El Santa Fe se mantuvo allí sobre la máquina, esperando a que luciera el faro.

Transcurrió una hora sin que se divisara ningún punto luminoso sobre la isla. El comandante Lafayate no podía equivocarse acerca de su posición; indudablemente allí estaba la bahía de Elgor. Seguramente estaba a la vista del faro… ¡y el faro no se encendía!…

Los del «aviso» pensaron que algún accidente había ocurrido al aparato. Tal vez durante la última tempestad, que tan violenta había sido, habíase roto la linterna, desmontadas las lentes y las lámparas puestas fuera de servicio. No se les pudo pasar por la mente que los terreros habían sido victimas del ataque de una banda de piratas; que dos de ellos hubiesen caído bajo los golpes de los asesinos, y que el tercero se hubiera visto obligado a huir para no sufrir la misma suerte.

—Yo no sabia qué hacer —dijo el comandante Lafayate—. La noche era muy oscura y no podía aventurarme en la bahía. No tenía más remedio que mantenerme a distancia hasta que amaneciera. Mis oficiales, mi tripulación, todos éramos presa de mortal ansiedad presintiendo alguna desgracia. Por último, a eso de las nueve, el faro brilló. El retraso debía depender de algún accidente. Entonces ordené aumentar la presión y puse la proa hacia la entrada de la bahía. Una hora después, el Santa Fe entraba en ella. A milla y media de la caleta encontré fondeado un barco que parecía abandonado… Iba a enviar unos cuantos hombres a bordo, cuando resonaron tiros, disparados desde la galería del faro… Comprendimos que los torreros eran atacados, y que se defendían, probablemente, contra la tripulación de aquella goleta. Hice mugir la sirena para asustar a los agresores y un cuarto de hora después el Santa Fe echaba el ancla.

—A tiempo, mi comandante —dijo Vázquez.

—Lo que no hubiera podido hacer si usted no hubiese arriesgado su vida para alumbrar el faro. Ahora la goleta estaría en alta mar. Nosotros no la hubiéramos visto salir de la bahía, y esos miserables se nos hubieran escapado.

Conocida bien pronto la historia, por todos los del «aviso», Vázquez y John Davis no cesaron de recibir entusiastas felicitaciones.

La noche se pasó tranquilamente, y al día siguiente, Vázquez conoció a los tres torreros que iban a relevar a sus compañeros en el servicio del faro.

No hay para qué decir que durante la noche se envió a la goleta un fuerte destacamento de marineros para tomar posesión del barco, a fin de evitar que Kongre intentase reembarcar y salir de la bahía aprovechando el reflujo.

El comandante Lafayate comprendió que era necesario, para garantir la seguridad de los torreros del faro, purgar la isla de los bandidos que la infestaban, y que, después de la muerte de Carcante y de Vargas, eran aún en número de trece, comprendido entre ellos su jefe Kongre.

Dada la extensión de la isla, la persecución sería larga y acaso no se tuvo todo el éxito deseado. ¿Cómo era posible que la tripulación del Santa Fe pudiera dar una batida en regla? Seguramente que Kongre y sus compañeros no cometerían la imprudencia de volver

al cabo San Bartolomé, en previsión de que hubiera sido descubierto el secreto de su retiro; pero disponían del resto de la isla, y tal vez transcurrieran semanas, y aun meses, antes que se capturara a todos los individuos de la banda. Y, sin embargo, el comandante Lafayate estaba en el deber de no abandonar la isla antes de dejar a los torreros al abrigo de toda agresión y de haber asegurado el funcionamiento regular del faro.

Lo que, en verdad, podía precipitar el resultado era la situación en que Kongre y los suyos iban a encontrarse. No les quedaban provisiones ni en la caverna del cabo San Bartolomé ni en la de la bahía de Elgor. El comandante Lafayate, guiado por Vázquez, pudo comprobar que, cuando menos en esta última, no existía ninguna reserva de galleta, salazón ni conservas de ninguna clase. Todo lo que quedaba de víveres había sido transportado a bordo de la goleta, que fue conducida a la caleta por los marineros del «aviso». La, caverna no conservaba más que restos de naufragios, telas, vestidos, utensilios, que también fueron transportados a los almacenes del faro. Aun admitiendo que Kongre fuese durante la noche a registrar su antiguo alojamiento, era seguro que nada había de encontrar provechoso para su subsistencia en la isla. Tampoco debían disponer de armas de caza, dada la cantidad de fusiles y municiones encontrados a bordo de la Carcante. Se verían forzados; por lo tanto, a no alimentarse más que de la pesca, y en tales condiciones no tardarían en rendirse o en morirse de hambre.

Empezaron inmediatamente las pesquisas. Destacamentos de marineros, a las órdenes de un oficial o de un contramaestre, se dirigieron, los unos hacia el interior de la isla y el resto hacia el litoral. El comandante Lafayate se trasladó al cabo San Bartolomé, donde no encontró vestigio alguno de la banda.

Transcurrieron varios días sin descubrir la presencia de ningún pirata, cuando en la mañana del 10 de marzo llegaron al faro siete miserables pescadores extenuados por el hambre. Recibidos a bordo del Santa Fe, donde se les dio alimento, quedaron bajo guardia, en la imposibilidad de huir.

Cuatro días después, el segundo, Riegal, que visitaba la costa meridional en los alrededores del cabo Webster, descubría cinco cadáveres, entre los cuales Vázquez pudo reconocer a dos de los chilenos de la banda. Los restos que se encontraron en sus inmediaciones atestiguaban que habían tratado de alimentarse de pescados y de crustáceos; pero por ninguna parte se descubrían carbones ni cenizas, siendo evidente que no se habían podido procurar lumbre.

En fin, en la tarde del siguiente día, un poco antes de ponerse el sol, un hombre apareció en medio de las rocas que bordean la caleta, a menos de quinientos metros del faro. Estaba casi en el mismo sitio desde donde Vázquez y John Davis habían estado en observación la víspera de la llegada del «aviso». Este hombre era Kongre. Vázquez que se paseaba con los nuevos torreros, le reconoció enseguida y exclamó:

—¡allí está! ¡Allí esta!

Al oír este grito acudió el comandante Lafayate con su segundo. John Davis y algunos marineros se habían lanzado en su persecución, y todos pudieron ver la silueta de aquel jefe, único superviviente de la banda que mandaba.

¿Qué venía a hacer en aquel lugar? ¿Por qué se mostraba tan sin reserva? ¿Era su intención rendirse?…

No debía forjarse ilusiones sobre la suerte que le esperaba. Sería conducido a Buenos Aires, donde pagaría con su cabeza toda una existencia de robos y de crímenes.

Kongre permanecía inmóvil sobre la roca más elevada, contra la cual rompía el mar dulcemente. Sus miradas recorrían la caleta. Cerca del «aviso» pudo ver aquella goleta que la suerte le había enviado tan oportunamente al cabo San Bartolomé y que un azar contrario se la había arrebatado.

¡Qué de pensamientos debían amontonarse en aquel cerebro! ¡Qué de amarguras!… De no haber llegado el Santa Fe, ya estaría en pleno Pacifico, donde le hubiera sido más fácil sustraerse a todas las persecuciones y asegurar su impunidad.

Se comprende el interés que el comandante Lafayate tenía en apoderarse de Kongre.

Dio sus órdenes, y el segundo, Riegal, seguido de media docena de marineros, se lanzó por la izquierda para flanquear las rocas, a fin de apoderarse del bandido.

Vázquez guiaba este grupo por el camino más corto.

No habían andado cien metros cuando se oyó una detonación, y se vio caer un cuerpo en el vacío y abismarse entre las aguas del mar.