sentido. No, ¡no quieren ser como la papa nueva! ¡No quieren! ¡No quieren!
—¡Carece usted de virtud pedagógica! —lo reprendió Pimko severamente—. ¿Qué? ¿No quieren? ¡Deben querer! En seguida demostraré cómo se estimula la ingenuidad. Apuesto a que dentro de media hora será doble la dosis de ingenuidad ambiente. Mi propósito es el siguiente: empezaré por observar a los alumnos y les daré a entender que los considero como a inocentes e ingenuos. Eso naturalmente los provocará, van a querer demostrar que no son inocentes y es entonces cuando caerán en la verdadera ingenuidad e inocencia tan sabrosa para nosotros los pedagogos.
Y se ocultó detrás de una gran encina, mientras el maestro tomándome de la manita me metió entre los alumnos, sin darme tiempo para aclaraciones, ni protestas.
Los discípulos paseaban. Unos se propinaban palmaditas o papirotazos… otros devoraban sin cesar sus textos tapándose las orejas… otros se hacían monerías o zancadillas o piruetas y sus miradas atontadas o borreguiles o aguadas se posaban sobre mí sin descubrir mi treintena. Me llegué al más cercano, seguro de que la cínica farsa acabaría en seguida.
—Permítame… —dije—. Como usted ve, mi edad…
Pero el discípulo exclamó:
—¡Mirad al discípulo novum companerum!
Me rodearon, alguien profirió:
—¿Deo gratias malevolus caprichus tempora excelentisima persona vuestra con tanta parsimonia ante nuestra mercedes se aparece?
Otro chilló entre risas cretinoides:
—¿Acaso padecía el colegus estimadus de haraganitis linfáticamente crónica, o quizá suspiros hacia alguna doncella han postergado la tan ansiada llegada de vuestra merced?
Al oír aquel lenguaje terrible callé como si alguien me hubiera cosido la boca, pero ellos no cesaban, como si les fuese imposible cesar… y justamente cuanto más disgusto causaban esas palabras tanto más gozaban, hundiéndose en ellas con deleite, con obstinación de maniáticos. Sus movimientos eran vacilantes… sus caras apasteladas y mal amasadas… y el tema principal de los menores era los órganos sexuales mientras el tema principal de los mayores era las relaciones sexuales, lo que, junto con la arcaización y la latinización, formaba un cocktail de excepcional repugnancia. Parecían mal introducidos en algo, mal colocados y mal ubicados, a cada momento sus miradas volaban hacia el maestro, se agarraban convulsivamente los cuculandritos y la conciencia de que eran observados sin cesar les imposibilitaba la ingestión del desayuno.
Me quedé, pues, atontado y sin lograr ninguna aclaración… frente a una farsa que no mostraba señales de terminar. Mas cuando los escolares percibieron a Pimko, que oculto detrás del árbol los observaba con gran atención y perspicacia, se pusieron en extremo nerviosos; y se esparció la noticia de que el inspector había llegado, que estaba detrás de la encina y miraba.
—¡El inspector! —decían unos, sacando sus libros y acercándose a la encina—. ¡El inspector! —decían otros, alejándose de la encina. Pero ni unos ni otros podían desviar la mirada de Pimko, quien escribía algo en su libreta.
—¡Escribe algo! —se murmuraba a izquierda y derecha—. ¡Anota sus observaciones!
De repente Pimko les tiró la hoja dé modo tan discreto e imperceptible que parecía llevada por el viento. En el papel estaba escrito:Basándome en mis observaciones realizadas en la escuela X durante el gran recreo, he comprobado que la juventud masculina es inocente. ¡Esta es mi convicción más profunda! Lo prueba: el aspecto de los alumnos, sus inocentes charlas y, en fin, sus inocentes y simpáticos culitos. (Firmado) Pimko, 29 de octubre de 193… Varsovia.
Apenas el papelito llegó a conocimiento de los alumnos, ¡se enardeció el hormiguero escolar!
—¡Nosotros inocentes! ¡Nosotros los muchachos! ¡Nosotros que empezamos a vivir ya a los diez años!
Risas y risitas se acumulaban violentas, aunque secretas, y en todas partes había señales de burlas y bromas. ¡Ah, ah, pobre viejo ingenuo! ¡Qué ingenuidad! ¡Qué ingenuidad! Pero pronto me di cuenta de que la risa duraba demasiado… que, en vez de concluir, aumentaba y se acentuaba y, acentuándose, se obstinaba en sí misma, y, obstinándose, se volvía en extremo artificial y furiosa. ¿Qué pasaba? ¿Por qué la risa no concluía? Ah, sólo después comprendí qué clase de veneno les inyectó en ese momento el diabólico y maquiavélico Pimko. Pues, la verdad era que esos mocitos, encerrados en la escuela, alejados de la vida misma, eran inocentes. Eran inocentes a pesar de no ser inocentes. ¡Eran inocentes en su afán de no ser inocentes! ¡Inocentes con la mujer en los brazos! ¡Inocentes en la lucha y en la pelea! ¡Inocentes cuando recitaban versos e inocentes cuando jugaban al billar! ¡Inocentes cuando comían y dormían! Inocentes cuando eran inocentes. Siempre amenazados por la santa inocencia hasta cuando derramaban sangre, torturaban, violaban, maldecían, ¡todo para no ser inocentes!
Por eso sus risas, en vez de terminar, crecían… y crecían como en el potro de tormentos. Y poco a poco algunos, despacito al comienzo y después con más celeridad, empezaron a proferir pésimas suciedades y palabras propias de un cochero borracho. Febrilmente, pronto, en voz baja, pronunciaban maldiciones brutales, insultos y otras porquerías; y algunos las dibujaban con tiza sobre el muro; y en el aire puro del otoño se generaban palabras aún más terribles que aquellas con las que me recibieron al llegar. Me parecía que estaba soñando, porque sólo en el sueño se nos ocurre caer en situación más tonta que todo lo que se pueda imaginar. Trataba de contenerlos.
—¿Por qué decís c…? —pregunté febrilmente a uno de ellos—. ¿Por qué decís eso?
—¡Cállate imbécil! —me contestó el bruto dándome una trompada—. ¡Es una palabra magnífica! ¡Díla! —chistó y me pisó el pie—. ¡Díla en seguida! (¿No ves que esta es nuestra única defensa contra el culeíto? ¿No ves que el inspector está detrás de la encina y se propone hacernos un cuculeco infantil? Anda, di en seguida todas las porquerías que sabes o, si no, te doy un coscorrón. ¡Dílas, dílas y nosotros las diremos también! ¡También las diremos! ¡Señores, adelante, porque nos quiere hacer un culeíto!
Después de haber pronunciado esas palabras, el vulgar atorrante (llamado Polilla por los demás) se acercó furtivamente al árbol y grabó allí las cuatro letras de esa gruesa palabra, de tal modo que no podían verlas ni Pimko ni las madres. Una risa baja y llena de satisfacción dejóse oír; oyéndola, las madres detrás del muro y Pimko detrás de la encina también prorrumpieron en una risa bondadosa, y comenzó una risa doble. Porque los jóvenes maliciosamente se reían de su travesura y los adultos se reían viendo la alegría de los jóvenes, y ambas carcajadas competían en el aire otoñal silencioso, entre hojas que caían de los árboles, mientras el viejo portero barría la basura… El césped amarilleaba y el cielo estaba pálido…
Mas Pimko detrás del árbol se volvió de repente tan ingenuo, los atorrantes sacudidos por la risa tan ingenuos, y en general la situación tan asquerosamente ingenua, que comencé a hundirme en tanta ingenuidad, yo y todas mis inexpresadas protestas. Y no sabía a quién socorrer: ¿a mí, a mis camaradas o a Pimko? Me acerqué al árbol y murmuré:
—¡Profesor!
—¿Qué hay? —preguntó Pimko también en voz baja.
—Profesor, salga de ahí: del otro lado del árbol han escrito una palabra. Y se ríen de eso. ¡Salga de ahí, profesor!
Mientras murmuraba aquellas frases cretinas me parecía que era un místico sacerdote de la tontería y me asusté de mi actitud, con la mano junto a la boca, cerca de la encina, murmurando algo a Pimko que estaba detrás del árbol y en el patio escolar…
—¿Qué? —preguntó el profesor desde atrás del árbol—. ¿Qué han escrito?
De lejos se escuchó la bocina de un automóvil.
—¡Una mala palabra! ¡Han escrito una palabrota! ¡Salga de ahí!
—¿Dónde la han escrito?
—¡Sobre la encina; del otro lado! ¡Salga de ahí profesor! ¡Termine con eso! No se deje engañar. Profesor, quiso usted hacerlos pasar por inocentes e ingenuos, y ellos le han escrito esas cuatro letras… Deje de excitarlos, profesor, basta. No puedo hablar más así en el aire. ¡Enloqueceré! ¡Profesor, salga de ahí! ¡Basta! ¡Basta!
Mientras decía esto, el verano se inclinaba perezosamente hacia el otoño y las hojas silenciosas caían.
—¿Qué? ¿Qué? —exclamó Pimko—. ¿Yo dudando de la pureza juvenil de la juventud nuestra? ¡Nunca! Soy un viejo ducho en la vida y en la pedagogía.
Salió de detrás del árbol y los alumnos, al ver su figura absoluta, prorrumpieron en un rugido salvaje.
—¡Querida juventud! —dijo Pimko cuando se acallaron un poco—. No ignoro que usáis entre vosotros palabrotas indecentes. No os imaginéis que no esté al tanto de esto. Pero no os preocupéis: ningún exceso, por lamentable que sea, logrará quebrantar esta mi profunda convicción de que sois, en el fondo, puros e inocentes. El viejo amigo vuestro siempre os considerará como puros, inocentes y siempre tendrá fe en la decencia, pureza e inocencia vuestra. Y en lo que se refiere a las palabrotas sé que las repetís sin comprender siquiera, así no más para luciros; seguramente alguno las aprendió de la sirvienta. Bueno, bueno, no hay nada de malo en eso, al contrario, esto es más inocente de lo que creéis.
Pimko estornudó y, muy satisfecho, después de haberse limpiado la nariz, se encaminó a la dirección para conversar con el director Piorkowski de mi asunto. Mientras, las madres y las tías detrás de la empalizada se echaban unas en brazos de otras y exclamaban encantadas:
—¡Qué altos conceptos! ¡Qué fe profunda en la inocencia!
Pero entre los alumnos su discurso provocó consternación. Enmudecidos, miraban a Pimko que se alejaba; y sólo en el momento en que desapareció por completo se desató la tormenta.
—¿Han oído? —exclamó Polilla—. ¡Somos inocentes! ¡Inocentes! ¡Piensa que nosotros somos inocentes, nos toma por inocentes! ¡Siempre, siempre nos toma por inocentes! ¡Por inocentes! —y no podía librarse de esta palabra que lo paralizaba, torturaba, mataba, ingenuizaba e inocenciaba.
Mas entonces un joven, de apellido Pylaszczkiewicz, de apodo Sifón, por su parte pareció caer en la ingenuidad que se desató en los aires y se dijo más bien a sí mismo (pero su voz se dejó oír claramente en el aire limpio y puro como el cencerro que las vacas llevan en las sierras):
—¿Inocentes? ¿Por qué no?
Y se quedó pensativo. En verdad, ¿por qué no ser inocente? Nada más justo que esa pregunta. ¿Quién en realidad, es maduro: el que huye del pecado o el que lo busca? Pero ocurrió que el pensamiento aunque lógico, aunque maduro, sonó en el aire de modo inocente… de lo que el mismo Sifón se dio cuenta, pues se puso colorado.
Y quiso esquivarse; pero ya replicaba Polilla:
—¿Qué? ¿Reconoces la inocencia?
Y retrocedió un paso, tan inocentemente sonó lo que dijo. Pero ya replicaba Sifón, irritado:
—¿Reconozco? ¿Por qué no tendría que reconocerla? ¡No soy tan infantil!
Polilla se puso a chancear en el aire:
—¿Has oído? ¡Sifón es inocente! ¡Huá, huá, huá, inocente Sifón!
Se oyeron exclamaciones: «¡Sifonus inocentus! ¿Acaso el dignísimo Sifón no conoce mujer?». Se oyeron chistes verdes y de nuevo el mundo se asquerizó. La burla creciente irritó sobremanera a Sifón. Miró a su alrededor:
—¿Y si fuese inocente qué hay con eso? Pregunto no más: ¿qué hay con eso?
—¡Cómo! —exclamaron—. ¿Será verdad? —Y no se daban cuenta, infelices, que con sus gritos lo empujaban cada vez más profundamente en la inocencia—. A lo mejor ni siquiera está enterado de cómo es la cosa. ¡Huá, huá, huá! —y otra vez estallaron—: ¡Huá, huá!
—Y si no estuviera enterado ¿qué hay con eso? Pregunto no más —dijo Sifón.
Su voz tenía un acento tan frío y extraño que los otros se asustaron. Reinó el silencio. Por fin se oyeron voces: «¿Sifón, no bromeas? En verdad, ¿no estás enterado?». —Y retrocedían un paso.
Sifón, y esto era evidente, también quería retroceder… pero no podía… y al mismo tiempo Polilla exclamó:
—¡Señores eso es verdad! ¡Mírenlo no más! ¡Eso se ve! —Y escupió.
Bobek expresó:
—¡Pero esto es una vergüenza! ¡Sifón, déjate que te enteremos…! ¡Tienes que saber cómo es eso!
SIFÓN. ¿Yo? ¡Yo no quiero!
HOPEK. ¿No quieres?
SIFÓN. No quiero porque no le veo ninguna razón.
HOPEK. —¿No quieres? ¿No quieres? Pero no se trata sólo de ti, esto nos compromete a todos, no se puede permitir tal cosa. ¡Cómo vamos a mirar a las chicas!
—¡Ah, ahí les duele! —gritó Sifón de repente—. ¡Las chicas! ¡Las chicas! ¡Quieren lucirse con las chicas! ¡Y yo me río de las chicas de ustedes! ¡Ah, quieren hacerse los muchachones con las chicas!
Comprendió ya que no había posibilidad de retroceso, y más aun: no deseaba retroceder.
—¡Chicas! —exclamó—. ¡Chicas! ¿Y por qué no: señoritas? ¿Por qué no doncellas? ¿Por qué no jóvenes y adolescentes? ¡Ah, ah, ustedes quieren hacerse los muchachones con las chicas! ¿Y si a mí me gusta ser un adolescente con una Doncella? ¿Por qué, pregunto, tendría que avergonzarme de esas palabras que son limpias, puras, dignas, honorables? ¡Así es, yo quiero ser adolescente con Doncella! ¡Y quiero ser adolescente con Doncella!
Sifón calló. Pero lo que dijo era, en realidad, tan justo, sabio, convincente que muchos se quedaron perplejos.
—¡Cómo habla! —expresaron unos, y otros decían—: Es cierto, la pureza vale más que la chica. —Uno dijo—: Hay que tener también un grano de idealismo. —Y otro—: Si quiere ser adolescente no más, que lo sea.
—¡Adolescentes! —proclamó Sifón—. ¡Adolescentes! ¡Arriba los corazones! ¡Formemos un grupo en pro de la pureza juvenil y en contra de los que la ensucian! ¡Juremos no tener nunca vergüenza de lo limpio, lo hermoso, lo bello y noble! ¡Adelante pues! —Y, antes que alguien pudiera impedirlo, levantó la mano y juró con rostro serio, inspirado. Entonces varios levantaron las manos y juraron, sorprendidos al verse jurar. Polilla se echó sobre Sifón en el aire transparente, puro. Sifón se enardeció; pero, por suerte, los separaron a tiempo.
—Muchachos —se debatía Polilla—, ¿por qué no le dan un puntapié al adolescente? ¿No tienen sangre? ¿No tienen ambición? ¡Sólo el puntapié los puede salvar! ¡muchachos, sean muchachos!
Enloquecía. Yo lo miraba, con gotas de sudor en la frente y mejillas invadidas por la palidez. Había tenido una sombra de esperanza pensando que, después de haberse alejado Pimko, podría de algún modo volver a mí mismo, recuperar mi verdadera persona adulta y aclarar delante de todos mi situación. ¡Ah! ¿cómo podía volver a mí mismo si a dos pasos de mí en el aire fresco, transparente, la ingenuidad y la inocencia crecían incesantemente? El culeíto se transformaba en adolescente y muchacho. El mundo se quebrantaba y se organizaba de nuevo sobre la base de adolescente y muchacho. Retrocedí un paso.
La excitación aumentaba. Los escolares, encendidos y enrojecidos, saltaban unos sobre otros. Sifón permanecía inmóvil con los brazos cruzados, mientras Polilla apretaba los puños. Detrás del muro las madres y las tías demostraban también gran exaltación, aunque no comprendían bien de qué se trataba. Pero la mayoría de los colegiales estaba indecisa y, llenándose de pan con manteca, repetía sólo:
—¿Acaso el dignísimo Polilla es un sensual-lujurioso? ¿Acaso Sifón es idealistus? Estudiemos, estudiemos porque si no nos pondrán un cero.
Otros aun, no queriendo comprometerse en nada, conversaban sobre política o deportes y fingían gran interés por un match de fútbol. Pero a cada rato alguno de ellos, fascinado por la picante y quemante dialéctica de la controversia, empezaba a prestar el oído, meditaba, adquiría colores y se unía al grupo de Sifón o de Polilla. El maestro dormitaba al sol sobre el banco y, soñoliento, se deleitaba de lejos con la ingenuidad juvenil.
—Eh, cuculeíto, cuculitillo —murmuraba.
Solamente uno de los escolares no fue arrastrado por la general superexcitación ideológica. De pie, apartado, se calentaba tranquilamente al sol, vestido con camiseta y blancos pantalones de franela, con una cadenita de oro alrededor de la mano izquierda.
—¡Kopeida! ¡Ven aquí! —Parecía que todos lo solicitaban y sin embargo él no se preocupaba ni por unos ni por otros. Adelantaba una pierna y la balanceaba en el aire.
Polilla se contorsionaba en la red de sus palabras:
—¿Acaso no comprenden ustedes que los verdaderos muchachos, los hijos de porteros y obreros, todos esos aprendices y peones de nuestra edad, se mofarán de nosotros? Defended al muchacho contra el adolescente —rogaba—. ¡Defended al muchacho!
—¡La opinión de los aprendices, hijos de porteros y de los muchachos de la calle no nos importa! —exclamó Conejo, amigo de Sifón—. ¡Ellos no son cultos!
Polilla se acercó a Sifón y dijo con voz entrecortada:
—Sifón, basta ya. Retira lo que dijiste y yo retiraré también, deja y yo dejaré también. Retiremos ambos. Estoy dispuesto a retirar todo a condición de que tú retires… y que te dejes enterar. Esto no es sólo asunto personal tuyo.
Pylaszczkiewicz, antes de contestar, lo miró con una mirada clara y digna, llena de fuerza interior. Y, con tal mirada, no podía contestar de otro modo, sino con fuerza. Contestó pues, retrocediendo un paso:
—¡Con los ideales no se trafica!
Pero Polilla ya cargaba sobre él con puños.
—¡Dale! ¡Dale! ¡Adelante muchachos! ¡Maten al adolescente!
—¡A mí, adolescentes, a mí! —exclamó Pylaszczkiewicz—. ¡Defiéndanme a mí, a la pureza vuestra! ¡Defiéndanme! —gritaba con voz penetrante. Al oír aquel llamado muchos sintieron en sí al adolescente contra el muchacho. Formando un cinturón estrecho alrededor de Sifón, hicieron frente a los partidarios de Polilla. Estallaron los golpes. Sifón, habiendo saltado sobre una piedra, estimulaba con gritos el valor de los suyos, pero los de Polilla empezaban a tomar la delantera, la cohorte de Sifón retrocedía y se quebrantaba. ¡Qué horror! Parecía que ya estaba perdido el adolescente.
Entonces Sifón, en vista de la ineludible derrota, entonó con sus últimas fuerzas la canción inocente y adolescente:
¡Juventud! Levantad el mundo
sobre los hombros…
Los de su bando temblaron. ¿Cantar eso? No, mejor sería no cantar eso. ¡Y sin embargo no era posible que Sifón cantase solo!… Corearon, pues, y la canción crecía y se levantaba, se agigantaba y desbordaba y volaba… Cantaban, inmóviles, con la mirada, tras la de Sifón, fija en una estrella lejana, y cantaban en la misma nariz de los asaltantes. ¡Cayeron entonces los puños de los agresores! No sabían cómo empezar con los cantantes, cómo tomar contacto con ellos y con qué, mientras los cantantes cantaban con la estrella contra la misma nariz, cada vez más poderosa y piadosamente. Uno u otro de los de Polilla refunfuñó, tosió o murmuró algo, hizo algún movimiento falso e innecesario, y se apartó; al fin y al cabo el mismo Polilla tuvo que toser y alejarse.
Una bandada de palomas voló en el sol y aire otoñales, quedó suspendida sobre el tejado, se posó en la encina, y se alejó. No pudiendo soportar la canción triunfal de Sifón, Polilla se fue al otro rincón del patio junto con Bobek y Hopek. Después de un rato se dominó bastante como para poder hablar. Miraba torpemente el suelo. Estalló:
—¿Y… qué hacemos ahora?
—¿Qué hacemos? —contestó Bobek—. No nos cabe otra cosa sino, aun con mayor energía, emplear nuestros más indecorosos dichos. Las cuatro letras (las cuatro letras del c…) he aquí nuestra única arma. ¡He aquí el arma del muchachón nuestro!
—¿De nuevo? —preguntó Polilla—. ¿Hasta el fastidio? ¿Repetir siempre lo mismo? ¿Hasta el fastidio tenemos que seguir con esta canción porque el otro canturrea la suya?
Estaba abrumado. Extendió las manos, retrocedió algunos pasos y miró en derredor. El cielo, suspendido en las alturas, era liviano, fresco, pálido, y mordaz; el árbol, la fuerte encina en medio del patio, volvió la espalda, y el viejo portero, cerca de la entrada, sonrió debajo del bigote y se fue.
—El cochero… —murmuró Polilla—. El cochero… Imaginad… si algún cochero pudiese oír estas nuestras tonteras… —y de repente, espantado de sí mismo, se dio a la fuga; en el aire transparente quiso huir. ¡Los amigos lo atraparon!
—Polilla, ¿qué te pasa? —decían en el aire diáfano—. ¡Eres el jefe! Sin ti ¿qué nos pasará?
Polilla, agarrado por las manos y atrapado, bajó la cabeza y dijo con amargura:
—Bueno.
Bobek y Hopek, emocionados, se callaban. Bobek con suma nerviosidad tomó un pedazo de alambre, lo puso maquinalmente en el agujero de la pared y lastimó el ojo de una de las madres. Pero en seguida retiró el alambre. La madre lanzó un alarido detrás del muro. Al fin Hopek preguntó no sin timidez:
—Y… ¿qué haremos, Polilla?
Polilla sacudió su desfallecimiento.
—¡No hay más remedio, tenemos que luchar! Luchar hasta el último cartucho.
—¡Bravo! —exclamaron—. ¡Así te queremos ver!
Pero el jefe hizo un ademán desalentador.
—¡Oh, esas exclamaciones de ustedes! Bueno. Si hay que luchar, a luchar entonces. ¿Luchar? Pero luchar no se puede. Aun admitiendo que le peguemos un puñetazo, ¿qué hay con eso? Haremos de él un mártir de la inocencia y verán entonces qué montones de inocencia martirizada nos producirá. ¡No, esto no sirve de nada! Y en general, las maldiciones, los pecados, la suciedad, no sirven… no sirven… os digo, esto es sólo agua para su molino, leche para su adolescente. Con seguridad él cuenta con eso. No, no, pero, por suerte —la voz de Polilla cobró tonalidades de extraño furor— por suerte tenemos otro medio más eficaz… le quitaremos para siempre la afición al canto.
—¿Cómo? —se preguntaron no sin esperanza.
—¡Señores! —dijo terminantemente—. Si Sifón se obstina en no enterarse, tenemos que obligarlo por fuerza. Habrá que atarlo. Por suerte se puede todavía llegar al interior por las orejas. Lo ataremos y enteraremos hasta el punto que ni su propia madre lo reconocerá. ¡Una vez por todas romperemos el muñeco! ¡Pero callen! ¡Preparen las cuerdas!
Yo presenciaba aquel complot con la respiración entrecortada y el corazón que me martillaba en el pecho, cuando Pimko apareció en la puerta y me llamó para conducirme al director Piorkowski. Las palomas aparecieron de nuevo. Batiendo las alas se posaron sobre el muro, detrás del que estaban las madres. Mientras caminábamos por el largo corredor escolar yo buscaba febrilmente en mis adentros las imprescindibles aclaraciones, sin poder, sin embargo, encontrarlas, porque Pimko escupía en cada escupidera que encontraba en el camino, y a mí me ordenó hacer lo mismo. No podía, pues, protestar, porque escupía, y así, salivando, alcanzamos el despacho del director Piorkowski.
Piorkowski, un gigante de gigantesca estatura, nos recibió sentado absoluta y poderosamente sobre sus asentaderas, me pellizcó sin demora en la mejilla con una bondad paternal, produjo un ambiente simpático, me acarició el mentón, yo hice una reverencia en vez de protestar y el director por encima de mí dijo a Pimko:
—¡Cucu, cuculeíto! Créame que los adultos, artificialmente por nosotros infantilizados y achicados, constituyen un elemento aun más propicio que los niños en estado natural. ¡Cucu, cuculao, sin alumnos no habría escuelas y sin escuelas no existiríamos nosotros! Confío que no me olvidará en adelante, mi institución seguramente se lo merece, nuestros métodos de fabricación de los cuculeítos no tienen competencia y el Cuerpo Docente está seleccionado con sumo cuidado para esos fines. ¿Quiere ver el cuerpo?
—Con el mayor gusto —contestó Pimko—; es sabido que nada influye tanto sobre el espíritu como el cuerpo.
El director entreabrió la puerta de la sala contigua y ambos doctores arrojaron un discreto vistazo; yo lo arrojé también. Me asusté seriamente. Los profesores, sentados detrás de la mesa, tomaban té con bizcochos. Nunca he tenido la oportunidad de ver juntos tantos y tan lamentables viejitos. La mayoría sorbía ruidosamente, uno ingurgitaba, otro deglutía, otro engullía, otro mascaba, otro manducaba y el sexto tenía cara de embrutecido.
—Sí, doctor —dijo el director con orgullo—, el cuerpo está bien elegido. Aquí no hay ni un solo cuerpo agradable, simpático, normal y humano, son sólo cuerpos pedagógicos como ya ve, y si la necesidad me obliga a tomar algún nuevo maestro, siempre me cuido mucho que sea profunda y perfectamente aburridor, estéril, dócil y abstracto.
—Sí, pero la maestra de francés parece interesante —observó Pimko.
—¡Pero qué esperanza! Yo mismo no puedo hablar con ella durante un minuto sin bostezar dos veces por lo menos.
—¡Ah, entonces es otra cosa! ¿Serán sin embargo, bastante experimentados y conscientes de su misión pedagógica?
—Son las más fuertes cabezas de la capital —repuso el director—; ninguno de ellos tiene un solo pensamiento propio; y si lo tuviese ya me encargaría de echar al pensamiento o al pensador. Esos maestros son perfectos alumnos y enseñan sólo lo que aprendieron, no, no, no queda en ellos ningún pensamiento propio.
—Cucu cuculato —dijo Pimko—, veo que dejo a mi Pepe en buenas manos. Sólo un verdadero maestro sabrá inyectar a sus alumnos esa agradable inmadurez, esa simpática indolencia e ineficacia frente a la vida, que han de caracterizar a la nación, que será así un buen campo de actuación para nosotros, verdaderos pedagogos, Dei gratia. Sólo con un personal bien adiestrado lograremos infantilizar a todo el mundo.
—Sss… Sss… Sss… —repuso él director Piorkowski tomándolo por la manga— es cierto, culacuquillo, pero cuidado, no hay que hablar de eso en voz alta.
En este momento un cuerpo se volvió hacia otro cuerpo y preguntó:
—Eh, eh, di, y… ¿qué tal? ¿Qué tal, doctor?
—¿Qué tal? —contestó el otro cuerpo—. Los precios suben, doctor.
—¿Suben? —dijo el primer cuerpo.
—Bajan, creo, doctor.
—¿Bajan? —preguntó el segundo cuerpo.
—Parece que suben.
—Los bizcochos suben —gruñó el otro cuerpo y envolvió los restos del bizcocho en el pañuelo.
—Los mantengo a dieta —murmuró Piorkowski, el director— porque sólo así serán bastante anémicos; y como ya usted sabe, nada favorece tanto como la anemia a los granitos, erupciones y mucosidades de l’âge ingrat, de la edad ingrata.
De repente la maestra de inglés, viendo en la puerta al director junto con un doctor desconocido de imponente aspecto, se atragantó con el té y chilló:
—¡El inspector!
Al oír eso todos los cuerpos, temblando, se levantaron y se apiñaron como un rebaño de ovejas. El director para no atemorizarlos más cerró la puerta, y acto seguido Pimko me besó en la frente y dijo con voz solemne:
—Bueno, Pepe, vé a la clase, en seguida comenzará la lección; yo, mientras tanto, trataré de encontrar una pensión para ti y después volveré para acompañarte a tu nuevo domicilio.
Quise contestar mas el implacable maestro me amaestró de repente de modo tan absoluto con su maestría requetemagistral que no pude… y después de hacer una reverencia me fui a la clase, lleno de inexpresadas protestas y de zumbidos en los que se hundían las protestas. La clase también zumbaba. En el barullo general los colegiales ocupaban sus bancos y gritaban, como si pronto tuviesen que callarse para siempre.
Y no se sabe cuándo apareció el profesor sobre la tarima. Era el mismo cuerpo, anémico y triste que en la dirección emitió el juicio de que los bizcochos suben. El maestro se ubicó en la silla, abrió la libreta, se limpió el chaleco, cerró los labios, arregló las mangas para que no se gastasen los codos, sofocó algo en sus adentros y cruzó las piernas. Entonces exhaló un suspiro y trató de pronunciar algo. La batahola estalló con doble fuerza, gritaban todos, con excepción, tal vez, de Sifón quien adoptó una actitud positiva. El maestro miró la clase, apretó los labios, los abrió y de nuevo los cerró. Los alumnos gritaron. El maestro arrugó la frente e hizo un gesto de disgusto, ajustó los puños, tamborileó, meditó sobre algo lejano, sacó el reloj, lo puso sobre la mesa, suspiró, de nuevo sofocó algo en sus adentros o tal vez tragó, durante un largo rato acumuló energías; por fin golpeó con la libreta en la mesa y gritó:
—¡Basta! ¡Tranquilidad! ¡La lección empieza!
Entonces la clase entera (con la única excepción de Sifón) como un solo hombre expresó la necesidad impostergable de ir al baño.
El maestro (llamado por los alumnos Enteco a causa de su cara algo consumida) sonrió con acritud.
—¡Basta! —gritó acerba y automáticamente—. ¿Quieren ir al baño? ¡Le gustaría al alma ir al paraíso! ¿Y por qué yo no puedo ir al baño? ¡Quédense, no doy permiso a nadie!
Entonces no menos de siete alumnos presentaron certificados de que por razón de tales o cuales enfermedades no habían podido preparar las lecciones. Además cuatro declararon un fuerte dolor de cabeza, uno tuvo erupciones, otro convulsiones.
—Sí —dijo el Enteco—, ¿y por qué a mí nadie me da un certificado de que por razones ajenas a mi voluntad no pude preparar las lecciones? ¿Por qué yo no puedo tener convulsiones? ¿Por qué, pregunto, no puedo tener convulsiones sino que debo estar presente aquí día tras día, excepto los domingos y feriados? ¡Cállense, los certificados son falsos, las enfermedades fingidas, siéntense, ya nos conocemos!
Pero tres colegiales se acercaron al maestro y empezaron a contar un chiste divertido sobre los judíos y los pajaritos. El Enteco se tapó las orejas.
—No, no —gemía—, no puedo, tengan piedad, no me tienten, hay que proseguir con la lección. ¿Qué ocurriría si el director nos descubriese?
Aquí tembló, miró la puerta y un susto pálido le invadió las mejillas.
—¿Y si el Inspector nos viese? Señores, prevengo que el Inspector está visitando la escuela. ¡Así es!… Prevengo a ustedes… Basta ya de tonteras, en seguida debemos prepararnos por si acaso viene el Inspector. Bueno… decidme quién de vosotros domina mejor la materia, para que yo pueda lucirme luciendo sus conocimientos. ¿Qué? ¿Nadie sabe nada? ¡Me perdéis! Bueno, a lo mejor alguien sabrá algo, vamos, decidme con franqueza. ¡Ahí! ¿Pylaszczkiewicz? ¡Pylaszczkiewicz, hable! Gracias, Pylaszczkiewicz, siempre lo consideré un joven digno de confianza… pero ¿qué es lo que usted domina, Pylaszczkiewicz? ¿A cuál de nuestros gloriosos poetas conoce usted mejor?
Sifón se levantó y contestó:
—Perdone, señor. Si usted me pregunta en presencia del señor Inspector contestaré según mi mejor ciencia, pero ahora no puedo traicionar lo que domino, porque, traicionándolo, me traicionaría a mí mismo y a mis principios.
Y se sentó.
—Tiu, tiu —refunfuñó el maestro—. Esos sentimientos de Pylaszczkiewicz son muy dignos de elogio, y yo bromeaba, no más. Claro está que los principios ante todo, pero ¿qué tenemos para hoy? —dijo con severidad y miró el programa—. ¡Ajá! Explicar y aclarar a los alumnos por qué el gran poeta Slowacki despierta en nosotros el amor, la admiración y el goce. Así, pues, señores, yo primero recitaré mi lección y después ustedes recitarán la suya. ¡Silencio! —gritó y todos se inclinaron sobre los bancos, con las cabezas entre las manos, mientras el Enteco abrió discretamente el manual indicado, cerró los labios, suspiró, sofocó algo en sí y empezó la recitación—: Ejem… ejem… ejem… Entonces ¿por qué Slowacki despierta en nosotros la admiración, el amor y el goce? ¿Por qué lloramos con el poeta cuando leemos aquel seráfico poema «En La Suiza»? ¿Por qué, cuando oímos las heroicas y grandiosas estrofas del «Rey Espíritu» cunde la exaltación en nuestro pecho? ¿Por qué no podemos liberarnos de los encantos y hechizos de la «Baladita»; y cuando los quejidos de «Lila Veneda» suenan el corazón se nos hace pedazos? Ejem… ¿por qué? Pues, porque, señores, Slowacki era un gran poeta. ¡Walkiewicz! ¿Por qué? Repita, Walkiewicz. ¿Por qué? ¿Por qué el encanto, el amor, por qué lloramos, por qué exaltación, corazón y hechizos? ¿Por qué, Walkiewicz?
Me parecía que de nuevo escuchaba a Pimko, pero un Pimko con menos sueldo y con horizontes más estrechos.
—¡Porque era un gran poeta! —dijo Walkiewicz.
Los alumnos cortaban los bancos con sus cortaplumas y hacían bolitas de papel para echarlas dentro del tintero. El maestro suspiró, se sofocó, miró el reloj y continuó de esta guisa:
—¡Era gran poeta! No se olviden: ¡era gran poeta! ¿Por qué amamos, admiramos y gozamos? ¡Por gran poeta! ¡Gran poeta! ¡Ignorantes, torpes!, les digo con claridad, métanse eso en la cabeza, otra vez repetiré, pues: ¡era gran poeta! Julio Slowacki, gran poeta, amamos a Julio Slowacki y nos encantan sus poesías porque era gran poeta y porque en sus poemas vive una belleza inmortal que despierta nuestra admiración más profunda.
A esta altura de la exposición uno de los alumnos se movió con suma nerviosidad y gimió:
—¡Pero si a mí no me encanta! ¡No me interesa! No puedo leer más que dos estrofas y aun eso me aburre. Dios mío, socorro, ¿cómo me encanta, si no me encanta?
Se le desorbitaron los ojos y se sentó, sumergiéndose en abismos. Esta confesión ingenua atragantó al maestro.
—¡Cállese, por Dios! Kotecki, ¿quiere perderme? ¡Le pongo un uno a Kotecki! ¡Kotecki no se da cuenta de lo que dice!
KOTECKI. ¡Pero yo no puedo comprender! ¡Yo no puedo comprender cómo es que me encanta si no me encanta!
EL MAESTRO. Cómo no le encanta si le he explicado mil veces, Kotecki, que le encanta.
KOTECKI. Me lo explicó, pero a mí no me encanta.
EL MAESTRO. Bueno, este es asunto privado suyo, Kotecki. Parece que Kotecki no es inteligente. A los demás les encanta.
KOTECKI. ¡Pero palabra de honor que a nadie le encanta! ¡Cómo puede encantar si nadie lee ésa poesía, fuera de los que están en edad escolar y eso porque se les obliga a viva fuerza!
EL MAESTRO. ¡Cállese por Dios! Es porque son contados los seres en verdad cultos y a la altura…
KOTECKI. Pero ni aun a los cultos. ¡Nadie! ¡Nadie, digo!
EL MAESTRO. Kotecki, yo tengo mujer y niño. ¡Tenga piedad por los menos del niño, Kotecki! Kotecki, es indudable que la gran poesía debe admirarnos y como Julio Slowacki era gran poeta… A lo mejor Slowacki justamente no le conmueve, pero no me diga oh, no me diga, querido Kotecki, que no le sacuden en lo más profundo Mickiewicz y Byron, Pushkin, Shelley, Goethe…
KOTECKI. A nadie sacuden. Nadie se interesa, todos se aburren. Nadie puede leer más que dos o tres estrofas. ¡Oh, Dios! No puedo…
EL MAESTRO. Pero, Kotecki, esto es imposible… esto es inadmisible… La gran Poesía, siendo bella, profunda, inspirada, grande, no puede no conmovernos hasta lo más profundo de nuestra alma.
KOTECKI. Y yo no puedo. Y nadie puede.
El sudor bañó la frente del maestro. Sacó de la cartera las fotografías de su mujer y del niño y trataba de conmover a Kotecki con ellas, pero éste sólo repetía no puedo, y aquel penetrante no puedo se multiplicaba, aumentaba, contagiaba, ya desde todos los rincones llegaban murmullos: nosotros tampoco podemos, y un general nopodermiento empezó a amenazar de todos lados. El maestro se encontró en un terrible callejón sin salida. A cada momento podía sobrevenir el estallido; ¿de qué?, del nopodermiento absoluto, a cada momento el salvaje rugido del nopodermiento podía alcanzar los oídos del director y del inspector, a cada segundo todo el edificio de la enseñanza podía desmoronarse, sepultando al niño entre sus escombros, y Kotecki siempre no podía, Kotecki no podía y no podía. El infeliz Enteco sintió que a él también empezaba a amenazarle el nopodermiento general y ecuménico.
—¡Pylaszczkiewicz! —gritó— ¡Pylaszczkiewicz, tenga a bien demostrarnos a mí, a Kotecki y a todos los demás las bellezas de algún fragmento elegido! ¡Apure, porque periculum in mora! ¡Atención! ¡Debemos poder, debemos poder, porque si no el niño no tendrá comida!
Pylaszczkiewicz se levantó y en seguida comenzó a recitar un fragmento de un gran poema, engendrado por uno de los más grandes poetas.
Y Sifón recitó. No sufrió en lo más mínimo los efectos de la impotencia general y súbita; al contrario, él siempre podía porque tenía fuertes e inocentes principios y podía, no según sus fuerzas, sino según los principios. Recitó, pues, y recitó con voz conmovida, con justos acentos, con fervor espiritual y con énfasis. ¡Más aun! Recitó con toda la belleza de que era capaz y la belleza de la recitación multiplicada por la belleza del poema y multiplicada por la grandeza del genio y por la majestad del Arte, se convirtió imperceptiblemente en un monumento de todas las bellezas y grandeza. Más aun, recitó de modo piadoso y misterioso; recitó con inspiración y con firmeza; y cantó el canto sublime del vate así como debe ser cantado un canto sublime del vate. ¡Oh, qué belleza! ¡Qué grandeza, qué genio, y qué poesía! La mosca, la pared, la tinta, las uñas, el techo, la pizarra, las ventanas, oh ya el peligro del nopodermiento estaba conjurado totalmente, ya la esposa y el niño estaban a salvo, ya cada uno declaraba que sí, que ¡cómo no! que apreciaba, y pedían sólo que cesase. A la vez observé que el vecino me ensuciaba las manos con tinta; ya había embardunado las suyas y ahora se metía con las mías, porque los zapatos le impedían hacerlo con sus propios pies, pero las manos ajenas eran iguales a las suyas… entonces ¿qué hay con eso? Nada. ¿Y qué con las piernas? Moverlas. Al cabo de un cuarto de hora el mismo Kotecki gimió que basta, que ya reconoce, aprecia, admira, que pide perdón y que puede.
—¡Ah, ya ve Kotecki! No hay como la escuela para fomentar el culto del arte. ¿Quién de nosotros sabría admirar a los grandes genios si en la escuela no se le hubiese puesto bien en la cabeza que son grandes genios?
Pero los oyentes exteriorizaban síntomas muy raros. Todos por igual se contraían bajo el peso del poeta, del vate, del maestro, del niño, y del entorpecimiento. Las paredes desnudas y los desnudos bancos escolares con tinteros no procuraban ni un comino de distracción, por la ventana se veía un pedazo de muro, sobre el que estaba escrito sólo estas palabras «se fue». No quedaba, pues, otra cosa que hacer sino ocuparse del cuerpo pedagógico o del cuerpo propio. Por eso los que no dedicaban su atención a contar los cabellos del Enteco y analizar los misterios de sus largas uñas, trataban de contarse el propio pelo o de torcerse el cuello. Bobek se revolvía, Hopek mecánicamente rechinaba dentro de sí mismo, se desnucaba, por decir así, en una desnucación dolorosa, algunos se ensimismaban, otros practicaban el vicio fatal del soliloquio, otros se cortaban los botones, se arruinaban los trajes y por todas partes florecían junglas y desiertos de reflejos absurdos y actuaciones locas. Sólo Sifón prosperaba perfectamente dentro de la miseria general y era porque cada vez más se consolidaba en sus principios. Y el maestro, recordando a la esposa y el niño, no dejaba de decir:
—¡El Poeta, el Vate, la Grandeza, la Belleza, el Misterio, la Luz, el Camino y el Destino!
Las palabras entraban por las orejas y atormentaban la mente, mientras los rostros crispándose convulsivamente se escapaban del rostro humano y ablandados, exhaustos, agotados estaban en su nulidad listos para aceptar cualquier rostro.
—¡Oh, qué ejercicio para la imaginación!
Y la realidad, también exhausta, también ablandada, imperceptiblemente se convertía en el mundo del Ideal, oh, déjame ahora soñar, soñar…
Comprendí que debía huir. Pimko, el Enteco, el poeta, la escuela, los camaradas, en fin todas mis aventuras de esa mañana, de repente giraron en mi cabeza y salió de eso como un premio de la lotería: escapar ¿Adonde? ¿Cómo? No lo sabía, pero sabía que debía huir a toda costa, si no quería ser devorado por las extravagancias que me acechaban. Pero en vez de huir empecé a mover un dedo dentro del zapato lo que, cosa evidente, imposibilitaba cualquier huida pues no es posible huir moviendo el dedo en la planta baja. ¡Huir, huir! Huir del Enteco, de la ficción, y del hastío pero en la cabeza tenía al Poeta, que me había metido allí el Enteco, abajo movía el dedo, huir no podía y mi nopodermiento era más enorme que el nopodermiento de Kotecki, recién ocurrido.
Teóricamente nada más fácil: bastaba salir de la escuela y no volver, una vez salido. Pimko no avisaría a la policía, tan lejos no alcanzaban los tentáculos de su pedagógica cuculeiterina. Bastaba sólo querer. Pero no podía querer. Pues para huir es necesario tener la voluntad de huir, y ¿de dónde sacar esa voluntad si mueves el dedo y se te pierde el rostro en una contorsión de hastío? Entonces comprendí por qué ninguno de ellos podía huir de la escuela; era porque sus rostros y todas sus personas aniquilaban en ellos la misma posibilidad de la huida, cada uno era esclavo de su mueca y, aunque debían huir, no lo hacían porque ya no eran lo que debían ser. Huir significaba no sólo huir de la escuela, sino, ante todo, huir de sí mismo: ¡oh, huir de mí, huir del mocoso en que me convirtiera Pimko, dejarlo, volver al hombre adulto que había sido! ¿Cómo, sin embargo, huir de lo que se es, dónde encontrar una base, un punto de apoyo? La forma nuestra nos penetra, nos aprisiona tanto desde el interior como desde afuera. Si por un solo momento la realidad recuperase sus derechos, entonces (tenía la certeza) el increíble grotesco de mi situación se pondría en evidencia con tanta fuerza que todos exclamarían: ¿qué hace aquí ese adulto? ¡Pero sobre el fondo de la general extravagancia se volvía imperceptible la extravagancia singular de mi caso! ¡Oh, dadme por lo menos un solo rostro no contorsionado para que pueda sentir la contorsión de mi propio rostro! Mas alrededor veía sólo rostros ablandados y planchados, en los que el rostro mío se reflejaba como en un espejo deformado y doloroso. ¡Y estaba yo bien atrapado por aquel espejismo facial! ¿Sueño? ¿Realidad? De repente vi a Kopeida, a aquel rubio en pantalones de franela, aquel que en el patio sonreía con displicencia cuando se había hablado de chicas.
Tan impasible frente al maestro, como frente a la controversia de Polilla y Sifón, estaba sentado con negligencia y tenía buen aspecto, tenía aspecto normal, con las manos en los bolsillos, limpio, guapo, desenvuelto, acertado, agradable, estaba sentado con indiferencia, con las piernas cruzadas y se miraba las piernas. ¡Como si, con la pierna, se esquivara de la escuela! ¿Sueño? ¿Realidad? ¿Sería posible, pensé, sería posible? ¿Por fin un joven normal? No muchacho ni adolescente, sino un joven común y normal. A lo mejor, con él me volvería el podermiento perdido.