El martes me desperté a esa hora inanimada y nula en que la noche ya está por terminar y sin embargo todavía no ha nacido el alba. Descansaba en una luz turbia y mi cuerpo sentía un temor mortal, que me oprimía el alma, y el alma a su vez oprimía el cuerpo… y hasta la más mínima de mis partículas se contorsionaba en el presentimiento atroz de que no ocurriría nada, nada cambiaría, nunca pasaría nada, y aun cualquier cosa que se emprendiese no sucedería nada y nada. El sueño que me había despertado luego de molestarme durante la noche explicaba las razones de ese espanto.
¿Qué había soñado? Por un retroceso del tiempo que debiera estar vedado a la naturaleza, me vi tal como era cuando tenía quince o dieciséis años —me trasladé a la mocedad—, y de pie, bajo el viento, sobre una piedra, a orillas del río decía algo… y me oía… oía mi hace mucho enterrada voz, voz chillona de pichón, y veía mi nariz aún no lograda sobre mi rostro blando, transitorio, y mis manos en exceso grandes… sentía el contenido ingrato de esta mi fase pasajera e intermedia. Me desperté en medio de la risa y del pavor porque me parecía que tal como era mi persona ahora, ya en la treintena, remedaba al impúber que yo había sido y se burlaba de él, mientras éste también se burlaba de mí… y ambos nos burlábamos mutuamente. ¡Desgraciada memoria que obligas a saber por qué rutas hemos llegado a ser lo que somos! Y también divagaba medio adormecido que mi cuerpo no era del todo homogéneo, sino que algunas de sus partes no estaban todavía maduras y que mi cabeza se reía y se burlaba del muslo, mientras el muslo de la cabeza se burlaba, y que el dedo del corazón, el corazón de los sesos, la nariz del ojo, el ojo de la nariz a carcajadas locamente se carcajeaban, y que todos esos miembros y partes del cuerpo se violaban mutua y salvajemente en una atmósfera de penetrante e hiriente pan-mofa. Mas cuando ya totalmente recuperé mis sentidos y empecé a meditar sobre mi vida, el espanto no decreció ni un ápice, al contrario acrecentóse, aunque por momentos lo interrumpía (o estimulaba) una risita que los labios no podían contener. En la mitad del camino de mi vida me encontré en una selva oscura. Y algo peor aun: aquella selva era verde.
Porque en la realidad era yo tan indefinido y deshecho como en el sueño. Atravesé hace poco el Rubicón de la ineludible treintena, crucé la frontera, según mis documentos, y mi apariencia semejaba un hombre maduro y, sin embargo, no estaba maduro. ¿Qué era entonces? ¿Cómo se presentaba mi situación? Vagaba por las confiterías y los bares, me encontraba con otras personas, cambiando palabras y a veces hasta pensamientos… pero mi situación era poco clara y yo mismo no sabía qué era: hombre o adolescente; y así, al comenzar la segunda mitad de mi vida, no era ni esto ni aquello —era nada—, y los de mi generación que ya se habían casado y ocupaban puestos determinados, no tanto frente a la vida como en diversas oficinas, me trataban con una justificada desconfianza. Mis tías, esas numerosas semimadres agregadas, atadas o pegadas, pero bondadosas, ya desde tiempo atrás trataban de influir en mí para que me estabilizara como alguien, digamos como abogado o empleado —mi indefinición prolongada les resultaba sumamente molesta—; no sabiendo bien quién era, no sabían cómo hablar conmigo y, en el mejor de los casos, sólo emitían una triste cháchara. «Pepe —decían entre un balbuceo y otro—, el tiempo apremia, hijo mío, ¿qué pensará la gente? Si no quieres ser médico, sé por lo menos mujeriego o coleccionista, pero sé alguien… sé alguien…». Y yo escuchaba cuando una murmuraba al oído de la otra que yo era poco pulido social y mundanalmente, después de lo cual, de nuevo, empezaban a balbucir, desesperadas por el vacío que yo provocaba en sus cabezas. En verdad aquel estado no podía prolongarse indefinidamente. Las agujas del reloj de la naturaleza eran implacables y terminantes. Cuando las últimas muelas, las del juicio, me hubieron crecido, fue necesario creer: el desarrollo se había cumplido, había llegado el momento del asesinato ineludible, el hombre debía matar al mozalbete, elevarse en los aires como mariposa, dejando el cadáver de la crisálida. Debía pues, entrar en círculos adultos.
¿Entrar? ¡Cómo no! Hice la prueba, y una risita me convulsiona aún al recordarlo. Para preparar la entrada me dediqué a escribir un libro… deseaba primero mediante un libro aclarar mi caso y conseguir de antemano los favores del mundo adulto, preparando así el terreno para las relaciones personales, y me parecía que si lograba sembrar en las almas un concepto positivo sobre mi persona, ese concepto, por su parte, me formaría a mí; de tal modo que aunque yo no quisiera sería llevado a la madurez. ¿Por qué, sin embargo, la pluma me había traicionado? ¿Por qué el santo pudor no me había permitido escribir una novela notoria y chatamente madura, y por qué, en vez de engendrar pensamientos y conceptos nobles con el corazón y con el alma, los generé con la parte inferior? ¿Por qué puse en el texto no sé qué ranas, piernas, qué sustancias fermentadas, aislándolas sobre el papel sólo por medio del estilo, de la voz, del tono frío y disciplinado, y demostrando: he aquí que quiero dominar el fermento? ¿Por qué, en perjuicio de mi propósito, intitulé el libro Memorias del período de la inmadurez? En vano los amigos me aconsejaban que dejara aquel título y me cuidara en general de cualquier alusión a lo inmaduro. No hagas eso —decían—, la inmadurez es un concepto drástico; si tú mismo te vas a considerar inmaduro, ¿quién, entonces, te considerará maduro? ¿No comprendes, acaso, que la primera condición para lograr la madurez es declararse maduro a sí mismo? Pero yo creía que en verdad no convenía de modo demasiado barato y fácil pasar por alto al jovencito en mí encerrado y que los adultos son en demasía perspicaces, penetrantes para dejarse engañar; y que, por fin, el que es perseguido sin cesar por el mocoso no debe aparecer en público sin mozalbete. A lo mejor encaraba yo en forma demasiado seria la seriedad, valorizaba en exceso la madurez de los maduros.
¡Recuerdos! Con la cabeza hundida en la almohada, con las piernas bajo la frazada, dominado ya por la risita, ya por el temor, hice el balance de mi entrada entre los adultos. Pensaba en mi triste aventura con el primer libro y recordaba cómo, en vez de procurarme la estabilidad anhelada, me hundió aún más, provocando contra mí una ola de juicios torpes. ¡Oh, es una maldición que la existencia nuestra en este planeta no aguante ninguna jerarquía definida y fija, sino que todo siempre fluya, refluya, se mueva y cada uno deba ser sentido y valorado por cada uno, que el concepto sobre nosotros de los torpes, limitados e incapaces nos sea tan importante como el concepto de los sabios, capaces y sutiles! Pues el hombre, en lo más profundo de su ser, depende de la imagen de sí mismo que se forma en el alma ajena, aunque esa alma sea cretina. Y me opongo con toda energía a la opinión de aquellos mis camaradas de pluma que frente a la opinión de los cretinos adoptan una posición aristocrática y orgullosa, declarando odi profanum vulgus. ¡Qué modo más barato, más simplificado de estafar la realidad; qué pobre huido en una ficticia altivez! Sostengo, al contrario, que cuanto más torpe y estrecha es la opinión tanto más se nos vuelve importante, así justamente como un zapato estrecho y mal ajustado. Oh, esos juicios humanos, ese abismo de juicios y opiniones sobre tu inteligencia, carácter, corazón y sobre todos los detalles de tu organización que se abre delante de ese imprudente que vistió sus pensamientos con letras y los envió sobre el papel, entre los hombres. ¡Oh, el papel, el papel, oh, la letra, la letra! Y no estoy hablando yo aquí de los dulces, tibios juicios familiares de nuestras tías queridas; no, quisiera referirme más bien a los juicios de otras tías; las tías culturales, aquellas numerosas semiautoras que expresan sus juicios en los periódicos. Pues sobre la cultura del mundo se sentó un montón de maritornes, cosidas, atadas a la literatura, iniciadas de modo incomparable en los valores espirituales y orientadas estéticamente, con ideas, conceptos y todo lo demás, ya enteradas de que Oscar Wilde es anticuado y que Bernard Shaw es el maestro de la paradoja. Ah, ya saben que hay que ser independiente, sencillo, profundo, así que son independientes, profundas, sencillas, y llenas además de bondad familiar. ¡Tía, tía, tía! ¡Ah, quien no se vio llevado nunca al taller de la tía cultural y no fue operado por esas mentalidades trivializantes, y que privan de vida a la vida, quien no leyó en el periódico un juicio tial sobre su propia persona, no sabe, en verdad, lo que es la bagatela, ignora lo que significa la tía bagatela!
Y además: juicios de hacendados y hacendadas, juicios de colegialas, juicios mezquinos de menudos empleados y juicios burocráticos de altos empleados, juicios de abogados provincianos, juicios exagerados de muchachos, juicios ensimismados de viejitos, como también juicios de publicistas, juicios de esposas de médicos y, por fin, juicios de niños, de sirvientas y cocineras, juicios de primas, todo un mar de juicios que te definen y te crean en el alma de otro hombre. ¡Es como si nacieras en un millar de almas algo estrechas!
Pero mi situación era tanto más difícil y extrema cuanto más difícil y extremo era el libro mío cotejado con la literatura convencionalmente madura. Me procuró, en verdad, un puñado de selectos amigos, y si las tías culturales y otros representantes del vulgo pudiesen oír cómo en círculos estrechos, inaccesibles aun en sueños, los Muy Conocidos, los Brillantes me nutren y saturan con dulces elogios en elevadas conversaciones intelectuales, caerían probablemente de rodillas para lamerme los pies. Mas, por otro lado, en mi modo de escribir seguramente hubo algo inmaduro, algo que atraía a los seres inmaduros y autorizaba sus familiaridades… el período de la inmadurez atrajo al demi-monde de la cultura. Y muy a menudo me ocurría que, al salir de lugares altos y sagrados donde me saturaban de respeto en forma agradabilísima, me encontraba en la calle con cualquier ingeniero o cualquier colegiala, que tratándome como si fuera un compatriota en la inmadurez, un hermano en la tontería, me aplicaba amistosas palmadas profiriendo: «¡Eh, zote! ¡Qué tonterías escribes! ¡Qué tonto eres!». Y así para los Maduros yo era maduro, mas para los Inmaduros en inmaduro y, en verdad, yo mismo no sabía bien a quien pertenecía: a los que me respetaban o a los que me trataban de mocoso.
Mas lo peor era que, odiando al vulgo de la semiinteligencia como creo que nadie odió jamás, odiando ferozmente, con el vulgo al mismo tiempo yo me traicionaba: huía de los brazos amistosamente abiertos de la élite a las patas brutales de los que me consideraban tonto. Es en verdad un hecho de primordial importancia y que define todo el desarrollo futuro, frente a qué realidad un hombre se forma y se organiza, y si, por ejemplo, actuando, hablando, divagando, escribiendo, toma en cuenta, presta atención solamente a los hombres adultos, formados, o si al contrario está perseguido por la visión del vulgo, de la inmadurez, por la visión de un sospechoso, turbio semimundo, que allá en lo oscuro te estrangula y, despacito, te ahoga en su verdura como las lianas, las enredaderas u otras plantas de África. Ni por un momento pude olvidarme del inframundo de los infrahombres, y temiendo pánicamente, temblando convulsivamente al solo recuerdo de su pantanoso verdor, no podía sin embargo liberarme, (¡fascinado como un pajarito por una serpiente! Como si yo, contrariando la naturaleza, simpatizase con la esfera baja y la amase agradeciéndole que perpetuase en mí al niño. ¡Oh, rozar aquel mundo elevado, adulto, y no poder entrar, estar a un paso de la distinción, elegancia, sabiduría, dignidad, de los juicios maduros, del mutuo respeto, de la jerarquía, de los valores y no lamer esas golosinas sino a través del vidrio, no tener acceso a esos asuntos, ser secundario! ¡Convivir con los adultos y siempre, como en el decimosexto año, tener la impresión de que solamente se finge ser adulto! ¿Fingirse escritor, literato, parodiar el estilo literario, las maduras y rebuscadas expresiones? ¿Librar, como artista, una cruel batalla pública por su propio «yo», simpatizando bajo tierra con sus mortales enemigos?
Oh, sí, al comienzo mismo de mi vida pública recibí la consagración semisagrada, fui generosamente ungido por la esfera inferior. Y lo que complicaba todavía el caso era que mi modo de ser social también dejaba mucho que desear y resultaba completamente turbio, pobre e indefenso frente a los semibrillantes mundanos. No sé qué indolencia, nacida de la timidez y del miedo, no me permitía armonizar con ninguna madurez y a veces se me ocurría pellizcar a la persona que con su espíritu halagadoramente a mi espíritu se acercaba. ¡Cómo envidiaba a aquellos literatos, sublimados ya desde la cuna y evidentemente predestinados a la Superioridad, cuya alma ascendía sin cesar, como si alguien con una aguja les pinchase las asentaderas, escritores serios que se tomaban sus almas en serio y quienes con facilidad innata, con grandes sufrimientos creadores, operaban dentro de un mundo de conceptos tan elevados y para siempre consagrados que casi el mismo Dios les resultaba vulgar e innoble! ¿Por qué no es permitido a cada uno engendrar una novela más sobre el amor o denunciar con el corazón vehementemente torturado alguna injusticia social, transformándose en un Luchador del Pueblo? ¿O escribir versos y en un Poeta convertirse y creer en la «noble misión de la poesía»? ¿Ser talentoso y con el talento alimentar y elevar a las muchedumbres de almas no-talentosas? ¡Ah, qué satisfacción; sufrir y torturarse, sacrificar y quemarse en el altar, mas siempre en las alturas, dentro de categorías tan sublimadas, tan adultas! Satisfacción para sí mismo y satisfacción para los demás: realizar su propia expansión a través de milenarias instituciones culturales con tanta seguridad como si se pusiese dineros, en un banco. Pero yo era —¡ay de mí!— un adolescente y la adolescencia era mi única institución cultural. Doblemente atrapado y limitado: una vez por mi pasado infantil del que no podía olvidarme; otra vez por el concepto infantil que otros tenían de mí, esa caricatura de mí mismo que ellos guardaban en sus almas… era un melancólico esclavo de la verdura, ay, un insecto prisionero del denso matorral.
¡No sólo molesta, sino peligrosa situación! Porque los maduros a nada tienen tanto asco como a la inmadurez, y nada les resulta más odioso. Ellos soportarán fácilmente al espíritu más destructivo a condición de que actúe dentro del marco de la madurez. No les asusta un revolucionario que combate un ideal maduro con otro ideal maduro y que, por ejemplo, destroza a la Monarquía con la República o, al contrario, despedaza a la República con la Monarquía. ¡Hasta lo ven con agrado cuando funciona bien el sublimado, maduro negocio! Pero si, en alguien huelen la inmadurez, si huelen al jovencito, se echarán sobre él, lo picotearán hasta matarlo, como los cisnes picotean al pato, lo aplastarán con su sarcasmo. Entonces, ¿cómo terminará todo eso? ¿Adónde llegaré por ese camino? ¿Cómo se ha originado en mí (pensaba yo) esa esclavitud de lo informe, esa fascinación por lo verde; acaso porque provenía de un país rico en seres no pulidos, primitivos y transitorios, donde ningún cuello queda bien a nadie, donde más que la melancolía y el destino son los incapaces y perezosos quienes se quedan por los campos gimiendo? ¿O puede ser porque vivía en una época pasajera que a cada rato inventaba lemas y muecas y en convulsiones retorcía su rostro de mil maneras?… El alba pálida entraba por la ventana, y yo, mientras hacía así el balance de mi vida me sacudía entre sábanas una risita indecente, roja de vergüenza, y estallaba yo en una impotente, bestial carcajada mecánica y piernal, como si alguien me hiciese cosquillas en el talón, ¡como si no fuese mi rostro, sino mi pierna la que carcajeaba! ¡Había que acabar con eso de una vez por todas, romper con la infancia, tomar la decisión y empezar de nuevo; había que hacer algo! Y entonces me iluminó de repente este pensamiento sencillo y santo: que yo no tenía que ser ni maduro ni inmaduro, sino así como soy… que debía manifestarme y expresarme en mi forma propia y soberbiamente soberana, sin tomar en cuenta nada que no fuera mi propia realidad interna. ¡Ah, crear la forma propia! ¡Expresarse! ¡Expresar tanto lo que ya está en mí claro y maduro, como lo que todavía está turbio, fermentado! ¡Que mi forma nazca de mí, que no me sea hecha por nadie! ¡La excitación me empuja hacia el papel! Saco el papel del cajón y he ahí que empieza la mañana, el sol inunda el cuarto, la sirvienta trae café con leche, medialunas y yo, entre las formas relucientes y cinceladas, empiezo a escribir las primeras páginas de una obra, de mi propia obra, de una obra como yo, idéntica a mí, proveniente de mí; de una obra que soberanamente me afirma contra todo y contra todos, cuando de repente suena el timbre, la sirvienta abre la puerta y aparece en ella T. Pimko, doctor y profesor o mejor dicho maestro, un culto filólogo de Cracovia, pequeño, debilucho, calvo y con lentes, con pantalones rayados y chaqueta, uñas sobresalientes y amarillentas, zapatos de gamuza, amarillos.
¿Conocéis al profesor? ¿Al profesor?
¡Alto, alto, alto! Asustado por aquella Forma Humana tan chatamente trivial y trivialmente chata, me eché sobre mis textos para ocultarlos; pero él se sentó, y entonces yo también tuve que sentarme; y, después de sentarse, me ofreció su pésame muy sentido por la muerte de una tía fallecida hace tiempo, y de la cual ya me había olvidado por completo.
—El recuerdo de los muertos —dijo Pimko— constituye un Arco de Hermandad entre los años pasados y los venideros, lo mismo que el canto popular (Mickiewicz). Vivimos la vida de los muertos (A. Comte). Su tía ha muerto y por esta razón se puede, y aún se debe, dedicarle unos pensamientos cultos y conceptos nobles. La difunta tenía sus defectos —aquí los enumeró— mas tenía también sus cualidades —las enumeró— provechosas para la sociedad, así que el libro no es malo, perdón, la tía no es mala, es decir más bien se merece una buena clasificación, pues, definitivamente y en dos palabras, la difunta era un factor positivo, el juicio sumario resulta favorable y considero un agradable deber decírselo a usted, yo, Pimko, guardián de los valores culturales a los cuales sin duda pertenece también la tía, en vista, sobre todo, de que ha muerto. Y además —añadió con indulgencia— de mortuis nihil nisi bene; aunque se podría objetar esto y aquello, ¿para qué desanimar a un joven autor, perdón, un sobrino? ¡Pero! ¿qué veo? —exclamó percibiendo mis borradores sobre la mesa—. ¿Así que no sólo sobrino sino también autor? Noto que probamos suerte con las Musas. ¡Ta, ta, ta, autor! En seguida opinaré, aconsejaré y animaré… —y, sentado, atrajo los papeles por encima de la mesa, al mismo tiempo que se ponía los anteojos… y se quedaba sentado.
—No… —balbuceé. De súbito el mundo se quebró. La tía y el autor me confundieron por completo.
—Bueno, bueno… —dijo—. Ta, ta, gallinita.
Y diciendo eso se restregaba un ojo; después sacó un cigarrillo y, tomándolo con los dedos de la mano izquierda, lo ablandó con los dedos de la mano derecha; al mismo tiempo estornudó porque el tabaco le irritó la nariz y, sentado, comenzó a leer. Y, sentado muy sabiamente, leía. Pero yo, cuando lo vi leyendo, me puse pálido y creí desvanecerme.
No podía echarme sobre él, por encontrarme sentado, y me encontraba sentado porque él estaba sentado. No se sabe cómo ni por qué el sentar se destacó en primer plano y se convirtió en el mayor obstáculo. Me revolvía, pues, sobre mi sentar; no sabiendo qué hacer, comencé a mover las piernas, a comerme las uñas… mientras tanto, él con la mayor lógica continuaba sentado, teniendo su sentar organizado y justificado por el hecho de estar leyendo. Duraba eso una eternidad. Los minutos pesaban como horas y los segundos se hinchaban… y me sentía incómodo como un mar sorbido con una paja.
—¡Por Dios, todo menos el Maestro! ¡No el Maestro! —gemí.
La maestra rigidez del maestro me aplastaba. Pero él seguía leyendo como un maestro y asimilaba mis espontáneos escritos con su personalidad de típico maestro, acercando al papel los ojos… y por la ventana se veía una casa, ¡doce ventanas horizontales, doce verticales! ¿Sueño? ¿Realidad? ¿Para qué vino, aquí, para qué estaba sentado, con qué fin estaba sentado yo? ¿Por qué milagro todo lo que ocurrió antes, sueños, recuerdos, tías, sufrimientos, pensamientos, obra, cómo todo eso se redujo al sentarse de las asentaderas del Profesor y Maestro? ¡Era imposible! Él estaba sentado con razón, ya que leía, mientras que yo estaba sentado sin razón ninguna, sin sentido.
Hice un esfuerzo convulsivo para levantarme, mas en el mismo momento él me miró por debajo de sus anteojos con gran indulgencia, y de pronto… me achiqué, mis piernas se transformaron en unas piernecitas, mis manos en manecitas, mi nariz en naricita, mi obra en obrita y mi cuerpo en cuerpecito… mientras que él se agigantaba y permanecía sentado, contemplando y asimilando mis carillas in saecula saeculorum, amen… y sentado.
¿Conocéis esa sensación de empequeñecer dentro de alguien? ¡Ah, achicarse dentro de una tía! Es algo extremadamente impúdico, ¡pero el empequeñecerse en un notable maestro notorio constituye la cumbre misma de la indecente pequeñez! Y observé que el maestro, como una vaca, se alimentaba con mi verdor. Extraña sensación: el maestro de escuela pace tu verdor sobre el pasto y sin embargo, sentado en un sillón, sigue leyendo, y sin embargo pasta y se nutre. Algo terrible ocurría conmigo y no obstante fuera de mí, algo estúpido, algo insolentemente irreal.
—¡Espíritu! —exclamé—. ¡Yo… espíritu! ¡No un autorcito! ¡Un espíritu! ¡Yo vivo! ¡Yo!
Pero él estaba sentado y estando sentado permanecía sentado de modo tan sentadesco, se arraigaba tanto en su sentar, que el sentar siendo insoportablemente tonto era al mismo tiempo dominador.
Y sacándose los lentes de la nariz, los limpió con el pañuelo, y sé los puso otra vez… y la nariz era algo indecible y a la vez invencible. Era esta una nariz narizada, trivial y notoria, escolar y pedagógica, bastante larga, compuesta de dos caños paralelos y definitivos. Y dijo:
—¿Qué espíritu por favor?
—¡El mío! —exclamé.
—¿El suyo? —preguntó él entonces—. Es decir, claro está, el espíritu patriótico de la Patria…
—¡No! ¡No el espíritu de la Patria, sino el mío!
—¿El suyo? —dijo él bondadosamente—. ¿Así que creemos tener un espíritu propio? Pero ¿acaso conocemos por lo menos el espíritu del rey Ladislao? —Y permaneció sentado…
¿Qué rey Ladislao? ¡Me sentía como un tren desviado de golpe y porrazo a la vía muerta del rey Ladislao! Frené y abrí la boca, dándome cuenta de que no conocía el espíritu del rey Ladislao.
—¿Pero conocerá usted el espíritu de la Historia? —preguntó él entonces—. ¿Y el espíritu de la civilización helénica? ¿Y el de la gálica, espíritu de armonía y de buen gusto? ¿Y el espíritu de un escritor bucólico del siglo XVI quien por vez primera usó en la literatura la palabra «ombligo»? ¿Y el espíritu del idioma? ¿Cómo se debe decir: «el puente» o «la puente»?
La pregunta me tomó por sorpresa, cien mil espíritus me aplastaron de golpe el espíritu; tartamudeé que lo ignoraba y entonces me preguntó qué podía decir sobre el espíritu de Mickiewicz y cuál era la actitud del poeta frente al pueblo. Me preguntó todavía por el primer amor de Lelevel. Tosí y me miré furtivamente las manos, pero las uñas estaban limpias, no había nada escrito en ellas. Entonces miré a mi alrededor como esperando que alguien me soplara, mas alrededor no había nadie. ¿Sueño? ¡Cielos! ¡Qué pasa, Dios mío! Pronto levanté la mirada, fijándome en él, pero la mirada no era mía, era esa una mirada de reojo, pueril y llena de odio. Me acometían unas ganas anacrónicas e imposibles de tirar a la nariz misma del profesor una bolita de papel. Viendo que algo malo me ocurría, hice un esfuerzo convulsivo para preguntar a Pimko en un tono de lo más mundano ¿qué tal?, ¿cómo le va? y ¿qué me dice?, mas en vez de mi tono normal saqué una voz chillona y ronca, como si de nuevo pasara por la mutación… y callé; entonces Pimko preguntó qué sabía de los adverbios, me ordenó declinar mensa, mensas, mensae, conjugar amo, amas, amat, hizo una mueca de desaprobación, y dijo:
—Bueno, habrá que trabajar todavía…
Sacó la libreta y me puso una mala nota; mientras tanto estaba sentado y su sentar y sus asentaderas eran ya definitivos, absolutos.
¿Qué? ¿Qué? Quise gritar que no era un colegial, que había ocurrido una equivocación, salté para huir, pero algo me atrajo desde atrás como un garfio y me clavó y fui atrapado por mi cu… culito infantil, escolar. Con el cuculeíto no podía moverme, era imposible moverse con el cuculato, y mientras tanto el maestro estaba sentado y, sentado, expresaba un espíritu pedagógico tan magistral, que, en vez de gritar, levanté la mano como suelen hacer los colegiales cuando piden permiso para decir algo. Pimko frunció la nariz y dijo:
—Quédate quieto, Kowalski. ¿Nuevamente quieres ir al baño?
Y permanecía sentado, mientras yo también permanecía sentado en un absurdo irreal como un sueño… sentado sobre mi cuculillo infantil que me paralizaba hasta la locura… mientras él se quedaba sentado sobre el suyo como sobre la Acrópolis y anotaba algo en su libreta.
Por fin dijo:
—Bueno, Pepe, ven, vamos a la escuela.
—Pero ¿a qué escuela?
—A la escuela del director Piorkowski. Es un establecimiento de primera clase. Hay todavía vacantes en el segundo año. Tu educación: algo descuidada; ante todo, habrá que corregir las fallas.
—Pero ¿a qué escuela?
—A la escuela del director Piorkowski. Justamente me pidió Piorkowski que le llenara todas las vacantes. La escuela tiene que funcionar y para que funcione hay que encontrar alumnos. ¡A la escuela, pues! ¡A la escuela!
—Pero ¿a qué escuela?
—¡Basta ya de caprichos! ¡Vamos a la escuela!
Llamó a la sirvienta, pidió un sobretodo, y ella empezó a lamentarse no comprendiendo por qué un señor desconocido me llevaba, mas Pimko la pellizco y la sirvienta, pellizcada, no podía lamentarse más, porque tuvo que mostrar los dientes y estallar en una risa de sirvienta pellizcada. Y el pedagogo me tomó la mano y salió conmigo a la calle… ¡donde, a pesar de todo, las casas quedaban en pie y la gente caminaba!
¡Policía! ¡Demasiado tonto! ¡Demasiado tonto para que pudiese ocurrir! ¡Imposible porque imposiblemente tonto! Mas demasiado tonto para que yo pudiera oponerme… ¡No podía con el pedagogo! El idiótico e infantil cuculato me paralizaba, quitándome toda posibilidad de resistencia; trotando al lado del coloso que avanzaba a pasos gigantescos, no podía hacer nada a causa de mi cuculeíto. ¡Adiós, espíritu mío; adiós, obra, adiós mi forma verdadera y auténtica, ven, ven forma terrible, infantil, verde y grotesca! Cruelmente achicado, troto al lado del Maestro enorme que murmura:
—Ti, ti, galliníta… Naricita mocosa… Me gustas. E, e, e… Hombrecito peque… pequeñito… pequeñuelo… E…, chico, ti, ti cucucu, cuculí, cuculucho.
Delante de nosotros una dama paseaba un perrito, el perrito gruñó, saltó sobre Pimko y le rompió los fundillos del pantalón, Pimko gritó, emitió un juicio negativo sobre el perrito, se arregló el pantalón con un alfiler de gancho y me llevó de la mano.