La marea empezaba a bajar lentamente. Ya se descubría el lugar donde la goleta había estado durante las reparaciones. Del otro lado de la caleta, las rocas mostraban sus cabezas puntiagudas. Una ligera resaca iba a morir en la arena de la playa.

Había llegado el momento de zarpar, y Kongre dio la orden de levar el ancla.

Las velas fueron orientadas, y la goleta comenzó lentamente su movimiento hacia el mar.

El viento soplaba de estesudeste, y la Carcante doblaría sin dificultad el cabo San Juan.

Kongre, que conocía perfectamente la bahía, estaba seguro que ningún peligro le amenazaba, y con la mano en el timón, dejaba que la goleta fuera aumentando su velocidad.

A las seis y media, la Carcante no estaba más que a una milla de la extrema punta. Kongre veía todo el mar, hasta el límite del horizonte. El sol iba descendiendo hacia su ocaso, y bien pronto las estrellas brillarían en el cenit, que se ensombrecía bajo el velo del crepúsculo.

Carcante se aproximó en aquel momento a su Jefe.

—¡Al fin vamos a vernos fuera de la bahía! —dijo con satisfacción.

—Dentro de veinte minutos doblaremos el cabo San Juan —contestó Kongre—. La estación está ya muy avanzada, y creo que podemos contar con la persistencia de estos vientos del este.

En aquel momento, el hombre de guardia, exclamó:

—¡Atención a proa!… —¿Qué ocurre?— preguntó Kongre.

Carcante acudió para ver lo que pasaba.

La goleta pasaba precisamente por frente a la caverna donde la banda había vivido tan largo tiempo.

En este lugar de la bahía derivaba parte de la quilla del Century, rechazada hacia el mar por el reflujo. Un choque hubiera podido tener lamentables consecuencias, y no había instante que perder para apartarse de este obstáculo. Kongre viró ligeramente. La maniobra produjo el efecto deseado, pues apenas si la quilla de la Carcante rozó aquel pedazo del casco del Century. En aquel preciso momento, un agudo silbido desgarró el aire, y un violento choque hizo estremecerse a la goleta, seguido inmediatamente por una detonación.

Al mismo tiempo se elevó del litoral una humareda blanquecina que el aire rechazó hacia el interior de la bahía,

—¿Qué es esto? —exclamó Kongre.

—¡Han disparado contra nosotros! —contestó Carcante.

—¡Toma la barra! —ordenó Kongre.

Y precipitándose a babor, se inclinó sobre la borda, advirtiendo un agujero en el casco, a medio pie de altura sobre la línea de flotación.

Toda la tripulación se agrupó inmediatamente en la proa de la goleta.

¡Era un ataque procedente de aquella parte del litoral!… Un proyectil que la Carcante recibía en su flanco en el momento de salir de la bahía, y que si le hubiera dado un poco más abajo seguramente la hubiese echado a pique.

Se comprenderá fácilmente la Sorpresa y el espanto que produjo a bordo tan inesperada agresión.

¿Qué podían hacer Kongre y sus compañeros?… ¿Echar el bote al agua remar hacia la orilla y apoderarse de los que habían disparado contra ellos?… Pero ¿no serían los enemigos superiores en número?

Lo más cuerdo era alejarse, a fin de reconocer la importancia de la avería.

Se imponía esta determinación, tanto más que los agresores persistían.

Se alzó otro fogonazo en el mismo sitio, y la goleta recibió un nuevo choque. Un segundo proyectil acababa de herirla un poco más a popa que el primero.