Y ahora lo que les aconsejaba la prudencia era buscar otro refugio en cualquier otro punto de la isla.
Podía suceder, como Vázquez había dicho, que Kongre y una parte de los suyos fueran al cabo San Juan en persecución de los agresores.
Su decisión fue rápidamente adoptada. Dejar la gruta, buscar a una o dos millas de allí un nuevo refugio, situado de tal suerte que pudieran ver todo barco que llegase por el norte. Si el Santa Fe aparecía, se trasladarían al cabo San Juan, para desde allí hacerle señales. El comandante Lafayate les enviaría un bote para recogerlos a bordo, donde le pondrían al tanto de la situación; situación que al fin se desenlazaría, bien que la goleta permaneciera retenida en la caleta, o que, desgraciadamente, estuviera ya en alta mar.
—Dios quiera que esto no ocurra —repetía Vázquez.
A medianoche se pusieron en marcha llevándose las provisiones, las armas y la reserva de pólvora. Siguieron la orilla del mar durante seis millas, aproximadamente, dando la vuelta al abra de San Juan. Después de algunas pesquisas, acabaron, por descubrir una cavidad suficiente para poderse refugiar hasta la llegada del «aviso». Vázquez y John Davis estuvieron en observación. Sabían que la goleta no podía aparejar mientras estuviera subiendo la marea, y estaban tranquilos. Pero con el reflujo volvía la posibilidad que los bandidos se largaran si durante la noche lograban reparar las averías. Seguramente que Kongre no retardaría ni una hora su salida, ante el temor que el Santa Fe apareciera a la vista de la isla.
Ni uno solo de los de la banda apareció en el litoral. Ya se sabe que Kongre había decidido no perder tiempo en pesquisas, que habrían resultado inútiles. Activar el trabajo, terminar las reparaciones en el más breve plazo posible, era lo mejor que podían hacer.
Vázquez y John Davis no observaron novedad alguna durante todo el 1º de marzo. ¡Pero qué largo se les hacía el día!…
Al anochecer, después de observar la bahía y obtener la seguridad que la goleta no había levado anclas, se retiraron a su refugio en busca del reposo, que tanto necesitaban.
Se levantaron al lucir el sol, y sus primeras miradas fueron hacia el horizonte.
Ningún barco aparecía a la vista de la isla. El Santa Fe no se anunciaba por la columna de humo de su chimenea. ¿Estaría dispuesta la goleta para hacerse a la mar? Empezaba el reflujo, y si lo aprovechaban, en una hora habrían doblado el cabo San Juan.
Era inútil pensar en repetir la tentativa de la víspera, porque Kongre estaba ya sobre aviso y tendría muy buen cuidado en pasar fuera del alcance de la pieza.
Se comprende qué de angustiosas inquietudes pasarían Vázquez y John Davis durante todo el tiempo que duró la marea. Hacia las siete se hizo sentir la marea ascendente, y con ella la seguridad que Kongre no podría aparejar hasta por la tarde.
El tiempo estaba hermoso, el viento se mantenía al nordeste y en el mar no quedaban vestigios de la última tempestad. El sol brillaba entre ligeras nubes, muy elevadas, que la brisa no desvanecía.
Un día más de incertidumbre y de alerta para Vázquez y su compañero. La banda no había dejado las inmediaciones del faro y no era probable que ninguno de los piratas se alejase de allí en todo el día.
—Esto prueba que esos canallas se afanan en la tarea —dijo Vázquez.
—Si, se dan prisa —contestó John Davis—. Dentro de poco las averías producidas por los proyectiles quedarán reparadas y nada les detendrá.
—Y tal vez… esta misma noche… aunque la marea sea tardía —añadió Vázquez—. No tienen necesidad de un faro que les alumbre, la conocen perfectamente. Así como la última noche la remontaron, esta noche descenderán por ella al mar; la goleta se los llevará… ¡Qué desgracia que no la haya usted desmantelado!…
—¡Qué quiere usted, Vázquez! —contestó Davis
—¡Se ha hecho lo que se ha podido! ¡Dios hará lo demás!
—Nosotros le ayudaremos —dijo entre dientes Vázquez, que parecía haber tomado de pronto una enérgica resolución.
John Davis permanecía pensativo; iba y venía por la playa, la vista fija en el norte. ¡Nada en el horizonte!… ¡Nada!
Se detuvo bruscamente, y acercándose a su compañero, le dijo:
—¿Y si fuéramos a ver lo que pasa en el faro?
—¿Al fondo de la bahía, Davis?
—Sí, reconoceremos si la goleta está en disposición de hacerse a la mar.
—¿Y qué habremos adelantado con eso?
—¡Saber, Vázquez! —exclamó John Davis—. Me muero de impaciencia… ¡No puedo más! ¡Es más fuerte que yo!
Y verdaderamente, se veía que el segundo del Century no era dueño de si.
—¿Cuánto hay de aquí al faro? —preguntó Davis.
—Tres millas, todo lo más, pasando por las colinas y yendo en línea recta hacia la bahía.
—Pues bien, yo iré, Vázquez… partiré a las cuatro… llegaré antes de las seis y me deslizaré hasta donde pueda. Aunque haya amanecido no me descubrirán, y yo podré observar…
Hubiera sido inútil tratar de disuadir a John Davis. Vázquez ni siquiera lo intentó, y cuando su compañero dijo: «Usted se quedará aquí vigilando el mar… Iré solo y estaré de vuelta ante de anochecer», contestó como hombre que tiene su plan:
—Le acompañaré a usted, Davis… Yo también quiero dar una vuelta por el faro. Estaba decidido y así se haría. Durante las horas que faltaban para ponerse en camino, Vázquez dejó a su compañero en la playa y se aisló en la cavidad que les había servido de refugio, entregándose a una misteriosa tarea.
El segundo del Century le sorprendió una vez en disposición de afilar cuidadosamente su largo cuchillo en la roca, y otra desgarrando una camisa en tiras que luego trenzaba haciendo una cuerda.
A las preguntas que le fueron hechas, Vázquez respondió de un modo evasivo, asegurando que se explicaría más claramente cuando llegara la noche. John Davis no insistió.
A las cuatro de la madrugada, después de comer un poco de galleta y un trozo de carne fiambre, los dos, armados de sus revólveres, se pusieron en marcha, escalando sin grandes dificultades las crestas de las colinas. Ante ellos se extendía una extensa llanura árida. Ni un solo árbol se divisaba en todo el alcance de la vista. Algunas aves de mar, chillonas y ensordecedoras, volaban por bandadas en dirección sur.
La ruta que habían de seguir para llegar al fondo de la bahía de Elgor estaba perfectamente indicada. —Allí— dijo Vázquez. Y con la mano señaló el faro, que se alzaba a menos de dos millas.
—Marchemos —respondió John Davis.
Los dos caminaban con paso rápido. Las precauciones no eran necesarias hasta que estuviesen cerca de la caleta.
Al cabo de media hora de marcha se detuvieron anhelantes, pero no sentían la fatiga. Quedaba todavía una media milla que franquear.
La prudencia era ya necesaria en prevención de que Kongre o alguno de sus hombres estuviese en observación desde el faro. A esta distancia podían ya ser advertidos.
Como la atmósfera estaba diáfana, la galería era perfectamente visible. No había nadie en ella en aquel momento, pero acaso Carcante o algún otro se encontraran en la cámara de cuarto, desde donde por las estrechas ventanas, orientadas a todos los puntos cardinales, la mirada podía observar la isla en una vasta extensión. John Davis y Vázquez se deslizaron entre las rocas esparcidas por doquier en un desorden caótico. Pasaban de una a otra deslizándose cuidadosamente, a veces arrastrándose por el suelo para atravesar un espacio descubierto. Su marcha se retardó considerablemente durante esta última parte del camino.
Eran cerca de las seis cuando alcanzaron la última de las colinas que encuadraban la caleta.
No era posible que fuesen descubiertos, a menos que uno de los de la banda se hubiera destacado en dirección a ellos. Aun desde lo alto del faro no hubieran podido ser visibles en medio de las rocas, entre las que se confundían.
La Carcante estaba allí, flotando en la caleta. La tripulación se ocupaba en volver a la cala la parte de la carga que había sido preciso subir al puente durante las reparaciones. Todo indicaba que la reparación estaba concluida, que los agujeros producidos por los proyectiles quedaban completamente cerrados.
—¡Están en disposición de partir! —exclamó John Davis, comprimiendo su cólera, próxima a estallar.
—Quién sabe si zarparán antes de la marea, de aquí a dos o tres horas —decía Vázquez.
—¡Y no poder nada! ¡Nada! —repetía John Davis.
Efectivamente, el carpintero Vargas había cumplido su palabra. Su tarea había sido rápida y convenientemente ejecutada. No quedaba huella de la avería. Habían bastado los dos días. Colocada la carga en su sitio, cerradas las escotillas, la Carcante estaba en disposición de hacerse a la mar.
Sin embargo, transcurrió el día y desapareció el sol sin que a bordo se notasen señales de una próxima partida. Desde su abrigo, Vázquez y John Davis escuchaban los ruidos que llegaban hasta ellos desde la bahía. Eran gritos, risas, juramentos, el arrastrar de los fardos sobre el puente. A eso de las diez oyeron distintamente el ruido de una escotilla que se cerraba. Luego, el más completo silencio.
Davis y Vázquez sintieron que se les oprimía el corazón.
Sin duda, terminado el trabajo, había llegado el momento de partir…
Pero no, la goleta continuaba balanceándose en la caleta, sujeta a su ancla, que no había sido elevada del fondo de la bahía.
Pasó una hora. El segundo del Century y tomó la mano de Vázquez, diciendo:
—La marea vuelve a subir.
—¡No partirán!…
—Hoy no; pero, ¿y mañana?
—Ni mañana, ni nunca —afirmó Vázquez—. Venga usted —añadió, saliendo de la concavidad donde estaban emboscados.
Davis, muy intrigado, siguió a Vázquez, que avanzaba prudentemente hacia la playa. En pocos minutos estuvieron al pie del faro. Una vez allí, Vázquez, después de una ligera pesquisa, desplazó una roca, que hizo girar sin gran esfuerzo.
—Metase usted ahí dentro —dijo a Davis, designándole el hueco que había quedado al descubierto—. Este es un escondrijo que por casualidad descubrí cuando estaba en el faro. Estaba lejos de sospechar que podía serme útil. No es una caverna, es un agujero en el que apenas podremos estar los dos; pero pasarán mil veces a nuestro lado sin sospechar que la casa está habitada.
Davis se deslizó en la cavidad, donde inmediatamente entró Vázquez. Apretados el uno contra el otro, hasta el punto de no poderse mover, hablaban a media voz.
—He aquí mi plan —dijo Vázquez—. Usted me esperará aquí.
—¿Esperarle a usted?
—Sí; voy a la goleta.
—¿A la goleta? —dio Davis estupefacto.
—He resuelto que los bandidos no salgan de la bahía —declaró Vázquez con firmeza.
Y sacó del bolsillo dos paquetes y un cuchillo.
—Este es un cartucho que he confeccionado con nuestra pólvora y un trozo de camisa. Con otro pedazo de tela y el resto de la pólvora he fabricado esta mecha. Voy a ponerlo todo encima de mi cabeza para ganar a nado la goleta. Con el cuchillo haré un agujero bajo la bóveda. En este agujero colocaré la carga de pólvora, y una vez encendida la mecha, volveré a tierra. Tal es mi proyecto, que por nada del mundo dejaré de poner en práctica.
—¡Es maravilloso! —exclamó John Davis entusiasmado—. Pero no permitiré que corra usted solo tan gran peligro. Le acompañaré a usted.
—¿Para qué? —replicó Vázquez—. Un hombre solo pasa más inadvertido, y para lo que quiero hacer, uno basta.
Davis creyó que debía insistir; pero Vázquez se mantuvo inflexible. La idea era suya, y a él le competía ponerla en ejecución. Davis no tuvo más remedio que ceder ante la firme resolución de su compañero.
De noche cerrada, Vázquez, después de despojarse de sus vestidos, salió del escondrijo y fue bajando la colina. Una vez en el mar, se echó al agua y nadó con brazo vigoroso hacia la goleta, que se balanceaba muellemente a un cable de la orilla.
A medida que se aproximaba, la masa del barco se hacía más negra y más imponente. Bien pronto advirtió el nadador la silueta del hombre de guardia. Sentado en la borda, con las piernas pendientes hacia el agua, el marinero silbaba una canción, cuyas notas se oían distintamente en el silencio de la noche.
Vázquez describió una curva y se aproximó a la popa del barco, ocultándose en la sombra. El timón se dibujaba por encima de él, y con sobrehumanos esfuerzos logró gatear hasta la parte superior, colocándose a horcajadas.
De esta suerte, con sus dos manos libres, pudo asir el saco que llevaba en la cabeza, y manteniéndolo entre los dientes, explorar su contenido. Sacando el cuchillo, se puso inmediatamente a la tarea. Poco a poco, el agujero practicado en el codaste iba siendo más ancho y más profundo. Después de una hora de trabajo, la hoja del cuchillo salió por la parte opuesta. En este agujero metió Vázquez el cartucho que llevaba preparado, y le adaptó la mecha, buscando luego su mechero en el fondo del saco.
En aquel momento aflojó un instante las piernas, y sintió que se deslizaba. Aquello era el irremediable fracaso de su tentativa. Si se le mojaba la mecha, tenía que renunciar a hacer fuego.
En el involuntario movimiento que hizo para mantenerse en equilibrio, el barco osciló y el cuchillo cayó al agua produciendo un ligero ruido.
La canción del hombre de a bordo había cesado bruscamente. Vázquez le oyó marchar por el puente e inclinarse hacia el agua. Su sombra se dibujó en la superficie del mar. El marinero buscaba, sin duda, la causa del ruido insólito que había atraído su atención. Permanenció largo tiempo en esta actitud, en tanto que Vázquez, las piernas agarrotadas, las uñas crispadas sobre la resbaladiza madera, sentía que le iba faltando la fuerza tranquilizado por el silencio el marinero se alejó hacia la proa, reanudando su interrumpida canción
Vázquez sacó del saco el mechero y batió el pedernal dándole golpecitos con el eslabón. Se desprendieron ligeras chispas y la mecha comenzó a chisporrotear.
Rápidamente, se deslizó a lo largo del timón y entrando de nuevo en el agua, se dirigió a la orilla a grandes brazadas silenciosas.
En el escondrijo donde se había quedado solo, el tiempo se le hacía eterno a John Davis. Transcurrió media hora, tres cuartos, una hora… Davis no pudiendo dominar su impaciencia, se deslizó fuera del agujero, mirando ansiosamente hacia el mar.
¿Qué le ocurriría a Vázquez?, ¿Habría fracasado su tentativa?
De todos modos no debía haber sido descubierto puesto que continuaba reinando el silencio más absoluto.
De pronto, repercutida por el eco de la colina, estalló una explosión sorda, seguida de un clamoreo de lamentaciones y de gritos. Momentos después, un hombre, completamente mojado, llegaba a todo correr, y empujando a Davis, se deslizaba Junto a él en el escondrijo, haciendo girar el bloque que disimulaba la entrada.
Casi al mismo tiempo, un pelotón de hombres pasó gritando. Sus gruesos zapatones golpeando en las piedras no lograban apagar sus voces.
—¡Es nuestro! —Decía uno de ellos.
—Le he visto como te estoy viendo a ti —añadió otro.
—Iba solo.
—Seguramente que no está a cien metros de nosotros.
—¡Ah canalla! ¡Ya te cazaremos!…
El ruido se fue extinguiendo con la distancia.
—¿Está hecho? —preguntó Davis en voz baja.
—Sí —contestó Vázquez.
—¿Y cree usted que ha conseguido su propósito?
—Espero que sí. Al lucir el alba, el martilleo de a bordo hizo desaparecer las dudas. Puesto que se trabajaba en la goleta es que tenía averías, y que la tentativa de Vázquez había tenido éxito.
Pero lo que ni uno ni otro podían saber era la importancia de estas averías.
—Puede ser que tengan que permanecer un mes en la bahía —exclamo Davis, olvidando que si tal cosa ocurriera, su compañero y él se morirían de hambre en el fondo de su escondite.
—¡Silencio! —dijo Vázquez, asiéndole una mano.
Se aproximaba un nuevo grupo de hombres, acaso el mismo que regresaba de la infructuosa caza. Los que lo constituían no pronunciaban una palabra. No se oía más que el ruido de las pisadas.
Toda la mañana estuvieron Vázquez y Davis oyendo patear alrededor de ellos. Los bandidos pasaban y repasaban en persecución del agresor de la goleta.
Sin embargo, a medida que el tiempo transcurría, esta persecución pareció disminuir. Hacía largo tiempo que no se oía ningún ruido del exterior, cuando a mediodía se detuvieron tres o cuatro hombres a dos pasos del agujero en que Davis y Vázquez estaban embutidos.
—Decididamente, no hay medio de dar con él —dijo uno de ellos, sentándose sobre la roca misma que obstruía el orificio.
—Más vale que renunciemos a ello —afirmó otro— los camaradas están ya a bordo.
—Y nosotros vamos a hacer otro tanto. Después de todo, ese bribón ha dado un golpe en vago.
Vázquez y Davis se estremecieron, prestando gran atención a lo que decían sus enemigos.
—Si —aprobó un cuarto interlocutor. Lo que él quería era hacer saltar el timón.
—¡El alma y el corazón de un barco!…
—¡Bonita obra nos hubiera hecho ese pillo!…
—Afortunadamente, no lo ha conseguido. El mal se reduce a un agujero en la bóveda y a un herraje arrancado. El timón no ha sufrido nada, o casi nada.
—Hoy mismo quedará todo reparado —repuso el que había iniciado esta conversación, y esta tarde, antes que suba la marea, nos habremos largado y que se quede ese maldito en la isla muriéndose de hambre.
—Bueno, López, ¿has descansado ya bastante? —interrumpió bruscamente una voz ruda—. ¿A qué charlar tanto? Vamos a bordo.
—¡Vamos! —contestaron los otros tres, poniéndose en marcha.
En la reducidísima caverna donde se ocultaban Vázquez y Davis, aplanados por lo que acababan de oír, se miraron en silencio. Dos gruesas lágrimas aparecieron en los ojos de Vázquez, deslizándose por sus curtidas mejillas, sin que el rudo marino se preocupara de disimular este testimonio de su impotente desesperación.
He aquí a qué irrisorio resultado le había conducido su heroica tentativa. Doce horas de retraso suplementario; a esto se reducía todo el perjuicio sufrido por la banda de piratas.
Aquella misma tarde, con sus averías reparadas, la goleta se alejaría por el extenso mar, desapareciendo en el horizonte.
El ruido del martilleo que subía de la caleta probaba que Kongre hacía trabajar con ardor para poner a la Carcante en disposición de hacerse a la mar.
A las cinco y cuarto, este ruido cesó bruscamente, con gran desesperación de Vázquez y Davis, que comprendieran que había dado fin el trabajo de reparación.
Pocos minutos después, el chirrido de la cadena les comunicó que Kongre había mandado levar el ancla, disponiéndose para zarpar.
Vázquez no pudo contenerse y, haciendo girar la roca, se arriesgó a echar una ojeada al exterior.
Hacia el oeste, el sol declinaba detrás de las montañas que limitaban la vista por esta parte.
No transcurriría una hora sin que la luz solar se hubiera extinguido por completo.
La goleta continuaba en el fondo de la bahía sin que mostrase ninguna visible huella de sus recientes averías. A bordo todo parecía estar dispuesto. La cadena, vertical y rígida, indicaba que bastaría un último esfuerzo para levar el ancla en el momento deseado.
Vázquez, olvidando toda prudencia, había sacado la mitad del cuerpo fuera del agujero. Davis, detrás de él, estaba pegado a su espalda. Ambos miraban anhelantes.
La mayor parte de los piratas estaban ya a bordo. Sin embargo, algunos quedaban todavía en tierra. Entre éstos, Vázquez reconoció perfectamente a Kongre, que se paseaba con Carcante.
Poco después se separaron, y Carcante se dirigió hacia la puerta del faro.
—Cuidado —dijo Vázquez—; sin duda ese bandido va a subir a la galería.
Los dos se deslizaron hasta el fondo de su escondrijo.
Efectivamente, Carcante subía por última vez al faro. La goleta, iba a partir enseguida, y quería inspeccionar el horizonte para ver si algún barco aparecía a la vista de la isla.
La noche prometía ser hermosa, el viento había amainado y seguramente tendrían buena navegación. Cuando Carcante hubo llegado a la galería del faro, John Davis y Vázquez le vieron muy distintamente que daba la vuelta, dirigiendo su larga vista sobre todos los puntos del horizonte.
De pronto se escapó de su boca un verdadero rugido. Kongre y los demás habían levantado la vista hacia él. Entonces, con una voz que todos oyeron perfectamente. Carcante gritó:
—¡El «aviso»!… ¡El «aviso»!…