—¡Ah, canallas! ¡Han encendido el faro! —exclamó Carcante.
—¡A tierra! —ordenó Kongre.
Efectivamente, para escapar al apremiante peligro que les amenazaba, no había más que un recurso: desembarcar, dejando a bordo de la goleta un reducido número de hombres; correr hacia el faro, subir la escalera de la torre, arrojarse sobre el torrero y los que le acompañasen, desembarazarse de ellos y apagar aquella luz que era su perdición…
Si el «aviso» se había puesto en marcha para entrar en la bahía, se detendría seguramente al restablecerse la oscuridad… Si llegase a rebasar la entrada, procuraría salir al ver que le faltaba la luz que le guiara hasta la caleta, o, a lo sumo, fondearía esperando el alba.
Kongre mandó echar al agua el bote, en el que se acomodaron el jefe, Carcante y diez de sus hombres, armados de fusiles, revólveres y cuchillos.
En un minuto atracaron a la orilla, precipitándose hacia el faro, que no distaba más que milla y media.
Este trayecto fue recorrido en un cuarto de hora caminando en compacto grupo. Toda la banda, menos los hombres dejados a bordo, se encontraba reunida al pie del faro.
Arriba estaban Vázquez y John Davis. A todo correr, sin tomar precauciones, puesto que sabían que nadie había de interponérseles, llegaron hasta la puerta del faro, que Vázquez quería encender para que el «aviso» pudiera ganar la caleta sin tener que esperar el día. Lo que él temía, temor que le devoraba, era que Kongre hubiese destruido las lentes, roto las lámparas y que el aparato no estuviese en disposición de funcionar. Si así era, la goleta tenía grandes probabilidades de huir sin ser advertida del Santa Fe.
Ambas se lanzaron hacia las habitaciones de los torreros, se introdujeron en el corredor, empujaron la puerta de la escalera, que cerraron tras de sí con todos los cerrojos, subieron la escalera y llegaron a la cámara de cuarto.
La linterna estaba en buen estado, las lámparas en su lugar, provistas de las mechas y el aceite con que las dejaron el día en que por última vez habían lucido. Kongre no había destruido el aparato de la linterna, no queriendo más que impedir el funcionamiento del faro durante el tiempo de su permanencia en la bahía de Elgor. ¿Y cómo iba a prever en qué circunstancias tendría que abandonarla?
El faro volvía a lucir de nuevo. El «aviso» podía, sin riesgo, entrar en su antiguo fondeadero.
Golpes violentos resonaron al pie de la torre. La banda entera trataba de forzar la puerta para subir a la galería y apagar el faro. Todos arriesgaban su vida por retardar la llegada del Santa Fe.
No habían encontrado a nadie ni a la entrada ni en las habitaciones de los torreros. Los que estaban en la cámara de cuarto no podían ser muchos y se les podría reducir fácilmente. Los matarían a todos, y el faro no proyectaría más en la noche sus temibles rayos.
Sabido es que la puerta que daba acceso a la escalera estaba recubierta con una gruesa capa de hierro. Era imposible quebrantar los cerrojos; imposible también hacerla saltar a golpes de hacha. Carcante, que quiso hacerlo, comprendió bien pronto lo estéril de su intento. Después de inútiles esfuerzos fue a unirse con Kongre y otros que se habían quedado fuera.
¿Qué hacer? ¿Habla algún medio de elevarse por el exterior hasta la linterna del faro?
Si este recurso no existía, la banda tendría que huir hacia el interior de la isla para evitar caer en manos del comandante Lafayate y de su tripulación.
En cuanto a regresar a bordo de la goleta, ¿para qué? Además el tiempo faltaba. No había dudas que el «aviso» estaría ya en marcha hacia la caleta.
Si, por el contrario, el faro se extinguía, el Santa Fe no solamente no podría continuar su marcha, sino que acaso tuviera que retroceder y tal vez la goleta pudiera pasar.
Existía un medio de llegar hasta la galería del faro.
—¡La cadena del pararrayos! —exclamó Kongre.
Efectivamente, a lo largo de la torre se tendía una cadena metálica, mantenida de tres en tres pies por garfios de hierro. Elevándose a pulso, a fuerza de puños, era posible ganar la galería, y acaso sorprender a los que ocupaban la cámara de cuarto.
Kongre iba a intentar este último medio de salvación. Carcante y Vargas le precedieron. Agarrados a la cadena, empezaron a gatear el uno cerca del otro, esperando pasar inadvertidos en la oscuridad de la noche.
Sus manos alcanzaban ya los barrotes de la galería, y sólo les faltaba escalarla para estar en la cámara del cuarto.