Desde la llegada de la goleta a la bahía de Elgor, Vázquez había vivido en el litoral del cabo de San Juan, de donde no quería alejarse. Si algún barco llegaba para hacer escala, al menos estaba allí para prevenir al capitán que la bahía estaba ocupada por una banda de malhechores; y en caso que el barco no contara con tripulación suficiente para apoderarse de ellos o arrojarlos hacia el interior de la isla, tendría el tiempo suficiente de ganar alta mar.
Pero, ¿por qué un barco, a menos de tener que hacerlo de arribada forzosa, iba a hacer escala en aquella bahía, apenas conocida de los navegantes?
Si se produjera esta afortunada eventualidad, las autoridades inglesas podrían tener bien pronto noticia de los acontecimientos que acababan de ocurrir en la Isla de los Estados. Entonces se enviaría un barco de guerra antes que la Maule estuviera en disposición de zarpar, se aniquilaría a aquellas bandidos y el faro sería puesto en condiciones de reanudar el servicio.
—¿Será preciso —repetíase Vázquez— esperar el regreso del Santa Fe?… ¡Dos meses!… De aquí a entonces, la goleta estará ya lejos; y ¿dónde encontrarla en medio de las islas del Pacifico?…
El bravo Vázquez, olvidándose de si mismo, pensaba siempre en sus compañeros despiadadamente asesinados; en la impunidad que gozarían estos criminales después de abandonar la isla, y en los graves peligros que amenazaban la navegación por estos parajes después de extinguirse el faro del Fin del Mundo.
Por otra parte, desde el punto de vista material, y a condición de que no se descubriera su refugio, su manutención estaba asegurada después de su visita a la caverna de los piratas.
Allí era donde la banda Kongre había vivido durante años enteros; allí era donde habían amontonado todo el producto de su infame pillaje. Kongre y los suyos subsistieron allí primeramente con las provisiones que llevaban al desembarcar; luego, de las que se procuraron por un gran número de naufragios, algunos por ellos mismos provocados.
De estas provisiones Vázquez no tomó más que las indispensables para que Kongre y los otros no advirtiesen la sustracción, más algunos efectos, entre ellos una camisa, un impermeable, dos revólveres, con una veintena de cartuchos, y un farol. También tomó dos libras de tabaco para su pipa. Además, a juzgar por la conversación que había oído, las reparaciones de la goleta debían durar varias semanas, y podría, por lo tanto, renovar sus provisiones.
Hay que advertir que, por precaución, encontrando que la estrecha gruta que ocupaba estaba demasiado próxima a la caverna, había buscado otro refugio un poco mas alejado y más seguro.
Lo encontró a la vuelta del cabo San Juan, entre dos altas rocas, y la entrada pasaba inadvertida para el mejor observador. Cuando subía la marea, el mar llegaba hasta la base de las rocas, pero no ascendía lo suficiente para llenar esta cavidad, a la que una finísima arena servia de alfombra blanda y seca.
Hubiérase pasado por delante de esta gruta a cien veces sin sospechar su existencia, y únicamente por casualidad la había descubierto Vázquez unos días antes.
Allí fue donde transportó los diversos objetos tomados en la caverna, y de los que iba a hacer uso.
Por otra parte, no era probable que Kongre, Carcante y sus compinches fueran por aquella parte de la isla. La única vez que pasaron por allí fue el día de su segunda visita a la caverna, y Vázquez los vio desde su escondrijo, sin que los bandidos pudieran imaginarse que estaban tan cerca del tercer torrero del faro.
Inútil es advertir que nunca se aventuraba al exterior sin adoptar las más minuciosas precauciones, prefiriendo la noche, sobre todo para dirigirse a la caverna.
Antes de doblar el ángulo del acantilado, a la entrada de la bahía, asegurábase de si el bote o la chalupa estaban atracados a la orilla.
Pero ¡qué interminable se le hacia el tiempo y qué dolorosos recuerdos acudían sin cesar a su mente!… De vez en cuando le acometía un irresistible deseo de ir en busca del jefe de aquella banda de criminales, y vengar con sus propias manos el asesinato de sus infelices camaradas.
—No, no —se respondía—; tarde o temprano serán castigados como se merecen. Dios no puede permitir que escapen al castigo. ¡Pagarán con la vida sus crímenes!…
Olvidaba cuan en peligro estaba la suya mientras la goleta permaneciese en la bahía Elgor, y todos sus deseos eran que la Maule no pudiera zarpar antes que llegase el Santa Fe.
¿Se cumplirían sus anhelos? Era necesario que transcurriesen tres semanas antes que el «aviso» pudiera estar a la vista de la isla.
Por otra parte, la duración de esta escala tan prolongada no dejaba de sorprender a Vázquez. ¿Serian tan importantes tas averías de la goleta, que no había bastado un mes para su completa reparación?
El libro del faro debía haber informado a Kongre acerca de la fecha del relevo, y no podía ignorar el riesgo que corría si no se hacía a la mar antes de los primeros días de marzo.
Era el 16 de febrero. Vázquez, devorado por la impaciencia y la inquietud, quiso saber a qué atenerse. Así es que en cuanto hubo anochecido ganó la entrada de la bahía y remontó la orilla norte, dirigiéndose hacia el faro.
Aunque la oscuridad fuese profunda, corría el riesgo de encontrarse con alguno de la banda que caminase por aquel lado. Se deslizó, pues, a lo largo del acantilado con grandes precauciones, mirando a través de las tinieblas, deteniéndose y escuchando si se producía algún ruido sospechoso. Vázquez tenia que andar todavía tres millas para llegar al fondo de la bahía. Era la dirección contraria de la que había seguido al huir del faro después del asesinato de sus camaradas.
A las nueve, próximamente, detúvose a unos doscientos pasos del faro y vio brillar algunas luces a través de las ventanas. Un movimiento de cólera, un gesto de amenaza se le escaparon al pensar que aquellos bandidos estaban ocupando las habitaciones de sus victimas.
Desde el sitio en que se encontraba Vázquez no podía ver la goleta, y avanzó cien pasos más, sin parar mientes en el peligro que corría al hacerlo. Toda la banda estaba encerrada en las habitaciones del faro.
Vázquez se aproximó más todavía, deslizándose hasta la playa de la pequeña caleta.
La última marea había levantado la goleta, que flotaba mantenida por el ancla.
¡Ah! Con qué placer hubiese desfondado aquel casco para verlo sumergirse en el mar.
De modo que las averías estaban reparadas. Sin embargo, aunque la goleta flotaba, Vázquez observó que lo hacía muy por debajo de su línea de agua. Esto indicaba que no se había metido a bordo todavía ni el lastre ni la carga, y era posible que la partida se retardase algunos días.
Pero esto era lo último que había que hacer, y una vez terminado, acaso en cuarenta y ocho horas, la Maule zarparía, doblando poco después el cabo San Juan, para desaparecer para siempre en el horizonte.
Vázquez no tenía ya más que una pequeña cantidad de víveres, así es que al día siguiente se dirigiría a la caverna a fin de renovar sus provisiones.
Teniendo en cuenta que la chalupa iría a recogerlo todo para trasladarlo a la goleta, se apresuró a regresar al cabo, no sin tomar las más grandes precauciones.
Apenas fue de día, y después de convencerse que la orilla estaba desierta, Vázquez entró en la caverna.
Encontró todavía numerosos objetos de poco valor, con los cuales, sin duda, no querían embarazar la cala de la Maule. Pero cuando Vázquez fue en busca de comestibles, ¡qué desesperación!… Todos se los habían llevado los bandidos, y el infeliz torrero sólo tenía víveres para cuarenta y ocho horas.
Vázquez no tuvo tiempo de abandonarse a sus reflexiones. En aquel momento oyó ruido de remos. La chalupa llegaba con Carcante y dos de sus compañeros.
Vázquez avanzó vivamente hacia la entrada de la caverna, y alargando el pescuezo miró al exterior. La chalupa atracaba en aquel mismo momento. No tuvo más que el tiempo necesario para volver al interior y acurrucarse en el rincón más oscuro, detrás de un montón de velas y aparejos que la goleta no habría de cargar y quedarían seguramente en la caverna.
Vázquez estaba decidido a vender cara su vida en caso de ser descubierto, y empuñó el revólver, que siempre llevaba al cinto. ¡Pero estaba solo contra tres!
Dos solamente franquearon el orificio. Carcante y el carpintera Vargas. Kongre no les había acompañado.
Carcante llevaba un farol, y seguido de Vargas iba escogiendo diferentes objetos que completarían el cargamento de la goleta. Mientras tanto hablaban, y el carpintero decía:
—Estamos a diecisiete de febrero y ya es hora de zarpar.
—Zarparemos.
—¿Mañana?
—Yo creo que sí.
—Si el tiempo lo permite.
—Si, parece que está amenazador; pero despejará.
—Es que si tenemos que detenernos aquí ocho o diez días más…
—Correríamos el riesgo de encontrarnos con el relevo —le interrumpió Carcante.
—¡Ni pensarlo! —exclamó Vargas—. No tenemos fuerza para llevarnos un barco de guerra.
—No, sería él quien nos llevase a nosotros, y probablemente colgados del extremo de mesana —repuso Carcante, añadiendo a su respuesta un formidable Juramento.
—En fin —repuso el otro—, que tengo muchas ganas de verme un centenar de millas mar adentro.